viernes, 2 de abril de 2010

45- Sacrificios

Desperté en la cama de Gabrielle bien entrada la tarde, o al menos supuse que era su cama. El colchón era enorme y circular, me recordó al lecho de mi refugio, o al de una película porno que vi en casa de Alba. Gabrielle había tenido la bondad de poner una palangana junto a la cama por si vomitaba, y una nota en la mesita: “La puerta de la derecha da al baño”. Lo primero que noté al despertar fue  mareo, seguido por un dolor de cabeza atronador que empeoraba con cada latido, que eran como latigazos que mi corazón daba a las sienes, así que no me demoré en hacer caso a la nota.
Me mojé la cara y me senté en el retrete, y fue allí donde decidí sacar cuentas de la noche anterior mientras intentaba quitarme los enredos del pelo grasiento y bufado con los dedos. Quería beber algo de agua. En la parte de atrás de mi labio inferior pude acariciar con la lengua la yaga en el lugar donde Gabrielle me mordió. Y quería beber agua. La memoria no parecía dar problemas, no tenía lagunas ni pantallazos azules. Y necesitaba agua, ¡pero ya! Tampoco podía olvidarme de la actuación de Irene. Nunca pensé que una persona tan distraída y poco seria pudiera mantenerse con la sangre fría y con un control total de sí misma en situaciones tan complicadas. Y tengo la boca seca y pastosa, debería beber agua. Yo, sin embargo, me dejé llevar por mi miedo y poco me faltó para orinarme. Parece que no faltaba nada sin rescatar en mi cabeza. Eso estaba bien, había llegado la hora de beber un poco de agua. Y que quede claro que es la primera y la última borrachera que cojo, concluí para mí mientras intentaba sacar la mano enredada en una maraña de pelo.
Cuando salí del baño encontré a Gabrielle al otro lado del umbral de la puerta. De pie era mucho más pequeña de lo que me pareció la noche anterior, medía menos que yo, que ya es decir. La gente suele esperar que un vampiro sea alto. Es un error muy común, ya que después de todo durante milenios la estatura media fue de metro y medio.
Y por si fuera poco, Gabrielle parecía estar obsesionada con resaltar su aspecto infantil. Los camisones para niña, como el que llevaba en aquel momento o como el de la noche anterior, formaban dos terceras partes de su cambiador, de modo que a su imagen sólo le faltaba el vaso de leche en la mano y el gorrito de ir a dormir en la cabeza para ser la muñeca de porcelana con la que toda niña cursi sueña.
Sin embargo, de alguna manera, me sentía incapaz de despegar la vista de sus imponentes ojos, fieros, terribles, pero inocentes a la vez. Su mirada penetrante se clavaba en mí con insistencia, me hizo sentir por primera vez lo que los demás debían notar cuando los miraba directamente a los ojos. Su sola presencia era capaz de transmitirme su experiencia acumulada, los siglos de calamidades que habían logrado llenar de puro odio sus entrañas. Y pese a su imagen profundamente pueril, me inspiró pánico una vez más.
¿Qué era lo que yo pretendía hacer? ¿Vencerla? Comparada conmigo, Gabrielle es una auténtica diosa. ¡Es imposible matar a un dios!
–Tienes buen color de cara, para lo que bebiste –comentó apacible–. Tampoco hueles a vómito. ¿Estás bien?
–Sí, siempre y cuando no cierre los ojos –dije–, tan sólo tengo algo de dolor de cabeza.
–Date una ducha, te ayudará. Te prestaré algo de ropa, debemos de usar la misma talla.
–Bueno, gracias –dije aturdida–. Escucha Gabrielle... –comencé a decir vagamente, y medité si era apropiado terminar la frase–. Acerca de tu aspecto…
–Trece –dijo indiferente–. Tenía trece años, por eso parezco casi una niña. Pero al menos me dio tiempo a desarrollar un poco, no es nada que me preocupe. Incluso menstrué por primera vez el día que fui transformada. –Eso explica tu carácter, pensé–. Sien embargo mira tu cara. Debes tener dieciocho, pero pareces casi tan cría como yo.
–¿De verdad parezco una niña? –dije mientras me llevaba una mano a la mejilla.
Me volví al espejo del aseo, a mis espaldas. No podía negar la evidencia, menos al tener la cara de idiota que se me puso al descubrirme algunas pecas que, habría jurado, no estaban ahí la noche anterior. No, una mirada tan estúpida como la mía no servía para fingir desacuerdo. ¿Pero qué está haciendo?
Me di cuenta de que me seguía mirando del mismo modo, aún a través del espejo sentía la riqueza de su mirada reflejada, y cómo trataba de atravesar con ella mi nuca desde la retaguardia. Me apresuré a darme la vuelta.
–Si pasaras unas doce horas en el baño con un neceser lleno de maquillaje lograrías aparentar tu edad –concluyó.

Una anciana que vivió los últimos años de la Guerra Peninsular, cruel, poderosa como pocos vampiros logran ser, logra vivir durante siglos oculta bajo la piel de una niña de catorce años.
Con la luz del día pude ver con un nuevo prisma qué había ocurrido en realidad la noche anterior. Era una estupidez pensar que la estaba engañando, que no sabía quién era yo, y mis intenciones para con Sole se verían desnudas tan pronto como yo hiciera ademán de querer verla. Si Gabrielle deseara atacarme, estaría muerta antes de poder echar el vuelo, de empujarla, siquiera sería consciente de lo ocurrido cuando ella me abriera en canal.
