miércoles, 22 de julio de 2009

7 - El Lago de los Cisnes


Aquella noche la pasé casi por completo despierta. Debido a mi actividad física y mental me era muy difícil conciliar el sueño por naturaleza, pero aquella noche la confusión y la curiosidad se había apoderado de mí por completo, hasta el punto de hacerme olvidar que debía dormir.
Estaba en mi cama, cabeza arriba, destapada y recostada sobre la almohada mientras miraba fijamente la pelota en mi mano, la que hice saltar aún sin saber cómo. Sabía que no había sido el viento, sabía que no había sido casualidad, pero hasta ese momento no me había parado frente a ella en todo el día a examinarla como ahora, como un arqueólogo que examina la primera pieza de un rico yacimiento, o más bien como si la entrevistara y esperara a que me respondiese, algo imposible claro está, ya que no pronunciaba las preguntas en voz alta.
Ahí volvíamos a estar en la penumbra de la habitación, solas ella y yo. Siempre había sentido mi cuerpo cargado de energía, y debió ser eso –pensé– lo que movió la pelota. Así que en vista del profundo silencio que guardaba la entrevistada, me volví a concentrar para tratar de repetir la operación.
Tardé unos minutos en lograr el nivel de concentración que buscaba. Por un instante el mundo desapareció, sólo existían la pelota y mi energía. Concentré toda mi mente en la esfera de nuevo, e hice que mi energía fluyera a través de mí, me recorriera como un escalofrío los brazos y llegara al final de mi mano. Así me mantuve inmóvil durante uno o dos minutos… y la bola comenzó a temblar. Noté, sin dejar a un lado mi concentración, cómo mis manos se despedían lentamente del tacto de la bola, que se elevaba poco a poco hasta quedar suspendida a unos dos centímetros de las yemas de mis dedos.
Logré mantener la levitación cierto tiempo, quizá un par de minutos. Pronto noté cómo los latidos de mi corazón se hacían cada vez más profundos. Los sentía rugir en mis sienes, notaba cómo mi frente se empañaba de perlas de sudor debido al esfuerzo y mi respiración se volvía cada vez más violenta.
No pude más. Volví a reclinar mi cabeza en la almohada, mareada, sudorosa, con la cabeza dolorida y palpitante. Cerré los ojos y pensé he sido yo quien lo ha hecho, y puedo hacerlo cuando quiera… escasos segundos antes de dormirme. La pelota, de la que me había olvidado por completo aquella noche, la encontré a la mañana siguiente, unas tres horas después de aquello, en una esquina del suelo de mi habitación.

Todo esto ocurrió a mediados de junio, cuando el calor del verano hace fatigosa la ciudad de Alicante, el viento que proviene de la playa se convierte en un verdadero tesoro buscado por cientos de turistas y el sol de mediodía hace las calles completamente intransitables para mí.
Mi madre trabajaba dos mañanas a la semana limpiando casas a mil pesetas la hora. A mi padre no le veía el pelo hasta caída la noche. Tampoco me importaba, porque muchas veces volvía bebido, drogado o las dos cosas al mismo tiempo, y entonces yo sabía lo que tocaba: entrar en mi habitación y jugar a mover la pelota sin tocarla, en silencio, mientras oía gritos y golpes.
Nunca salía de casa por el día, pues a mi madre le daba pánico perderme. No entendí hasta muchos años después cómo una mujer que me ignoraba de tal manera pudiera temer tanto mi muerte.
Y fue entonces, en aquella semana, cuando comenzó a llamarme Errecé. Nunca entendí a qué se debían esas siglas: “R-C”. Había oído en muchas discusiones cómo mi madre se dirigía a mí como “la ruina de la casa”, quizá a eso se refirieran las iniciales, y llamarme así fuera una forma de venganza por lo que mi nacimiento le había causado, pero como nunca me lo dijo con tono despectivo, no me percaté de si su intención era ofensiva, porque no lo empleaba con un tono diferente al que usaba para pronunciar “Níobe”.

