miércoles, 15 de julio de 2009

2 - Ése, el otro, al que insultaría si existiera alguna ofesnsa que no se le quedara corta...


Si el nombre de mi madre no es necesario mencionarlo, el de mi padre no lo pienso decir ni bajo amenazas, no es digno de mención, pues no merece más que perderse en las turbulentas brumas del tiempo, hambriento dios que todo lo devora salvo a los nuestros, que al margen de él ya nos tenemos los unos a los otros para ello. De él contaré sólo lo imprescindible para conocer mis orígenes, pues la sola mención de su nombre me produce repulsión.

Se trataba de un catalán que había hecho grandes negocios por Estados Unidos, pero que en aquel momento se dedicaba a malgastar todo cuanto había acumulado, su dinero, sus experiencias y su vida por los placeres del amor de mercadillo, y por los dudosos gozos que la cocaína le daba cada noche.
La noche en que este individuo conoció a mi madre caminaba por un parque oscuro, no muy alejado de Off Off Brodway, harto de no pagar más que cocaína adulterada y entradas para obras de teatro alternativas. No es que no pudiera permitírselo, sino que para poder pagar todo ello tenía que echar a sus inquilinos de casa, algo que requiere espera hasta que venza el contrato. Vagaba por aquel parque que le habían recomendado para saciar su sed, para descargar toda su libido entre las piernas de alguna estrella deslustrada. Y esa estrella fue mi madre.
Mi madre llevaba seis años vagando por Manhattan, buscando su gloria de compañía en compañía de teatro al tiempo que veía cómo las puertas de todos ellos se le cerraban en las narices. Le impidieron hacer lo único que se le daba bien, o eso creía ella.
Se había visto en la situación de tener que vender otro tipo de arte para el también tenía un talento natural. Su cuerpo delgado y pequeño, sus bucles morenos que enmarcaban los ojos azules perfectamente dispuestos sobre su pálida cara, le daba decenas de clientes cada noche. A todo ello se le sumaba la voz que corría entre los usuarios habituales de profesionales como ella, que decía que aquella bailarina, tan habituada al ritmo, la elasticidad y el ejercicio diario, tenía el esfínter lo suficientemente desarrollado como para hacer maravillas en la cama. Y su fama no era en vano, mi madre fue en aquellos meses la diosa del sexo de aquel parque. Así que no le faltó dinero para costearse la vida allí.
 Llevaba dos meses en la calle cuando vio a mi padre por primera vez. Cobró veinte y lo montó como nadie lo había cabalgado jamás, durante más de hora y media demostró que controlaba el ritmo de su pelvis a la perfección, envuelta en las cuatro paredes cubiertas del carcomido papel tintado de un motel de mala muerte. Tan contento quedó aquel hombre que se convirtió en su cliente más habitual durante los siguientes seis meses.
De este modo fue cómo mi padre descubrió qué es follar de verdad. Y también cómo mi madre descubrió qué es colocarse de verdad.

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