sábado, 22 de agosto de 2009

17- Un Gran Paso


Mi pelo color azul claro causó el efecto deseado en mis compañeros de clase y en el pueblo en general. Me había convertido sólo por apariencia en la niña mala de la clase, y pocas eran las madres a las que no les importara que sus hijos tuvieran relaciones conmigo. No me afectaba, la mayoría de mis pocos amigos humanos eran desde hacía años profesores, con los que charlaba después de clase para que me recomendaran libros que devorar.
La gente me temía, me evitaba, y casi ningún compañero de clase consentía sentarse a mi lado. Pero David, que se había convertido en el típico gamberrillo de patio de colegio, el niño malo de la clase, fue de los pocos a quienes no infundí el mínimo temor. No lo ahuyenté, sino que más bien lo atraje a mi lado.
De vez en cuando me sentaba junto a Francesc en el aula, por un motivo principal. Aquel niño bajito, afeminado y con gafas de culo de vaso era el blanco de todas las burlas en clase, lo intimidaban. Pero a mí ya no. Tanto mi imagen como mi actitud decían «cave canem», y mis compañeros aprendieron latín muy deprisa. Como todo el mundo sabe “miedo” en un colegio es sinónimo de “respeto” y “reputación”, y esta vez no hubo una excepción. Así que supuse que si ponía a francesc bajo mi sombra dejaría de ser intimidado. Y así fue.
El motivo de mi acercamiento a David es evidente: por los mismos motivos el niño más asilvestrado de la clase suele ser también el más popular, el que más influencia tiene sobre los demás. Si me ganaba su respeto habría logrado de inmediato el de todos los demás, y con él reduciría mis probabilidades de sufrir uno de mis terribles accesos de ira propios del temperamento vampírico con el que me había criado, y que cada vez eran más visibles en mi carácter. Lo que no pensé fue hasta qué punto esos acercamientos iban a ser perjudiciales para mí.

Como es evidente, el tiempo pasa para todos –los humanos– sin excepción. Pronto llegó la época del instituto, de convertirme en una de los miles de conejillos de indias de los que idearon la ESO entre caña y porro, y de ver cómo mi cuerpo y el de mis compañeros se transformaban al de personas preparadas para su actividad sexual. Como el médico predijo, mi crecimiento se paralizó apenas alcancé el metro cincuenta y dos.
 Seguí siendo pequeña y flacucha, pero no en todas mis partes. A mis pechos les dio por crecer. A los catorce años usaba un sujetador de la talla noventa y cinco, copa B, y supliqué que no continuaran el camino que habían tomado, ya que todo apuntaba a que seguirían en alza. Por suerte no lograron crecer lo suficiente como para romper la armonía con el resto de mi cuerpo ni darme problemas de espalda. Estos cambios en mi cuerpo y mi mente causaron atracciones, y alguna que otra envidia.
En un pueblo tan pequeño como Olot es más que normal que tus compañeros de guardería sean los del colegio, y estos a su vez los del instituto. David comenzó a flirtear conmigo a los catorce años, algo que no sé a quién le gustó menos, si a Sole o a mí misma.
Las insinuaciones que David me hacía hicieron mella en Irene, que con el paso del tiempo se había convertido en la compañera de clase más odiosa que pudiera imaginar. Llevaba años de experiencia en la infamia contra mí, pero con la adolescencia encontró un verdadero motivo para odiarme: su entrepierna hervía con el aspecto atlético, el pelo rapado casi al cero y la piel bronceada de David. Bronceada por los rayos de las costas barcelonesas donde veraneaba cada año, terreno absolutamente vedado para mí.
Eso me recuerda que fue por aquella época cuando mi padre vendió el último piso aparte de donde vivíamos que quedaba bajo su propiedad, el de Alicante. Acto que trajo a casa uno de tantos enfrentamientos domésticos de los que acabaron con algún que otro ojo amoratado, pero esto no viene al caso.