No tenía nada que hacer contra ella, estaba segura, pese a lo que Manto me dijo. Y no había sido consciente de mi estupidez hasta que sentí de nuevo el poder de su mirada aquella tarde. Ella me lo dijo durante nuestra banal conversación. Sus palabras eran sólo la corteza que ocultaban lo que en realidad me había dicho su mirada, y que quedó en mi cabeza grabado a fuego, presente con la fuerza de una máxima, de un dogma, de aquellas cosas aprendidas en la niñez y que no habrán de olvidarse jamás. «¿Lo comprendes ahora? –me dijo–. Tú misma has venido a mí. Te embriagué y bajé tus defensas por completo. Incluso me tributaste, ¡oh poderosa Níobe!, con tu valiosa sangre –incluso con su mirada era capaz de burlarse de mí–. Diamante de Toledo, así te reclama Manto para sí, pero ahora estás atrapada en mi red –anunció autoritaria–. Y no sólo eres incapaz de matarme, sino que agradeces al aire que respiras que te permita seguir viva un segundo más».
Aun cuando entré en la ducha pude escuchar en mi cabeza cómo repetía una y otra vez que le pertenecía. Aproveché el murmullo del agua para evitar que me que oyera –qué estupidez– llorar de rabia y frustración. No había necesitado ni siquiera hablar de ello para derrotarme. Ya me había vencido. Y lo peor de todo es que no me sentía vencida. Pese a su tono de voz, había algo en aquella sensación que me hacía sentir aquello como algo bueno, como si yo fuera partícipe de su victoria. Una parte de mí se sentía orgullosa de pertenecerle.
Pero pese a todo, no podía detenerme. Ya había llegado hasta ahí y en cualquier caso no tenía escapatoria. Hemos trabajado tanto para llegar aquí, pensé, y nunca tuve más que la esperanza de poder vencer. Ahora ni eso tengo, pero si de todos modos terminaré muerta, que sea así.
Mientras me bañaba en agua y lágrimas oí unos golpes metálicos procedentes del exterior. Sonaban como si alguien martilleara contra una vara de hierro que sólo respondiera a cada golpe con el ruido y el eco propios. La voz de Gabrielle gritó silencio, a lo que siguió un golpe mucho más fuerte que los anteriores. El ruido cesó.
Antes de cerrar el grifo decidí no volver a pensar en mi evidente derrota, no asumirla ni en el último momento antes de mi muerte. Plantearme la evidencia sólo serviría para hacerme titubear.
–¿Qué era ese estruendo? –pregunté más tarde, sentada en la mesa del amplio comedor.
–¿Cuál? –dijo, más concentrada en una lámina de la Bacanal de Tiziano que en nuestra conversación.
Tragué la comida.
–Mientras me bañaba he oído golpes –aclaré–, luego has ordenado silencio y se han detenido.
Ella pareció caer en la cuenta de qué le hablaba.
–¡Ah! Es Ancilia, una renegada –explicó ausente–. Era mi seguidora más acérrima hasta que se ofendió por la llegada de Gustavo. Se ha comportado durante décadas como una de esos malditos apátridas, hasta que la recuperé hará medio año. La reeduco con muchísima paciencia, claro, pero se niega a colaborar –dijo mientras sacaba de una funda otra lámina–. Sólo le pido lo normal, que se postre ante mí, se arrepienta y vuelva a seguir mis pasos. Pero prefiere pasar sed y suplicios –aseguró al tiempo que ponía en un marco a la Venus de Urbino–. Una lástima, es muy fuerte y ágil, y además sabe convencer a la gente. Podría ser una gran ayuda en nuestras filas, por ello no pierdo la esperanza de que capitule.
Me pareció que tenía ante mí una oportunidad perfecta para ir a ver a Sole, aunque quizá Gabrielle fue mucho más intencionada en su comentario de lo que yo creí. Ella estaba eligiendo el lugar de su nuevo cuadro en la pared con aire distraído, y distraíada en la comida traté de parecer cuando hablé:
–Me gustaría conocerla. Quizá yo pueda convencerla.
Me miró fascinada, como si se le acabara de ocurrir algo.
–Me acabas de dar una idea –dijo animada–. Níobe, ¿me prestarías otro sorbo de tu sangre?
Otra vez empeñada en vaciarme. Aunque claro, después de mi promesa de la noche anterior, no podía negarme sin resultar sospechosa.
–¿Tú también has pensado chantajearla con sangre? –resolví rápidamente.
–No cede ante cualquier sangre –afirmó–. Pero la tuya tiene un aroma tan especial que no podrá resistirse, ¿sabes? Eres el gran reserva de las sangres.
Puso cara de estar vagando de nuevo por los valles de la sidra, y no se recató a la hora de relamerse al recordar mi sangre.
–Sí, la verdad es que después de lo que bebí ayer debo tener mi propia denominación de origen, –bromeé–. Lo haré. Todo sea por el triunfo del plan –musité con toda sinceridad.
¡Ese es mi método! El mejor modo de mentir no es con una historia muy original, sino con verdades ambiguas. Era tan obvio que debía funcionar. Entonces me di cuenta de que allí faltaba alguien.
