lunes, 4 de enero de 2010

44- Gabrielle



Las diez de la tercera noche para la Nueva de octubre. Habíamos madrugado para llegar pronto a casa de Gabrielle, y ahí estábamos, plantadas ante la verja que se abría en el muro de ladrillos y nos cerraba el paso al camino privado que –imaginábamos, ya que el camino se perdía entre los árboles– conduciría hacia la mansión. Me acerqué a la puerta, cerrada con un candado demasiado común para la apariencia ostentosa del lugar, como si a su propietaria realmente no le importara que entraran intrusos. Lo inspeccioné unos segundos y me aseguré de que no hubiera más métodos de cerradura ni alarmas. Luego volví junto a Irene y le quité dos de los ganchos con los que había tratado en vano domar su revoltoso pelo, y los empleé como ganzúa.
–¿Qué hacías antes con los altavoces de aquel coche? –comentó distraída.
–Esa chatarra podría sernos útil –dije–. Ya casi está...
–Brujita, ¿no sería más rápido saltar el muro?
–Mide casi cuatro metros y no hay forma de escalarlo –repliqué–. No puede sospechar de mi poder antes de tiempo, tengo que abrir el candado.
Ella se acercó y me apartó de mi tarea con un delicado codazo, tomó el candado con ambas manos y lo partió de un tirón.
–¡Eh! Se supone que debía abrirlo, no romperlo –dije.
–Tanto monta –dijo resuelta.
–Creo que pasas demasiado tiempo con Fernando. Sigamos adelante, y ya sabes, si oyes algún ruido o ves algo como un vigilante o una cámara avisa. Prometí no ser vista.
–Hay una cámara a sesenta metros de ti y estás a tres pasos de entrar en plano –farfulló de pronto.
Me paré de golpe en mitad del camino. Irene no domina bien eso de avisar a tiempo, ella prefiere dar por hecho la idea de que si ella conoce algo los demás también, lo que había ayudado a fomentar la creencia de que era más idiota que los demás. Creo que en realidad capta las ideas con tal rapidez que obvia decirlas.
–¿Qué tipo de cámara? –pregunté.
–De esas que parecen media pelota negra, así como los ojos de una gamba, pero mucho más grande que las que ponen en las tiendas.
–Está bien, nos vemos en la puerta, –dije, y eché a volar.
Aterricé sobre el porche, justo encima de otra cámara. Metí mi mano en el macuto, saqué el imán que había tomado prestado indefinidamente del altavoz del coche con menos suerte de toda la partida rural y lo coloqué sobre la cámara para inutilizarla. Salté frente a la puerta y toqué el timbre. Irene llegó tras de mí a los pocos segundos.
–¿Has visto el tamaño de la piscina? –dijo fascinada.
–He visto la piscina, el jardín, la pista de squash y la de atletismo –y dos Mercedes y un Audi y un estanque con carpas y dos pavos reales copulando y...
La puerta se abrió, una joven vampiresa mulata nos recibió con una reverencia, se hizo a un lado y nos invitó a cruzar el umbral con un gesto de su mano. Encendió la lámpara de la mesita adyacente a la puerta, que emitió una luz demasiado tenue como para permitirme ver más allá de las sombras de los muebles.
–Mi ama les espera. Por favor, síganme –dijo con una voz gutural cuando cruzamos el umbral.
En ningún momento nos había mirado directamente a la cara. Su vista se había mantenido en todo momento en algún punto entre mi mejilla derecha y mi hombro derecho, como si yo tuviera algún tipo de poder sobre ella.
Nos condujo a una habitación mucho mejor iluminada, un amplio salón con muebles de diseño, lámparas de diseño, cuyo suelo estaba recubierto por una alfombra de diseño y hasta había un tulipán de diseño en un jarrón, y allí nos esperaba una hermosa criatura. ¿Esa era la temida anciana Gabrielle?
La niña podría aparentar como mucho quince años. Su melena rubia y lisa llegaba hasta más abajo de la cintura. Estaba recostada en un sofá de cuero blanco de diseño, y sus ojos enormes y negros miraban con odio la pantalla de un enorme plasma de diseño en el que se veía la imagen de algo parecido a un arco iris –quizá uno de diseño. Iba descalza, vestida con un camisón de raso color fucsia en el que se perdían sus pocas curvas de mujer y la hacía parecer todavía más infantil.
