viernes, 30 de octubre de 2009

33- Rumbo a Toledo


-¿Cómo vas?
-Encogida. El maletero de este coche es minúsculo.
-Espera, estamos a punto de llegar a una gasolinera, ya casi es de noche y no te pasará nada.
-¿Por qué tenemos que ir en coches separados?
-Porque no nos pueden relacionar a ninguna de las dos con los anarquistas, el plan peligraría. A ver, repasemos: ¿Cómo fuiste transformada?
-Un vampiro llamado Fernando me transformó en Olot para que lo protegiera en una posible emboscada. Sin embargo yo escapé, no sin que antes me hablara de algunas leyes. Entre ellas me habló de tu cruz, yo la recordé y puesto que éramos compañeras de la infancia decidí acudir a verte. Tú me has educado en base a lo que aprendiste de tu predecesora.
-Bien. ¿Qué fecha es hoy?
-Seis de septiembre.
-No, Irene. Me refiero según la datación vampírica.
-A ver... ¡Ah! estamos a una para Primera Llena.
-¿De qué año?
-Espera.
-No vale mirar los apuntes de Andreu.
-Pues... del ¿quinientos veintitrés?
-Del quinientos veintidós, el veintitrés empieza mañana.
-Entendido.
Paré nada más llegar a la estación de carretera con un amplio aparcamiento para reposo de los viajeros. Aparqué el Escarabajo en la zona más oscura, salí y abrí el liliputiense maletero. La pobre Irene estaba hecha un ovillo, con la cabeza recostada sobre su equipaje de mano. Salió nada más abrirle y me ayudó a pasar las dos únicas maletas que llevábamos. Los demás estarían a punto de salir de Olot con el monovolumen y el resto de nuestras cosas. Llegaríamos una noche antes de lo previsto para evitar el gentío y ser más discretos con nuestra llegada, pero aun así habíamos decidido dividirnos en dos grupos para mayor seguridad.
Tras una merecida visita al baño volví al coche y continué la ruta que marcaba el ordenador.

Decidimos turnar los tiempos de música, ya que no nos pusimos de acuerdo en ningún estilo. Pasé media hora insufrible con el ritmo decadente y simplón acompañado de letras más simples, groseras y en muchos casos machistas, propios de ese estilo musical cuyo nombre desistí hace tiempo de tratar de escribir correctamente. Sonó el manoslibres del coche.
-¿Sí?
-Chicas, salimos ya. Sólo queríamos asegurarnos de que seguías viva.
-Tranquilo Andreu, este coche va como la seda. Me gustaría probar cuánto puedo acelerar. ¿Puedo apagar el manoslibres cuando acabe?
-Puedes, pero sólo durante un rato. Irene, ¿serás capaz de detectarlos?
-Supongo. ¿El zumbido es parecido al que emite el móvil?
-Bastante. Níobe, ten cuidado.
-Tranquilos, os recuerdo que si quisiera este coche se movería sin arrancarlo, soy una chica con recursos.
-Y recordad, cuando lleguéis al aparcamiento seguid a pie la callejuela de la izquierda. Es un tanto escarpada. Parad cuando veáis un viejo escaparate con armas de imitación a precios desorbitados y entrad. Níobe, os dejarán pasar nada más ver tu cruz, esperan tu llegada para hoy.
-De acuerdo. Nos vemos allí.
-Hasta luego, cielo.
Nada más terminar la conversación apagué el manoslibres y pregunté:
-¿Oyes algo?
-No, el zumbido se ha parado.
-Bien, avisa en cuanto oigas algo. ¡Ah! Avísame también si ves un coche de policía.
No le dejé responder, pisé a fondo el acelerador del pequeño coche. No sé si Fernando cambió el motor original antes de regalármelo, pero recorrimos la autovía a toda velocidad. ¡Eso había que celebrarlo! Puse mi lápiz USB lleno de música y comencé a destrozar las letras de los Scorpions con mis berridos, la música a todo volumen recorría todo mi cuerpo con escalofríos de éxtasis.

Llegamos antes de lo que habíamos previsto debido sobre todo a mi adicción a la adrenalina y la velocidad. Aparcamos en el lugar que el ordenador nos indicaba, un descampado oscuro y rodeado de pequeñas casas entre callejas de trazado árabe. Me puse calzado por primera vez en casi medio año: unos tacones de aguja negros con los que no habría podido caminar de no haber sido por mi poder. También me abroché el cinto con mis armas envainadas para no dejar dudas a Manto. Seguimos las indicaciones de Andreu y bajamos por la calle que nos había indicado, una calleja peatonal repleta de adarves y cambios de dirección, y realmente escarpada como nos había prometido. Finalmente apareció la tienda.
El escaparate tenía aspecto viejo y sucio, y junto a las armas de colección había carteles con precios un tanto fuera de lo normal: cortaplumas con la forma de Excalibur, ochenta euros. Tizona a tamaño real, quinientos euros. Narsilion a cuatrocientos. No cabía duda de que era aquella tienda. Parecía cerrada. Pese a ello me puse frente a la puerta y la golpeé con el puño. Alguien se asomó por el umbral de la puerta del servicio, miró mi cruz, y con una sonrisa en la cara nos abrió el local.
-Bienvenida, excelentísima, y bienvenida usted también joven guardiana. -Me besó el dorso de la mano y continuó-: Os estábamos esperando, vengan, por favor, síganme a la corte.
Seguimos al hombre cuyas facciones no pude reconocer debido a la oscuridad, hacia la trastienda. Al fondo había una estantería como tantas otras, con varios artículos de exposición y un tratado titulado “Iniciación al Esgrima”. Abrió el falso libro y apareció un panel numérico, donde tecleó el código uno, tres, dos, uno, tres y cuatro. Dio un paso atrás y la estantería se movió a la derecha para dejar al descubierto un vano con una escalera de caracol descendente.
No era precisamente lo que alguien se imagina al oír la palabra catacumba. Las paredes estaban recubiertas de placas de maderas nobles, bien pulidas y barnizadas, de las que emergían como tallos retoños candelabros eléctricos plateados que iluminaban nuestro camino. Pese a ser muy parecidas entre ellas, cada lámpara era distinta a la otra en el diseño: donde ésta tenía unas hojas de acanto, aquélla las tenía de cerezo, o quizás hojas de vid por aquí o allá, o cualquier otro motivo floral. El suelo era de parqué, cubierto en la parte central del camino por una inmaculada alfombra roja.
-Perdone...
-¿Sí, excelentísima?
-Aún no conozco su nombre.
-¡Oh! Mis disculpas. Mi nombre es Santiago, a su servicio.
-No es necesario que se detenga, ni tantos formalismos. Por favor continuemos. ¿Es usted uno de los llamados niños?
-Sí, así se nos llama a nuestra especie. En mi caso fui creado por el Venerable Manto.
-Es un placer conocer al fin a alguien de su especie, sobre todo si es descendiente directo del ser más anciano de la península. Es un honor poco común.
-Gracias, excelentísima. Pero no hay mayor honor que su advenimiento.
Otra vez las mismas referencias. Podía haber usado “venida”, “llegada”, pero ¿por qué “advenimiento”? ¿Qué se esperaba de mí? ¿Qué diablos era la dichosa profecía? Y lo más importante: ¿Por qué todo el mundo la tenía en la boca y nadie me la contaba? Era como estar en un grupo de gente del que eres la única que no ha visto la última película de moda.
No podía evitar sentirme abrumada, incluso ruborizada ante tal trato. Y eso sólo era comienzo, como bien me avisaron los chicos. Pero no podía dejarme llevar por un exceso de humildad. Debía emitir a los demás un ligero toque de arrogancia sin abandonar los límites de la modestia, pues debía estar a la altura de mi posición si quería que el plan funcionara.
Llegamos al final de la escalera, donde comenzaba un amplio pasillo con la misma decoración que ésta, repleto de puertas a uno y otro lado. El ambiente era cálido y acogedor, y gracias a un sistema de ventilación el aire no estaba viciado. Me pareció curioso esto en una corte diseñada para seres que no necesitaban respirar. Al fondo el pasillo se convertía en un amplio vestíbulo, con un mostrador a la izquierda, tras el que permanecía en pie una niña. A la derecha, decenas de sillones de cuero rojo que rodeaban mesas de café, separados por biombos para dar una ligera sensación de intimidad, y en el centro, justo al final del pasillo, seis vampiros, cinco adultos uniformados con trajes y un anciano: mi recepción oficial.
El anciano era apenas más alto que yo, sus facciones eran marcadas pero a la vez juveniles. Tenía los ojos pequeños y grises, el pelo moreno y algo de barba incipiente. Nuestro guía se hizo a un lado del pasillo y nos dio paso con una reverencia.
El anciano avanzó hacia mí al tiempo que yo me acercaba. Se detuvo a un metro de nosotras.
-Retiraos, por favor -dijo a los niños, que ipso facto desaparecieron tras una puerta-. Bienvenida a mi corte, Irene. Bienvenida a mi corte, Níobe.
Al oír mi nombre un revuelo atravesó a los otros vampiros, que se miraron entre ellos sorprendidos, justo antes de volver a tomar su formación hierática. Entonces me di cuenta de que todos llevaban un pequeño anillo de plata en el dedo corazón derecho, con una pequeña esmeralda engarzada.
Miré a mi interlocutor, que contenía una pequeña risa ante la reacción de los demás, hice una reverencia y respondí:
-Gracias por acogernos en ella, Venerable Manto.
-Lo mismo digo -añadió deprisa Irene, que imitaba mi actitud.
-En realidad no soy muy dado a los formalismos. ¿Me permiten tutearles en el ámbito privado?
-Si tal concesión es recíproca, sí.
-Sea pues. Chicas -se hizo a un lado-, os presento a los Jueces Protectores, encargados de proteger personalmente a los protecti y castigar a los infractores de la Lex Protectorum si procediera.
Los cinco vinieron a mí en fila y dijeron sus nombres al tiempo que me besaban la mano. Yo les saludé:
-Es un orgullo contar con tantos protectores honorables.
-Aunque por lo que sé no parece que necesites demasiada protección, -apuntó Manto con una sonrisa, miró mi cinturón y continuó-: Señores, las señoritas han llegado repletas de energía y con ansias de aprender más acerca de ellas mismas. Dad órdenes de enviar su equipaje intacto y sin abrir a la suite uno mientras platicamos los tres en la biblioteca. Quiero un vigilante que prohíba la entrada a todo aquel que no sea uno de ustedes. ¡Ah! Y sirvan algo de comida y bebida a la señorita Níobe. Nada cárnico.
Hicieron una reverencia y cada uno se dirigió a un punto diferente, perfectamente coordinados.
-Seguidme señoritas. Tranquilas, los Jueces son los seres más insobornables de la región. Podéis confiar plenamente en ellos.

