martes, 29 de septiembre de 2009

23- La Bruja, La Ninfa y La Hobbit


Charlé con los chicos hasta casi mediodía. Luego, por insistencias de Andreu y sobre todo de Amalia subí a la habitación a dormir. Me puse un camisón rojo que no pude apreciar bien en la oscuridad, pero Amalia me dijo que me ayudaría a dormir. Y así fue, vaya si me ayudó. El camisón era de Sole y estaba impregnado de su delicioso aroma. Pude sentirla junto a mí, como si se encontrara a mis espaldas y me regalara su aliento sobre la nuca.

Nada más despertar me levanté de un vuelo –literalmente– y abrí la ventana de la habitación. Era Luna llena, y por la oscuridad que inundaba el bosque pese a ser ya junio supuse que serían sobre las diez de la noche. ¿Había dormido casi diez horas? ¿Yo, que daba gracias a Morfeo cuando me permitía dormir más de cuatro? ¡Increíble! Tocaron a la puerta.
–¿Se puede? –Dijo Irene desde el otro lado.
No puedo decir que no me incomodara que mi histérica archienemiga histórica fuera entonces una bestia siempre sedienta de sangre humana y que hubiera pasado el día en la misma casa que yo mientras dormía, pero había sobrevivido, lo que me hizo pensar que al menos no era tan mala como me había parecido hasta aquel momento. Ahora sabría ponerse en el lugar de un verdadero bicho raro.
–Sí, claro, adelante, –respondí al tiempo que me sentaba en el borde de la cama.
Irene apareció feliz con una bandeja en la que llevaba el candil encendido, un bol con macedonia de frutas y un vaso de zumo de manzana Golden.
–Servicio de habitaciones –cantó alegre a su paso por el umbral de la puerta.
–Pero Irene, ¿qué es esto? –Musité aún aturdida por el sueño.
–Tu desayuno brujita. El que menos aquí lleva décadas sin cocinar, y yo no es que sepa mucho, pero como hasta hace poco era humana aún recuerdo qué tenía buen sabor. ¡Toma! Espero que te guste… sobre todo porque no he medido bien las cantidades y quedan cuatro raciones más en la nevera.
–¿Hay nevera?
–¡Claro! Las bolsas de sangre que mi Fer roba de los hospitales no se pueden guardar en la despensa junto a tus tintes.
–Oye Irene… –comencé a decir confusa.
–Dime Vera.
Se sentó a mi lado, sobre la cama.
–¿Por qué has hecho esto?
–¿Te refieres al desayuno? ¿Tu te has visto? Te has quedado casi sin culo ni tetas, con lo rollicita que estabas la última vez que te vi en clase
–¿Te fijabas en mi?
–Sólo en cada kilo que cogías –respondió en una carcajada. Yo sonreí, ella se calmó y siguió–: Bueno, ya sabes…
–Sí, ya sé, por eso mismo. ¿No me odiabas? ¿Por qué de pronto este cambio de actitud, este cariño y este desayuno?
–Yo… –murmuró seria–, te odiaba, es verdad. Te temía y no te comprendía, por eso te odiaba, por los mismos motivos por los que cualquiera odia y teme a alguien. Nunca socializabas con nadie, si acaso de vez en cuando con algún profesor. Y con conversaciones sobre ese tal Kiarostami y cosas por el estilo ni más ni menos. Un día te teñiste sin más el pelo de azul, aparecías en los sitios sin que nadie te oyera llegar, y eso sin mencionar el tema de David. De haber sabido que la pelirroja tan rara como tú era tu nocia no me habría sentido tan fotuda. Pero David me encantaba y él estaba loco por ti. Eso me repateaba.
–Por cierto, ¿cómo esta? A parte de en tratamiento, quiero decir.
–Hasta que he desaparecido yo iba en mejoría.
–¿Te lo estabas tirando? –Le pregunté con una sonrisa maliciosa en la cara.