En su mano llevaba una elegante copa de plata, llena hasta su mitad de un líquido de un rojo negruzco que supuse no era vino tinto. Frente a ella, en una mesa de café, una crátera también de plata llena adornada con bajorrelieves y otra copa vacía.
No se giró a nuestra entrada. Nuestra guía salió y cerró la puerta tras de sí.
–¿Cómo lo has hecho? –preguntó, más curiosa que impresionada.
–Alba te advirtió que soy más de lo que aparento –dije.
–Ya somos dos. Sentaos, –dijo, y encogió sus piernas para hacernos un hueco en el sofá.
Me senté entre ella e Irene, que parecía asustada, o quizá incómoda por algo de plata y lleno de sangre frente a ella. Yo trataba de controlar mis impulsos asesinos hacia esa anciana con aspecto de adolescente malcriada que aún no nos había mirado a la cara directamente. Me la imaginaba con cuerpo de chihuahua, volando por los aires a causa de la patada que llevaba meses reservándole. Vampiro de juguete...
–Gracias por acogernos –dije con voz tímida–, y perdón por lo que he hecho a tu cámara. La puedo pagar –repuse.
–No importa, me sobra el dinero. Y no estéis tan tensas –dijo más para Irene que para mí–, sois mis invitadas. ¿Por qué vas armada? –preguntó, como si no hubiera visto mis armas hasta entonces.
–Tranquila, sólo son útiles contra niños –mentí, y me desabroché el cinto para que no desconfiara–. Las llevo porque son un regalo.
Apretó un botón del mando universal, dijo «¡niña!» y continuó la conversación:
–¿Un regalo? ¿De quién?
–De Manto –dije.
Se llevó la copa a los labios con aire cansino y dio el último sorbo de sangre. De una puerta trasera llegó la niña, vestida con un elegante traje purpúreo. Gabrielle le dio su copa y ella la rellenó con un pequeño cazo como si estuviera sirviendo consomé. Luego tomó la otra copa, la llenó y se la tendió a Irene. Realmente parecía que la mujer no necesitaba que se le dijera lo que debía hacer para lograr de Gabrielle una mueca de agradecimiento similar a la que la mayoría tiene reservada para alguien frente a ellos que se orine en los pantalones.
–Bebe cuanto quieras, hija –dijo en un tono tranquilo y monocorde–. La víctima no lleva muerta una hora, y todavía se mantiene tibia. Perdona por no ofrecerte... Níobe, pero había pensado que sería más agradable para tu paladar que le encargaras tú misma lo que quieras. Yo ya he olvidado el sabor de la comida humana –añadió sin ninguna nostalgia.
–Gracias –dije–. Un zumo de manzana. Natural.
La niña reverenció y salió por donde había entrado con una sonrisa. Supongo que sonreír mientras se lo encargaba es el gesto más cordial que ha recibido en su vida.
Era muy curioso oír a hablar a Gabrielle. Su voz completamente infantil contrasta con su modo de hablar, tranquilo y medido, carente de cualquier emoción. Sonaba como si una niña recitara Fuenteovejuna intentando poner voz de adulta.
–Así que son un regalo del mismísimo Manto –dijo–. ¿Puedo verlas?
Asentí y le di el cinto. De todos modos si quisiera matarme no las necesitaría, los vampiros desconfían normalmente de todo arma sobre la que no se pueda aplicar pasta de dientes ni laca de uñas.
Desenfundó una de ellas y la miró maravillada, por primera vez dejando que su piel filtrara al exterior algún atisbo de sentimiento. Creo que tenía las pupilas dilatadas de admiración, aunque no estoy segura porque es difícil distinguir el negro sobre el negro. En cualquier caso, sus ojos parecían calcular cuánto debía valer cada piedra.
–Hay que reconocer que ese capullo tiene buen gusto –dijo mientras anulaba de nuevo toda impresión de su rostro–. ¿Dónde has metido tu cabeza para lograr que Manto te regale algo así?
–En demasiadas reuniones comprometidas del Consejo –respondí ignorando el comentario–. Por cierto, vi la presentación de Gustavo.
