martes, 28 de julio de 2009

11- Las Canicas


En un par de días la casa ya estaba amueblada casi por completo, con todo lo que trajimos de nuestra vivienda anterior y lo que había a priori allí, –lo que significa que no me libré del armario de roble de mi habitación–, y estábamos listos para introducirnos en la vida del pueblo, o mejor dicho, para que mi madre me introdujera en ella.
Me lo dijo frente a la pequeña pila de platos a los que raspaba los residuos de la cena. Frotaba con fuerza los restos de comida resecos mientras hablaba sin apenas prestar atención a lo que decía. Lo cierto es que yo tampoco le prestaba demasiada atención.
–Errecé, a partir de mañana vas a ir a una guardería. Así mamá podrá buscar trabajo y tú conocerás a muchos niños de tu edad.
No me pareció mala la idea de mi madre. Apenas había conocido hasta entonces niños de mi edad, y nunca pasé el tiempo suficiente con uno como para considerarlo mi amigo. Por otra parte los niños de tres años suelen ser torpes para hablar, y sus conversaciones me aburrían tanto como las mías a ellos. Sin embargo me parecía interesante conocer a niños de verdad, por lo que quedé ilusionada, alegre, completamente ignorante de que los acontecimientos del día siguiente cambiarían mi vida para siempre.

El martes día diez fui por primera vez a aquella guardería. De ella guardo pocos recuerdos. Sólo que estaba lo suficientemente cerca de casa como para que mi madre me pudiera llevar en un breve paseo, y que se encontraba en un local reformado de una casa que parecía antigua. Yo caminaba con mi mochila de Naranjito al paso de mi madre, sin cogernos de la mano, pues era un gesto de aprecio que estaba fuera de lugar entre nosotras salvo contadas excepciones. Ella se paró frente a la puerta de la guardería, vieja, de madera y vidrio, donde había pegatinas con conejos de ojos brillantes y cursilerías de tal estilo, Tocó al timbre y pronto apareció una chica joven, de unos treinta años, que la saludó a ella con un «buenos días señora Terra» justo antes de saludarme a mí.
–Hola pequeña. ¿Cómo te llamas?
–Vera-Níobe, señorita.
–¡Vaya, eres una niña muy educada! ¿Y cuantos añitos tienes? ¿Sabes contar tus añitos? –¿Acaso piensa que soy tonta? Su voz cantarina me hacía sentir estúpida y humillada, lo que me hizo agachar la cabeza.
–Sí, señorita. Tengo tres años y quince días. –Pensabas que iba a hacer la tontería de levantar la mano con los tres deditos en alto, ¿verdad?
La muchacha y mi madre se miraron sorprendidas. Mi madre puso los ojos en blanco mientras hacía el cálculo mental y asintió a la chica en respuesta a su mirada. La encargada de la guardería me miró con la misma cara de estupefacción, decidió cambiar de tema y me volvió a hablar:
–Ven conmigo. Te presentaré a tus amiguitos de la guarde.
Me despedí de mi madre con la mano mientras la seguía al interior, y me preguntaba si de verdad era necesaria la voz melosa y la omisión del final de casi todas las palabras. Supuse que así era como les gustaba hablar a los niños, y al pensar la repulsión que me provocaba, no podía evitar que me asaltara la duda de si yo era o no una niña.
En la guardería habría poco menos de veinte niños y niñas en el momento en el que entré en aquel caos de gateos erráticos, saltos, gritos, llantos y risas. Una señora mayor que quien había salido a recibirme, de unos cuarenta y cinco años, morena y con espaldas de leñador se puso en pie de una silla de plástico que había al final de la sala de paredes pintadas de blanco con una línea horizontal color verde pistacho en el centro. Pidió y gritó un momento de silencio, y las voces de los niños se fueron acallando hasta casi desaparecer. La mujer dio con una mirada luz verde a la otra chica para que empezara a hablar.
–Niños, a partir de ahora tenemos una nueva amiguita para jugar. Se llama Níobe y ha venido a vivir aquí desde Alicante. Decid hola.
Un coro de saludos se elevó de los grupos de niños. Yo saludé con la mano y dije hola bastante ruborizada por la cantidad de pares de ojos que me miraban, (aunque no todos tenían dos ojos, muchos llevaban un parche en la cara), hablaban y agitaban sus manos a modo de saludo.
Al mismo tiempo examinaba a cada uno con la curiosidad que siempre me ha caracterizado. Comienzo por los ojos, y luego inspecciono todo lo demás. Lo cierto es que más de uno me retiró la mirada incómodo por sentirse observado.
El griterío inundó la sala de forma progresiva y la chica me habló de nuevo:
–Venga Níobe, vamos a conocer a algunos chicos.
Me acercó al grupo de niños que parecía más tranquilo y maduro. Eran cinco: tres niños y dos niñas, sentados en una moqueta a pocos metros frente a la puerta de entrada de la guardería. Estaban jugando a las canicas bajo la vigilancia constante de la mujer mayor, que seguramente se preguntaba cómo se le ocurrió traer un juego tan peligroso para ellos. Cuando nos acercamos los cinco niños saludaron sin despegar el culo del suelo. El que parecía más espabilado de todos hizo un gesto para que me uniera al grupo.
–Hola, ¿sabes jugar a las canicas?
El niño era moreno, tenía el pelo muy corto, casi rapado, y debía fijar un poco mi atención cuando hablaba debido a que su mala vocalización hacía que no lo entendiera del todo bien.
–No. ¿Cómo se juega?
Yo hablaba y escuchaba mientras proseguía mi inspección, ahora del lugar de juego: sobre la moqueta alargada había un puñado de canicas, dispersas que formaban una línea dirigida hacia el objetivo. En el extremo contrario a donde estaban los niños había un dedal invertido sobre el cual habían puesto una de las canicas más grandes y pesadas que las normales. Alrededor del dedal había un círculo mal pintado con tiza.
–Tienes que tirar la canica. Si tiras al suelo la grande te quedas con todas las que hay dentro del círculo. ¡Toma! –Me dejó una de sus canicas–. Francesc es el último en tirar y le toca ahora. Detrás de él pruebas tú.
–Gracias… ¿Tú como te llamas?
–David. Hablas muy bien nuestra lengua aunque seas de fuera.
Soy de Alicante, idiota, ¿Qué esperabas? Tranquilízate e intenta explicárselo.
–Hablamos la misma lengua en Alicante.
–Ah… creía que hablabais en extranjero.
Bien, ahora existen tres idiomas: catalán, español y extranjero… Todo lo que no sea catalán o español será un dialecto del extranjero… Al ver que ni con una hora de explicaciones sería capaz de aclararle la cabeza, callé y me senté al lado de Francesc, un niño con cabeza grande y gafas de culo de vaso que estaba recostado sobre el suelo, con la canica en la mano y listo para disparar. Lanzó y su bola se quedó dentro del círculo del dedal. Entre el mar de sabios comentarios acerca de la jugada del tipo «qué malo eres, chaval» puso cara triste y se levantó.
–Era mi última canica. Ya no puedo jugar más.
–Se sentó detrás de mí para dejarme un lado en el que jugar. Imité su postura y me dispuse a lanzar.

