viernes, 1 de enero de 2010

43- Perdóname, Mi Querida Ninfómana Manipulable


–Hola tesoro. ¿Cómo estás cielito?
Que asco, me da náuseas oírla gimotear así. ¿Por qué le daría mi número?
–Hola Alba. Estoy bastante bien, sólo me queda declarar, firmar un par de documentos más y no tendré que volver hasta dentro de un mes, cuando comiencen los trámites. ¿Y tú cómo estás?
–Pensaba en ti, pequeña. ¿Cuándo vas a venir?
–Ya te lo dije, en dos noches. ¿Puedo llevarme a Irene?
–¿Es tu compañera? –Espetó.
–Mi acompañante, más bien. Somos amigas, nada más. Es una vampiresa huérfana, sólo me tiene a mí.
–Entonces haré preparar dos habitaciones. ¿Te apetece que charlemos de algo?
¡Por qué a mí!
–La verdad es que estoy bastante cansada.
–Ay… mi pequeñita tiene sueño. Te llamaré en ocho horas para que puedas dormir en paz. ¡Adiós cariño!
–Adiós.
Pesada.



Sexta noche de la segunda llena.
Irene y yo nos encontrábamos en la céntrica mansión de Alba, un edificio de más de una decena de plantas que tenía su puerta principal en la Rambla, y que le pertenecía por completo. Como me prometió tuve habitación propia durante mi estancia, aunque debería entrecomillar eso último, pues Alba se pasaba horas metida en ella. Decía que su propósito era hablar conmigo de cómo podía lograr un hueco en la cúpula de Gabrielle, pues quería ayudarme, quería darme el poder que le había pedido. Por ello yo soportaba que se metiera en mi cama cuando me iba a dormir, necesitaba su favor para que me encomendara a Gabrielle.