Lo importante es que me gané sin comerlo ni beberlo la enemistad de Irene. Irene era una niña alta, delgada y paliducha. Tenía la cara llena de pecas y era pelirroja. No pelirroja de bote como Sole, su pelo era de un rojo natural rizado y enmarañado hasta sus límites imaginables. A decir verdad no era en absoluto fea, y fue ganando atractivo con el paso de los años.
Fue la que logró que media feminidad de la clase me adjudicara el apelativo de “bruja”. Y era lógico en realidad, si tenemos en cuentas las sospechas que guardaban desde la niñez y sobre todo que vivía en el Camí de les Bruixes. Yo, en un alarde de originalidad, la llamaba zanahoria. Lo cierto es que a excepción de la virtud autotrófica poseía casi todas las características generales de la zanahoricidad. Sin duda era bastante zanahórica, incluso su piel adquiría un tinte anaranjado a la vuelta del verano.

Pero mi cuerpo no fue el único que se desarrolló en la adolescencia. Mi poder creció hasta cotas que en mi niñez ni siquiera podía sospechar. Ya no hablo de la capacidad de volar, pues autolevité por primera vez la Luna llena de marzo del quinientos quince de la Paz, sino que me refiero a mover lo que mis ojos no eran capaces de ver y sin ningún tipo de apoyo corporal con el que proyectar mi fuerza.
Primero fueron objetos a mis espaldas que veía proyectados en un espejo, luego logré hacerlo sin espejos: tras observar mi objetivo me giraba con los ojos cerrados y lo movía con mi memoria, unida a un complicado proceso imaginativo que modificaba la imagen mental del objetivo y poder así controlarlo más allá del simple empujón. ¡Cuántos vasos estamparía contra el suelo hasta que lo dominé! Finalmente, a los catorce años, descubrí que podía mover incluso lo que no podía ver, siempre y cuando supiera que estaba ahí, como las corrientes de aire.
Este descubrimiento fue bastante útil en aquel período, pues mi dominio de la levitación propia estaba en lo que podríamos llamar “proceso beta”. La sensación de estar suspendida de la nada a varios metros del suelo con el gélido viento pirenaico acariciándote la cara es una delicia mayor que las manzanas recién cogidas del árbol, pero cuando el viento viene en contra volar implica un gran esfuerzo, así que generar una micro corriente a favor es de gran ayuda.
Por supuesto, no salí una noche a volar de un lado para otro sin más, sino que fue un proceso largo y costoso. Sólo disponíamos de unas pocas horas cada noche para practicar, pues Sole tenía que ocultarse la mayor parte del día y yo no podía practicar  a solas por si –como fue normal al principio– se agotaban mis fuerzas en mitad del vuelo y caía. Además, no habría sido muy buena idea volar a plena luz del día, bastante rara me consideraban mis convecinos del pueblo.
Fue como volver a aprender a andar: primero sólo era capaz de volar hacia arriba, y con el tiempo aprendí a hacerlo hacia el frente. En el punto de mi historia en el que me voy a detener estaba perfeccionando los giros, difíciles de realizar cuando la velocidad supera los cincuenta kilómetros por hora. Mi problema a la hora de volar no era la potencia, pues podía volar tramos rectos a más de cien kilómetros por hora, incluso Sole me había regalado unas espantosas gafas de aviador para permitirme abrir los ojos en pleno vuelo. El virar y cambiar de sentido era caramelo de otro gusto, y a los catorce años aún me costaba dar los giros necesarios para volar entre los árboles del bosque.
A los problemas naturales de esta práctica se añadían otros propiciados por mi querida amiga Irene, como excursiones programadas a mi casa con el objetivo de intentar averiguar hacia dónde iba cuando me metía entre los árboles, lo que me obligaba a despistar al contingente espía, mayoritariamente femenino, antes de poder reunirme con Sole.