Atravesamos un portón que se cerró tras nosotros con cerradura electrónica. Las luces se encendieron de forma automática y nos descubrió una enorme sala repleta de estanterías gigantescas, atiborradas de obras de todos los géneros, culturas y épocas. Caminamos hasta el final de la biblioteca, donde otra puerta con un nuevo panel de acceso nos esperaba. El pequeño panel digital exigía diez dígitos esta vez. Manto se acercó al panel y se disponía a marcar el código cuando yo le interrumpí:
-Venerable, ¿permitiría que tratara de insertar el código? Quiero poner a prueba mi intuición.
Me miró jovial y se hizo a un lado. Yo me acerqué al panel, pensé unos segundos y comencé a teclear:
-Cinco, cinco, ocho, nueve, uno, cuatro, cuatro, dos, tres y un tres más.
La puerta se abrió. Irene emitió una exclamación ininteligible y Manto me miró más seguro de sí mismo incluso que antes.
-Perdón, pero no he podido evitar la tentación.
-No, ha sido una buena idea. Ahora me doy cuenta de que tendré que dejar a Leonardo de Pisa para la cría de conejos si quiero que esta sala siga siendo segura. Te prometo que la próxima vez que trates de entrar aquí no serás capaz de decodificar la contraseña. Pasad, por favor.

La habitación a la que nos habíamos abierto paso era más pequeña y tosca que las anteriores. Las paredes eran de ladrillo desnudo, con dos estanterías a los lados repletas de códices desgastados. En el centro había una gran mesa de roble con tres sillones de cuero, y un ordenador de última generación con impresora multifunción que destacaban por su anacronía con el resto de los elementos de la habitación. Sobre el ordenador, desde el techo, había un cañón proyector de alta calidad que apuntaba directamente sobre una tela blanca en la pared del fondo. A uno y otro lado de la habitación, sobre todo en las esquinas, había decenas de rollos de papel enormes, algunos más amarillentos que otros. Manto avanzó unos metros y le seguimos. Tras nosotras se cerró de nuevo la puerta.
-Este lugar es mi despacho. Está vetado el acceso a todos salvo al Tutor Maximus, los Protecti y los Iudices Tutores, pero en este caso, Irene, haremos una excepción. Chicas, os doy la enhorabuena, nadie salvo mis hombres más incorruptibles os ha visto llegar, espero que nadie os relacione con los anarquistas. Pero vayamos al asunto.
»Por lo que respecta a tu compañera, querida Níobe, me temo que no puedo actuar de forma directa mientras no se corrompa la Lex Protectorum. Sin embargo haré todo lo que esté en mi mano para ayudarte.
-Gracias Manto.
-Pero hablemos de tus orígenes. Seguro que en vuestras jóvenes mentes están desbordadas de dudas.
-Millares, -afirmé-, pero una me asalta por encima de todas las demás.
-La imagino, pero pregunta.
-¿Qué tiene mi nombre? ¿Por qué causa tanta confusión?
Manto liberó una afable carcajada antes de responder. La verdad es que su voz era encantadora. Ronca y grave, pero al mismo tiempo con un tono amable, cálido. Su risa inspiraba auténtica paz interior.
-Esa pregunta nos lleva al origen de nuestra raza, al nacimiento del Pacto, a la Guerra y el nacimiento de la profecía. Tomad asiento, esto va para largo.
Encendió el ordenador y se sentó sobre la mesa.
-Por cierto, Níobe. Acomódate, ya sabes.
Sonreí agradecida y me quité los incómodos tacones. ¡Libre de nuevo!

lunes, 26 de octubre de 2009

32- El Amor Es Esto. Y Eso. Y Aquello. Y...



–”La Guerra Provinciana Peninsular, más conocida a nivel popular simplemente como ‘La Guerra’ por ser la única entre vampiros a nivel peninsular, comenzó en el año mil cuatrocientos catorce y finalizó en mil cuatrocientos ochenta y cuatro. La principal causa fue el conflicto de intereses entre los líderes de los clanes de las regiones castellanas, aragonesas, portuguesas y las antiguas taifas, cuyos líderes trataban de detener la propagación cristiana con el apoyo del reino de Granada. A todos ellos se les uniría al comienzo de la guerra otro frente formado por apátridas, considerados los antecesores de los conocidos en la actualidad como 'anarquistas', por su alta participación en los movimientos revolucionarios de dicha tendencia filosófica a lo largo del siglo XX, que pretendían mantener sus territorios sin régimen.”
–Irene, ¿no sabes leer para ti? –Le pregunté sin ánimo de ofender.
Acababa de interrumpir un momento de paz interior, la paz que me concedía la lectura del diario de Sole, echada en la cama mientras recordaba cada momento que describía con pasión y ternura.
–Perdona, pero si me oigo se me queda mejor.
–No es un examen, relájate. La mayoría de neófitos ni siquiera han oído hablar acerca de La Guerra.
–¿Se puede, chicas?
–Pasa Fer, –respondió ella.
–Vera, ¿iremos mañana a Toledo en dos coches como lo planeamos?
–Sí. La Berlingo de mi padre aún se encuentra bajo el viejo piso de Olot. Podríamos probarla.
–Deberíamos ir ya para comprobar que funciona correctamente y hacerle los arreglos que necesite. Lleva muchos meses parada.
–Está bien, –me levanté de un salto–. ¿Vienes, Irene?
–No, chicos, prefiero darle un último repaso a los apuntes de Andreu.
–Como quieras, –dije, hice ademán de salir y me paré en el umbral de la puerta–. Aunque quién sabe cuándo tendrás otra oportunidad de ver a David.
–Bien pensado, creo que os acompañaré, por si necesitáis ayuda, –repuso, y se unió al grupo de un vuelo.

Tomamos mi coche debido al veto de vuelo que aún manteníamos, ya que apenas una semana antes aparecieron en el bosque otros dos exploradores. Uno murió despedazado a mordiscos por Amalia e Irene, que llevaba tiempo entrenando para la hora de la verdad. El otro escapó, pero no se llevó ninguna información que pudiera serle útil a Gabrielle. Recorrimos el viejo camino en mi precioso coche nuevo hasta un hostal que se encontraba a las afueras del pueblo. Aparcamos y recorrimos el resto a pie.
Fernando iba a la cabeza y nos daba el visto bueno para atravesar cada calle, ya que no podíamos ser reconocidas por nadie. A nuestra llegada al Camí de les Bruixes una oleada de recuerdos de todo tipo invadió mi mente. Pero en aquel momento no había cabida para la nostalgia, debíamos ser rápidos y sigilosos.
Paramos junto al coche, sucio por el tiempo que había permanecido inactivo. Irene se plantó frente a nosotros y nos miró con ojitos de cordero degollado.
–Ve, –concedió Fernando–, pero utiliza los tejados y ante todo evita ser vista.
–¡Gracias! –Le dio un tierno beso en los labios y desapareció sobre el tejado de mi antigua casa.
–Bien, manos a la obra. ¿Tiene alarma?
Dirigí mi mano hacia el coche y se oyó un clac desde dentro. Luego se abrieron los cierres.
–Ya no.
–Ven, siéntate de copiloto. Te enseñaré a hacer un puente.
–He traído el grabado de la llave.
–Sí, pero con eso sólo lo puedes arrancar tú. A los demás no nos sirve.
–Tienes razón. Muéstrame.
Así fue como obtuve una clase práctica y magistral sobre el robo de coches. Fernando era mucho más sofisticado que los rateros que suelen aparecer en las películas, y en lugar de dejar que los cables colgaran, instalaba un interruptor con regulador de intensidad, que me recordaba muchísimo a los mandos de la Atari. Después de ello comprobó el estado del motor, el depósito y el aceite. Mientras tanto yo hablaba con él:
–Oye Fer.
–Dime.
–Ya sé que el vínculo que te une con Irene es muy estrecho. Pero en realidad no la amas, ¿verdad?
–Define “amor”.
Me dejó en blanco. ¿Qué es el amor? Yo sabía que estaba enamorada de Sole, pero cómo saberlo si ni siquiera era capaz de definir el amor. Nadie puede saberlo, sólo cuando alguien ama es consciente de que existe, pese a no saber lo que es.
–Vale, me has pillado.
–No la amo en el sentido que se le acostumbra a dar a la palabra. Pero de algún modo, aunque suene paradójico, sí la amo. Supongo que no lo entiendes, de hecho no lo entiendo ni yo.
Llegó a mi memoria el recuerdo del día en que di mi sangre a Andreu. El amor. Ése era el tipo de amor.
–Sí. Te entiendo perfectamente, aunque no exista una palabra en nuestro idioma para definir ese tipo de amor.
–Vera...
–¿Sí?
Fernando agachó la mirada. Estaba taciturno, vacilaba y parecía medir las palabras que pronunciaría:
–Andreu habló conmigo hace unas semanas. Acerca de los resultados, ya sabes. Me dijo que tú ya lo sabías.
–Así es.
–Sin embargo no me he atrevido a hablar de ello contigo desde entonces. Lo he pensado mejor, y creo que tienes derecho a decidir tu propio destino.
–Y eso quiere decir...
–Que si decides aceptar la fase tres de la operación, con mi pesar te apoyaré con todas mis fuerzas. Y bueno... lo siento.
–No te compadezcas de mí, me da rabia inspirarte lástima sólo por estar enferma.
–No me refería al cáncer, sino a haberme negado en rotundo a que participaras, como si yo tuviera derecho a decidir cómo vas a morir.
–Nadie puede decidir eso, pero no importa. Fer, lo importante para mí es rescatar a Sole y disfrutar de vuestro cariño lo que me quede después. Si no lo logro y muero, quiero que sea en la batalla por Sole, no en una camilla. Pero prométeme una cosa.
–¿Qué?
–Si caigo antes de que Sole sea libre, ya se deba a la lucha o a la enfermedad, termina el trabajo. Venga mi muerte y rescátala.
–Lo haré, Vera. –Suspiró y cerró el capó del coche–. En fin, esto ya está. E Irene aún no ha aparecido.
–Tendremos que ir a despegarla de la ventana. Por cierto, ¿qué opinas?
–Opino que sí, ya me entiendes. ¡Vamos!