–¿Dónde está Irene? –pregunté en seguida.
–En la piscina –dijo– .Hemos hablado durante todo el día, y me ha mostrado algunas de sus llaves de combate para pasar el rato. Es muy hábil para su edad.
Después de las sesiones intensivas a las que Fernando la había sometido, más le valía. Ella nunca se quejó, ni siquiera aquel mediodía en que le hizo dar veinte vueltas a la casa mientras cantaba A las Barricadas una y otra vez. ¡Con lo peperina que era la pobre!
–Sí, no es muy fuerte, pero es ágil y conoce algunas llaves bastante útiles –dije, tal y como habíamos ensayado–. Puede inmovilizar y matar antes de que muchos enemigos mayores que ella se percaten. Le enseñé a moverse a esa velocidad cuando me di cuenta de que la podían tumbar de un golpe.
–Eso ha dicho –dijo desconfiada–. Me dijo que practicabais por las noches en... –fingió olvidarlo–, no recuerdo donde, pero estoy segura de que me dijo que siempre era en el mismo lugar.
Gabrielle no trataba de descubrir la mentira exactamente. Más bien parecía hacer un examen al grupo para comprobar lo precavidos que éramos. Por supuesto, una pregunta como aquella, hecha para descubrir mentirosos estúpidos, había sido más que ensayada:
–Al principio se me ocurrió utilizar mi vieja casa en Olot –comenté imperturbable mientras me llevaba una seta asada y entera a la boca, y seguí concentrada en masticarla–, pero teniendo en cuenta que ninguna de las dos podía ser vista por allí, al final decidimos alejarnos un poco río abajo.
Un trozo de seta se había apoyado en la “f” de “final” para practicar el salto de longitud y lograr una marca olímpica para mi vergüenza. Gabrielle permaneció pensativa por tan poco tiempo que apenas me di cuenta de los cambios en su expresión, y continuó la conversación con normalidad:
–Cuando Gustavo vuelva le diré que la ponga a prueba. Si lo supera en un combate amistoso vendrá con los adultos. Sin duda eres buena criadora, has visto su punto fuerte y se lo has reforzado. ¿Te ha gustado el pincho de setas?
–Menos la seta que ha salido corriendo estaban todas deliciosas, pero nada como el rollito de primavera –comenté con la mirada satisfecha dirigida al plato lleno de restos de lechuga–. Casero, ¿verdad?
–Sí. Ahora que hablamos de comida –dijo como si le viniera de improviso a la mente–. Tengo otra víctima a la que voy a sacrificar, y había pensado que quizá podrías hacerme una demostración de tu poder. ¿Lo harías?
Su voz había cambiado de un tono cotidiano a un lento recreo a través de cada palabra, con el tono que pondría una adolescente que pretende ser seductora. Pero a mí, lejos de seducirme, me puso muy nerviosa. No quería matar a nadie, siempre y cuando ese alguien no intentara matarme a mí. Aún siento aprecio por las vidas ajenas a la mía propia. Medité unos instantes, y me di cuenta de que no tenía elección.
–Si sólo la presenciamos la víctima, tú y yo, sí –respondí sin intentar ocultar mi inquietud.
–Hecho.
Salimos de la mansión y nos dirigimos a una caseta cercana a la que se accedía por un camino que cruzaba un hermoso y simétrico jardín francés, ante la pista de atletismo.
Se trataba de una prisión en miniatura disfrazada de cobertizo para almacenar material, con sólo dos celdas. Una era bastante vulgar, enrejada, nada más entrar y con simples barrotes de hierro, creada tanto para retener humanos como para recordarles lo fácil que era mantenerlos atrapados. La segunda era una cámara aislada a la que se accedía a través de una puerta acorazada al fondo de la habitación.
En la celda común había un hombre de unos treinta años, moreno y de pelo corto, que gritaba y pateaba las rejas. La habitación estaba llena de utensilios de matanza, aún comunes en las casas de campo donde se crían cerdos, y sobre la cabeza del hombre colgaba ominoso el camal de matanza. Sobre un horno de piedra encendido con leña se encontraba la crátera de plata. Supuse que la calentaban para mantener la sangre como recién extraída durante más tiempo.
El hombre vociferaba, blasfemaba y suplicaba clemencia en ese mismo orden una y otra vez. Ante lo que veían sus ojos supongo que era natural asustarse. Una vampiresa esperaba con un cuchillo de punta bien afilada, diseñado para degollar, más parecido por su trabajado diseño a un cortaplumas de lujo que a una herramienta de carnicería. Desde el otro lado de la puerta acorazada se escuchaban apagados y lejanos golpes metálicos. Mi pequeña, ¿qué te hacen? En mi mente se agolparon un cúmulo de pensamientos temerosos de las cruentas torturas que le podrían haber aplicado.
Gabrielle interrumpió el curso de mis terribles pensamientos con su voz dulce, aguda, infantil, y poco hecha a fin de cuentas:
–Adoro que se humillen, son tan tiernos. A éste lo encontramos extramuros, se intentaba colar, supongo que para robar algo. Bueno, pues ya está dentro.
–Bien –dije–. ¿Puedes pedir que lo cuelguen por las piernas del camal?
–Claro.