–Desde hace tres semanas. Le ha venido muy bien para relajarse. Pero ahora que yo tampoco estoy, no se qué será de él.
Cuando el suspiro que cerró sus palabras cesó se hizo el silencio. No fue un silencio incómodo, sino más bien melancólico, como breve luto por la muerte de un ser querido, aunque ni siquiera sabíamos qué sería de él en el tiempo que vendría.
–Pero ahora no tengo razones para odiarte –prosiguió–. Después de hablar todo el día con los chicos, sé que si te alejabas de nosotros era para mantenernos a salvo del peligro de los vampiros y del que tú misma suponías. Fue un sacrificio muy noble que ninguno de nosotros supo apreciar, por ello te pido perdón y, bueno… te doy las gracias, aunque al final tanta precaución no haya servido de nada conmigo.
–No hay de qué, era mi deber como monstruo civilizado. Pronto tú aprenderás a serlo también –dije mientras comía fruta sin cesar.
–No digas tonterías brujita, tú no eres ningún monstruo. Oye, ¿te acuerdas de cuando te descubrimos de camino al bosque y decidimos seguirte?
–¿Que si me acuerdo? –Eché a reír–. ¡Qué pandilla de cotillas, collons!  Organizabais expediciones de búsqueda y por vuestra culpa tuve que esperar semanas para volver a ir desde la ventana sin miedo a que me descubrierais en lugar de a pie hasta que os despistara.
–Recuerdo que siempre que entrábamos al bosque detrás de ti desaparecías de pronto tras cualquier árbol –apuntó con una sonrisa nostálgica en el rostro–. Tenías que haber visto nuestras caras.
–¡Las veía!
–Al final se creó una hipótesis general que pareció la más lógica a la gente de clase.
–¿En serio? ¿Cuál?
–Que eras una bruja y cada noche tenías una cita en el bosque junto con otras brujas, entre ellas tu “prima”, para fornicar con Satanás.
Ninguna de las dos pudo poner la espalda recta y quitarse una mano del estómago durante los siguientes minutos a causa de la risa, estábamos pletóricas y llenas de energía.
–No puedo creérmelo.
–Voy completamente en serio. Todas creían que tu belleza y la de Sole se debían a un pacto con el diablo.
–¿Todas? ¿Tú también?
–No, yo pensaba que tú eras el diablo.
Las carcajadas me regresaron de pronto y no pude evitar que un trozo de kiwi saliera disparado de mi boca, que la hizo caerse de la cama a causa de la risa.

Pasamos un buen rato juntas, hablamos contentas y sin creer aún que los retorcidos derroteros de la vida nos hubieran unido de aquella forma tan extraña. Luego oí cómo se abría una de las puertas de entrada a la casa.
–Amalia y Andreu –aclaró Irene–, han ido a traerte algo de comida.
–¿Cómo se les ha ocurrido salir tan pronto?
Tomé con ambas manos el bol de macedonia y bebí de un gran trago todo el poso de almíbar y pulpa de frutas que quedaba, cogí el vaso de zumo y correteamos las dos escaleras abajo.
Andreu y Amalia estaban al otro lado de una puerta abierta en la planta baja, justo bajo el aseo del piso superior. Era la cocina, donde todo, suelo, paredes y muebles estaba cubierto por una fina película de polvo. Ellos dos no paraban de meter el contenido de una docena de bolsas  llenas de comida en la nevera y la alacena. Me acerqué al vano y me apoyé en el marco de la puerta.
–Frutas, verduras, vino, zumos, refrescos, precocinados, aperitivos fabricados por la American Biscuit… ¡y en bolsas de Mecadona! –Exclamé–. ¿Qué clase de anarquistas sois?
–Unos con demasiada prisa como para detenerse en los principios –respondió Amalia, que no tuvo otro modo de saludar que pellizcarme las mejillas como a una niña pequeña.