Para mí, que ya había desarrollado mis capacidades lo suficiente como para comerme una manzana mientras la hacía levitar, aquel juego era irrisorio. Sólo tenía que fingir que eran mis manos las que disparaban la canica y moverla hacia el dedal con mi mente.
 Dentro del círculo había dos canicas, y se me ocurrió lo que en mi cabeza iba a ser una genialidad que me ayudaría a ganarme la amistad de los otros niños, o eso pensé. Lancé y mi mente hizo el resto: la canica se dirigió al dedal con la precisión y fuerza suficientes y derribó la canica. Los demás niños aplaudieron un poco sorprendidos por la habilidad o la suerte de la recién llegada. Me levanté, volví a colocar la canica sobre el dedal, recogí aquélla con la que había lanzado y las dos que había ganado. Entonces regresé junto a David y le devolví la que me había dejado.
–Gracias.
Y sin esperar su reacción me volví hacia Francesc, que estaba con la cabeza agachada, y le tendí otra canica.
–Toma, para que puedas jugar más, te la presto.
El niño levantó la mirada sorprendido.
–Pero entonces sólo tendrás una.
–Bueno, sólo hace falta una canica para jugar, ¿no?
Tras mi conclusión cogió tímidamente la canica y se levantó.
–Gracias, Níode.
–De nada, pero se dice Níobe.
–Níobe… que nombre más raro –dijo, y se acercó de nuevo a los demás niños.
Yo no iba a replicarle. Sabía que mi nombre es extraño porque mientras me había cruzado con muchos “Juan”, “José”, “Antonio” y “Alexandra” entre otros, nunca había conocido a otra Níobe. Así que le seguí, callada de nuevo junto al grupo.

Volví a examinar ahora a los jugadores, y me di cuenta de la situación tan dispar en la que se encontraban: David tenía ya siete canicas, el segundo niño, Ramón, cuatro, las dos niñas, Irene y Terelu, tres y cuatro respectivamente, y el torpón de Francesc la que yo le había regalado. Decidí intervenir un poco para equiparar el juego, más que nada para no aburrirme cuando no era mi turno.
Así que rápidamente hice cálculos mentales: entre todos los jugadores teníamos veinte canicas, más nueve que hay dispersas en la moqueta hacen veintinueve. Podía hacer que cada jugador tuviera cuatro canicas, por lo que tenía que conseguir que David perdiera tres canicas, los dos niños que ya tenían cuatro mantuvieran su resultado, una niña consiguiera una canica y Francesc y yo consiguiéramos tres más.
Me dispuse a cumplir mi propósito, lo conseguí, David se enfadó y decidió no jugar con Francesc ni conmigo porque pensó que hacíamos trampa. Se fue y todos los demás niños le siguieron.
Yo me quedé sola junto a la moqueta, y pensaba en si lo que había hecho era o no trampa. ¿Debería volver a intervenir con mi poder? Mientras pensaba en todo aquello aprovechaba que nadie en la guardería miraba para mover las canicas de un lado al otro, en un baile misterioso y mágico.
De súbito, una sombra tapó la luz natural que entraba por el cristal de la puerta de entrada. Apenas duró un segundo, aún así mi cuerpo se estremeció por completo y llevé mi mano de forma instintiva a mi cruz mágica. Pero no le di mayor importancia, supuse que alguien había pasado por la calle cerca de la puerta, nada más.

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