Pasaron los días, y pese a la promesa de llamarla y convencerla de que me acogiera, no lo había hecho todavía. Cada vez que le preguntaba o traía el tema a colación, respondía que Gabrielle no me consideraba especial por mi nombre y estatus, y que rechazaba su propuesta por el momento. Decidí ponerme seria con ella, actuar de nuevo, demostrarle que mi poder era mayor de lo que ella podía imaginar.
La oportunidad perfecta surgió una noche mientras charlábamos en uno de los muchos balcones de edificio, en la planta más alta, alejadas del escándalo de los coches. Las luces de la ciudad cubrían las estrellas del cielo, y las dos mirábamos pasar la gente al tiempo que hablábamos de esto y aquello. Ella volvió a sacar el tema tabú.
–Preciosa, ya te lo pregunté ayer, pero te quedaste dormida y no me respondiste. ¿Qué te parece la transformación?
–Inútil.
–Te daría más fuerza, y eso en nuestro idioma significa más poder.
–Tengo fuerza de sobra, y sin embargo mi mayor poder es ordenar silencio en las reuniones del consejo.
–Tu fuerza, ya. Esa famosa energía que fluye en tu interior y me impide morderte, que sólo he sentido una vez y que no considero para tanto en absoluto.
Bajo nuestro balcón vimos a un hombre armado con una navaja. Callamos. Se acercó por la espalda a una joven, la agarró por la cintura y la arrastró al callejón contiguo. Nos miramos y salimos a la carrera, cambiamos de habitación y de balcón, para ver desde nuestra nueva localidad cómo el hombre se bajaba los pantalones sin apartar la navaja del cuello de la muchacha. Le ordenó callar y comenzó a penetrarla. Yo retomé la conversación, ajena a la escena bajo nuestras cabezas:
–Mi fuerza es mucho mayor de lo que crees.
–Ya, claro. Entonces, ¿qué problema tienes en hacerme otra demostración?
–Está bien, la haré.
–¿Intento morderte de nuevo? –Preguntó con desdén.
–No, no es lo único que puedo hacer. Necesitas una muestra de mi verdadero poder. ¿Ves al tipo de abajo?
–¿No lo voy a ver? Me da náuseas y morbo al mismo tiempo.
–Lo mataré.
–¿Cómo?
–Caerá al suelo, sin más. Míralo.
El hombre disfrutaba con los gritos asustados de su víctima al tiempo que agitaba su pelvis con total violencia. De pronto paró. Todo su cuerpo se tensó en un fuerte espasmo, sus ojos quedaron fuera de las órbitas y cayó al suelo, muerto tras la confusa muchacha. Alba no podía despegar los ojos del cadáver tirado. Yo envolví su cintura con mis brazos, me incliné a su oído y susurré:
–Cualquier humano o niño dentro de mi campo de visión morirá de un paro cardíaco si yo lo deseo. ¿Aún crees que no merezco más poder y respeto? Podría exterminar a toda la Rambla con una mirada.
Ella giró la cabeza muy despacio. Me miró con la boca abierta, paralizada por lo que acababa de presenciar, estaba fascinada, y al mismo tiempo aterrada por lo que podría llegar a causar si me contrariaba. Yo le puse mi dedo bajo la mandíbula para que cerrara la boca, le di un beso en los labios y la miré expectante. Se incorporó de la barandilla sin decir una palabra, sacó el móvil del bolsillo y marcó:
–Gabrielle, el año que viene los apátridas no irán al Consejo, y obtendrás los derechos sobre Girona si aceptas un apoyo especial… Prima Protecta… Es más poderosa de lo que nadie piensa, y sólo pide un pedazo del pastel. Sí, está aquí conmigo. Níobe, quiere hablar contigo.
No había oído la otra parte de la conversación, pero sí la voz de Gabrielle. No era precisamente lo que una tiene en mente cuando sabe que es una anciana, era aguda como la de una niña. Tomé el teléfono y respondí con una sonrisa en la cara:
–Encantada de conocer su voz, señorita Gabrielle.
–Tutéame. Gustavo me ha hablado de ti. Dice que te reíste de él y que tienes a media península en el bolsillo, que piensan que eres su Mesías, ¿es cierto?
–La mirada de Gustavo me pareció graciosa. Y sí, tengo bastantes aduladores, incluso Manto está de acuerdo en todo lo que decido. En cuanto a si soy o no Mesías de esta sociedad, no lo sé, Gustavo habrá presenciado alguna conversación al respecto, se realizaban a mis espaldas, (o al menos así lo creían ellos).
–¿Es verdad que tu nombre es Níobe?
–Sí, así es.
–Quiero conocerte en persona y en privado. ¿Te gustaría venir a mi mansión? Se encuentra a las afueras, es un lugar natural y confortable. Te gustará.
–Sería un auténtico placer, pero me temo que de ser así debería ir acompañada.
–¿Alguien especial?
–Una amiga, poco más que neófita. Fue creada por un apátrida y obligada a pelear, pero desertó antes de que aparecieran sus supuestos enemigos. Es muy joven y no la puedo dejar sola, ya sabes.
–¿Una cría de esos anarquistas?
–Sí, dice que su creador se llamaba Fernando, que la quiso forzar a luchar y escapó la misma noche de su transformación. La encontré perdida cerca de Olot, éramos compañeras en el instituto y decidí ayudarla. La he criado yo, y no puedo separarla de mí.
–¿Está dispuesta a quedarse huérfana?
–Odia lo que es. Creo que busca venganza.
–En ese caso está bien. Oye, esos gritos que se oyen de fondo… supongo que no importa en realidad. ¿Podéis venir en tres días? Enviaré una limusina a buscaros.
–Gracias, iremos, pero no en limusina. Para demostrarte, como Alba te ha dicho, que soy más hábil de lo que parezco, tocaré el timbre de tu puerta antes de que me veas llegar.
–Acepto el reto. Nos vemos el viernes, Níobe.
–Hasta entonces, un placer.
Colgué y le devolví el teléfono a Alba, que me abrazó por la cintura y me besó.
–Enhorabuena, parece que vas a salirte con la tuya.
–Siempre lo hago. ¿Qué me he perdido?
–Todo, los gritos de auxilio de la chica, la gente arremolinada, la ambulancia, la declaración, la llegada del forense y el levantamiento del cadáver.
–Vaya, me he perdido casi toda la película y dudo que la editen en vídeo.
Sacó de su bolsillo una pequeña cámara digital color fucsia y la encendió.
–Te equivocas. Aquí está todo.
–¡Bromeaba con lo del vídeo! ¿Cuándo has comenzado a grabar?
–Cuando nos cambiamos de balcón.