Irene estaba sentada en el alféizar de la ventana de David, con los ojos vívidos y brillantes clavados en el interior de la habitación. Fernando se quedó sobre el tejado y yo me posé junto a ella.
David estaba en su cama, parecía tener un sueño agitado, se movía de un lado para otro continuamente. Había adelgazado mucho desde la última vez que lo vi y llevaba una descuidada barba de tres días. Sin embargo no había perdido un ápice de su atractivo. Su piel seguía tostada como después de cada verano, a la vuelta de sus vacaciones en la playa. Incluso me pareció que su espalda era más robusta y ancha que antes.
–Mira en el escritorio, –murmuró Irene con una sonrisa en la cara–, ¿ves la foto?
–Veo la silueta del marco, pero no distingo la imagen. Está muy oscuro.
–En ella salimos los dos, su brazo rodea mi cintura casi por completo. Aún no la ha quitado. ¿Sabes lo que eso significa?
–No.
–Cuando se te dio por muerta, guardó todas tus fotos en un álbum. Dijo que eras un recuerdo, y que los recuerdos hermosos debían guardarse bien. Es su forma de pasar página. Pero mi foto sigue ahí, lo que significa que aún no ha perdido la fe, que piensa que sigo viva, en alguna parte, y que un buen día volveré.
Y algún día volverás, yo lo haré posible.
–Vamos chicas. Aún tenemos que cargar el equipaje. Hoy no hay exploradores, por lo que seremos rápidos. Además, Irene, deberías beber antes del viaje.
Ella asintió. En su mirada relucía la blancura de la Luna creciente: movió sus labios en un murmullo tan leve que no emitió sonido alguno para mis oídos, pero al tratar de leer sus labios entendí a la perfección que las palabras «mi amor» cerraban su muda frase.

viernes, 23 de octubre de 2009

31- Dieciocho



–¡Felicidades!
Ya podían haber esperado al menos a que me limpiara las legañas antes de felicitarme a coro.
En el salón estaban los cuatro, formaban un semicírculo alrededor de la mesa, donde había una pequeña tarta coronada por una manzanita y adornada con dos bengalas encendidas. Junto a la tarta, Elendil, que me felicitó con su particular estilo. La verdad es que me hizo auténtica ilusión, nunca había tenido una fiesta de cumpleaños con tantos invitados.
–¡Gracias chicos!
–La tarta es cien por cien vegetal, –dijo Amalia.
–¡Y la idea de cambiar la guinda por una manzana ha sido mía!
–Gracias Irene. Es un gran detalle.
–Pero hay más. Te hemos hecho un regalo cada uno, –repuso Andreu–. ¡El mío primero!
–Y el mío será el último. –Fernando le dirigió una sonrisa cómplice.
–Toma, hija, para que incumplas la ley con la máxima legalidad posible.
Tomé el pequeño sobre con estampados de vivos colores y lo abrí.
–¡Andreu, pero que tonto! Un DNI y un permiso de conducir falsos, ¡muchas gracias! –Le di un besazo de agradecimiento, no todos los amigos le regalan a una el carné de conducir por su cumpleaños.
–¡Ahora los nuestros!
De pronto me vi envuelta por ambos costados entre los brazos de Irene y Amalia, que me llevaron en volandas y a toda prisa  a la... llamémosla sala multiuso. Allí, sobre el escritorio del ordenador y la silla había quince paquetes de regalo. Amalia tomó uno y me lo dio.
–Son todos muy parecidos, pero este te va a resultar bastante más especial. Tendrás que estar despampanante en el Consejo.
Lo tomé entusiasmada y en seguida me di cuenta de que se trataba de algo textil. Lo abrí y no pude creer lo que veían mis ojos.
El diseño del vestido era idéntico al rojo de Sole, tan sólo cambiaba el color: raso negro y gasa azul, ¡era justo mi estilo! No pude evitar la tentación de probármelo allí mismo, delante de todos, antes de abrir los otros catorce vestidos, hermosos como nunca había imaginado tener. Me las comí a besos a ellas también, y no recuerdo el número de veces que les di las gracias.
¡Iiiik!
Elendil había entrado mientras miraba vestidos y más vestidos, no me había percatado de su presencia en el despacho hasta entonces. Estaba a un lado de la habitación y daba saltitos juguetones sobre una caja de cartón.
–¿Qué te pasa cariño? ¿Qué hay en esa caja?
Iiik.
–Ah, objetos personales de Sole. Los teníamos guardados ahí, supongo que su regalo está dentro, –aclaró Amalia con una sonrisa en la cara.
Me acerqué y abrí la caja. El pequeñajo se posó sobre una libreta forrada en imitación piel. La cogí y abrí la primera página. Ante mi brilló el título escrito por la mano de mi añorada Sole. Un gran tesoro para mí, y sin duda, el mejor regalo de todos cuantos me han hecho:
“SOLEDAD, MI NUEVO DIARIO”

Dos lágrimas de ilusión iluminaron mis ojos azules, que miraban a mi pequeño, ahora posado sobre  mi hombro. Le di un beso en su diminuta cabecita y lo acaricié con cariño. Cerré de nuevo la caja y me llevé el diario conmigo al salón.
–Muchas gracias, chicos, pero ¿no creéis que os habéis pasado un poco con los regalos?
–Pues espera a ver el mío.
–Fer, ¿qué me has regalado?
–Cómete la tarta y saldremos a verlo. Habrá que pasear un poco.
Me la tomé a toda prisa, sin dejar de degustar su delicioso sabor. ¡Vaya! Arándanos y frambuesa, como si hubieran entrado en mi mente. Por supuesto sólo comí yo, pero con el paso de los meses comer mientras los demás miran había dejado de ser molesto para mí. Cuando la hube devorado por completo y ya sólo me quedaba la manzana, salimos fuera de casa.

Me hicieron ir hasta un viejo camino a pocos kilómetros de allí, donde encontré el precioso regalo de Fernando.
–Aquí lo tienes. –Me dio las llaves–. Recién matriculado y a estrenar.
–¡Pero Fer! ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo... esto? –Las palabras no podían salir de mi boca ante el asombro–. ¡Es un Escarabajo precioso!
–Si no te gusta el color le podemos cambiar la pintura.
–¿Qué dices? ¡Adoro el verde pistacho!
–¡Entra! –Me senté dentro del coche y él se puso junto a mí–. Tiene ordenador de a bordo, manos libres integrado, entrada USB...
–¡Para, para! ¡Me va a dar algo! Pedazo de bestia, ¿Cuánto te ha costado?
–Nada.
–¿Nada?
–Casi nada, –repitió Andreu entre risas.
Miré a Fernando con mi fingida cara de enfado, le agarré la oreja y comencé a regañarle:
–¡Eres un chorizo! ¡Y un ratero encantador!
Le di un beso, supongo que no se me da bien echar broncas.
–¡Eh! –Irene se acercó a mí y replicó–: Yo le ayudé.
–¿Vienes a por el tirón de oreja o a por el beso?
Acercó la cabeza y estampó su mejilla hinchada como un globo contra mis labios.
Pasé un rato sentada mientras echaba un vistazo a esto y aquello, al tiempo que Fer me explicaba que Ginés les había arreglado los papeles del seguro y la matrícula, que había pagado de forma desinteresada un alto ejecutivo del Santander, –desinteresada hasta que lo descubriera–, además de cómo Irene y él se las apañaron para robar el coche del concesionario literalmente sobre los hombros.
Cuando salí del coche los miré a todos con una sonrisa de oreja a oreja, y pensé que merecían unas palabras de agradecimiento. Nunca se me ha dado demasiado bien ese tipo de discursos, así que empecé como buena y malamente pude:
–Chicos, por una parte quería deciros... que si Bakunin levantara la cabeza os arrancaría la cara de un tortazo por haceros llamar anarquistas. Sin embargo tengo que reconocer que me habéis devuelto la ilusión. Y no sólo gracias a los regalos, ni mucho menos, ¡aunque vaya regalos! Sino sobre todo por vosotros mismos, y por estos meses en los que habéis conseguido que no me sienta sola. Conseguisteis hacerme más llevadera la pérdida de Sole, y gracias a vosotros tengo aún esperanzas de recuperarla. Incluso Elendil se ha encargado de que, de algún modo, sintiera su presencia aquí hoy. Sois mis únicos amigos, y no me importa, pues cada uno de vosotros vale por mil. Os quiero de verdad y algún día os lo agradeceré como lo merecéis. Gracias por devolverme las ganas de vivir.
Fue Amalia la primera que se acercó a mí, me abrazó, puso sus labios pegados a mi oreja y susurró:
–Gracias por devolvérmelas a mí, ninfita.
Andreu estuvo en lo cierto. Había salvado la vida de Amalia y no sabía cómo. Aún no lo sabía.