Al atardecer, casi todos los días, Marga me sacaba a dar una vuelta. Entre semana me llevaba a un pequeño parque que había al lado del edificio donde vivíamos donde nuestro portal desembocaba. Estaba rodeado por cipreses y había dos olmos en el centro. A un lado del parque había una zona con arena, y a unos cinco metros otra, delimitada por un rectángulo de tierra prensada, en la que había un columpio, un sube y baja de metal medio oxidado y un tobogán, también de metal, que siempre dejaba las posaderas con mal sabor de boca al final del recorrido.
Dispuestos de modo que flanqueaban el portal de mi casa había un par de locales. En uno había un bar, donde se solía sentar la abuela Marga a tomar un café con una amiga, guapísima y con unos treinta años de edad, cuyo nombre nunca me pregunté. En el otro habían abierto una heladería, y si me portaba bien, lo cual ocurría casi siempre debido a que al no socializar con nadie, ya que casi nunca había nadie de mi edad a esas horas en el parque y no tenía con quién hacer travesuras, la yaya Marga me compraba una tarrina de helado de mora.
Recuerdo una tarde especialmente aburrida. El parque estaba desierto casi por completo, a excepción de la cafetería y la heladería, repletas de gente que huía del calor de casa. Apenas había un par de niños aparte de mí y ninguno con quien pudiera jugar.
Me acerqué a la mesa en la que la yaya Marga y su amiga tomaban unas cañas mientras charlaban, creo que sobre política, no lo recuerdo bien y tampoco es que la conversación me resultara precisamente interesante. Subí –o más bien escalé– a la silla libre frente a ellas y me quedé expectante con los ojos muy abiertos.
–Te aburres, ¿verdad, hija?
Asentí.
–Yaya, ¿puedo coger? –Le pregunté con mirada ansiosa a la tapa de aceitunas que brillaban frente a las cervezas.
–Abre la boca, ojos azules. Cuidado que lleva hueso.
–Gracias yaya, –escupí el hueso y decidí ponerme a la carga, había comenzado la hora de las mil preguntas del día–: Oye, ¿las brujas de tus cuentos existen?
Marga miró a su amiga y le dedicó una sonrisa cómplice.
–La verdad es que sí, pero yo he visto muy pocas. ¿Y sabes que? Nunca me he encontrado con brujas malas.
–¿Todas son buenas?
–La mayoría. ¿Has oído hablar alguna vez de las ninfas? Algunas son iguales a las brujas buenas, tanto que a veces la gente las confunde.
–No. ¿Son como las hadas?
–Sí, muy parecidas. Son jóvenes muy guapas que viven en los bosques y ríos, y si una persona perdida tiene la suerte de encontrarse con una, ellas la ayudan, e incluso le salvan la vida si hace falta.
–¿Cómo?
–Con sus poderes mágicos.
Puse cara de haberlo comprendido a la perfección. Era estúpido pensar que un coche pudiera hablar, pensar y trazar planes, pero con poderes mágicos por medio todo asume de pronto una lógica evidente. Volví a la carga con una nueva batería de preguntas, supongo que eran consecuencias de tener una mente tan curiosa:
–¿Y Frankenstein? ¿Existe?
–Pues no que yo sepa, (por ahora).
–¿Las momias?
–eso quisieran los vendedores de papel higiénico.
Eché a reír.
–¿Y los vampiros?
–Los vampiros. –Fingió mirar a uno y otro lado en busca de desconocidos que pegaran sus orejas, acercó su cara a mi oído y con la boca tapada para que no fuera oída por los de atrás me dijo–: ¿Se te puede confiar un secreto?
–No se lo diré a nadie, soy una tumba, –le seguí el juego divertida. Nuestra compañera de mesa nos miraba y trataba de contener la risa.
–Bien, pues escucha. La verdad es que yo he conocido muchos vampiros.
–¿De verdad? ¿No te han matado? No serás un vampiro, –la miré de soslayo con fingida desconfianza.
–Claro que no. ¿O tú has visto en mi casa algún ataúd?
Caso resuelto, todo aclarado.
–¿Y cómo has sobrevivido? Seguro que los visitabas justo después de tomarte la tapa de agrios del bar.
La mujer no pudo contenerse más y rompió a reír ante nuestra gran actuación. Marga también rió un poco antes de seguir:
–No, pero me llevaba donaciones de sangre del hospital donde trabajaba cuando era enfermera. Así les daba de comer antes de acercarme y nunca me hacían nada.
–¡Qué lista! ¿Y cómo son?
–Pues la mayoría son muy guapos, y muy educados casi todos. Si acaban de comer no te matan ni nada.
–Vaya, pues sí son buena gente. –Reímos y ella se apartó. En su inocencia creía que mi cuestionario sobre los seres que sólo había visto en los cuentos había terminado–. ¿Y los duendes? ¿Y los unicornios? ¿Y Pegaso? ¿Y la malvada Medusa?

Así pasé aquel tedioso verano. Por el día permanecía en casa, me encerraba en mi habitación y hacía rodar pelotas sin sentir su tacto en absoluto secreto, pues aunque era joven y para mí eso había formado siempre parte de mi naturaleza, había observado que era la única que lo hacía, al menos en público, por lo que le di el carácter de tabú tan pronto como descubrí mi capacidad.
Muchas mañanas oía como mi madre entraba también en la habitación a escondidas. Un día de agosto, muy cercano a mi cumpleaños, decidí espiarla. Normalmente andaba descalza por la casa, así que no me era muy difícil espiar a mis padres sin que se enterasen. Nada más oír cómo se cerraba la puerta me acerqué a ella en cuclillas y me tumbé de lado en el suelo para poder mirar por la rendija.
Escuché cómo buscaba algo en un cajón, lo cerraba. Entonces oí pulsar un botón, el de apertura de la bandeja de casetes de la radio, y por último, pulsó el play. Lentamente empecé a distinguir el suave ritmo de El Lago de los Cisnes.
Desde mi posición sólo podía ver el reflejo en el suelo de las piernas de mi madre, que se movían al ritmo de Tchaikovsky con una gracia infinita en el estrecho espacio que quedaba entre la cama y el armario. Es el primer recuerdo que tengo de ella bailando, muy parecido a casi todos los demás.
Desapareció de súbito la sombra de una de las piernas. De pronto mi madre cayó al suelo. Emitió un pequeño gemido mientras rodeaba con sus brazos su muslo izquierdo. Ella paró de bailar, pero la música continuó. Y bajo esa melodía embriagadora la oí sollozar.
Se movió casi a gatas y entre lloros hacia donde estaba la mesita de mi padre. Yo retiré la mirada, me repuse sentada en el suelo con la cabeza contra la pared, y mientras una parte de mi mente se deleitaba con la triste historia que contaba cada nota de la bella melodía, la otra intentaba huir, sin éxito, de la otra historia, en la que se volvía a abrir un cajón, se volvía a buscar algo, se encontraba, esta vez el ruido provenía de una pequeña bolsa. Yo me levanté y volví a mi habitación al oír los pequeños golpecitos de una tarjeta de crédito sobre una superficie lisa. No fui capaz de escuchar el resto de la función. De todos modos ya sabía que el acto terminaría con una fuerte aspiración nasal, y que en el epílogo alguien saldría herida.

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