–Níobe, vas muy guapa con ese vestido, el velo es precioso –intervino Andreu sin dejar de vaciar bolsas a una velocidad tal que me costaba seguir con la vista el movimiento de sus brazos.
–¿Velo? ¿Vestido? Amalia, ¿qué me diste anoche?
–Anda ¡ven ninfita! –Dijo como si el hecho de no ver bien en la oscuridad fuera un descuido mío.
Al punto me tomó la mano y casi me arrastró hacía un sofá del salón. Subió deprisa las escaleras, y bajó de nuevo apenas un segundo después con un espejo de pie entre las manos. Lo dejó a un lado de la habitación y me levantó del mismo modo que me había sacado de la cocina. Casi sin haberme dado cuenta de cómo había llegado allí me encontré plantada ante el espejo, boquiabierta por lo que veía en el reflejo.
El camisón era de paño color rojo intenso, cubierto por una fina capa traslúcida del mismo color, que reducía brillante con una apariencia muy cálida. Tenía un escote tipo palabra de honor. Por la parte baja la capa de raso tenía una caída suelta hasta las rodillas, y la de paño llegaba hasta a mitad del muslo, con una raja que casi descubría mi glúteo. De la parte trasera del cuello del camisón nacía un largo velo hecho con dos capas de la misma rasa tela, que rozaba el suelo casi medio metro. Entonces reconocí el vestido. Era el atuendo que Sole llevaba la noche que nos conocimos. No se lo había vuelto a poner desde entonces.
En seguida supe por qué no se lo puso durante mi adolescencia: Sole era casi veinte centímetros más alta que yo, por lo que si a mí la tela me cubría hasta la mitad del muslo en ella debía dejar poco a la imaginación. Un calor interno me recorrió el cuerpo al recordar a Sole con aquel vestido y apreciarlo como no pude hacerlo con tres años.
Entré en un profundo trance de placer del que el susurro de Amalia apenas logró sacarme:
–¿Qué te parece?
–Que el rojo y el azul de mi pelo no combinan nada –comenté despacio, sofocada y ruborizada por la combustión interna que sentía–. Pero puedo darle un toque personal.
Formé una micro–corriente de aire sobre el velo que lo hizo alzarse y ondear delicadamente, lejos de la suciedad del suelo.
–¿Qué tal ahora? –Pregunté.
–Fantasmagórica –murmuró con su cabeza junto a mi hombro–. Mucho más guapa, pequeña ninfa.
–¡Venga! –Grité a todo el mundo con un rápido giro sobre mí misma–. ¿A alguien le apetece conocer mi madriguera?
–No me ha gustado como ha sonado eso de madriguera. Es como si te empeñaras en prepararnos para lo peor, así cuando lleguemos haya lo que haya pensaremos que no es tan malo después de todo. Vamos –dijo Fernando, echado en un sofá con la cabeza de Irene en el regazo.
No me había percatado de su presencia hasta ese momento. Qué silenciosos son cuando quieren.

Nos dirigimos a la ribera del Fluvià, al punto donde estaba la cascada, la entrada a mi hogar. Yo volaba sobre las copas de los árboles con mi ridículo atuendo de aviadora a toda velocidad, los demás me acompañaban desde abajo, ahora corretean entre los árboles, ahora saltan sobre ellos. Me di cuenta de que mi velocidad casi igualaba a la de Fernando, quien parecía el más ágil del grupo. Pronto vi aparecer bajo la hermosa cúpula de estrellas el reflejo de la Luna sobre las aguas del río que caían incansables como brillantes perlas de plata. Habíamos llegado.
–Parad junto a la cascada –dije.
Aminoré la marcha y puse los pies en tierra en la ribera ya sin mi uniforme de vuelo, sólo vestida con el hermoso vestido de Sole que aún hacía ondear a mis espaldas (y que aún me propinaba algún que otro escalofrío por la rabadilla). Respiré la húmeda pureza del lugar y aguardé unos instantes para gozar del mundo que me rodeaba.
