jueves, 8 de octubre de 2009

27- Danza. Sangre. Muerte. Éxtasis.


–Toc, Toc.
–Buenas noches Irene –respondí a la voz–, pasa.
–¿El bicho está en la jaula?
–Sí, tranquila, estás fuera de peligro.
Abrió la puerta y entró con otro bol de macedonia. Yo me senté en la cama, encendí el candil de la mesita y tomé el recipiente con ambas manos.
–Sabes que no es necesario que me traigas la comida a la cama.
–Lo sé. Pero necesitaba una excusa para quedarme contigo a solas. Me gustaría comentarte algo en privado.
No sabía en qué podría ayudarla, pero parecía que aquello que le ocurriera a Irene parecía afligirla mucho, sus ojos me miraban como si un tormento secreto la perturbara desde hace tiempo.
–Ven, siéntate y cuéntale a la brujita lo que te ocurre.
–La verdad es que no es más que una tontería, una duda, y como tú siempre has sido más espabilada creo que podrías aclararme algunas cosas.
–Gracias por el piropo, pero si puedo te voy a ayudar de todas formas. Parece que te perturba, cuéntamelo ya.
Irene vaciló unos segundos antes de continuar:
–¿Se puede amar a dos personas a la vez?
Lo dijo como si hubiera dejado caer un pesado bulto de sus espaldas. Yo me quedé pensativa. Después de todo mi único amor había sido y debía ser Sole, ¿no?
–Es una pregunta difícil. En realidad, con mucho que sepa, eso no lo puedo responder.  –Irene agachó la mirada, pero yo continué–: Piensa que encontré a mi compañera con sólo tres años, sólo he amado y amo a Sole. Pero no me has preguntado esto por simple curiosidad.
Titubeó de nuevo. Quizá temiera que no la pudiera comprender.
–Ayer, cuando fui de caza con Fer pasamos por Olot, y se me cruzó por la cabeza la idea de hacer una parada por casa de David, –la dejé continuar, aunque ya imaginaba por dónde iban los tiros–, y lo hicimos. ¡Uf! Tenías que haberlo visto. Estaba dormido en su cama con una carita de ángel preciosa. Desde que me transformó hasta entonces pensé que amaba a Fer, sólo a él, y que mis sentimientos por David habían quedado relegados al plano de mis recuerdos como humana. Pero al verlo anoche todo lo que sentía antes revivió de pronto con más fuerza que nunca. Y ahora no sé si amo a Fernando, a David, a los dos o a ninguno.
–Veamos. Háblame un poco más sobre Fernando.
–Lo que siento por él es muy fuerte. Ya no es sólo la atracción física, además siento que mi corazón es suyo, que toda yo soy suya... y me gusta esa sensación. Pero al mismo tiempo cuando pienso en David siento como si mi corazón volviera a latir. Por otra parte, me pongo muy celosa cuando cualquiera toca a Fer, incluso si se trata de humanos, sobre todo si es una chica guapa.
–Ah, no. Celos con un vampiro no. Si no apartas eso de tu cabeza acabarás completamente loca.
–¿Por qué no?
–Porque los de vuestra raza estáis hechos para seducir y ser seducidos –le dije como si fuera algo obvio.
De hecho para mí, que me había criado con Sole, lo era. En ése y en muchos otros asuntos me cuesta determinar qué es lo lógico a los ojos de los humanos y qué a los de un vampiro, lo cual me causa serios problemas a la hora de ver el mundo, pues nunca he sabido a ciencia cierta cómo piensa y actúa un humano.
–No lo entiendo.
–¿Te ha explicado Fernando algo acerca del vínculo de sangre?
–No, ¿qué es eso?
–Intentaré explicártelo lo mejor que pueda. Por supuesto no lo sé de primera mano, Sole me habló acerca de ello. Pero lo que está claro es que la sangre es el centro vital de todo vampiro. En primer lugar es vuestro único sustento, el hilo que os une a la existencia terrena. Consecuencia de vuestra necesidad de beber es que los vampiros os sintáis atraídos físicamente hacia los humanos, sobre todo cuando se trata de sangre joven y sana, o con matices muy peculiares en su aroma, y en ese plano de la atracción apenas importa la edad, siempre y cuando sea más o menos joven, y nunca el sexo del humano.
