lunes, 27 de julio de 2009

10- Olot



El viaje duró más de seis horas, pues hicimos parada en Castelló de la Plana para comer en cualquier restaurante medio decente. Yo pasé casi todo el trayecto atónita, completamente absorta mientras contemplaba cada detalle de la cruz que me había regalado la anciana Marga. El largo de cada una de las dos barras no alcanza los cuatro centímetros. Como ya he dicho su forma es la de una cruz griega de plata, igual en el tamaño de sus brazos, que se ensanchan progresivamente hacia los extremos, donde cada brazo se divide formando sendas volutas que caen a cada lado de ellos, como los capiteles de las columnas jónicas. La superficie del colgante, a excepción de dichos extremos donde es lisa, está decorada con ataurique, y presenta al final de algunos de los enramados pequeñas flores de jazmín, creadas con una precisión miniaturista sobrehumana. Las formas curvadas de los brazos forman fracciones de círculos inversos perfectos. En el centro de la cruz se entrelazan cuatro ramificaciones terminadas en flores de jazmín, que enmarcan un cristal tallado color verde. Las cuatro flores centrales tienen un único estambre: un diminuto cristal engarzado en cada una, de distinto color: ámbar, azul cielo, morado y rojo. La cruz era igual por ambas caras, a pesar de ser un objeto que al llevarlo sólo muestra uno de ellos. Al final de uno de los brazos surgen dos hojas de acanto que se unen para dar forma a la horquilla por la que estaba pasada la simple cadena de eslabones de plata.
En conjunto, una pequeña obra maestra de la orfebrería, aunque entonces yo no sabía hasta qué punto. Sólo la miraba fascinada y sorprendida mientras me preguntaba cómo podía protegerme esa cruz, y al mismo tiempo, pensaba en cómo sería mi nueva vida, en qué iba a ser de la vida de Marga, en todos los momentos triviales que pasé con ella. Mi cabeza y el paisaje me dieron entretenimiento durante horas, y entré en un trance del que sólo salí al sentir cómo se apagaba el motor del coche.
–Ya hemos llegado; nuestro nuevo piso.
Yo había ignorado por completo el último tramo del trayecto, y al levantar la mirada pude ver el edificio. Sólo tres plantas asomaban en la fachada de ladrillo descubierto del inmueble, que tenía el portal de aspecto envejecido en el Camí de les Bruixes de Olot. Habíamos abandonado una ciudad de unos cuatrocientos mil habitantes por un pueblo que no llegaba a los veintisiete mil.
Mis padres salieron y mi madre inclinó hacia adelante el asiento del copiloto para que yo pudiera abandonar el coche de tres puertas. Nada más poner los pies en el suelo me tendió una pequeña mochila azul de Naranjito, que tomé al instante suponiendo que era mi equipaje de mano. Seguí a mi padre, que iba de camino a la puerta con una pesada caja de cartón entre las manos.
Aún estaba pensativa, por lo que no me preocupé en explorar mi entorno. Subí tras mi padre los tres pisos de la angosta escalera, y me paré detrás suya mientras abría la puerta de cerezo de nuestra nueva y vieja casa. Nada más abrir la puerta me asaltó el fuerte olor propio de los lugares poco ventilados. Sin mirarme entró por la puerta al interior de la casa. La sala estaba compuesta por un salón-comedor en su parte izquierda, y una cocina abierta en la derecha. Me gustó el diseño diáfano pero los muebles eran espantosos. A la izquierda de la sala, tras el sofá, había tres puertas. Mi padre entró en la más cercana y me dijo: «la última puerta es tu habitación. Pasa y echa un vistazo». Yo obedecí y me dirigí a la última puerta, giré el pomo, y la empujé con fuerza.
La entrada estaba en una esquina de la habitación, que tendría unos seis metros cuadrados. El único mueble era un armario grande de roble, viejo, horrible, que produjo una mueca en mi cara muy similar a la que solemos poner todos cuando pisamos una caca de perro. Había sólo una ventana en el mismo centro del fondo de la habitación. La persiana estaba bajada.
Solté mi mochila junto a la puerta y me dirigí hacia ella. Tuve que ponerme de puntillas para poder abrir la persiana, di un par de tirones a la correa y se hizo la luz de la tarde. Lo que vi me dejó enamorada por completo de ese lugar.
Ante mí se levantaba imponente el bosque que cubre como un verde velo la Garrinada, el precioso volcán que tenía ahora por vecino. Un sábana formada por cientos de hayas, chopos, encinas, robles y miles de arbustos que colmaron de goce mis sentidos y me trajeron a mi nueva realidad. Esa belleza natural era mi nuevo hogar, mi nueva situación… Y la adoraba.
Jamás creí que se pudiera tener un volcán delante de casa, eso formaba parte del mundo de los cuentos de hadas donde te cruzas con un fauno que toca la siringe en cada esquina. Pero la realidad me había enseñado que las casas de verdad no son de caramelo, sino de ladrillo, que no tenían vistas a playas paradisíacas ni a volcanes rodeados de vegetación, sino a la desvencijada fachada del edificio de enfrente y a las callejas de los barrios suburbanos, donde no es demasiado extraño que dos borrachos te despierten con sus gritos a las cuatro de la mañana mientras pelean.
Sin embargo, ahí estaba, no lo podía negar, era demasiado grande para ello. De pronto todos los cuentos de hadas, todos los monstruos y criaturas mágicas que dormían entre las páginas de los libros despertaron y salieron a la calle a pasear, no me habría extrañado que un hada entrara cualquier día por la ventana para pedir indicaciones sobre como ir hacia cualquier lugar, o que un enano me saludara y me invitara a ver su herrería, escondida, por supuesto, en alguna cueva a las faldas de los volcanes.
Era sin duda el lugar perfecto. No había modo de que yo pudiera ser infeliz allí.
Después de todo, ¿por qué no creer que existan los unicornios si se cree en los rinocerontes?

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