–¿Y bien? Ninfita, no veo tu refugio.
Amalia buscaba impaciente la mirada por acullá la entrada de una cueva, cabaña o casa.
Sin decir nada me puse junto a la cascada y desvié, como ya estaba acostumbrada a hacerlo, el curso del agua para formar una semi-cúpula sobre aquella zona del lecho del río. Cuando el agua desapareció de la sección salté –sin llegar a tocar esa guarrada de suelo, por supuesto– a él y con un gesto de mi mano los invité a seguirme.
La concavidad de la pared era ahora de unos dos metros de profundidad, y quedaba cortada de pronto por una circunferencia completamente lisa de roca de un metro y sesenta centímetros de diámetro.
–Ya entiendo.
Fernando se dirigió decidido a la parte lisa y comenzó a empujar sin ninguna consecuencia. Como era obvio el refugio anti-vampiros estaba diseñado para que el vampiro en cuestión se quedara con el moco colgando cuando tratara de entrar.
–¿Me permites? –Intervine.
Fernando se hizo a un lado y me dio paso confuso. Yo alcé mi brazo hacia la superficie lisa, sin tocarla, y la roca comenzó a emitir un fuerte rugido al tiempo que se movía hacia la derecha, dejando al descubierto un túnel en forma cilíndrica del mismo tamaño que la entrada. Con una reverencia me hice a un lado y cedí el paso a mis sorprendidos invitados.
Como era de esperar, todos salvo Amalia y yo tuvieron que agacharse para entrar. Pasé la última y tomé una linterna de dinamo que colgaba de un gancho a un lado de la pared, junto a la entrada. La recargué al tiempo que cerraba la puerta corredera, hasta que un sonoro golpe seguido de silencio me indicó que estaba completamente sellada. Encendí la linterna y salimos de la oscuridad absoluta en la que nos hallábamos. Se oyó el líquido golpe en el exterior de la corriente de agua, que había retomado su cauce original. Ojeé a los chicos, que me miraban sin pestañear. Era una imagen en cierto modo graciosa, casi todos con la boca entreabierta, encorvados o retorcidos para caber en el túnel, como estar rodeada de copias de El Grito de Munch.
Me recordaron a todas las veces que Sole me había acompañado a ese lugar para trabajar codo con codo en la excavación. La pobre tenía que agacharse tanto que las manos casi rozaban el suelo. No me importaban sus posturas, sabía de sobra que ni les era molesta ni les conllevaría achaques en la vejez. Les hablé mientras trataba de aguantar la risa por su ridículo aspecto:
–El camino no es completamente recto, así que creo que lo mejor es que vaya yo delante.
Sin decir nada se hicieron a ambos lados del angosto túnel y me dieron paso. Luego me siguieron.
–Siento el tema de la iluminación –proseguí–, es difícil traer electricidad a este punto del bosque.
Todos permanecieron callados salvo Andreu, que entendió el chiste privado a propósito de su presentación en nuestro primer encuentro. Caminamos unos diez metros hacia el fondo y después una curvatura hacia la derecha de unos tres metros. De pronto me paré.
–Ahora hay una caída en picado de diez metros. Cuidado, a los lados del suelo del túnel inferior hay agujeros de drenaje. Yo iré primera para abrir la puerta de casa.
–De acuerdo –dijo Andreu–, no tenemos problema en una caída de diez metros.
–¿No lo tenemos? –Preguntó Irene algo alarmada por la distancia.
–No, tranquila, ya verás –le respondió Fernando en tono tranquilizador.
Di un salto y me dejé caer. Todos menos yo se alarmaron, pero tenía la distancia calculada a la perfección y frené en seco a escasos centímetros del suelo, con un aterrizaje impecable. Los demás cayeron en seguida detrás de mí: Amalia primero, luego Irene con cara de «mira papá lo que hago», después Fernando y por último Andreu.