–¿Pero qué dices?
–Quiero decir que es natural que un vampiro se sienta atraído por un humano de cualquier sexo, y viceversa, simplemente por necesidades tróficas. Porque no te atrae el humano en realidad, sino su sangre.
–¿No te atraerá Fernando? –Preguntó casi enfadada.
–La verdad es que sí. –Agaché la cabeza–. Pero tengo muy claro qué es lo que siento: existe algo en su efluvio, no sé qué, que me atrae a él y me hace desear que tome mi sangre. Pero no me ocurre sólo con él. Lo siento hacia todos los vampiros que conozco, me excita, me asusta y a la vez me avergüenza darme cuenta de ello. Del mismo modo sé que yo le atraigo a él, igual que a todos los demás, pero sabemos que la atracción no es sexual, y no me hace demasiada ilusión convertirme en la cena de ninguno de vosotros. Tenemos muy claro que debemos contenernos.
–No sé si tranquilizarme o darte un zarpazo –espetó.
–No seas tan dura. A ti también te atraigo.
–¡Pero qué dices! –Gritó escandalizada por haber sacado a colación el tema de su sexualidad–. A mi me gustan los hombres, desde siempre.
–Y yo no he dicho que no te gusten. Pero para demostrártelo permite que te haga una demostración, ¿vale? –Ella asintió. Yo le puse el dorso de mi mano en la mejilla y se la acaricié–. Bien, respira hondo.
Al principio vacilaba en los movimientos de su diafragma, pero no tardó demasiado en relajarse. Pronto cerró los ojos y su respiración se tornó calmada y profunda. Apenas pasado un minuto, sin siquiera darse cuenta, comenzó a acariciar la tierna piel de mi brazo al tiempo que emitía un gruñido muy similar a un ronroneo.
–Ahora mírame a los ojos y dime si te atraigo, –musité.
Mis palabras la devolvieron lentamente a la habitación. Abrió los ojos despacio y me miró. Quedó absorta cuando sus ojos se encontraron con mi mirada celeste. De pronto se percató de lo que su mano estaba haciendo, y la retiró como si la hubiera acercado demasiado al fuego. Volvió a mirarme, pero esta vez apartó la vista de mí al instante.
 Se le veía muy turbada. Abrió la boca dispuesta a decir algo, sin embargo calló. Simplemente, las palabras no querían salir. Agachó la cabeza e intentó controlarse, si hubiera venido de beber seguramente se le habría puesto la cara completamente roja de excitación y de vergüenza. Esperó unos instantes antes de hablar, cuando se hubo armado bien de valor para preguntarme completamente perdida y llena de dudas:
–¿Por qué me ocurre esto?
–Ya te lo he dicho, pequeña. –Tomé su mano–. Ahora forma parte de tu naturaleza. Los humanos no te atraerán por su físico ni por su sexo, sino por su sangre. Si aún crees que necesitas más demostraciones recuerda a la niña a la que mataste anteanoche.
–Ella –susurró nostálgica–, era preciosa, una niña encantadora. Cuando la tomé entre mis brazos sentí que la quería, deseaba que fuera mía. De alguna manera fue como si la amara.
–¿Ves? Es muy fácil confundir el amor con las necesidades que impone la sangre. Ya lo has sentido en ti, y sabes que Fernando también lo siente así con sus presas. De nada sirven los celos, ¿entiendes? Yo nunca he sido celosa, incluso algunas veces he presenciado los banquetes de Sole.
–¿Te llevaba a sus cacerías?
–Sus cacerías distaban mucho del guepardo que persigue a un antílope, las solía realizar en pubs. Elegía a su víctima y se acercaba a ella para seducirla. No necesitaba demasiada charla trivial, un par de miradas por aquí y una sonrisa por allá y podía llevarla fuera, a algún rincón oscuro, o si en el propio local había lugares íntimos ni siquiera salía. La atrapaba entre sus brazos y comenzaban a besarse con pasión. No pasaba mucho hasta que la propia víctima alzaba el cuello para dejar paso a sus besos. Entonces, en un fuerte abrazo, la mordía. No importaba cuánta gente hubiera alrededor, nadie salvo yo se daba cuenta de cómo bebía su sangre hasta dejar a su presa casi inconsciente. Volvía a mí nada más beber, y dejaba a su víctima sentada y aturdida. Ni siquiera ella era consciente de lo que había ocurrido, tal vez al día siguiente pensara que había echado el polvo de su vida.