Hizo una señal con la mano y la victimaria lo colgó mediante cadenas en los tobillos y engrilletó sus muñecas en apenas diez segundos. Le hizo después abandonar la estancia y prohibir la entrada a cualquiera hasta nueva orden.
–Todo tuyo –indicó.
–¿Qué muerte quieres? Rápida, dolorosa, limpia, sangrienta, –con salsa césar o al roquefort.
–Sorpréndeme.
Entré en la celda y me planté ante él. Intentó morderme, pero lo inmovilicé sin tocarlo y le desgarré la camiseta para que su torso quedara desnudo. Había considerado menos cruel hacerle sufrir un paro cardíaco antes de abrirlo en canal, pero cometió un grave error: entre blasfemia y grito le tocaba suplicar, pero en sustitución me escupió. ¡Qué indecoroso! Eso no hay modo de que se lo pueda permitir. Le pateé la boca antes de ir al horno a por la crátera, que tomé con un paño blanco preparado para evitarme quemaduras. La puse bajo su cabeza y regresé junto a Gabrielle.
–Pensaba matarte antes de abrirte, pero sólo por esto –dije mientras me limpiaba su saliva con el paño–, te vas a quedar con nosotras un poco más.
Extendí mi mano hacia él. De su vientre comenzó a abrirse un corte, muy despacio y acompañado de un ris ras, desde el ombligo hasta la caja torácica. Sus alaridos de dolor fueron del clásico ag hasta un rápido aj aj aj más propio de las perdices, que aún así me ensordecieron. Eran atronadores, tanto que el zis zas de los golpes de Sole en la celda aislada se detuvieron. La piel de la víctima se abrió y nos descubrió sus entrañas, su sangre manó sin descanso, se deslizó negruzca por su pecho y su cara en decenas de afluentes que concurrían en la crátera con un cloc cloc.
Comencé a romper venas, cuidaba no tocar órganos vitales para no matarlo antes de tiempo y escuchar durante más tiempo el tric que hacen al estallar, aunque no pude evitar la tentación de abrirle el estómago y verle vomitar sangre emitiendo un gluglú, desesperado por respirar.
Creo que guardaré el diccionario de onomatopeyas antes de seguir.
Un escalofrío me recorrió toda la espalda al contemplar la escena, y me dejó un cosquilleo insistente por todo el cuerpo, aunque en algunas partes era más pertinaz que en otras. Gabrielle no separaba sus ojos del sacrificio, cuyos gritos se comenzaban sonaban cada vez más ahogados por su propia sangre. Por un segundo me apiadé del hombre, e intervine para que Gabrielle me ayudara a convencerme de que debía acabar con su sufrimiento, y de paso recordarle quién era la causante de tal atrocidad:
–¿Quieres que muera ya?
–¡No! –dijo sin retirar su mirada llena de fascinación–. Déjalo un poco más.
Muy a mi pesar, debo decir no me molestaba verlo sufrir y suplicar. Más bien al contrario. Un nuevo escalofrío me azotó la columna vertebral, y me hizo emitir un leve jadeo. ¡Mierda! Comenzaba a excitarme de nuevo ante la sangre. No podía estar pasándome eso otra vez. Gabrielle me miró de pronto, sorprendida.
–¿Qué te pasa? –preguntó.
Volví en mí.
–¿Qué? ¡Nada! –repliqué de inmediato.
–No sabes mentir, estás colorada y te late el corazón a galope tendido. –Sufrí un nuevo escalofrío que me hizo apretar los muslos, y exclamó divertida–: ¡Estás cachonda!
Tartamudeé cuando traté de responder. El miedo a admitirlo y la respiración que apenas podía controlar me dificultaban el habla:
–Yo, no, ¡no! ¡No! Yo...
Callé, tomé aire para tratar calmarme y desistí de negar lo evidente. Suspiré, asustada, derrotada y humillada ante lo que sentía, y hablé cuando me contuve, con la mirada agachada para no cruzarse con la de Gabrielle y evitar excitarme aún más ante mi agónica víctima:
–¿Está sano?
–Completamente –aseguró–. ¿Te apetece?
–Sí –respondí de forma fría y rápida–. Pero que quede entre tú y yo.
Di fin al espectáculo. Con la mirada dirigida a un punto no concreto de la pared apagué los gritos del hombre en seco. No hice que su corazón se detuviera, le di a Gabrielle el placer de que lo oyera estallar.

Apenas había pasado un cuarto de hora desde aquello. Volvíamos a estar en el salón, solas Gabrielle y yo, recostadas sobre sendos brazos del sofá, descalzas, cada una con una copa llena de sangre en la mano. Puede parecer extraño, pero pese a no haber probado animales desde hacía años, no sentía remordimientos por beber la sangre humana. Me fascina demasiado para ello.
De vez en cuando Gabrielle jugaba a tocarme los muslos con los dedos de sus pies helados para hacerme dar un respingo. Yo le respondía con una patada en el vientre, con la que por supuesto me hacía daño yo y ella se reía de mí. Cada cierto período de tiempo la niña se llevaba la crátera algo menos de cinco minutos.
–La pone sobre un hornillo como el de la celda –me explicó Gabrielle sin que yo se lo pidiera–. Ya sabes, para mantenerla caliente. Además se deshace de los coágulos.