–Bien –dije mientras hacía abrirse la segunda puerta corredera, justo sobre nuestras cabezas–, la subida ahora es de catorce metros, así que saltad unos dieciséis para no rasgaros las espinillas.
Un golpe indicó que la puerta estaba abierta, y una tenue luz azulada llegaba desde lo alto del túnel.
–Níobe. ¿Por casualidad no estaremos en un sifón? –Preguntó Andreu perspicaz.
–No, no estáis en él por casualidad, sino porque os he invitado a mi casa y es la única entrada –respondí, y levanté el vuelo hacia la entrada.
Puse los pies en casa –hogar, dulce hogar– y dejé la linterna sobre una mesa redonda de roca, monolítica, tallada en la propia colina. Cuando todos subieron cerré la puerta, alcé la mano y la moví de uno a otro lado de la habitación. Prendieron sin más los pabilos de treinta velas dispuestas en estanterías también labradas sobre la roca de las paredes a media altura, que rodeaban toda la estancia.
La planta de la sala era circular, y las paredes, que desde dentro daban una apariencia semiesférica tenían en realidad forma cónica, para que el peso de la roca de la montaña quedara repartido por todos sus lados. Toda la superficie estaba delicadamente pulida para reflejar hasta la más mínima porción de luz de las velas o la que entrara por las decenas de agujeros que había en la parte superior y que no eran sino túneles de ventilación de más de cinco metros de largo, dotados de diminutas gárgolas inversas, que en lugar de expulsar el agua de lluvia, la recogían y canalizaban. En la pared se abrían tres túneles circulares que daban a los cuartos contiguos. Todos quedaron asombrados.
–¿Cómo… cómo has hecho lo de las velas? –Preguntó Amalia perpleja.
–Bueno, ya has visto que puedo mover cosas que no veo, como el viento.
–Si, ¿y? –Dijo impaciente
–Bien, ¿sabéis cómo calienta un microondas?
–Yo sí –intervino Fernando–. Las microondas hacen que los átomos de lo que se quiera calentar se froten entre ellos para provocar calor. Es como hacer fuego con dos palos de madera, pero a lo grande.
–Pues bien, yo he hecho con las velas exactamente lo mismo.
–¡Pero no sólo eso! –Dijo con voz cantarina Irene sin poder cerrar la boca–. ¿Toda esta inmensidad la has hecho tú?
–Toda no, Sole colaboró durante una buena temporada, sobre todo con la extracción de cascotes. Pensad que esta sala y las demás son el producto de casi tres años de trabajo, y ha sido tan lento como si cualquiera de vosotros comenzara a rasgar la roca con las uñas para ello.
»Bueno, pues esta es la sala principal, el vestíbulo, recibidor, como queráis llamarlo. Como veis aquí lo único de interés es la mesa, los bancos tallados en la pared y acolchados por heno forrado en algodón y la cocina.
–¿Cocina?
–Sí Andreu, pero es bastante pobre como veis. Sólo tengo lavabo, encimera, y esas baldas en la pared que uso de despensa. Por supuesto no cocino aquí dentro, el humo delataría mi refugio. Normalmente como crudo, y suelo hacer hogueras a una distancia prudencial cuando me apetece cocinar.
Se acercaron cada uno a explorar una parte de la sala: Amalia y Andreu contemplaron el lavabo que manaba agua de manera perenne, la encimera, la estantería superior, labrada sobre la misma pared, por supuesto, y en cuyas baldas guardaba ollas y otras herramientas de cocina.
Irene fue directa a la mesa central, donde junto a mi linterna había dispuestos de forma caótica gran cantidad de documentos: un cuaderno desgastado, un libro abierto por la mitad y una carpeta forrada en imitación de piel.
Tomó entre sus manos el cuaderno y lo abrió. Pasó las hojas y no vio más que páginas y páginas llenas de un intrincado cúmulo de cálculos matemáticos.
–¿Qué es esto? –Preguntó–. No entiendo nada.