lunes, 19 de octubre de 2009

30- Papá



Estaba ya mi llanto a punto de ser vencido por el sueño cuando noté que alguien levantaba mis sábanas. Andreu había entrado sin que lo oyera y estaba a mi lado, acostado en la camilla. Me abrazó y yo me ovillé para que sus brazos y su cuerpo me cobijaran mejor. Mis lágrimas volvieron a brotar, pero esta vez de una forma serena, aunque triste, en lugar de la tormenta de lágrimas que había derramado hacía unos momentos.
–¿Te ha dicho cuándo voy a comenzar a sentir achaques?
–Dentro de unos seis meses comenzarás a notar cómo mueres. Será lento, hija. Pero aún no hay nada claro.
–Medio año... me sobra tiempo.
–¿Para qué?
–Para rescatar a Sole.
–¿Aún piensas seguir con esto?
–Ahora que sé que de todos modos moriré pronto, ¿qué me importa la causa? Asumo con más determinación que antes todos los riesgos de la operación. Ya no temo lo que Gabrielle pueda hacerme.
–La necesitas de verdad, ¿no?
–Más que el aire que respiro. Es mi único motivo para vivir.
–No puedo negarte más tu derecho a decidir si participar o no. No en estas condiciones. Muere como prefieras.
–Andreu.
–Dime cielo.
–Debemos decírselo a Fernando, pero ni Irene ni Amalia pueden enterarse de este asunto.
–¿Por qué a Fernando sí?
–Necesitará saber por qué estoy dispuesta a dar mi vida.
–Recuerda que aún tienes posibilidades. Con quimioterapia...
–¡No pienso sufrirla en absoluto!
–¿Por qué no?
–Antes muerta. A fin y al cabo no me salvará. No firmaré ninguna autorización ni me dejaré tocar por los médicos. Sólo obtendría una agonía más larga e intensa.
–Sabes que si mueres, pese a que rescatemos a Soledad, se suicidará.
–No tiene por qué. Fíjate en Amalia.
–Soledad no tiene la fuerza de Amalia. Ella se matará. De hecho no conozco a ningún vampiro salvo Amalia que no se haya suicidado tras perder a su segundo compañero.
Eso me cogió por sorpresa. ¡Amalia había perdido ya a dos compañeros! Andreu debió sentir mis cambios cardíacos, pues me dio explicaciones pese a que no se las pedí:
–El primer compañero de Amalia fue también su creador. Se llamaba Gorka, y se amaron de verdad, no como Irene y Fernando. Murió durante el bombardeo de Guernica. En esos tres años de guerra nos dimos cuenta de que los humanos podían acabar con nosotros con más facilidad de la que creíamos gracias a las nuevas tecnologías, y el secreto se guarda de una forma mucho más estricta.
–¿Cómo puede seguir adelante después de perder a dos compañeros?
–Bueno, la verdad es que cuando murió Manuel trató de suicidarse, pero no se lo permitimos. Primero nos pidió que la matáramos nosotros mismos, y cuando nos negamos decidió salir a tomar el sol. Cada día teníamos que buscarla, y la encontrábamos inconsciente en algún claro del bosque.
»Una vez decidió salir por la noche, y avanzar demasiado como para que pudiéramos salvarla. Fue una noche de Luna llena. –Ese dato alertó todos mis sentidos–. Sin embargo, antes de que los fuegos fatuos del día imprimieran las siluetas de los árboles en la tierra, volvió por su propio pie, eufórica, parecía haber enloquecido. Repetía una y otra vez que las ninfas existían, que había visto a una náyade hermosa, completamente desnuda, bailar sobre las aguas del río, que huyó nada más percatarse de su presencia. Intentó seguirla, pero voló sobre el agua y desapareció sin más en las profundidades.
Comencé a reír con su relato, al recordar el absurdo miedo del momento y la cara de idiota que tenía cuando la vi por primera vez, con los ojos fuera de las órbitas y la boca abierta. Andreu continuó su narración con un tono más alegre en la voz, al ver que había conseguido levantarme los ánimos:
–A partir de aquel momento cesaron sus intentos de suicidio. Cambió sus salidas diarias por excursiones nocturnas para encontrar a la ninfa del río y conocerla en persona.
»Creo que por eso te quiere tanto. Tú le devolviste las ganas de vivir, y recuerdo que cuando te vio en casa sonrió como no lo había hecho desde que perdimos a Manuel. No me cabe duda: Sin pretenderlo, salvaste la vida de Amalia.
–Jamás creí que fuera tan importante para ella. Espero que encuentre a su compañero definitivo pronto. Me gustaría verla de enamorada de nuevo antes de morir.
–Por favor, deja la muerte en paz por hoy.
–Está bien. Por cierto, ¿para cuándo han dicho que tenían los resultados oficiales?
–El doctor Prats dijo que en diez días. Pero López me llamará en seis.
–¿Ayer fue Llena de agosto?
–Así fue.
–Bien, entonces para el miércoles dieciséis. A sólo diez días de mi cumpleaños.
–¡Ah! Ahora que has sacado el tema del calendario. He telefoneado a Manto.
–¿Seremos invitados o parias?
–Ha comenzado a reír y cantar de alegría. Seremos invitados de honor. Le he explicado nuestro problema.
–¿Y bien?
–Me ha dicho que Sole pertenece a Gabrielle, y que por tanto no puede hacer nada. Sin embargo ha insinuado que se puede matar a otro vampiro fuera de los límites provincianos, siempre y cuando el vampiro haya salido por voluntad propia. Es decir, está de tu lado pero no puede intervenir. Sin embargo sí puede tratar de poner trabas a la permanencia de Gabrielle y su clan en Barcelona.
–¿Cómo?
–Si declaras ante el Consejo que fuiste atacada por neófitos de Gabrielle podría ser condenada al exilio. Entonces podríamos atraparla sin romper las reglas.
–No me parece buena idea, y creo que a Fernando tampoco se lo parecerá.
–¿Por qué?
–Si declaro también tendré que confesar por qué sobreviví, y debo mantener mi poder en secreto hasta que Gabrielle sea derrotada. Si descubre que soy un arma de destrucción masiva preparará un contingente lo suficientemente fuerte como para matarme, o lo que es peor, para transformarme y ponerme en su bando. No, en ningún caso puedo declarar, habrá que sacarla de la provincia de otro modo.
–Supongo que sí. Una cosa más: Manto quiere recibirnos en persona y con toda atención, pero el primer día de Consejo la mansión estará atiborrada de vampiros y tendrá demasiadas cosas que hacer, por lo que me ha pedido que vayamos la noche anterior.
–Miércoles seis, ¿no?
–Sí. Veo que te empiezas a acostumbrar a manejar ambos calendarios al mismo tiempo.
–No es tan difícil.
–A ver, ¿qué noche es hoy?
–Una de la undécima Llena del año quinientos veintidós.
–También has aprendido el año de la Paz.
–Sí, una simple regla mnemotécnica: Fin de la reconquista menos ocho. Pero cuando llegue a casa le daré otro repaso a tus apuntes por si se me escapa algún dato.
–No te sobreesfuerces, la mayoría de vampiros que no pisan el Consejo no conocen nada acerca de las Guerras Provincianas.
–También... –bostecé–, tengo que comprarme vestidos...
–Cielo, es muy tarde. Descansa ya. Continuaremos mañana.
Me abrazó con más fuerza, y qué extraño, pese a que sabía que estaba helado, sentía su calor en mi cuerpo.
Bona nit, pare.
Dolços somnis... filla.
Fue extraño. Estábamos solos y no teníamos que fingir que éramos padre e hija. Sin embargo no pude evitar tratarlo como si fuera mi padre en realidad. De hecho, a mi padre biológico nunca lo llamé papá, ni padre, ni pare, nada parecido, sino sólo por su nombre, al principio, hasta que dejé de hablar con él.