–Decepcionante, lo sé. Es muy buen luchador y entrenador, y dice que preparaba un gazpacho inigualable, pero tiene la habilidad retórica de una cebolla.
–Las cebollas son más emotivas, hacen llorar –comenté.
–Él me hizo llorar a mí –dijo mientras agitaba su copa a la altura de su nariz–. Pero no importa –bebió de la copa–. Lo he mandado a Barcelona para que estudie teoría retórica en casa de Alba, que es adicta a los sofistas y a Cicerón –y se relamió–. Aún no habrá llegado –y olisqueó la sangre–. Pero vayamos a la cuestión –repuso, apartando la tentación de la copa de su cara para no entornar los ojos–. Pareces bastante ágil. Pese a que he visto a Irene atravesar el camino, tú no has entrado en plano un solo momento, has evitado los sensores de presión dispersos por todos lados y los micrófonos ocultos en los árboles. Me has demostrado que no eres precisamente una humana normal, y que sin duda tienes potencial para hacer honor al peso de tu nombre.
La última frase casi la dijo burlona, tal como hablaría un encargado de un restaurante de comida rápida a un subordinado que le pidiera un aumento.
–Gracias Gabrielle, pero parece que opinas de mi cargo algo negativo.
–¿Ahora lees mis pensamientos? –dijo.
Parecía enfadada. No enfadada como un manifestante, ni como un presidiario, sino como una novia a punto de sacar todos los trapos sucios a la luz, con esa sonrisa de quien se sabe vencedora en la discusión antes de comenzarla. Me pareció entonces que lo mejor era no contrariarla en absoluto. De alguna manera esa cría infundía mucho, pero que mucho miedo. Además, parecía el momento perfecto para poner en marcha mi plan allí.
–Supongo que piensas que es un honor que no nos merecemos. Una persona hace algo por un vampiro una vez y sus descendientes tienen derecho a un puesto en la administración nacional. Para ser sincera, yo también creo que el honor es excesivo.
Di un suspiro de alivio al ver cómo las facciones de su cara perdían la tensión. Entonces tomé fuerzas para dar el giro que buscaba, mientras deseaba para mis adentros seguir viva el minuto siguiente.
–Aunque a decir verdad, aspiro a algo más que un sillón tan alto que mis pies apenas puedan tocar el suelo. Después de todo, yo sí me lo merezco.
–Eres muy agresiva para ser la que traerá la Nueva Paz.
Otra vez ese tono de falsa admiración. Decidí ignorarlo y lanzarme de cabeza al vacío:
–Quizá intentaría traerla si fuera preciso. Pero no hay ninguna guerra. ¿Verdad?
–¿Eso crees? –dijo con el tono de alguien que tiene el libro de respuestas en la mano, y se llevó de nuevo la copa a los labios.
–Al menos no hay nada declarado.
–Los hipócritas del Consejo son un atajo de cobardes –dijo–. Todos quieren poder, pero ninguno se atreve a dar la cara. (Sorbo). Todos prefieren creer que siguen siendo humanos, como si los humanos no se mataran entre ellos. (Olfateo). Para serte sincera, no sé por qué sometí mi decisión de tomar Girona a votación.
–¿La tomarías a la fuerza? –pregunté.
–Debí haberla hecho. Después de todo, esa tierra no es de nadie. (Sorbo. Trago). Pero claro, si la tomo sin más lo mejor que puedo llevarme es un consejo de guerra. (Lengua limpiando la sangre de las comisuras). Como si alguien quisiera esa región.
–¿Pero qué pueden hacerte? –dije–. ¿Obligarte a firmar una declaración por triplicado? Eres mucho mayor que la mayoría de ellos.
–¿Adónde pretendes llegar con esto? –dijo en tono cortante.
Me asusté. Del modo en que le estaba hablando debió parecerle que quería hacerla confesar allí mismo sus intenciones. Sentí un escalofrío de terror. Sin más que un cambio de registro aquella cría había logrado que se me cortara la respiración y mis manos se empañaran de sudores fríos. Intenté tragar saliva y hablar, pero por alguna razón mis fluidos gástricos se empeñaban en querer salir y no en entrar. Y por supuesto Gabrielle se percató.
–Debí suponerlo –dijo–. ¿Te paga Manto?