–Creo que es esta casa –respondió Fernando, que se encontraba a sus espaldas y ojeaba también el cuaderno–, expresada de forma matemática. Cada elemento de la casa está diseñado para evitar derrumbes incluso en caso de terremoto. Para ello ha analizado cada estrato de roca de la colina y según las características de cada tipo de roca ha cavado de una u otra manera. Está muy bien calculado, pero en la última cuenta se te ha olvidado que te llevas una, Níobe.
–¿Qué? –Me agité, fui a la carrera ante el cuaderno y me di cuenta de que tenía razón. ¿Cómo había hecho eso? ¿Quince más veintisiete igual a treinta y dos?–. Gracias Fernando, es justo la parte que iba a comenzar a tallar. Quizá me hayas salvado la vida. Ya no me debes ningún favor.
–Seguiré como tu escudero, si no te importa.
–En absoluto, –dije, y comencé a llamar a mi mascota–: ¡Elendil!
Irene tomó la carpeta, la abrió y encontró una serie de documentos legales. El primero de ellos era el más impactante de todos: el testamento de la anciana Marga. Irene comenzó a leer en voz alta mientras yo buscaba a Elendil:
– “Testamento de Doña Margarita Pérez Jiménez
»En Alicante, a veintisiete de Agosto de mil novecientos noventa y uno.
»Yo, Doña Margarita Pérez Jiménez, ilicitana de nacimiento e hija de Don Ceferino Pérez Elías y Doña Soledad Jiménez Leiva, dejo constancia, hallándome sana y en plena posesión de juicio, mediante este documento ante el notario alicantino firmante, Don Manuel Rodríguez Alcaraz, los testigos Matías López Vargas, Javier Martínez Soriano, Soledad Díaz Leiva, Mariano Velázquez Expósito, Vera Torralbo Fernández, y el letrado Rodrigo Aguilar Fuentes, mi última voluntad.”
–¡Elendil!
Yo iba de una sala a otra buscando a mi pequeño murcielaguito que debía haberse escondido por algún rincón oscuro.
–¿Quién es Elendil? –Preguntó Andreu.
Declaro no poseer familiares consanguíneos directos ni indirectos, ya que me encuentro en la viudez, nunca tuve hijos, mis padres fallecieron y a mi única hermana, Soledad Pérez Jiménez, desaparecida en la Batalla del Ebro durante la Guerra Civil Española se le considera fallecida.
–Mi mascota, –respondí.
–Por ello lego todos mis bienes, tanto muebles como inmuebles, especificados detalladamente en los documentos anexos, a Vera-Níobe Granada Terra, hija de”…
–¡Elendil!
Elevé intencionadamente la voz para no oír los nombres de mis padres. En realidad era una forma cobarde de no enfrentarme a la realidad: los quería y los echaba de menos, pese a todo.
–…“nacida el día veintiséis de Agosto del año mil novecientos ochenta y ocho.”
–Esto parece tener más interés que la encimera, –dijo Andreu que se acercó al documento, seguido por Amalia, que había oído un nombre demasiado familiar.
Irene dejó la carpeta con el documento sobre la mesa de roca para que todos pudieran seguir sus palabras, y continuó su lectura:
– “En caso de que a mi fallecimiento la heredera fuera menor de edad se interrumpirá, como marca la legalidad, la repartición de bienes hasta que alcance la mayoría de edad,” –Elendil salió por fin de su escondrijo y voló a mi hombro–, “y en ningún caso podrán ser benefactores o usufructuarios los progenitores o tutores de la mencionada heredera. De este modo la heredera recibirá: mis dos propiedades inmuebles situadas en terreno ilicitano y la localizada en Alicante, de cuyas escrituras se adjuntan copias anexas al testamento presente, junto con la integridad del mobiliario interno de dichas, y la propiedad y todos los derechos sobre mi cuenta bancaria abierta en el Banco de España.” –Entonó el final del párrafo con una exclamación–. ¡Níobe, eres rica!