No entendía por qué, pero sólo con revivir aquellos sucesos me excitaba. Mis mejillas estaban rojas y ardientes, y lo más incómodo de todo es que sabía que Irene se estaba percatando.
–Eso está muy bien, pero sigo sin entender por qué ibas con ella. ¿No te repateaba el estómago ver a tu novia besar a otras personas? –Me miró fijamente y repuso en tono despectivo–: No, más bien te excitaba.
Yo agaché la cabeza y respondí:
–Sí, me excitaba muchísimo verla beber. No sentía celos porque tenía bien claro que es mi compañera y que nunca me dejará por nadie, porque no querrá a nadie más como pareja mientras yo esté en el mundo. Sobre tu otra pregunta, iba con ella porque le ayudaba a controlarse y detenerse a tiempo.
–¿No podía parar? Creía que eso sólo nos ocurría cuando somos jóvenes.
–Y suele ser así. Pero cuando Sole me conoció desarrolló una sensibilidad especial hacia los humanos, y pasó años sin apenas probar la sangre humana, a excepción de bolsas de sangre robadas en hospitales, que tomaba de forma ocasional. Cuando crecí me di cuenta de que eso no era nada bueno para su salud, era mucho menos ágil y más inestable, por lo que la obligué a beber de humanos. Pero cuando volvió a la dieta de sangre humana no era capaz de parar antes de matar a su víctima. Así que comencé a acompañarla para que me recordara y se controlara a tiempo. Y funcionó.
–Vale, no te vayas por las ramas que ya me empiezo a perder. Todo eso puede explicar que a Fernando le atraigan los humanos. Pero, ¿y los otros vampiros?
–Eso es muy sencillo. ¿Te parece guapo Andreu?
–Sí, guapísimo.
–¿Y Amalia?
–Mucho.
–La verdad es que todos los vampiros que he conocido sois hermosos. Creo que no es casualidad, sino que la belleza es inherente a vuestra especie, supongo que para facilitaros vuestras presas. Pero siendo tan bellos es normal que os sintáis atraídos entre vosotros.
–¡Pero tengo miedo de que me olvide por otra!
–Irene, tesoro, al contrario que los humanos, los vampiros sois de naturaleza monógama.
–¿Qué quieres decir?
–Mira, ésta es otra diferencia crucial entre la vida sentimental de un humano y la de un vampiro. El ser humano es polígamo por naturaleza, porque su sistema de reproducción sexual se lo exige para aumentar las posibilidades de continuación de su linaje con la unión de su ADN al de tantos otros humanos como pueda, y crear así mejores combinaciones. Sin embargo la reproducción de los vampiros es ajena a la sexualidad, por lo que la pareja se adquiere por otros motivos que desconozco, pero que supongo que se deba a caracteres de compatibilidad o algo parecido. Esa pareja es para siempre, hasta que la muerte la separe, y el sentimiento siempre es mutuo. No sé por qué, pero siempre es así. Sole tampoco lo sabía.
–Eso significa –respondió–, que si dudo si amo o no a Fer, seguramente no lo ame... y él a mí tampoco.
–Eso es. Pero él te atrae y tú a él, por lo que podéis estar unidos mientras buscáis a vuestros compañeros definitivos. Quién sabe, quizá lleguéis a enamoraros mutuamente. Y si algún día sientes que lo amas, tranquila, él también te querrá con todo su corazón, a ti y a nadie más, –le dije al tiempo que le toqué la punta de la nariz con la yema de mi índice–. ¿Te he aclarado algo?
–Sí. Ahora tengo claro que lo mejor es no pensar en ello y dejarme llevar por lo que ocurra, sea lo que sea. Por fortuna tendré juventud para el resto de mi vida, por lo que no desesperaré por verme vieja, fea y sin pareja. Me costará, pero me acostumbraré a mi nueva naturaleza. –Calló unos momentos y volvió a hablar, esta vez más animada–: ¡Venga! Termínate la macedonia y vamos, te recuerdo que nos prometiste un baile y no te vas a escaquear. Creo que pasaremos la noche en el río. Fer está seguro casi por completo de que a partir de las dos de esta noche veremos merodear por el bosque a los primeros exploradores de Gabrielle. Así que no olvides tus armas.
–Está bien, pero ayer dijo a partir de las tres.
–¿Estas segura de querer hacerlo? Es muy arriesgado y podemos fallar.
–Confío en vosotros, y sobre todo en mi agilidad.
–Entonces vamos. –Se puso en pie–. Amalia ha escogido un vestido para ti esta noche.
–Pensaba ir con mi propia ropa.
–Sí, pero ella ha pensado que irás con vestido y no con camiseta y pantalón.
–¿Tendré que ponerme zapatos?
–Supongo que no.
–En ese caso de acuerdo.

Debo reconocer que el vestido que Amalia eligió para mí me quedaba realmente bien. Era de un color azul hielo oscurecido, casi lila, con una caída relativamente larga –hasta casi las rodillas–, pero con dos rajas a los lados que mostraban mis muslos casi por completo. El cuerpo del vestido era de una textura suave y brillante, con ondulaciones al estilo de un peplo griego, y tenía un amplio escote asimétrico en cuyo centro coloqué un imperdible, que puse ahí no precisamente con la intención recatarme.
Nos pusimos en marcha hacia una zona donde el curso del Fluvià se ensanchaba, el lugar donde Amalia me descubrió por primera vez. En lugar de volar, yo iba en brazos de Andreu, por si las predicciones de Fernando fallaban y los espías llegaban antes de lo previsto. Además, mientras los demás íbamos entre los árboles, Fernando saltaba de copa a copa para vigilar desde las alturas. Amalia llevaba un reproductor de CD a pilas de color plateado y verde pistacho, y yo tenía entre mis manos un disco con una selección de canciones, entre ellas The Song of the Sun de Mike Olfield, la que había propuesto bailarles.
Cuando llegamos junto al río salté de los brazos de Andreu y miré al cielo; parece que el baile va a ser más complicado de lo previsto, pensé. Un rebaño de enormes nubes se había redilado sobre nuestras cabezas.
–Parece que el tiempo no nos acompaña –comentó Fernando nada más bajar de un salto del último roble. Si quieres podemos aplazarlo para otra noche.
–No –repuse–, está bien. Amalia, pon el casete en aquella roca, junto al agua.
Ella asintió y lo hizo. Lo encendí e introduje el CD. Me puse frente a ellos, que, unos sentados, otros apoyados a un árbol o cualquier roca, me miraban expectantes. Me puse un poco nerviosa, Siempre había bailado sola o ante Sole, nunca ante un público tan numeroso. Tragué saliva y dije:
–Siempre realizaba este baile para Sole cada Luna llena. Ahora lo bailo en su honor, aunque ella no esté, siempre la misma fecha como Amalia bien sabe. Sin embargo hoy haré mi primera excepción. Chicos, este baile os lo dedico a vosotros.
Nada más decir estas palabras hice una pequeña reverencia y di la espalda a mi público para adentrarme en el agua. Caminé de puntillas sobre el agua, rozándola sólo con los pulgares de mis pies. Cuando llegué a media distancia entre sendas orillas me detuve, pivoté hacia mis espectadores, e hice ponerse en marcha el equipo.
Con los primeros acordes de la guitarra hice surgir del río tres esferas de agua, que hice flotar a mi lado mientras seguía el ritmo de la música, con pasos de baile cuyos nombres desconocía por completo. Movimientos que aprendí de niña, cuando espiaba a mi madre metida de lleno en su pasión secreta encerrada en la habitación. Así, cada salto, cada giro, me recordaba a ella. Yo no corría el peligro que ella tenía, pues gracias al equilibrio y la agilidad que me da mi energía no podía fallar ni caer. Además, me podía permitir movimientos que de otro modo serían imposibles, como saltos mortales hacia atrás mientras rotaba y a una velocidad lo suficientemente lenta como para armonizar con la tranquila cadencia de la música.
Al mismo tiempo, jugaba con las esferas, a las que hacía girar sobre mí, a mis lados o bajo mi espalda mientras saltaba hacia atrás con el cuerpo tendido en el aire. Ahora eran esferas, ahora las transformaba en flujos de agua que se entrecruzaban alrededor de mi cuerpo, se convertían en espirales, se unían y se volvían a separar.
No bien llegado el segundo estribillo comenzó a llover con fuerza. Sin embargo no me detuve, estaba preparada para ello y nadie se mojó. Había creado una barrera circular que nos cubría a todo el grupo, y pese a la intensa lluvia, el agua se deslizaba por los bordes de aquél círculo invisible y creó paredes traslúcidas que nos rodearon como las gradas de un anfiteatro. Continué mi baile dentro de aquél cilindro alejado de la humedad.
No puedo decir con exactitud qué hice. Cuando bailo mi concentración es tal que caigo en un estado muy cercano al trance. El baile, pese a ser siempre el mismo, nunca era igual. A veces alteraba el orden de algún movimiento, añadía o restaba un paso, según lo sintiera más o menos acorde con la música. Recuerdo que aquel día abrí pequeños agujeros en la barrera que creé para jugar con los hilos de agua que caían aquí y allá, rectos o en forma de espirales. También hice surgir pequeñas fuentes del río que seguían el ritmo de la percusión.
Sólo estábamos la música, yo. En mi corazón, la imagen de Sole, y por qué negarlo, también la de mi madre. No la anciana temblorosa y frágil que aparentaba ser en sus últimos años de vida, no la débil figura casi esquelética que aún excitaba a los viejos del pueblo. Era la bella mujer que me llenaba la cara de crema, la que con su valor me demostraba su amor sin una sola caricia, sin besos.
Tuve completamente en cuenta el vestido que llevaba, era consciente de que en muchos de mis movimientos estaba dejando muy poco a la imaginación, por lo que agradecí haberme puesto un bikini completamente negro debajo del vestido. Terminé mi baile con un sutil caminar hacia mi público rodeada de caños de agua del cielo al río y viceversa, como si el mundo hubiera olvidado por completo la ley de la gravedad, cuya potencia descendía al ritmo de mis pasos, hasta dejarme sola de nuevo al final de la música, con las puntas de los dedos de los pies rozando el agua, al tiempo que las esferas de agua desaparecían para siempre en el río.
Todo quedó en calma, en un silencio sólo roto por el murmullo de la lluvia que nos acompañaba aún tras mi baile. Puse de nuevo mis pies sobre tierra y miré un a uno a mis espectadores. Todos estaban boquiabiertos salvo Amalia, que me sonreía maravillada. Fue ella la primera en hablar:
–Precioso, cariño. Mejor incluso que cuando te descubrí el mes pasado.
–Gracias, pero no ha sido para tanto.
–No seas modesta –añadió Andreu–, ahora entiendo por qué Amalia creyó haber visto a una náyade cuando te vio bailar. Después de ver esto cuesta creer que seas humana.
Los demás asintieron. Yo sonreí agradecida y a la vez abrumada por tanta admiración.
–¿Cómo se te ocurrió bailar sobre el agua? –Preguntó Fernando, aún sin creer lo que acababa de presenciar.
–Entrenamiento, –respondí–. De todo cuanto se pueda mover, los gases y los líquidos son lo más difícil, porque para controlarlos bien hay que ejercer la presión adecuada por todos sus lados. Crear esferas, espirales y circunferencias con el agua es lo que más ha aumentado mi poder.

Como Irene dijo continuamos la noche en el río. Fernando pensó que era un buen punto desde el que hacer guardia, por lo que en seguida nos organizó a todos. No pasó mucho hasta que me dijo que dejara de emplear mi poder, por lo que envolvimos mis armas, el macuto y el reproductor en un chubasquero que me había llevado y dejé que la lluvia cayera sobre nosotros. Y ya que a los cinco minutos estaba completamente empapada, de perdidos al río, ¿no? Me quité mi vestido y nos bañamos en las heladas aguas.
Andreu, Amalia y Fernando se turnaban la guardia, mientras los demás jugueteábamos, sin dar mayor importancia al frío montañoso del río. Sobre medianoche el aguacero se redujo a una lluvia más fina y calmada.
Eran casi las tres cuando Amalia nos alertó:
–Fer, sube, –él obedeció ipso facto–, me ha parecido ver algo allá. ¿Lo ves?
–Extraño... sólo uno. Esperaba dos o tres. Chicos, en posición.
Yo salí deprisa del agua, me puse el vestido a toda la velocidad que me permitían mis miembros helados, saqué un cinto negro en el que llevaba enfundadas mis armas y me lo puse. Miré a mi alrededor: los demás ya eran invisibles. Un haya me chistó, yo miré a la copa y reconocí el pelo larguísimo de Fernando. No me entretuve más, saqué el imperdible que recataba mi escote y comencé a caminar de manera aparentemente aleatoria por entre los árboles, aunque sabía exactamente dónde se encontraba cada uno y no salía nunca del cerco que habían acotado.
Mientras andaba, miraba de reojo a Fernando. Apenas pasó un minuto cuando él asintió. Esa era la señal convenida, todos habían dejado de respirar y ahora me tocaba actuar a mí. Abrí el imperdible y me pinché el índice derecho. Unas pequeñas gotas de sangre surgieron de la herida y yo froté la sangre con mi pulgar para dispersar bien su aroma.
Apenas tuve que esperar medio minuto para que el cebo diera resultado.
El neófito, completamente fuera de sí, apareció de la nada y se abalanzó sobre mí. Ni siquiera me inmuté ante aquella sombra de ojos carmesí, pues también de la nada cayeron otras dos figuras sobre él, que lo redujeron y lo pusieron de rodillas. Andreu y Amalia ya lo tenían bien agarrado. Fernando e Irene bajaron también, y siguieron el rastro que la criatura había dejado, con la esperanza de encontrar el escondite de Gabrielle.
Miré de frente al joven vampiro, que forcejeaba de forma inútil con los reductores. Lamí mis dedos manchados en sangre y comprobé que la hemorragia ya se hubiera detenido. Me acerqué a él y le dirigí una mirada cálida y una sonrisa seductora, que él respondió con unos ojos que reflejaban al mismo tiempo odio y pánico. Habían vuelto a su color habitual.
–¡Qué queréis!
–Tranquilo –dije con voz muy queda y sensual–, somos aquellos a los que buscabas, ¿no es verdad?
–No sé de qué me hablas.
–Estoy segura de que sí. ¿Ves al de tu izquierda? Su nombre es Andreu. Y tú vienes de parte de Gabrielle, ¿verdad?
–No conozco a esa tal Gabrielle.
–¡No mientas! –Le espeté enfurecida–. Te ha dicho que si decías algo te mataría, ¿me equivoco? Sin embargo, si callas serán ellos los que te maten, y ya te tenemos atrapado, por lo que si no hablas no tendrás ninguna posibilidad de escapar. De Gabrielle aún puedes huir.
El joven agachó la mirada y dejó de ofrecer resistencia. Ya se veía perdido, derrotado, justo lo que yo deseaba. Estaba a punto de habar. Yo me acuclillé para verle mejor el rostro. ¡Pobre niño! Por su cara no podía tener más de catorce años. Me miró fijamente y le hablé de nuevo con toda mi suavidad:
–Vienes de parte de Gabrielle y Gustavo, ¿no es así?
Asintió levemente, de nuevo con sus ojos puestos en el suelo mojado, mientras la lluvia bañaba sus facciones pueriles.
–Bien. ¿Y a qué has venido? –El vampiro no respondió. Yo levanté la mirada hacia Andreu y Amalia, que sin poder decir nada, asintieron y lo agarraron con más fuerza. Era hora de tomar medidas drásticas–: Como quieras.
Desenfundé con mi mano izquierda la espada de mi derecha, y la sostuve ante sus ojos. La cara del chiquillo volvió a bañarse en pánico al ver el reflejo de mi mirada fría y mi sonrisa maliciosa en la hoja del arma.
–Jugaremos a un juego. Yo te haré unas preguntas. Si no respondes y agotas mi paciencia, daré esta espada a Andreu para que te mate
Dicho esto, puse la palma de mi diestra sobre la hoja, la deslicé y la tendí hacia arriba. Del corte comenzó a salir mi deseada sangre. El vampiro volvió a agitarse de forma espasmódica, completamente desesperado, y mis compañeros tuvieron que hacer un esfuerzo mayor. Yo continué:
–Pero por cada pregunta que respondas te permitiré dar un sorbo de mi sangre. Si me satisfacen tus respuestas te aseguro que no te matarán. Allá va mi primera pregunta: ¿Vienes sólo o merodea alguien más por el bosque?
–No –respondió entre jadeos, con sus ojos de nuevo enrojecidos–. Ella dijo que sólo podía ir yo.
Yo le recompensé, puse mi mano sobre su cabeza, a escasos centímetros de su boca, abierta de par en par y con su larga lengua fuera, y dejé caer unas gotas sobre él. Mientras él bebía continué:
–Segunda pregunta: Tu objetivo era el espionaje, ¿verdad? –No habló, sólo asintió mientras recogía cada perla carmín que caía en su boca–. ¿Qué buscabas? –Retiré mi mano–. Responde, cariño.
–Me dijo que investigara la muerte de un pequeño contingente hace unos días mientras iban por el bosque, y que le informara si observaba algo anormal en el clan de Andreu o en el bosque.
–Enhorabuena, estás ante lo que buscabas. –Esta vez pegué la palma de mi mano a sus labios y él comenzó a lamer con energía–. Recuerda no morder, y presta oídos a mi siguiente pregunta. ¿Cuántos miembros formáis el clan de Gabrielle?
Paró en seco y me miró asustado.
–¡Eso no lo puedo responder!
Yo le di mi espada a Andreu y le retiré al chiquillo mi mano ensangrentada. No hizo falta nada más para que cantara:
–¡Quince! –Gritó desesperado–. Somos quince.
–Ahora háblame de vosotros, –dije, y volví a poner mi mano en su boca.
El respondió de manera intermitente, entre sorbo y sorbo:
–Gabrielle. Gustavo. Ancilia. Seis reclutas y seis niños.
–¿Y sólo tres de ellos tienen nombre?
–Son los mayores, los de rango superior. ¡Por favor no permitas que Gabrielle me atrape y me castigue!
–Tranquilo –musité–, lo impediré personalmente.
Pese a la excitación que me producía el momento, el placer de sus labios y las caricias de su lengua sobre mi mano una y otra vez, acompañados del placer de saber lo que vendría, como un orgasmo que ya casi se puede sentir, me comenzaba a marear por la pérdida de sangre, por lo que decidí que era hora de cerrar la entrevista:
–Vas muy bien, pequeño, ya sólo nos queda una pregunta. ¿En qué ciudad se encuentra vuestra base?
No respondió, sólo continuó bebiendo. Yo levanté la mano y gritó:
–¡Barcelona!
–Perfecto, –concluí–. Ya hemos terminado. –Miré a Andreu, que me devolvió mi arma–. Como te he prometido, no te matarán ni dañarán. Bebe un último sorbo antes de marchar.
Bebió hasta que retiré mi mano hacia arriba, el último lametón me la dejó limpia de sangre. Trató de seguir con su cabeza la dirección de mi diestra, estiró el cuello y me lo dejó al descubierto. Había sido un chico muy bueno, por lo que le di una muerte feliz: Descargué la fuerza de mi acero sobre su cuello justo mientras gozaba de las últimas gotas de mi néctar, nos salpiqué a los tres con la mezcla de la sangre del vampiro y la mía propia.
Me dejé caer sobre el barro mientras jadeaba de placer al ver su cuerpo decapitado y sentirme cubierta de su sangre. Clavé mis uñas sobre mi propia herida para sentir el orgasmo todavía más intenso.

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