Desperté a las seis de la mañana siguiente. La enfermera hizo unas últimas comprobaciones rutinarias antes de quitarme la horrible intravenosa y le dio a mi “padre” unos documentos a firmar para poder darme el alta. Ya pasaban las siete de la mañana cuando nos despedimos de López en el aparcamiento subterráneo donde habíamos dejado el coche con cristales tintados que Fernando y yo nos encargamos de tomar prestado. López bajó tan elegante como la noche anterior, con una pequeña nevera portátil en la mano. Se la atendió a Andreu y le explicó:
–Iréis hasta las cercanías de Olot, ¿verdad? Hay casi una hora de camino y es pleno agosto, te vendrá bien echar un trago por el camino, amigo. Y recordad, os llamaré la última para el cuarto menguante y os daré los resultados oficiales. Madame Níobe, un honor.
–El honor es mío López. Se lo compensaré en la medida que me sea posible.
–Lo sé, aunque no es eso lo que me interesa. Pero ¡vamos! Será mejor que no os demoréis o Andreu puede pasarlo realmente mal.
–Tiene razón cielo. López, nos veremos en la Primera Llena. Mil gracias.
Bon voyage, chicos.
Fins aviat, señor López, –dije.
Esperé a que se marchara por la puerta de la clínica para abrir el León rojo de cristales tintados con una mirada.
Me senté en la butaca del conductor, abrí mi macuto y saqué unos guantes que me había prestado Amalia para la ocasión. Giré el interruptor que Fernando le había instalado al coche bajo el volante y arrancó sin problemas.
Andreu estaba ya sentado atrás con la nevera junto a él. Se había puesto una chaqueta, unos guantes y se había cubierto con una manta negra.
–Ya sabes, avisa si vienen radares o controles. ¿Estás listo, E.T.?
–Sí, graciosa.
Salimos del aparcamiento y el Sol de agosto golpeó mis ojos.
–Andreu, las gafas.
Me pasó al punto desde debajo de la manta unas gafas de sol especiales para nieve que él mismo había tenido que comprarme, pues a causa de mis ojos, demasiado claros y de llevar excesivo tiempo sin ver la luz del día, las calles se habían convertido para mí en un mundo de sombras doradas a las que mis ojos tardaban demasiado en acostumbrarse.
–Conduces bastante bien para ser menor de edad y no tener carné.
–Y pese a llevar los pies cruzados sobre el asiento, –añadí–. Pero tengo bastante práctica.
–Tengo la leve intuición de que tú no has sido precisamente un angelito últimamente.
–La verdad es que aprendí a conducir con Sole, después de leer un manual. Le cogí prestada a mi viejo la llave de su Berlingo e hice un grabado de su perfil con un lápiz y una hoja de papel. Como puedes imaginar, lo abrí sin problemas, pero al contrario que Fernando no hice ningún puente, mi método fue más sofisticado.
»Me concentré en la anchura de la rendija y en el perfil de la llave, y traté de darle la forma y la consistencia adecuadas a mi energía. Tardé casi media hora en conseguir que el coche arrancara. La verdad es que es más sencilla la técnica del puente, le pediré a Fer que me la enseñe.
–No tenéis remedio. Sois un par de rateros de medio pelo.
–Eh, no hemos robado este coche, sólo lo hemos tomado prestado. Cuando lleguemos a un camino cercano a casa lo dejaremos abandonado. Que la policía se ocupe de devolvérselo a su dueño. Por cierto, ¿te encargarás de borrar todas mis huellas cuando nos vayamos?
–Dalo por hecho. Quitaré hasta el último pelo y la menor huella dactilar. Aunque no creo que sea necesario si tenemos en cuenta que vas a devolver el coche, y sobre todo que sigues muerta para los humanos. ¡Derecha!
–De acuerdo. ¿Muy lejos?
–No han llegado a verte, pero acelera por si acaso.
La verdad es que aceleré bastante, pues en menos de tres cuartos de hora fui de Girona hasta las afueras de Olot, donde buscamos un viejo camino para limpiar y abandonar el coche. Me puse la crema protectora de farmacia antes e salir –acción que por otra parte consideré ya inútil–, recogí mi macuto y la mochila donde Andreu había traído la ropa que llevaba puesta. Tomé también la nevera con las muestras y contemplé el cielo: estaba un tanto nublado, pero en ningún caso amenazaba lluvia.
–Ya está. Todo limpio.
–¿Estás bien?
–Un poco fatigado, pero bien.
–Toma la nevera y bebe un poco.
Era extraño que Andreu me obedeciera, pero esta vez lo hizo. Parecía agotado de verdad. Bebió el medio litro de la bolsa de sangre en un sólo trago. Suspiró después y me miró con sus ojos preocupados:
–Aún me incomoda que me veas beber. Podría afectarte más de lo que crees.
–¿Te he contado alguna vez que lo primero que hacía Sole nada más terminar de beber era besarme? Más de una vez he acabado yo también con la boca llena de sangre, –respondí con naturalidad mientras comenzaba a caminar.
–¿Lo dices en serio?
–Tranquilo, la sangre no era mía. ¿Vamos o esperamos a que se haga mediodía?
–Vamos.
Corrió y yo volé hacia casa, pero esta vez no me puse tapones, ni más gafas que las de sol, pues Andreu estaba bastante cansado y su velocidad era más que lenta. Perdió energías poco a poco, y le propuse una nueva parada para tomar el otro medio litro que le había dado López. Lo bebió y continuamos, pero no por mucho tiempo, pues pronto comenzó a tambalearse en su carrera. Bajé entre los árboles y volé a su lado, por lo que pudiera pasar. Apenas quedaba un kilómetro para llegar a casa cuando tropezó. No llegó a caer, lo agarré en el último instante.
–Abrázame fuerte, –le dije.
Él me obedeció casi inconsciente y yo lo agarré con fuerza.
Volví a levantar el vuelo, esta vez con él en mis brazos. Cuando llegué a casa él estaba casi completamente inconsciente y su piel se comenzaba a cuartear. Era extraño. Cualquier otro vampiro habría aprovechado la situación para beber de mí y sobrevivir, pero en él parecía que prefería morir a hacerme algún daño.
Golpeé la puerta con rapidez y energía, y Amalia la abrió al instante. Entré con Andreu en mis brazos y lo dejé tendido sobre el sofá. Fernando e Irene salieron del despacho, él sin camisa y ella con la camisa de él, alarmados por la velocidad de mis latidos.
–¿Qué le ha pasado? –Preguntó Irene alarmada.
–Lo mismo que te ocurrió a ti, pero con más intensidad.
–No queda sangre. ¡Mierda! –Dijo Amalia–. Le di la última bolsa a Elendil.
–Te dije que lo llevaras a las granjas, perezosa.
–Iré a buscar un gato, un conejo, ¡o lo que sea! –Exclamó Fernando.
–No pienso dejar que te debilites tú también, –espeté–. ¿Cenasteis bien anoche?
Todos asintieron.
Me arrodillé junto a Andreu y le pasé la mano sobre su cara, ahora llena de arrugas. Pegué mi pecho a su costado para que lo alertaran los latidos de mi corazón, y puse mi cuello sobre su boca.
–Cielo, no...
–Amalia, se detendrá. Lo sé. Bebe. –Noté como sus labios apenas se movían en mi cuello–. ¡Bebe!
Esta vez me obedeció casi inconsciente.
Con sus últimas fuerzas clavó sus colmillos superiores en mi yugular y comenzó a beber muy despacio. Sentía como si tuviera clavadas dos anchas agujas en el cuello, y no puede contener un gemido de dolor cuando me mordió. Sin embargo una vez me hubo mordido, no sentí incomodidad, sino todo lo contrario. Lo abracé con fuerza y le hundí la herida de mi cuello en la boca para que no desperdiciara ni una gota. Notaba cómo una sensación de bienestar y tranquilidad invadía todo mi cuerpo.
Habría pasado así siempre, hasta que me vaciara por completo. Yo no me retiré, pero él sí paró. Noté cómo sus colmillos salían de mi piel y su lengua acariciaba las heridas para limpiarlas de sangre. Volví a jadear, pero esta vez no fue de dolor. Un escalofrío de placer me recorrió toda la columna vertebral con las caricias de su lengua.
Movió la cabeza y yo me levanté, bastante mareada, aunque cómoda. Su piel había vuelto a ser lo que era, tenía el cuerpo tibio por mi sangre y las arrugas habían desaparecido de su cara. Me miró con cariño y me acarició la cara y el pelo, yo le devolví la mirada sin dejar de abrazarle con fuerza, en parte por mi cariño hacia él, en parte para no caer a causa el mareo.
–Apestas a radio, –susurró con una sonrisa serena en la cara, justo antes de quedar dormido.
Caí abatida sobre su pecho, desfallecida, agotada por la tensión. Amalia me ayudó a levantarme y me eché en el sofá más cercano. Me dio conversación para que no cerrara los ojos mientras Fernando me traía un zumo e Irene me preparaba una sopa. Después de comer lo que pude me dormí allí mismo, en el regazo de Amalia.