Yo olía el jugo de la copa, tomaba sorbos muy pequeños y dejaba que la sangre inundara con su sabor toda mi boca. Cada trago me hacía recordar la vida y agonía de aquel hombre, hacia el que no sentía ninguna compasión, nada aparte de agradecimiento por su fluido, para mí tan excitante como amedrentador había sido hasta entonces.
Nada de compasión. Eso es lo que más me atemorizaba. ¿Acaso no tenía corazón? ¿Hasta qué punto he dejado crecer mi locura?
–No le des más vueltas –dijo como si pudiera leer mi pensamiento–. Eres sádica, ¿qué mas da? Todos los vampiros lo somos, no habrá diferencia cuando te transformes. Simplemente, ya estarás acostumbrada a ello y no te vendrá por sorpresa. Irás un paso por delante de lo normal –concluyó.
–No lo tengo muy claro –respondí, ya más pensativa que preocupada por el asunto–. ¿Y si me vuelvo más sádica todavía?
–¿Más? –Echó a reír–. ¿Tú has visto cómo has dejado a ese tipo? No ha hecho falta desmembrarlo para que cupiera por el horno, el mismo Vlad Tepes habría llorado de emoción con tu hermosa exhibición –añadió con el tono que una madre tendría en la voz para asegurar a su hija que está orgullosa de ella–. Acéptate y no dejes que la conciencia te incordie. Y ya que hablamos de cómo eres, ¿cómo lo has hecho? –preguntó tras una pequeña pausa.
–Realmente no sé muy bien como funciona –mentí–. Sólo sé que si quiero que mueran despedazados, puedo hacerlo sólo con pensarlo, o si lo prefiero, un simple paro cardíaco acaba con ellos. Más limpio para la víctima, –y para mi ropa interior.
–¿Sólo lo puedes hacer con humanos y con niños?
–Con cualquier ser al que le lata el corazón –dije–. No necesito más de un segundo para matar a uno. Podría causar una masacre importante en menos de un minuto.
Gabrielle pareció pensativa por un instante. Olisqueo. Sorbo. Sorbo y trago. Luego continuó:
–Pero tu poder puede llegar a cotas aún más altas. Piensa que puedes hacer esto como humana. Como vampiro tu poder crecería. Serías un arma muy poderosa.
–Te recuerdo que no pienso dejar que me trates como a una simple arma –dije–. Serás mi aliada, no mi ama.
–Tranquila, no quería ofenderte, y menos después de lo que acabo de ver. Es consolador, por primera vez me veo en el bando ganador –suspiró al fin.
–¿Significa eso que lo harás? –pregunté.
–Sí, aunque hay que elaborar una estrategia que sea seria de verdad –respondió–. Lo mejor es dar a elegir a cada líder entre dos disyuntivas, no deberíamos coartar su libertad de decisión.
Su tono fue, como mínimo, sarcástico. En su cara ceñía una sonrisa cruel, cargada de odio y ambición. La hacía preciosa.
–Sí –dije–. Podrán elegir entre postrarse, acatar nuestros dogmas y pagarnos un tributo, o perder a todos sus niños e incluso la propia vida.
–Exacto –dijo, y se rió–. ¿Nuestro primer objetivo? ¿El más cercano?
–Sí. Alba ya ha visto mi poder en acción.
–Entonces nos será fácil convencerla. Nos pondremos ropa ceñida cuando vayamos a visitarla –añadió divertida.
–¡Y gimotearemos como gatas en celo igual que ella!
Reímos gozosas de nuestras esperanzas.
Mis sentimientos hacia ella comenzaban a ser muy dudosos, y mi propia farsa me comenzaba a seducir. Poder, tanto como yo deseara, placeres, lujo, ser una diosa de dioses en toda la península. De pronto y sin saber muy bien por qué, sonaba muy atractiva la idea de dominarlo todo y a todos, e incluso Gabrielle me empezaba a caer bien. ¡Me estaba convirtiendo en mi propio personaje! Ya no necesitaba fingir simpatía, ni que me atraían hacia ella oscuros deseos de poder, ¡los sentía de corazón! ¿Cómo me había dejado seducir?
Creo que en algún momento que no logro determinar ella le dio la vuelta a mi plan. Seguía siendo el mismo, pero de alguna forma parecía construir ante mis pasos adoquín por adoquín, el camino hacia mi propia tumba. Y yo lo seguía convencida de que era el camino a la suya.
Me dirigió una mirada que –pareció– no tenía ninguna intención en concreto. Era como la que cualquiera echa a la mesa para comprobar que sus llaves siguen ahí. Era falso desinterés, sin embargo, nada de lo que ella pudiera hacer era producto del azar. Y no lo supe hasta unos días después.
Esa mirada volvía a hablar. Ahora no se burlaba de mi estupidez, sino que alababa mi valor por haber llegado hasta allí. Sus palabras vibraban bajo mi piel cargadas de poder, pero no como un jefe, más bien como una madre que consuela a su hijo tras haberlo castigado, aunque a decir verdad mi castigo apenas había comenzado. Pese a que sus palabras daban por hecho que éramos un equipo, en realidad aún me estaba proponiendo unirme a ella. Quería que fuera suya. Y en palabras, yo ya había aceptado.