–N-no –logré decir.
Irene había permanecido completamente ausente e inmóvil hasta ese momento. Entonces me puso un brazo sobre el pecho y el otro sujetando mi costado, y me echó para atrás por si tenía que protegerme de una embestida.
Gabrielle miró a Irene con asombro por su actitud. No podía creer que una cría de menos de un año se atreviera a enfrentarse a ella.
–Os mataría a las dos y ni siquiera os daríais cuenta –dijo.
–Lo sé –respondió Irene con firmeza–. Pero no por ello me puedo retirar de mi puesto.
–¿Por qué lo haces? –preguntó ignorando completamente mi presencia como hasta ahora había ignorado la de Irene–. ¿Por qué arriesgar tu vida por una humana?
–Es mi amiga –resolvió sin ningún temor–. Además, creo que no deberías sacar conclusiones precipitadas.
–Tu amiga –dijo pensativa–. Tu amiga... –repitió. Puso los ojos en blanco y negó con la cabeza antes de continuar–: Decidme entonces, ¿qué habéis venido a buscar?
Me sentía en el ojo del huracán. Tomé aire y traté de mitigar mi miedo. Le respondí sin trabarme, aunque en mi voz se notaba que todavía estaba asustada, y no pude decir más que una palabra:
–Poder.
–Venganza –añadió Irene, completamente fría.
Gabrielle arqueó las cejas mientras asentía lentamente, como si intentara asimilar los conceptos, y respondió con desprecio:
–¿Y por qué os iba a ayudar?
No fui capaz de responder. Fue Irene la que habló de nuevo:
–Podemos ayudarte a conseguir lo que quieres.
–Vosotras. Una humana y una niñata –dijo, y se mantuvo pensativa de nuevo–. Aunque hay que reconocer que sois valientes. No todo el mundo tiene lo que hay que tener para venir a decirme esto. No habríais sido tan ingenuas de venir si no tuviérais nada realmente útil que ofrecerme –concluyó.
Yo, que ya había recuperado el aliento, el pulso y casi la voz, me atreví a responderle:
–Ya he dicho que no soy una humana corriente.
–Tu voz resuena con fuerza en la Cámara del Consejo, eso es cierto si Gustavo no me mintió. Pero espero que tengas algo más.
–Me muevo con mucho más sigilo y agilidad que cualquier humano que conozca. Y puedo... matar a quien yo quiera sin tocarlo.
–¿Cualquiera?
Siempre y cuando no esté ya muerto –añadí.
Ella no pareció demasiado sorprendida, aunque Gabrielle era del tipo de personas que nunca se sorprende por nada en absoluto.
–Supongo que no arriesgo nada en confiar en vosotras –dijo al fin–. Aunque, por supuesto, tendré que poneros bajo mi tutela. Podrían haceros daño –añadió irónica.
Irene me asió con fuerza y se enfrentó de nuevo a ella, pero esta vez le puse una mano en el hombro y la detuve. Tardó bastante en dejarme salir de entre sus brazos y se mantuvo firme tras de mí, sin apartar su mirada de los ojos de Gabrielle.
–Lo comprendemos –dije.
–¡Vera! –gritó Irene enfadada.
–Ponte en su lugar –le dije–. Venimos favorecidas y aclamadas por el Consejo a ofrecerle precisamente nuestra ayuda para destruirlo. Necesita una garantía de que puede confiar en nosotras.
Muy lentamente apartó la mirada de Gabrielle y asintió vencida.
–Está bien –dijo al fin.
–Eso está bien –concluyó Gabrielle, y rescató la conversación–: Aún así, no veo en qué puede sernos útil tu poder. ¿Cómo piensas vencer a todos los clanes del Consejo?
–No con una guerra abierta, eso está claro –dije–. Sin embargo podemos presionar a los clanes para que nos den su apoyo.
–No veo de qué modo cualquier clan puede ceder a nuestro chantaje –respondió sin tratar de ocultar su desprecio hacia mi propuesta.
–Piensa en cómo funciona la economía de todas las provincias –añadí en seguida–. Cada vampiro poderoso se vale de decenas de niños que trabajan en condiciones de esclavitud, y nada es de sus amos en términos oficiales, si no me equivoco.