Ahora, después de todo lo vivido, pienso que se puede amar a varias personas, y que hay varios tipos de amor. Aquel día no dudé un instante de que lo que había hecho por Andreu era un acto de amor. Podría haberlo dejado sufrir hasta la caída de la noche, cuando despertara y pudiera cazar algunas alimañas antes de saciarse con alguien, pero no podía permitirme a mí misma que padeciera un instante más.
Desde aquel momento sentí que amaba a Andreu, aunque no como compañero, del modo que amaba a Sole. Fue entonces, sólo entonces, cuando entendí lo que Irene sentía por Fernando.

viernes, 16 de octubre de 2009

29- Señorita Vera Pérez Andreu




–No me habías dicho que se trataba de una clínica privada de lujo.
–Necesitamos las pruebas de forma rápida y sin riesgo a que quede una sola huella de tu paso registrada, ¿no? Bastante nos ha retrasado Ginés.
–Perdona, Andreu. Sé que lo que haces es lo mejor para mí. No debería darle tanta importancia a los principios en esta situación.
La sala de espera estaba dotada de música ambiental, cómodas butacas con reposabrazos y revisteros rebosantes de los últimos números de revistas de moda, ocio, cultura general, humor y... bueno, las llamaré “revistas creadas para el sector masculino”, además de varios periódicos del día. Tomé la FHM y eché un breve vistazo a la portada.
La puerta de la consulta se abrió de pronto y una joven enfermera salió con un portafolio entre las manos, –inútil, ya que los únicos en la sala éramos Andreu y yo–, y preguntó al aire como si cupiera alguna duda:
–¿Señorita Vera Pérez Andreu?
–Sí, soy yo.
–Pase, por favor. –Nos pusimos en pie y devolví la revista a su sitio. No pude evitar fijarme en la cara de la enfermera al verla, puso los ojos en blanco–. El doctor Prats le atenderá en seguida.
Entramos a la confortable consulta, pulcramente decorada con tonos ocres y detalles minimalistas. Nos sentamos en los sillones y Andreu asió mi mano con fuerza:
–Dale un respiro a tu corazón. Pareces un colibrí.
Se me escapó una risa tensa y nerviosa que más bien parecía un brote de histeria. Pronto apareció por la puerta el doctor Prats con mi falso expediente, casi réplica del original, en la mano. Se sentó frente a nosotros y comenzó a hablar:
–Buenos días señorita Vera, y buenos días a usted, señor...
–Andreu. Soy su padre.
Nos tendió la mano y se la estrechamos, le dio un pequeño escalofrío cuando tocó la diestra de Andreu.
–He revisado el expediente de su hija, señor. Creo que ambos estarán ya al tanto de la importancia del asunto.
–Olvide los eufemismos, doctor –repliqué fría–. Puede decir “gravedad” en lugar de “importancia”.
–Sí, los dos somos conscientes de ello, –repuso Andreu–. Ésa es la razón por la que hemos decidido acudir aquí esta vez. Tenemos buenas referencias sobre esta clínica.
–Gracias, les aseguro que seremos rápidos y eficaces. Obtendrán el resultado en diez días tras la realización de las pruebas, y prepararemos los mejores tratamientos si fueran necesarios. Pero vayamos al grano, al bulto en este caso. Señorita, ¿puede pasar tras el biombo y mostrármelo?
–Sí.
Obedecí y me recogí el pelo mientras llegaba el doctor.
–Veamos... ¿ha crecido desde que te percataste de su presencia?
–Sobremanera.
–¿Recuerdas aproximadamente cuánto hace de aquello?
–Un par de meses, quizá algo menos. Al principio no le di mayor importancia porque creí que se trataba de la picadura de algún insecto –mentí–. Pero con el tiempo, en lugar de desaparecer, creció y comenzó a causarme molestias.
–Entiendo. ¿Sabes lo que te vamos a hacer ahora?
–Sí: me desnudáis, me ponéis una bata que no tapa nada, me hacéis daño, paso la noche aquí orinando radio, luego me hacéis más daño y por último me mandáis a casa hasta que sepáis si basta con extirparlo o además tenéis que envenenarme con productos químicos.
–Eh... Bueno, sí, a grandes rasgos es así, –respondió desconcertado ante mis gélidas palabras–. Sólo que nosotros le damos otros nombres a todo ello.

Después de las primeras pruebas me llevaron a mi habitación. Se encontraba en el sótano de la clínica, por razones obvias. Estaba ornamentada al estilo de la consulta, con maderas nobles y lámparas en las mesitas. Me encontraba echada en la Rolls Roice de las camillas, y miraba con odio el gotero a mi derecha. Cerré los ojos para intentar olvidar la vía intravenosa de mi brazo.
–¿Qué te ocurre? –Me preguntó Andreu desde un sofá de cuero a mi lado. Me tomó de nuevo la mano y yo la apreté con toda mi fuerza, algo insignificante para él.
–Me marean las agujas –confesé.
Él comenzó a reír. Al principio me ofendí, pero fue sólo hasta que caí en la cuenta del motivo de su risa, y le acompañé con mis carcajadas. ¿Cómo puedo ser capaz de rajarme la mano y dar de beber a un vampiro sin inmutarte y luego temer a una simple aguja?
Mientras reíamos sonó un pitido desde un interfono en la pared, a mi lado, y surgió de él la voz grave de un hombre:
–Buenas tardes, señorita Vera.
Me incorporé en la camilla para responder, pero Andreu se me adelantó, pulsó el botón del interfono y respondió al saludo con un «entra, López».
López fue el primer vampiro casi mulato que conocí. Antes de verle creía que con la transformación la melanina simplemente se perdía. Sin embargo desde aquel momento me pareció que ese era el aspecto que debían tener si fueran humanos muertos, sólo que con una voluptuosidad sobrehumana. López iba vestido con un traje inmaculado cuyo precio no quise ni imaginar y una corbata a gruesas bandas negras y rojas. Era alto y muy robusto, de andar demasiado tosco para ser un vampiro, y la cara reflejaba su carácter jocoso, que a veces alcanzaba un tinte excesivo. Pese a ello es un hombre de carácter noble y respetuoso.
Nada más entrar estrechó efusivamente la mano a Andreu con un «qué hay» en los labios y unas palmadas en el hombro. Luego dirigió su mirada hacia mí y me habló mientras se acercaba a la camilla:
–Hola, Vera. Es un auténtico placer conocerte. –Aunque me hablaba a mí, sus ojos se clavaron en la cruz de mi pecho.
–Hola, señor López. Muchas gracias por este gran favor.
–No me des las gracias. Es mi deber como miembro de nuestra comunidad cuidar de ti tanto como me sea posible. Disculpa que os haya instalado en el sótano, pero quería conocerte personalmente y padezco porfiria.
–Sí, y yo estoy aquí para un examen de próstata, –respondí irónica. Él sonrió.
–Chicos, creo que ambos tenéis muchas cosas que explicar.
–López, no es momento de...
–Andreu, amigo. Me debes un favor. Y sólo te pido saber el nombre de la niña y por qué  está oficialmente muerta.
–Andreu, no importa, se lo podemos explicar.
–Está bien, supongo que sí.
–Mi verdadero nombre es Vera-Níobe. Y morí de forma oficial en un incendio en mi propia casa provocado por un chiquillo que mató a mis padres.
No pareció escuchar en absoluto mi última oración. Dio un respingo al oír mi nombre y quedó completamente bloqueado durante unos segundos. Miró a Andreu y volvió a cubrir su cara con una máscara de cordialidad antes de hablarme de nuevo:
–No me puedo creer que me encuentre ante la actual Protecta Prima. ¿Eres la heredera de Margarita, ¿verdad?
–Sí, señor.
–Por favor, no me llames señor, –dijo, y me besó la mano como si fuera una aristócrata–. Mereces todo el cuidado y los honores de tu estirpe.
–¿Mi estirpe?
Esta conversación me empezaba a dejar demasiado abrumada.
–¿No le has hablado del linaje de las Protectae Primae? –Preguntó a Andreu con cara de enfado.
–No lo consideré conveniente. Además, el propio Manto se encargará de ponerla al día en todas vuestras supersticiones el mes que viene.
–¡Así que te presentarás ante el Consejo! –Exclamó dirigido de nuevo hacia mí.
–Así es.
–Bien. En ese caso nos volveremos a ver en septiembre. Pareces agotada. Ordenaré que te traigan la cena ya para que puedas acostarte temprano.
Clavé mis ojos en Andreu, que entendió al vuelo mi mirada y la respondió:
–Tranquila, ya lo sabe.
–Sí. Cenarás sémola con verduras, un salteado de setas y bambú con salsa de soja y de postre una manzana, –añadió al tiempo que me guiñaba un ojo.
–Gracias.
–Gracias adelantadas a ti.

Cené mientras López y Andreu charlaban de “los viejos tiempos”, mientras me preguntaba qué tiempos no serían viejos para dos vampiros de doscientos años. Resultaba extraño y a la vez gracioso ver a dos amigos con ideas políticas totalmente opuestas hablar. Había una serie de tabúes cuya pronunciación por cualquiera de los dos generaba un silencio incómodo de exactamente dos segundos y medio, tras el cual se retomaba la conversación por otra ruta distinta.
No eran las siete de la tarde cuando el sueño me invadió y quedé profundamente dormida. Había olvidado dormir aquel día y las pruebas habían sido agotadoras. Justo antes de dormirme vi cómo Andreu y López abandonaban la habitación y cerraban la puerta tras de sí.


–¿Seguro que no nos oye?
–Seguro. La habitación tiene aislamiento acústico. En serio, Andreu, ¿por qué no se lo dices ya?
–¿Qué quieres que le diga?
–Su nombre, su estirpe, ¿no me digas que no te has dado cuenta?
–Supersticiones, López, ¡supersticiones!
–¡Es la profecía!
–La que cantó una anciana psicópata en la corte de Manto antes de desaparecer para siempre. Por favor, seamos razonables.
–Hay demasiadas coincidencias. Es mucho más de lo que aparenta, ¿verdad? ¿Qué puede hacer? ¿Ve el futuro? ¿Lanza rayos láser por los ojos?
–Es una niña, no un oráculo ni Supernada.
–No puede ser sólo una niña moribunda, ¡algún poder oculto debe tener!
–¿Ya le has realizado los análisis? ¿Ya sabes que va a morir?
–No, pero ya has visto en su piel lo que ella no puede ver. Estas pruebas son un mero trámite.
Hubo un silencio tapado por un mar de suspiros. Estaba claro que guardaban luto, del mismo modo que yo lo guardé por David. Un luto por mí.
–¿Tiene esperanzas?
–Pocas. Con quimioterapia y radioterapia quizá pueda superarlo. Pero su cuerpo es tan débil que no creo que soporte el tratamiento. ¿No habéis pensado en transformarla?
–Se niega en rotundo. Dice que prefiere, con mucho, morir joven. ¿Cuánto calculas?
–Un par de años. No más.
–Sólo dos años...
–Como mucho. Los ángeles vuelan pronto.
–Y los demonios los vemos venir y marchar para siempre. ¡Pobre hija!
–A todo esto. ¿Acaso piensas apadrinarla?
–¿A qué te refieres?
–Venga, amigo, no te hagas el idiota conmigo que nos conocemos. Vera Pérez Andreu, ¡ja! Y me dirás que el segundo apellido es una coincidencia.
–No, pero no fue idea mía. Los dos apellidos los eligió ella. El primero lo tomó de su predecesora, a quien considera su primera madre. El segundo me lo pidió como si de verdad le importara tener ése y no cualquier otro. No pude negarme con esos ojos que se le ponen cuando pide algo.
–¡Chicos! –Mi voz sonó a través del altavoz del interfono–. De nada sirve el aislamiento acústico si os apoyáis en el botón del telefonillo para hablar.
–¿Cuánto tiempo llevas ahí? –Preguntó Andreu alarmado.
–El suficiente como para saber que una anciana profetizó mi llegada, que si cumplo los veinte años tendré que dar las gracias y que López piensa que soy una superheroína de cómic. Lo dicho, apoyaos lejos del interfono y dejadme dormir. Aunque no se por qué, ya que parece que dentro de poco me voy a hartar. Bona nit.
Solté el botón y me eché en la cama, al borde de un ataque de histeria. El ruido de la conversación cesó.