Y lo peor es que yo deseaba ser suya. Quise rendirme a ella, tirar mis armas al suelo y postrarme. Entonces ella me transformaría, y yo misma eliminaría encantada a todo aquel que se opusiera a sus propósitos. Estos pensamientos no sólo no me hacían sentirme nerviosa o temerosa, sino que me hacían reír de placer. En mi interior me sentía orgullosa de haber sido escogida por un ser tan poderoso para disfrutar de sus lujos. Había logrado incluso hacerme consciente de que, aunque humana, sentía la sed, y disfrutaba de ella en copa de plata, como si estuviera educando a su sucesora.
Y si era transformada, ¿qué sangre mejor que la suya? Sangre poderosa, de anciana. Ella no había transformado a nadie desde Sole, pero además, todos sus antecesores también eran ancianos cuando transmitieron su poder a la siguiente generación. El difunto anciano Víctor la transformó a ella en el siglo quince. Y Víctor fue transformado por el primer descendiente de Níobe en nuestro país. Su sangre había acumulado más poder del que se cree posible.
–Quiero brindar contigo –dijo con la copa en alto, rompiendo así el curso de mis pensamientos–: Por nuestra unión, y por la próxima unión de España.
–Por las futuras diosas de Hesperia –añadí, y chocamos los metales a nuestra salud.
–Dentro de poco saborearás la copa con la misma pasión con la que lo hago yo –musitó.
Su comentario me devolvió a la realidad. Eso era algo que siempre había temido. ¿Cómo iba a hacer algo así? El mundo era demasiado mío como para aislarme de él, y menos a punto como estaba de resucitar desde el punto de vista oficial. Y si sólo me une a mi humanidad el hecho de ser humana, ¿qué ocurriría si me transformara? Creo que de no haber sido por esa intervención y las que siguieron tras terminar Gabrielle su copa, me habría olvidado por completo de mi verdadero propósito allá.
–¿Qué dices a propósito de lo acordado? –preguntó–. ¿Me ayudarás a convencer a Ancilia para que se deje corregir?
–Sí, claro –dije, con la sensación en el estómago de que el rollito se estaba peleando con las setas y ellas iban ganando.
–Te noto algo nerviosa. ¿Te ocurre algo?
–Nada –farfullé–. Sólo que me ha dado un poco de miedo. La describes tan agresiva…
–Tranquila, es bastante noble y al contrario que yo respeta tu linaje –dijo–. Quizá su debilidad sea, de hecho, su piedad. Además, no te ocurrirá nada si yo estoy contigo.
–Está bien. Vamos.

Entramos de nuevo al calabozo y le preguntó a la vampiresa si Sole estaba inmovilizada. Le respondió de manera afirmativa mientras lavaba en una pila las cadenas ensangrentadas con la misma naturalidad con que lavaría la vajilla, y nos aproximamos a la puerta acorazada. Gabrielle sacó las dos llaves del bolsillo del pantalón de la mujer, y mientras abría me advirtió:
–Si logramos que ceda, no le des más que un sorbo. Podría engañarnos, y si recupera la fuerza suficiente, quién sabe si escapar.
–Entendido.
La puerta se abrió. Gabrielle encendió la luz de la celda en la pared del fondo. Allí, sujeta de manos y pies mediante grilletes de acero directamente a la pared, la figura desgarbada de Soledad se descubrió ante mí. Su ropa harapienta estaba desgarrada por todos lados, en trazos arqueados y longitudinales a causa de continuos zarpazos. Sus heridas no habían cicatrizado del todo debido a la falta de sangre. Su piel cuarteada, llena de arrugas, demostraba que bien podía llevar un mes sin beber. Su pelo había crecido, su tinte rojo cubría algo más que la mitad final de su cabellera, desde donde surgía el brillo de su rubio cabello.
Y lo más terrible de ver eran sus brazos, sus muñecas huesudas cubiertas de pellejo, como si no fuera más que un esqueleto envasado al vacío. El corazón me dio un vuelco al verla así. Quise llorar al verla así. Necesitaba echarme de rodillas ante ella y llorar, y suplicarle que tomara hasta la última gota de mi sangre para verla tal y como yo la conocí.
No levantó la cabeza nuestra llegada. Sólo carraspeó y susurró, con la cara agachada y oculta casi por completo por su largo flequillo, con una arrogante bienvenida pese a su situación:
–Ya te dije que antes muerta –masculló con dificultad por tan poca saliva.
–Lo sé. Pero he traído a alguien que desea conocerte –respondió Gabrielle en tanto que cerraba la puerta con llave.
Ella debía ser consciente de mi presencia allí al menos desde que sacrifiqué al hombre, pero fingió no haberse percatado hasta entonces. Levantó su cabeza y uno de sus verdes ojos se descubrió tras el pelo, sus labios agrietados dibujaron una sonrisa forzada y comenzaron a emitir laboriosamente las palabras:
–Saludos, ¡oh! excelentísima. ¿Qué desea su excelencia, la mismísima portadora de la Crux Feminia, de una simple rea plebeya?
Otra con el puñetero tonito en la voz. Al final la dejo aquí.