Yo había observado durante noches la desmesurada actividad sexual de Alba. Nuestras habitaciones se situaban de forma contigua, y a veces me despertaban sus gemidos. Practicaba sexo a todas horas, todo el día y toda la noche, sola o en compañía. Cuando se enterraba conmigo entre las sábanas de la cama me abrazaba, ponía una de sus manos en mi pecho y bajaba la otra por mi vientre muy despacio, hasta que yo se la cogía y la volvía a subir. Su filmoteca, salvo escasas excepciones, películas pornográficas y eróticas, ya fueran sobre sexo en general o acerca de todo tipo de parafilias.
Aquella noche decidí preguntarle acerca de aquello, pues pese que al juego de seducción era básico en un vampiro, el sexo en sentido estricto solía ser –o así lo tenía entendido– algo muy secundario, incluso innecesario.
Lo hice ya en mi habitación. Me eché cabeza arriba sobre un lado de la cama doble, con la cámara de Alba en mi mano para ver el vídeo. Ella se echó junto a mí, me atrapó entre sus brazos y se puso a mirar el vídeo conmigo, justo en el momento en el que el violador caía como fulminado por un poder divino.
–Oye Alba. Me gustaría preguntarte algo, pero no se si te ofenderá.
–Pregunta lo que quieras, cariño. Prometo no enfadarme.
–¿Eres… adicta? –Lo dije con mucho tacto, no es inteligente enfadar a un vampiro adulto, menos si eres una humana debilucha y desarmada atrapada entre sus brazos.
–¿Cómo dices?
–Al sexo. Yo… lo siento, no debería meterme en estas cosas.
–Tiene nombre, ¿lo sabes? Soy ninfómana, no me importa admitirlo, lo tengo asumido.
–Lo siento.
–No importa. Pregunta lo que quieras.
–¿También lo eras de humana?
–Sí, lo era, aunque por entonces no se conocía el término.
–No lo entiendo. Creía que cuando un humano era transformado curaba de todas sus enfermedades.
–De todas no. Sólo de las fisiológicas. Si naciste con un solo pie serás un vampiro cojo, si eres ninfómana en el momento de la transformación, lo serás hasta el fin de tus noches. Es insoportable.
–¿En serio? No parecías llevarlo tan mal.
–¡Es horrible Níobe! –Gritó alterada y al borde del ataque de rabia–. Dedico a mi coño siete horas diarias, me tiro hasta a mis víctimas. ¿Sabes lo que podría hacer con siete horas más al día? Podría leer miles de libros, aprender decenas de idiomas. Vivir más allá del sexo… ¡ojalá! Todo el mundo, incluso en el Consejo, me considera una máquina del sexo andante, una muñeca diseñada sólo para el placer. Y lo peor de todo ello es que están en lo cierto. Seré una enferma por siempre. Por eso aquí está terminantemente prohibida la transformación de personas con patologías mentales diagnosticadas.
–Lo siento, no pretendía ofenderte. He sido demasiado curiosa.
–No tiene mayor importancia, es normal que quieras aprender.
–¿Puedo ver qué mas tienes en la cámara? La chica ha encontrado sus bragas y ya ha perdido buena parte de la gracia.
–Míralo –musitó.
Ella acurrucó su cabeza en mi costado, como si pretendiera ocultarse debajo de él para no ver las imágenes. Cambié el vídeo y comencé a pasar el contenido. En todas las fotos y vídeos aparecía algún motivo sexual: ella sola, con un niño, con un vampiro, con una víctima, con dos… mientras pasaba cada foto le hablé en tono indiferente:
–¿Te gusta grabarte?
–Me excita mucho. Y verme después, que otros me vean, a veces incluso finjo dejar olvidada la cámara en cualquier lado para que alguien la encuentre y lo vea, me gusta mucho. Es parte de mi patología. No sólo soy adicta, tengo casi cualquier degeneración imaginable, es una auténtica vergüenza admitirlo.