lunes, 12 de octubre de 2009

28- ¿De Verdad Me Entiendes?



–¡Hola! Níobe al aparato, –dije nada más descolgar el móvil.
–Hola pequeña. –Respondió Andreu al otro lado de la línea–. ¿Cómo vas?
–Bien, tranquilos. Ya se me ha pasado el dolor de garganta del enfriamiento.
–¿Y tu mano?
–Desinfectada y cicatrizando, llevo la venda puesta y encima el mitón. No te preocupes, Andreu, sé lo suficiente de anatomía como para saber en qué parte de la mano puedo herirme y en cuáles no. Pero ¿no piensas que esto sea excesivo?
–¿Por qué?
–No tenías por qué comprarme un móvil nuevo, menos de última generación, cuando tú aún hablas a través de un “zapatófono”. Eres demasiado manirroto conmigo y no me hacía falta.
Oí un «quita» de fondo y un ruido informe desde el otro lado, tras el que distinguí la voz de Amalia:
–¿Y cómo querías que mantuviéramos el contacto?
–Amalia, me fui ayer por la mañana y tardaré tres días en volver, ¡seguimos en contacto!
–Visto así supongo que sí... ¿Dónde te encuentras?
–Sentada en una roca, sobre mi refugio.
–¿Llevas puesta la crema solar?
–Pero si está nublado, además estoy a la sombra de un árbol.
–No importa, échate crema y recuerda prestar especial atención al bulto del hombro.
–Descuida, lo haré. A todo esto, ¿por qué hay cobertura en mitad del bosque?
–No lo sé, pregúntaselo al servicio de información de la compañía telefónica. Oye, ¿seguirás allí esta noche?
–Sí, no tengo nada más que hacer –suspiré–. Hoy he tallado el plato de la ducha y he aprendido a hacer malabares con tres manzanas.
–Está bien, Andreu y yo iremos a hacerte una visita en cuanto anochezca. –Hubo un breve silencio–. Ninfita, Irene quiere hablar contigo.
–Anda, –bajé la mirada–, pásale el móvil.
Yo ya sabía lo que me quería decir, pero pensé que ella necesitaba expiarse, por eso le dejé hablar:
–Perdón, perdón, perdón, perdón, ¡perdón! –Gritó entre sollozos nerviosos.
–Hola Irene, –respondí amable.
–Por favor Vera, perdóname. No sé lo que me pasó, estaba fuera de mis cabales. No entiendo cómo fui capaz siquiera de intentarlo.
–Tranquila canija. Por octogésima vez, te perdono. No importa, de verdad, fue natural que no pudieras contenerte. Se trató de un cúmulo de circunstancias.
–Es todo culpa mía...
–¿En serio? ¿Fue culpa tuya que me hiriera la mano intencionadamente?
–No...
–¿Es tu culpa que me viniera la regla justo anteanoche?
–Tampoco.
–¿Eres culpable de ser neófita?
–Creo que no, –respondió más relajada.
–Y de haber retrasado vuestra llegada a casa hasta casi las ocho de la mañana, ¿qué me dices?
–Supongo que no es mía toda la culpa... pero aun así debí contenerme.
–Tesoro, estabas sedienta y enajenada. No habrías podido contenerte de ningún modo. Además, mira el lado positivo, no me heriste.
–Porque fuiste más rápida que yo y escapaste de casa a tiempo. Por cierto, ¿cómo supiste que te iba a atacar?
–Se te pusieron los ojos como rubíes y mirada de psicópata. Irene, ¿recuerdas lo que hablamos anteanoche? Esto también es parte de tu naturaleza. Sólo acéptalo e intenta contenerte en un futuro. Con tiempo y auto-disciplina podrás controlarte como los demás. No estoy enfadada contigo en absoluto, ¿de acuerdo?
–Sí. Oye, te paso a Fer, que está impaciente por contarte no se qué historias acerca del plan.
–Entendido, un beso pequeñaja.
–Hola Níobe. Lo siento por el incidente con Irene, debí sujetarla a tiempo.
–Otro que tal... –suspiré–. Ya he dicho que no tiene importancia, ya iba siendo hora de que una chica guapa se me lanzara de boca a la entrepierna, aunque habría preferido a Sole.
Ambos echamos a reír, del otro lado de la línea se oyó un «guarra» de fondo.
–Veo que no te afecta demasiado, me alegro. Entonces, ¿volverás a casa?
–Tan pronto como deje de manchar.
–Me alegro de que éste incidente no haya cambiado tu actitud para con nosotros. Pero a lo que vamos, hablemos de lo importante.
»Amalia y Andreu me han explicado cómo fue vuestra parte de la misión. Y pese a que recurriste al corte en la mano, al que te recuerdo me opuse e insistí en que no lo hicieras, te felicito, un trabajo excelente, tienes agallas y frialdad. Si no fuera porque tu sangre huele a zumo de manzanas pensaría que eres un vampiro.
–¡Vaya, gracias!
–Por lo visto la ubicación que os dio el neófito parece verídica. El efluvio llevaba a un camino privado, a las afueras de Barcelona. Por falta de tiempo y el riesgo a ser descubiertos no nos adentramos en él, pero parece que tras un largo recorrido la vía desemboca en las verjas de una mansión.
–Así que piensas que si no nos mintió en la pregunta más comprometida, también fue sincero en el número de miembros, ¿no?
–Así es, pero hay algo que me desconcierta. Parece que no tenemos a dos enemigos importantes, sino a tres.
–¿Cómo que a tres? –Exclamé sorprendida.
–Sí, esa tal Ancilia parece madura, si no, el vampiro no habría pronunciado su nombre. Parece un cargo importante... ¿de qué te ríes?
–De ti, cariño.
–¿He dicho algo gracioso? –Espetó enfadado.
–La verdad es que sí. Tranquilo, te lo explicaré. Ancilia no es nuestra enemiga.
–Ah, ¿no?
–Para nada. El chiquillo al que interrogué era muy joven, y tampoco parecía demasiado culto. Ancilia es una mala pronunciación de Ancilla.
–¿Ancilla?
–Es latín. Significa Esclava. Si no recuerdo mal, el joven, justo después de pronunciar su nombre nos suplicó que no dejáramos que Gabrielle lo atrapara, porque conocía los crueles castigos de Gabrielle, lo que me hizo pensar que Ancilia había sufrido algún que otro castigo. No puede ser otra que Sole.
–Tiene lógica. Aun así aquel vampiro la consideraba una autoridad, por su forma de hablar acerca de ella. ¿Sabes lo que eso significa?
–Que todos los miembros del clan, salvo Gabrielle y Gustavo son más jóvenes que Sole, seguramente neófitos o vampiros en proceso de maduración.
–Correcto. Parece que la cosa va bien. La primera fase ha sido un éxito rotundo. Ahora sólo queda esperar. Llevamos dos adentrados en el debate acerca de tu participación en la fase tres. Para ello creemos que lo mejor es ver cómo avanza la segunda, y tomar una decisión en consecuencia. Ya sabes: se cauta y no abuses de tu poder durante la noche, al menos hasta que llegue el momento.
–Entendido Fernando.
–Cuídate, nos veremos pronto.
Un petonet, adèu.
Adèu, Vera. Un beso.