Una noche, dos semanas antes de mi decimoquinto cumpleaños, Sole llegó con cierto retraso a nuestra cita en el punto acordado del bosque, a una distancia preventiva de los humanos. No me hizo ninguna gracia su tardanza, pues llevaba unas semanas con unos dolores de riñones insoportables y tenía un humor de perros aquella noche. Pero no dije nada, ya que su cara reflejaba una preocupación que no había procurado ocultar hasta que fue demasiado tarde, cuando ya me hube percatado. Se puso de inmediato su máscara de inconmensurable alegría, me besó como siempre lo hacía y comenzó a hablar como si algo se le hubiera ocurrido de pronto:
–¿Te apetece hacer algo distinto hoy?
–¿Qué tienes en mente?
–¡Ven!
Me parecía incluso divertido que fingiera euforia. No se había perdido el eco de su grito cuando echó a correr por el bosque.
Yo la seguí al vuelo sobre las copas de los árboles. Se paró en la ribera del río Fluvià, en un punto donde las aguas eran ligeramente más lentas que en el resto de la montaña. Allí había una pequeña caída de agua, y no se olía rastro de civilización en kilómetros a la redonda. Aterricé, me quité las horribles gafas de aviador y las guardé en mi bolsillo.
 Admiré el paisaje hasta que la voz de Sole se elevó por encima de los constantes chapoteos del agua y el murmullo que el aire hacía al susurrar a los árboles:
–Hermoso, ¿verdad?
–Me quedaría aquí toda la noche.
–¿Has pensado alguna vez en hacerte un refugio en el bosque?
–¿Has visto las hojas de estos árboles? Nunca he necesitado paredes, puedo entrar en ellos y protegerme del viento y la lluvia.
–No me refiero a la típica cabaña en el árbol. Mira, ¿ves esa pequeña cascada?
–Ha sido lo primero que ha llamado mi atención. Tan pequeña y calmada…
–¿Podrías apartar el agua de la zona?
–Claro.
Me pregunté por qué me pedía eso, pero me puse junto a la pequeña cascada, apoyada en una roca que sobresalía del bajo montículo, y empujé con mi energía el agua hacia un lado con la misma facilidad que si corriera una cortina. La profundidad del agua justo debajo de esa cascada era de casi un metro y medio. En la superficie del montículo que quedaba medio sumergida bajo el agua había una pequeña concavidad en la roca de unos dos metros. Bajé al lecho del río cuyas aguas mantenía desviadas sin apenas esfuerzo.
Sole estaba ya a mi lado, contemplaba conmigo la superficie húmeda de la roca que había quedado descubierta al retirar el agua. Me habló al oído, en un tono tan seductor que un escalofrío me recorrió toda la espalda:
–¿Sabes ya a qué tipo de refugio me refiero?
–¡Subterráneo y subacuático! Creo podría hacerlo… después de horas, meses o años de rasgar en la roca viva como una tuneladora.
De pronto mi mente se puso en marcha como accionada por un botón. Sin duda Sole sabía cómo despertar mi interés, por fin un reto de verdad.
Inspeccioné el terreno: bajo la capa de humus el suelo era pura roca en el lecho y la concavidad. A la derecha, desde mi posición bajo la cúpula de agua que yo misma había creado el relativamente pequeño montículo desde donde caía el agua se convertía progresivamente en una colina. Tras un par de minutos retomé la conversación:
–Vale, supongamos que soy lo bastante fuerte como para rasgar la roca al tiempo que aparto el agua. Debería iniciar el proceso con un túnel de entrada aquí, donde la concavidad se extrema, y tendría que darle forma de sifón al camino para que el refugio se mantuviera seco. Tendré que hacerlo varios metros hacia dentro, hacia abajo y hacia la derecha para aprovechar el espacio de la colina.  Además habrá que descubrir el tipo de roca y la densidad, para excavar de modo que no haya riesgo de que la roca se derrumbe y me aplaste. ¿Es todo roca dura?
–¡Vamos a comprobarlo!
No bien terminó la frase cuando saltó hacia la colina y se encaramó en la parte más alta. Apenas podía ver su silueta entre los árboles mientras hundía sus manos en la tierra y gritó–: ¡Patea!
Di varias patadas con la planta del pie sobre la roca desnuda de la concavidad. Cuando levanté la cabeza ella ya había bajado y estaba a mi lado.