–No es necesario que lo sea –dijo–, cada mes el niño paga una cuota a su amo en una cuenta a nombre de cada niño. En muchas ocasiones hasta las casas donde viven vampiros subordinados están a nombre de niños, para no tener que responder ante hacienda. De todos modos, a efectos prácticos, los niños no son más que otro electrodoméstico.
–Eso quiere decir que si todos los niños de una ciudad murieran en, digamos, media hora, la provincia se arruinaría. ¿No?
A Gabrielle se le iluminó la mirada. Sabía que tener una buena posición y una voz que se hiciera escuchar era importante en el Consejo, pero no hay nada más convincente como infundir la sensación de que los disidentes lo perderían absolutamente todo. Vació su copa de un solo trago y la dejó en la mesa de café.
–Es ya un poco tarde. ¿No tienes sueño?
–No, mi horario está invertido. Duermo al amanecer.
–Está bien. Tengo una cama en mi habitación, y como no está Gustavo no le daré uso. Las sábanas están limpias, ¿te importa dormir allí?
–En absoluto. He dormido sobre un lecho de heno hasta que fui a Toledo, un colchón es un palacio para mi columna.


Pasamos el resto de la noche charlando en el sofá. Gabrielle hizo que me trajeran algo con alcohol casi tan pronto como cambiamos de tema, y tengo que admitir que me dejé llevar. Sabía que su propósito era sacarme planes ocultos, que le fuera sincera, pero por suerte para mí hasta borracha me sobra el autocontrol.
Lo bueno de vivir desde el siglo quince es que nunca te quedas sin conversación y batallitas que contar. Las de Gabrielle tendían a ser bastante macabras, y sus moralejas siempre eran muy parecidas: la gente sirve para comer y para divertirse.
–Me lo pasé muy bien con aquella familia, en el setenta y tres –dijo–. Teníais que haberla visto, parecía sacada de un panfleto católico. Un padre cariñoso y bien situado, una madre amante y el crío más adorable que pueda haber, un mañaco repelente de siete años. Los encerré en la habitación donde estaba el padre, que nada más verme se lanzó contra mí. Quería pegarme, su cara era puro odio, y eso que yo no había hecho más que empezar.
»Tan pronto como cayó sobre mí le partí los brazos y lo eché al otro lado de la habitación. Pero lo mejor vino cuando despedacé a la mujer delante del niño –recordó entre risas. Luego suspiró, como si recordara la sonrisa de una persona amada–. Qué belleza. Era hermosa la melodía de sus gritos de terror, de la agonía de su madre, que aún vivía. Y de fondo acompañaban al canto los ridículos gimoteos del padre.
»El niño parecía un ángel con las lágrimas acariciando sus mejillas, rojas por toda la sangre que llevaba en él. Nunca he visto nada más conmovedor que esa carita...
Pareció recordar mi presencia allí, y se apresuró a dejar ese recuerdo de lado. Aunque a decir verdad, yo me estaba divirtiendo casi tanto como ella con la historia. O quizá no fuera la historia en sí, sino su forma de contarla, de vivirla, me hacía de algún modo despertar mi lado más desquiciado.
Lo siento, no quería ser tan explícita –dijo en seguida.
Tranquila –le respondí contenta desde la alfombra a los pies del sofá–, puedes hacerle lo que quieras a la gente, siempre y cuando esa gente no sea yo.
Asintió mientras me miraba con los ojos entrecerrados, parecía examinar mi actitud, pero no me importó demasiado en mi estado.
Por su parte, Irene no parecía demasiado cómoda con la conversación. Al contrario que yo o que la mayoría de vampiros, ella siempre había detestado siquiera la idea de matar a nadie. Nos llevó varias semanas quitarle de la cabeza el sentimiento de culpa por aquella niña que mató la primera vez que bebió, y ahora parecía enfadada conmigo por mi reacción en esa situación.
Me puse en pie demasiado decidida y acabé sobre Gabrielle, fingí que se trató de un descontrol debido a mi embriaguez. Vale, me caí porque estaba borrachísima, pero tenía segundas intenciones.
Ella, por supuesto, me sujetó de los brazos antes de que me cayera por completo. Eso debía haber alarmado a Irene de no haber formado parte de los cambios de plan de última hora, pero aun así se mantenía alerta.