Pasé el resto de la tarde atareada. Se me ocurrió que ya puesta a crear una ducha, ¿por qué no una bañera? Así que me senté sobre la mesa de la sala y comencé, libreta en mano, a hacer cálculos:
A ver, ya que voy a gastar el mismo dinero con una bañera pequeña que con una grande y que la sequía aquí debajo no es un problema, ¡que sea de dos por dos! Con las esquinas redondeadas y adaptadas para reposar la cabeza.
Iiik.
–¿Qué quieres Elendil? Mamá está haciendo cálculos.
¿Iiik?
–Vaya, así que tienes hambre. –Asintió–. Mira arriba, aún es de día. Has madrugado mucho hoy, casi tanto como yo. Espera, Andreu me dio un par de bolsas de sangre para ti.
Bajé a la despensa, abrí la “nevera”, ahora llena de frutas y verduras que Amalia me había traído la noche anterior. Tomé una de las bolsas robadas de un hospital y volví a la cocina, donde cogí un tazón de madera pulida, se lo puse frente a él en la mesa y vacié la sangre dentro. Elendil me miró con cara de disgusto.
–Conmigo eso no funciona, te recuerdo que esa carita te la enseñé yo. Ya sé que no es lo mismo que recién sacada del cuerpo, pero sigo medio seca y no puedo darte más de la mía. Además, aún es temprano para salir, tengo restringido volar y las granjas quedan demasiado lejos como para ir a pie.
Aunque contrariado pareció entenderlo y comenzó a beber. Yo dejé mis cálculos a un lado y lo miré concentrada. ¿De verdad nos entendíamos mutuamente o no era más que una ilusión? Recuerdo que comencé a hablar con Elendil porque no tenía a nadie más, para no enloquecer, del mismo modo que las señoras solitarias encienden la radio o la televisión y replican las intervenciones de los locutores, como si pudieran oírla o les importara su opinión.
Pero con Elendil la cosa cambió en muy pocos días. Es como si al mirarle a la cara supiera lo que me querían decir. Las intuiciones me venían en forma de palabras o frases muy fragmentadas, normalmente un único sustantivo que resumía sus pensamientos. “Hambre”, acababa de decir en aquel momento, “miedo” decía otras veces, y de algún modo, él también había aprendido a interpretar mis palabras y gestos. O eso, o mi cabeza estaba ya mucho más atrofiada de lo que pensaba.
–Elendil –dije mientras él bebía–, ¿puedes entenderme de verdad? –Levantó su pequeña cabecita del cuenco y asintió. Sabía que aún así podía haber sido simple casualidad–. Veamos... ve a mi habitación y vuelve.
El asintió de nuevo, alzó el vuelo y entró por el túnel que conducía hacia mi cuarto. Sin embargo no apareció. Me dirigí al cuarto para ver qué ocurría. Lo encontré en un rincón del suelo, sobre una rata agonizante de la que bebía.
–Al final has tenido suerte y vas a cenar caliente. Pero ten cuidado. Como comas muchas de esas vas a acabar enfermo. ¿Sabes que Irene consideraría eso canibalismo?
Suerte que tenía a Elendil en casa. Sin él las ratas que se colaban por los túneles de ventilación ya me habrían invadido.

Cuando anocheció yo continuaba sobre la mesa, con mi libreta de cálculos y a la luz de un cirio medio consumido. Levanté la vista del cuaderno y miré hacia los conductos para comprobar que era de noche.
–Elendil, ¿puedes salir para ver si hay enemigos?
Iiik –respondió, y salió por uno de los túneles.
Al poco entró de nuevo, se posó en mi hombro y disintió. Salí del refugio, toalla en mano, y subí la colina hasta la roca donde me había pasado aburrida casi toda la tarde. Dejé allí la toalla y el pijama que llevaba puesto: una camiseta tamaño XL, de esas que regalan las empresas para hacer publicidad, y unas braguitas. Me eché al río casi de un salto. El agua estaba helada, pero eso no era algo que me importara después de dos meses de baños congelados.
Buceé un rato a contracorriente para comprobar mi resistencia y mi capacidad pulmonar. Emergí y calculé un minuto y medio aproximadamente. Ante mí se encontraban en la ribera del río Andreu y Amalia, quien llevaba cuatro bolsas que parecían bastante llenas. Andreu apartó la mirada.
–¿No crees que ya tienes la garganta bastante mal como para seguir en el río?
–Es la mejor forma de bañarse en mitad del bosque que conozco, –repuse antes de dirigirme a Andreu–: No me incomoda que me veas desnuda, Andreu, pero sí que me des la espalda.
–Perdona, –se giró–, no quería mirar demasiado. ¿No habías terminado tu ducha?
–Sólo el plato, y luego me lo he cargado. He decidido sustituirla por una bañera de lujo.
Tomé la toalla y me envolví en ella, Elendil no tardó un segundo en posarse de nuevo sobre mi hombro. Tomé mis cosas y añadí:
–¿Vamos dentro? Debería cambiarme.
–Claro –respondió Amalia–, además te he traído más provisiones. Andreu, comprueba si hay moros en la costa.
Él subió a un árbol de un salto y vigiló mientras yo cogía mi ropa. Tras su negativa bajamos la colina.

Ya dentro del refugio, encendidas las velas del vestíbulo, me refugié bajo el calor de una sábana, y sentada en uno de los bancos les pregunté lo que de verdad me preocupaba:
–¿Les habéis contado algo acerca de la ejecución?
–Lo justo –respondió Amalia mientras dejaba las bolsas sobre la mesa–, que le rebanaste la cabeza, lo despedazamos y tardamos casi dos horas en lograr que la pira consumiera sus restos a causa de la humedad.
Eché la cabeza hacia atrás algo más tranquila, aunque aún muy preocupada e inquieta por lo que me ocurrió.
–Esto no puede ser bueno, –mascullé–. Debo estar enferma.
–No le des más vueltas –dijo Andreu, sentado a mi lado con sus manos en mis hombros–, no fue para tanto.
–Andreu, ¡me corrí tres veces seguidas! Le corté la cabeza a un vampiro con cara de niño y tuve tres orgasmos brutales mientras miraba su torso decapitado, su cabeza por los aires y su sangre en nuestros cuerpos. ¡Puse mi ropa interior hecha un asco!
Me alteré mucho mientras describía lo que en su momento me llevó al mayor éxtasis que había sentido hasta el momento.
–Ninfita, es normal en los vampiros excitarnos cuando atacamos. –Amalia se había sentado a mi lado.
–Sí, pero te recuerdo que yo no lo soy. ¿Por qué me comporto como uno?
–Recuerda quién fue tu madre, –me dijo Andreu–. No me refiero a quien te parió, sino a quien te crió y cuidó. Creciste imitando la forma de ser de Sole y por ello te portas como un vampiro.
–La verdad es que nunca me he sentido muy humana. Quizá sea por eso, por mi poder o por ambas cosas, pero se me hace extraño que me llaméis humana y no se por qué. Siempre me he considerado una criatura aparte. Pero, ¿y si por todo ello he desarrollado algún tipo de enfermedad mental?
–Las enfermedades mentales las inventan los humanos para los humanos, –replicó Amalia al tiempo que me abrazaba–. Ni nosotros ni tú podemos padecerlas.
Decidí dejar el asunto como estaba. Parecía claro que fuera lo que fuese lo que me ocurriera, ya no había solución.

Pasamos casi toda la noche en el refugio. Amalia me mostró los víveres que había traído, suficientes como para abastecer a las tropas de Aníbal Barca durante todo su recorrido por la Galia Cisalpina. Luego dimos un paseo por el bosque y Andreu me puso al día en lo referente a mis análisis médicos.
Por lo visto tuvieron que engrasar de pasta las manos del tal Ginés para que nos hiciera el favor en tres semanas desde el momento en que le diéramos nombre y apellidos falsos. Calculamos que tendríamos una tarjeta sanitaria completamente operativa en julio, que junto con los hilos que López estaba dispuesto a mover en la clínica me permitiría saber si iba a ser o no aquel tumor el que me matara.
Luego, para intentar animar un poco la conversación, les hablé de mis divagaciones sobre Elendil, que por supuesto iba casi todo el tiempo sobre mi hombro y ponía cara de sentirse partícipe de la conversación, sin duda se enteraba de todo. Pusimos varias hipótesis sobre el tapete: que él era un vampiro superdotado, que ya había sido adiestrado antes de que lo abandonaran, que teníamos telepatía... pero la que más me llamó la atención fue la que propuso Andreu:
–Eres muy hábil para suponer lo que piensa la gente. He observado cómo trabaja tu mente: analizas los ojos, la cara y los gestos de los demás junto con lo que dice, y te ayudas de lo que conoces acerca de su carácter. Con ello sabes a grandes rasgos lo que piensa o siente la gente. Por ejemplo, el otro día con Fernando, describiste cómo te fijabas en cada uno de sus gestos y describiste parte de lo que pensaba. Parece como si tomaras los datos de las personas como piezas de un rompecabezas incompleto, y a la hora de sintetizarlo rellenas los huecos con tu propia lógica.
»Es muy probable que tu comunicación con Elendil se base en los mismos principios y por ello puedes entenderlo. Lo que no puedo explicar es cómo te entiende él a ti.
–Supongo que es la mejor hipótesis que tengo, –musité–. En fin, en otro orden de cosas, ¿escuchasteis la conversación que tuvimos Irene y yo anteanoche?
–No, –respondió Amalia–. Aunque podamos oír las conversaciones privadas solemos no darles oídos, por educación. ¿Por qué lo preguntas?
–¿Creéis que Irene y Fernando están enamorados?
–No. Al menos no mutuamente, –intervino Andreu–. Cuando te acuestas y nos ponemos a charlar y perder el tiempo, Irene no hace más que recordar sus tiempos de humana y sus encuentros con un tal David.
–David. Lo suponía.
–¿Lo conoces?
–Amigo y compañero de clase. Hablamos de él la primera noche que conversamos, junto a la hoguera. El pobre estaba loco por mí, e Irene lo amaba a su vez. Eso originó una enemistad histórica que parece por fin rota. Diría que aún lo ama, pero claro, no conozco de primera mano la fuerza de los vínculos de sangre, por lo que toda distinción entre sus efectos y los del amor son simples suposiciones.
–Eso es algo a lo que sólo ella puede responder. Pero apenas lleva una semana como vampiresa, dale tiempo, que de eso a nosotros nos sobra por doquier.
En un momento llegué a pensar de verdad que Irene y Fernando hacían buena pareja. Pero supongo que no es más que la unión natural de la sangre entre el creador y su chiquilla. Supongo, pues no soy ni ama ni esclava.