–La capa de humus, grava y pequeñas rocas apenas tiene un metro de profundidad. Todo lo demás es una gran placa monolítica desde aquí hasta la cima.
–¡Perfecto! Ya tengo un proyecto en mente. Sólo necesitaré conocimientos adicionales sobre matemáticas, fontanería, geología y un poco de sismología para diseñar un refugio seguro. ¡Ah! E idear alguna forma para que el oxígeno llegue ahí dentro. Parece sencillo, aunque llevará su tiempo…
Paré mi logorrea en seco. La expresión sarcástica de mi cara se convirtió en pura confusión. Noté que algo húmedo me rozaba ahí abajo. Era una humedad caliente, por lo que durante un instante creí que quizá se me habrían escapado unas pequeñas gotas de orina. Sole me sacó de mi estupefacción con su mano, aún con restos de tierra, sobre mi hombro. La miré absorta, y ella a mí.
Su cara reflejaba euforia mezclada con la satisfacción de ver terminada una obra de arte. Me besó y me susurró al oído de nuevo, allí, bajo el agua que nos evitaba:
–Enhorabuena. Ya eres una mujer.
Quedé totalmente perpleja, mi mente se colapsó hasta el punto de olvidarme de sostener la corriente de agua. La cascada cayó de golpe sobre nosotras y Sole me agarró para que no me arrastrara la corriente. Ella reía entusiasmada llena de alegría y orgullo, y yo apenas podía creer lo que me estaba pasando. Nos abrazamos con más pasión que nunca mientras el agua caía incesante sobre nuestras cabezas. Recuerdo que nos quitamos las ropas empapadas, y Sole salió un momento del agua para tenderlas en las ramas de un joven roble cercano.
Vino con algo en la mano. Yo la esperaba completamente desnuda salvo por la cruz que colgaba de mi cuello, de pie mientras el agua me acariciaba de cintura para abajo. Me abrazó con un brazo y me puso el objeto en la mano. Era un brazalete pequeño y hermoso de plata, con motivos góticos y un cristal color carmesí en el centro.
–Es un regalo por el paso tan especial que has dado en tu vida. No es una gran joya como la esmeralda que llevas al cuello, pero el cristal de Swarovski también te gusta, ¿no?
¡¿Qué?! ¿La piedra central de mi cruz es una esmeralda? ¿De dónde la había sacado la anciana Marga? No era capaz de asumir todo lo que estaba descubriendo en un momento, sólo agarraba la cruz con mi diestra, completamente paralizada ante el cúmulo de pensamientos que saturaban mi mente, trataba en vano de articular cualquier palabra y miraba a Sole boquiabierta mientras tartamudeaba balbuceaba un tartamudeo sinsentido.
Ella no retenía su risa llena de ternura mientras me ajustaba su regalo en el brazo izquierdo. Luego me abrazó de nuevo y me besó. Pero esta vez no fue un beso como todos los anteriores. Sus labios y los míos se entremezclaron en un éxtasis de ternura y pasión completamente comulgadas. Conocimos el sabor de nuestra piel, de nuestras lenguas, despertábamos el fuego tanto tiempo latente en nuestros corazones.
Ambas sabíamos lo que significaba aquel momento: Sole había terminado su trabajo como madre. Ahora podría centrarse en ser lo que durante tantos años quiso ser: mi amante y compañera, y yo caminaría junto a ella a través de los insospechados océanos de tiempo que quedaran por llegar.
La verdad es que hasta ese mismo momento nunca me planteé la posibilidad de convertirme en vampiro. Pero entonces me di cuenta de todo. Ella me había elegido como su compañera desde que me vio en la guardería, era mi destino, y sólo quedaba esperar a que mi cuerpo terminara de desarrollar su forma adulta.
–Oye Sole. ¿Cómo sabías que me iba a venir justo hoy? –Pregunté con curiosidad, aún fundida a ella en nuestro abrazo.
–Digamos que es algo que se olía desde hace tiempo.
Ambas reímos llenas de dicha, yo acurrucada entre sus pechos. Era la respuesta más sincera y literal que podía darme.

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