Cuando la vi allí, completamente humillada y sin poder salir, las dudas que me hubieran bombardeado durante el día callaron. No importaba lo perdida que yo estuviera, debía tratar de sacarla de allí a cualquier precio. Estaba segura de que Gabrielle había descubierto qué relación había entre nosotras. Si Sole fue perseguida por miembros del clan de Gabrielle, ella no habría tardado demasiado en saber que ella visitaba Olot a diario. Y es una estupidez pensar que no pueda saber que hasta hace poco yo vivía allí. Después de todo, un nuevo protegido siempre es un buen cotilleo. Pero quizá pueda pasar desapercibida la información crucial si yo modificara la verdad lo suficiente como para beneficiarme y resultar creíble y...
–¡No te burles, vampiro! –le ordené firme–. Ahora que te he visto sé perfectamente quién eres y a qué volviste a estas tierras. –Las dos me miraron confusas. Yo continué con desdén–: Ancilia, tu nombre como humana fue Soledad Pérez Jiménez, ¿me equivoco?
Gabrielle parecía no ver con claridad mis intenciones. Todavía.
–¿Cómo sabes eso? –preguntó.
–Esta Cruz. La heredé de tu hermana, ¿verdad? –dije con ella en mi mano–. He unido cabos. Encontré tu diario de guerra en casa de Marga. El líder de Alicante, Rodrigo, me explicó que una tal Soledad, melliza de Marga, fue transformada en el final de la Guerra Civil. Sé que le pidió vigilarme y protegerme en su lecho de muerte. Además vi una foto vuestra en casa de Marga, y eso no da cabida a dudas –concluí–. ¡Descúbreme la cara!
Ella agitó sin energía la cabeza para apartar el pelo y mostrarme su rostro al completo. Por suerte para mí había decidido seguirme el juego. Su cara parecía la de una octogenaria raquítica, poblada de arrugas, casi eché a llorar al verla así. Era la viva imagen de la anciana Marga engrilletada contra la pared. Con más pelo y mucha menos grasa, pero era Marga.
Durante meses me había preparado para ese momento. Si hay algo más difícil que controlar los gestos delatores, es manipular los propios pensamientos para evitar que los latidos del corazón den un cambio drástico. El mío no lo dio. Si allí había algo que pudiera darme determinación más que nada era saber que el mínimo fallo supondría el punto final de nuestro plan y de mi vida. Me contuve y afirmé:
–Eres tú. No lo puedes negar.
–Era yo. Lo fui en una época –masculló humillada.
–Y por ello te estoy agradecida –repuse mucho más calmada–. Cuidaste de mí desde las sombras. Y a causa de ello quiero compensártelo, quiero ayudarte.
–¿Y cómo tan alta figura de respetable nombre logrará cumplir la diminuta pero noble empresa que nos concierne?
Eso era lo mejor de Sole. Cuando intenta hablar en un registro fuera del coloquial parecía del medievo.
–¡Ancilia! –Gabrielle comenzó a reprimirla.
–No pasa nada, Gabrielle –dije–. Veo que aún te burlas, pero no importa. He venido a convencerte, quiero que te unas a nuestra causa. Ayúdanos a unir esta península desquebrajada en una sola, segura y pacífica nación. Piensa todo lo que ganarías. No sólo abandonarías tus grilletes, sino que además ocuparás un importante cargo en nuestro equipo.
–Soy una apátrida –espetó.
–¡Vamos, Ancilia, sé razonable! –le dije–. Actualmente el país está lleno de clanes y vampiros autócratas y lo único que tenemos es caos, discusiones, violencia. El conflicto de intereses cada vez es más grande y nadie quiere mediar. Hay una guerra a la vuelta de la esquina, todo porque durante siglos hemos actuado como si la libertad no tuviera límites. ¡No podemos permitir que la gente muera por defender un sistema que no funciona!
–¡No! –rugió.
El eco en la celda fue atronador. Su negación había resonado como un poderoso estertor, y no pude evitar alterarme. Gabrielle me puso una mano en el hombro, y yo le indiqué que me encontraba bien con un movimiento de mi cabeza. Tan pronto como recuperé la calma con un suspiro le di mi propuesta. Aquí venía la parte que Sole conocía, la que, si no tenía la cabeza tan seca como el cuerpo, recordaría y la haría reaccionar:
–No respondas tan rápido. Piénsalo. En tu mente hay demasiadas ideas erróneas que deben cambiar, y es natural que no te pueda convencer en una sola conversación. Tómate tu tiempo y piensa en ello de manera imparcial. Recuerda que si cedes, por encima de ti sólo nos encontraríamos nosotras dos. Tendrás poder, riquezas, y a cambio sólo te pido que aceptes a Gabrielle como tu legítima ama y le permitas reeducarte. Terminarían la sed y los castigos, ¿verdad Gabrielle?
–¡Claro que sí! –dijo ella enseguida con un fuerte asentimiento–. Ancilia, quizá te parezca un monstruo, pero cualquier otro vampiro ya habría ejecutado a un miembro rebelde. He invertido mucha paciencia en ti, no me decepciones. Sólo quiero lo mejor para ti.
Ella no respondió.
Me acerqué a Sole para saber qué razonamiento podía quedar en su interior. En su mirada vi el reflejo de un duro debate interno. Parecía ilusionada, feliz por verme, pero el gesto de su cara era feroz y despiadado. Estaba muerta de sed, y había empeorado por mi culpa. Quizá ni siquiera fuera plenamente de sus actos en aquel momento. Le acaricié el cabello para seducirla con mi olor, lo único que sospechaba que podía escuchar.
–Te propongo un trato –dije mientras movía temblorosa la cabeza siguiendo mi mano, como si tratara de morderse la oreja–. Retira tu respuesta. Gabrielle –dije sin girarme–, ¿cuándo volverá Gustavo?
–Solo ha ido a unas clases intensivas y a tomar prestados unos libros –respondió–. Pasado mañana.
–Piensa tu respuesta definitiva hasta pasado mañana –musité absorta en su añorado tacto–. Tienes exactamente cuarenta y ocho horas. Volveremos y me darás tu respuesta final. Conoces las consecuencias tanto de una respuesta negativa como positiva, así que no hay más que hablar. Si prometes pensarlo y retiras el “no” te premiaré con algo de... mi sangre. –Terminé la frase casi desvanecida por la presión–. Pareces sedienta, te ayudará a pensar. ¿Qué respondes?
Agachó la cabeza. Hasta el momento en que le ofrecí mi sangre, su mente apenas había estado presente. Pero ella sabe qué significa aquello. El día en que le di mi negativa de transformarme le ofrecí a beber mi sangre, pero nunca la aceptó. Ahora sabía a la perfección qué era lo que yo pretendía hacer y cómo tenía que actuar.
Levantó la mirada, derrotada, y respondió:
–Pensaré mi respuesta. Retiro el “no”.
–Sabía que colaborarías –dije sonriente.
Extendí mi mano hacia Gabrielle, que no podía creer que acabara de ver a Sole doblegarse. Parecía estar satisfecha de más cosas de las que parecía haber ocurrido en aquel instante. Se acercó a mi brazo, lo tomó y me mordió con mucho cuidado de dejar la menor marca posible. Apagué el gemido de dolor en un suspiro y uní mi herida a la boca de Sole. Ella bebió con mucho cuidado, despacio, casi gota a gota y sin acercar los dientes. Los arañazos de su piel comenzaron a cicatrizar a la velocidad que un caracol sale de su concha, sus arrugas menguaron, su aspecto rejuveneció... hasta parecer recién jubilada. Retiré mi brazo. Aún necesitaba casi toda mi sangre.
–Suficiente por ahora –dije–. Recibirás más como primera muestra de gratitud si tu respuesta es afirmativa.

–Gracias.
Los colmillos de Gabrielle parecían dos agujas hipodérmicas, y me alegré no haberme percatado de la comparación hasta entonces.
Estábamos en el recatado porche sur, un mirador rodeado de rosales con vistas al jardín, y ella me estaba sujetando el algodón con un poco de esparadrapo. No fue necesaria más cura que un poco de alcohol y el mareo se fue después de un vaso de soja.
–Ancilia no ha cedido en absoluto desde que se fue hasta hoy –añadió.
–Dirá que sí –dije.
–¿Cómo estás tan segura?
–Me ha visto crecer, y sabe cómo soy. Conoce mi poder y lo cruel que puedo llegar a ser como humana. Y es consciente de nuestras intenciones.
–Durante apenas un segundo antes de aceptar el trato te ha mirado con aspecto muy extrañado, como si no te reconociera –dijo–. Parecía asustada, creo que sospecha de mis intenciones de transformarte. Por cierto, dime la verdad. ¿Te ha gustado?
–¿Qué? –Merda!
–Venga, no te avergüences, te ha resplandecido la mirada al verla –aseguró.
Su forma de hablar ahora se había vuelto de nuevo como la de una madre, cuando pregunta a su hija de siete años si le gusta ese niño de clase que se acaba de ir del parque.
–Bueno, la verdad es que pese a las arrugas parecía bastante... guapa –dije entre titubeos–. Me ha recordado a Marga. ¡Pero no te salgas del tema! –exclamé incómoda–. Piensa que cuando ella ceda ante ti, no necesitaré seguir siendo humana, y podrás transformarme…
–Y entonces intentarás algo con ella –interrumpió.
–No. O sí, no lo sé, pero lo que quiero decir es que incluso si su respuesta es “no”, no conviene retrasarlo –farfullé–. No nos es conveniente en absoluto –dije pensativa.
La última frase la dije más para mí que para el resto del mundo.
Gabrielle dejó el rollo de esparadrapo en la mesa y se acostó en el banco, su cabeza apareció apoyada en mi regazo sin previo aviso. Parecía mirar el paisaje con aire distraído y las manos en la nuca. Eso debió incomodarme.
Pero no lo hizo.
En aquel momento, mientras el último brote rojizo se marchitaba en el brillante cielo, me pareció la criatura más inocente del universo. Casi sentí ganas de arroparla con una manta para que no tuviera frío.
¿Es esa la relación de dos enemigas? La mía parecía dispuesta a permitir que la tomara en adopción. Por suerte a veces su forma de hablar me recordaba quién era en realidad. No era alguien que me desagradara como persona. Un tanto arrogante, sí, pero en cierto modo, yo misma envidio ese aspecto de su personalidad. Yo era demasiado humilde.
También era ambiciosa. Pero no se puede vivir durante siglos sin ello. Era profundamente buena, y al mismo tiempo, la criatura más cruel del planeta.
Pero, después de todo, en eso consiste ser vampiro.