–¡Pero qué!
Eché a reír ante lo que veían mis ojos.
–¿Qué pasa?
–¡Y la muy zorra casi me mata cuando puse en duda su sexualidad!
Miró la foto de la cámara. En la pantalla aparecían su cara y la de Irene, de perfil, se besaban mientras Alba bajaba con la mano que le quedaba libre el tirante del sujetador de Irene.
–Por favor, no le comentes nada, no le digas que lo sabes. Está muy abochornada, apenas puede mirarme a la cara y me pidió que no lo supiera nadie.
–¿Cuándo fue?
–Ayer, mientras dormías. Bebimos de unos niños, charlamos, y como me pasa siempre la conversación comenzó a subir de tono. La invité a mi habitación y se dejó llevar. Siempre es igual. No sé lo que tengo, no importa que la mujer sea completamente heterosexual, o el hombre completamente gay. Siempre acabo acostada con cualquiera, tanto si esas son mis intenciones como si no.
–Perdona.
–¿Por qué me pides perdón?
–Por haberme reído a propósito de lo ocurrido con Irene, era lo que menos esperaba. Y también por mi actuación el día que nos conocimos. Ya sabes, te seguí el juego, estuvo mal.
–No pidas perdón por ello. De hecho te doy las gracias.
–¿Gracias?
–Gracias por no dejarte llevar. Sé que no te lo pongo demasiado fácil, incluso cuando me apartas la mano de donde no debería ponerla noto tu palma sudorosa, más caliente de lo normal. Te excito y pese a ello lo máximo que me has dado en toda tu estancia aquí ha sido un piquito. Debería confesarte algo.
–En realidad no has llamado a Gabrielle hasta hoy, lo imagino.
–Sí, pero no es por lo que piensas, no pretendía lograr nada contigo. Sabía que serías firme desde la primera vez que me interrumpiste, nunca nadie lo había hecho, y que te negarías por mucho que lo intentara. Siento que estar contigo me da más horas de vida.
Me ruboricé por completo. La verdad es que soy mucho más vergonzosa de lo que aparento. Puedo besar a una práctica desconocida sin problemas, puedo plantarme delante de una asamblea llena de vampiros y hablar sin miedo ni timidez, pero ese tipo de elogios tan íntimos me dejaban fuera de combate. De pronto me sentí débil, por primera vez desde que la conocí quise de verdad que me tuviera, si hubiera intentado algo conmigo entonces lo habría logrado, pero no lo hizo. Pese a que sabía que me encontraba donde ella tanto había querido, respetó mi integridad. Sólo me estrechó más entre sus brazos y pegó su fría mejilla contra la mía, ardiente por la sangre que la enrojecía.
Entonces nos miramos, sentí un escalofrío al ver el brillo de su mirada. Me sentí culpable por el engaño que iba a llevar a cabo, vacilé en mi misión por primera vez, pero en lugar de abandonar mi propósito decidí hacer algo por ella.
–Entonces, te haré un regalo para cuando me marche.
Pasé mi brazo bajo su nuca y la abracé como ella lo hacía, levanté la cámara y nos hice una foto sin esperar a que mis mejillas palideciesen de nuevo.
–Níobe, la primera huésped con la que logré no tener sexo. La guardaré siempre, preciosa.



Aquel día volvimos a dormir juntas. Miramos apenas cinco minutos el amanecer antes de cerrar el balcón y bajar la persiana. Dormimos abrazadas, compartimos mi calor. No intentó nada, tan sólo me dio un beso sobre los labios antes de quedar dormida. Perdona mi fraude, amiga. Perdónalo.

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