–Continúa con la lectura –musité mientras me unía al círculo que se había formado alrededor de la mesa.
– Bien, la cosa sigue: “Del mismo modo, declaro que el albacea sea el mencionado letrado Rodrigo Aguilar Fuentes, que organizará mi funeral según su juicio, subvencionado por el dinero de mi ya mencionada cuenta bancaria, abierta en el Banco de España. Todos los derechos y el dinero restante en dicha cuenta pasarán a propiedad de la mencionada heredera, Vera–Níobe Granada Terra, bajo las mismas condiciones –reitero– tipificadas en caso de que fuera menor de edad a mi fallecimiento.
El albacea se encargará como es debido de garantizar que la integridad de mis bienes, especificados en el inventario anexo, sea otorgada a la heredera, así como de defender sus derechos e intereses en caso de cualquier posible reclamación legal.
»Firma la testadora: Dª Margarita Pérez Jiménez.
»Firman los testigos: Dr. Matías López Vargas, D. Javier Martínez Soriano, Dra. Soledad Díaz Leiva, Dª. Vera Torralbo Fernández, D. Mariano Velázquez Expósito.
»Firma el albacea: Rodrigo Aguilar Fuentes.
»Firma el notario: Manuel Rodríguez Alcaraz.
»En Alicante, a veintisiete de Agosto del año mil novecientos ochenta y ocho.”
»Vaya, esto es increíble, eres prácticamente rica y ni siquiera nos lo has… ¡pero qué carajo llevas en el hombro! –Exclamó alarmada.
Todos giraron la cabeza y miraron hacia mi hombro derecho, donde mi mascota, un pequeño roedor alado llamado Elendil, se sostenía con las garras para no caerse.
–Es mi mascota –dije con la misma naturalidad que si se tratara de un pez de colores–. Se llama Elendil.
–No es un murciélago, normal, ¿verdad? –Dijo Andreu con curiosidad–. Si no me equivoco es un vampiro.
–No te equivocas Andreu –respondí–, es un Desmodus rotundus.
–¡Vaya! –Exclamó Amalia, que se había acercado para acariciarle la cabecita–. Nunca había visto uno de estos por aquí.
–Porque no son autóctonos –aclaró Andreu–. ¿De dónde lo has sacado?
–Lo encontré en el bosque hará unas tres semanas. Lo reconocí y no sabía cómo podría afectar al medio, así que lo adopté y lo cuido yo misma. Lo llevaría a una protectora, pero por desgracia para este pequeñín estoy oficialmente muerta ante la sociedad, así que no puedo.
–¿Y cómo lo alimentas? –Preguntó Amalia perspicaz.
–¿A ti que te parece? –Respondí a la espera de ver las caras. Todos abrieron sus bocas de par en par y yo eché a reír–. ¡Es broma! No siempre lo alimento yo, normalmente lo suelto un rato en alguna granja cercana para que se atiborre a beber. Por cierto –dije a Elendil–, tendrás hambre. ¡Pobrecito mío! Si no fuera porque cabes por los conductos de ventilación ya habrías muerto de hambre. ¡Hoy toca cazar!
Amalia echó a reír:
–Vives en una madriguera, eres más bajita incluso que yo, siempre andas descalza y tienes una mascota rarísima con un nombre tolkiano. Perdona por confundirte, no eres una ninfa, ¡eres una hobbit!
Todos rompieron a reír, salvo yo, que fingí en vano estar enfadada. Mi esfuerzo se hacía visible en las arrugas de mis labios completamente tensos. Al final me rendí a la risa.
–No me importa lo que sea ese bicho –masculló Irene perturbada–, aleja a esa cosa de mí.
–¿Le tienes miedo?
–No es eso, es sólo que me da asco y a la vez me aterra.
–Está bien. Elendil, sé bueno y no te acerques demasiado a Irene, –la señalé.
¡Iiiik! –No importaba lo que le dijera a Elendil. Su respuesta siempre era la misma.

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