Miré a Gabrielle a los ojos notablemente dispersa, ella me sonrió y me acercó hacia sí con cuidado, hasta que mi cabeza estuvo lo bastante cerca de su hombro como para dejarme reposar. Me dejé acurrucar y sentí cómo me olfateaba el cuello.
–Tu sangre huele a manzanas –dijo con las mejillas coloradas por toda la sangre que había bebido.
Rompí a reír mientras me agarraba a ella para no caerme.
–No mientas. Con lo que he bebido tiene que oler a sidra –respondí.
–Bastante.
Manto tenía razón. Su piel daba la falsa sensación de delicadeza que da el duro mármol, y me dio la sensación de estar abrazada a la Pietá de Miguel Ángel. Sería imposible intentar nada contra un ser tan pétreo, incluso Irene se partiría los dientes antes de hacerle un rasguño.
Manto me había dado otro consejo, a propósito de mi sangre. No se me ocurrió un momento mejor para ello.
–Y dime. ¿Te gusta el olor? –pregunté.
–Me encanta. Hace siglos que no apreciaba el olor de las manzanas como ahora –dijo, y su voz entonces sí sonó nostálgica.
Lo que hice entonces no fue nada fácil para mí. Y no sólo porque se tratara de mi enemiga. Puede que fuera considerada una anciana incluso por los vampiros, pero a mis ojos no dejaba de ser una niña que apenas había entrado en la adolescencia. Hacia ella antes se me despertaría el instinto maternal que la atracción sexual, pero por lo visto no hay mejor manera para que un vampiro sienta que ha sellado un pacto con su víctima. Alcé la cabeza y la miré. Mi intención era dirigirle una mirada lasciva, pero entre el alcohol y el sueño apenas podía abrir los ojos. Ella me devolvió a cambio una mirada cargada de energía, capaz de transmitirme su bienestar como una corriente eléctrica por todo el cuerpo.
–¿Y te gustaría sentir su sabor? –le dije yo.
–¿Me dejarías?
–¿Me matarías?
–La mataría –dijo Irene, que permanecía en su lado del sofá con los ojos en blanco y los brazos cruzados.
Gabrielle la ignoró y disintió.
Yo acerqué mi boca a la suya, y sin despegar de sus ojos mi mirada mordí con fuerza mi labio inferior, hasta abrirme una pequeña herida. Por supuesto, se rió de mí cuando se me saltó una lágrima por el dolor, pero sin hacerle caso yo jugué con la herida para hacer fluir mi sangre, hasta notar cómo su sabor metálico inundaba toda mi boca. Ella miraba mis labios con impaciencia, y a veces levantaba la vista a mis ojos durante apenas un segundo. Parecía un cachorrito meneando la cola mientras llenas su bebedero.
Cuando por fin hablé, procuré que mi aliento fuera completamente dirigido a ella, y se estremeció de placer nada más abrir mi boca, teñida de rojo:
–Me gustaría que te tomaras esto como un regalo, como una muestra de mi aprecio y como un agradecimiento a tu tutela.
Ella me puso la mano en la nuca y me acercó a ella más todavía. Unimos nuestros labios en un profundo beso, y le di toda la sangre que había logrado sacar. Después la dejé hurgar con su lengua en mi herida.
–Está muy cerrada, muerde si quieres –dije tan bien como se puede pronunciar con una lengua dentro de la boca–. Pero no me dejes marcas fuera de la boca.
Ella actuó sin responder. Clavó su afilado colmillo en la herida y la sangre manó a borbotones. Emití un pequeño gemido de dolor que apagué casi al instante, y ella bebió lo poco que pudo después de todo lo que había cenado.
Por mi parte debo reconocer que fue el beso más incómodo que he dado en mi vida, aunque ella parecía estar disfrutando mucho. Finalmente separó sus labios lentamente y volvió a levantar la cabeza.
Yo me dejé caer de nuevo sobre su hombro y me aferré otra vez a ella. Esta vez mi propósito no era tanto comprobar la dureza de su piel como no caerme de la habitación, que no paraba de dar vueltas.
–Níobe.
–¿Sí? –dije adormecida.
–¿Te gustaría unirte a mi clan?

No hay comentarios: