lunes, 26 de octubre de 2009

32- El Amor Es Esto. Y Eso. Y Aquello. Y...



–”La Guerra Provinciana Peninsular, más conocida a nivel popular simplemente como ‘La Guerra’ por ser la única entre vampiros a nivel peninsular, comenzó en el año mil cuatrocientos catorce y finalizó en mil cuatrocientos ochenta y cuatro. La principal causa fue el conflicto de intereses entre los líderes de los clanes de las regiones castellanas, aragonesas, portuguesas y las antiguas taifas, cuyos líderes trataban de detener la propagación cristiana con el apoyo del reino de Granada. A todos ellos se les uniría al comienzo de la guerra otro frente formado por apátridas, considerados los antecesores de los conocidos en la actualidad como 'anarquistas', por su alta participación en los movimientos revolucionarios de dicha tendencia filosófica a lo largo del siglo XX, que pretendían mantener sus territorios sin régimen.”
–Irene, ¿no sabes leer para ti? –Le pregunté sin ánimo de ofender.
Acababa de interrumpir un momento de paz interior, la paz que me concedía la lectura del diario de Sole, echada en la cama mientras recordaba cada momento que describía con pasión y ternura.
–Perdona, pero si me oigo se me queda mejor.
–No es un examen, relájate. La mayoría de neófitos ni siquiera han oído hablar acerca de La Guerra.
–¿Se puede, chicas?
–Pasa Fer, –respondió ella.
–Vera, ¿iremos mañana a Toledo en dos coches como lo planeamos?
–Sí. La Berlingo de mi padre aún se encuentra bajo el viejo piso de Olot. Podríamos probarla.
–Deberíamos ir ya para comprobar que funciona correctamente y hacerle los arreglos que necesite. Lleva muchos meses parada.
–Está bien, –me levanté de un salto–. ¿Vienes, Irene?
–No, chicos, prefiero darle un último repaso a los apuntes de Andreu.
–Como quieras, –dije, hice ademán de salir y me paré en el umbral de la puerta–. Aunque quién sabe cuándo tendrás otra oportunidad de ver a David.
–Bien pensado, creo que os acompañaré, por si necesitáis ayuda, –repuso, y se unió al grupo de un vuelo.

Tomamos mi coche debido al veto de vuelo que aún manteníamos, ya que apenas una semana antes aparecieron en el bosque otros dos exploradores. Uno murió despedazado a mordiscos por Amalia e Irene, que llevaba tiempo entrenando para la hora de la verdad. El otro escapó, pero no se llevó ninguna información que pudiera serle útil a Gabrielle. Recorrimos el viejo camino en mi precioso coche nuevo hasta un hostal que se encontraba a las afueras del pueblo. Aparcamos y recorrimos el resto a pie.
Fernando iba a la cabeza y nos daba el visto bueno para atravesar cada calle, ya que no podíamos ser reconocidas por nadie. A nuestra llegada al Camí de les Bruixes una oleada de recuerdos de todo tipo invadió mi mente. Pero en aquel momento no había cabida para la nostalgia, debíamos ser rápidos y sigilosos.
Paramos junto al coche, sucio por el tiempo que había permanecido inactivo. Irene se plantó frente a nosotros y nos miró con ojitos de cordero degollado.
–Ve, –concedió Fernando–, pero utiliza los tejados y ante todo evita ser vista.
–¡Gracias! –Le dio un tierno beso en los labios y desapareció sobre el tejado de mi antigua casa.
–Bien, manos a la obra. ¿Tiene alarma?
Dirigí mi mano hacia el coche y se oyó un clac desde dentro. Luego se abrieron los cierres.
–Ya no.
–Ven, siéntate de copiloto. Te enseñaré a hacer un puente.
–He traído el grabado de la llave.
–Sí, pero con eso sólo lo puedes arrancar tú. A los demás no nos sirve.
–Tienes razón. Muéstrame.
Así fue como obtuve una clase práctica y magistral sobre el robo de coches. Fernando era mucho más sofisticado que los rateros que suelen aparecer en las películas, y en lugar de dejar que los cables colgaran, instalaba un interruptor con regulador de intensidad, que me recordaba muchísimo a los mandos de la Atari. Después de ello comprobó el estado del motor, el depósito y el aceite. Mientras tanto yo hablaba con él:
–Oye Fer.
–Dime.
–Ya sé que el vínculo que te une con Irene es muy estrecho. Pero en realidad no la amas, ¿verdad?
–Define “amor”.
Me dejó en blanco. ¿Qué es el amor? Yo sabía que estaba enamorada de Sole, pero cómo saberlo si ni siquiera era capaz de definir el amor. Nadie puede saberlo, sólo cuando alguien ama es consciente de que existe, pese a no saber lo que es.
–Vale, me has pillado.
–No la amo en el sentido que se le acostumbra a dar a la palabra. Pero de algún modo, aunque suene paradójico, sí la amo. Supongo que no lo entiendes, de hecho no lo entiendo ni yo.
Llegó a mi memoria el recuerdo del día en que di mi sangre a Andreu. El amor. Ése era el tipo de amor.
–Sí. Te entiendo perfectamente, aunque no exista una palabra en nuestro idioma para definir ese tipo de amor.
–Vera...
–¿Sí?
Fernando agachó la mirada. Estaba taciturno, vacilaba y parecía medir las palabras que pronunciaría:
–Andreu habló conmigo hace unas semanas. Acerca de los resultados, ya sabes. Me dijo que tú ya lo sabías.
–Así es.
–Sin embargo no me he atrevido a hablar de ello contigo desde entonces. Lo he pensado mejor, y creo que tienes derecho a decidir tu propio destino.
–Y eso quiere decir...
–Que si decides aceptar la fase tres de la operación, con mi pesar te apoyaré con todas mis fuerzas. Y bueno... lo siento.
–No te compadezcas de mí, me da rabia inspirarte lástima sólo por estar enferma.
–No me refería al cáncer, sino a haberme negado en rotundo a que participaras, como si yo tuviera derecho a decidir cómo vas a morir.
–Nadie puede decidir eso, pero no importa. Fer, lo importante para mí es rescatar a Sole y disfrutar de vuestro cariño lo que me quede después. Si no lo logro y muero, quiero que sea en la batalla por Sole, no en una camilla. Pero prométeme una cosa.
–¿Qué?
–Si caigo antes de que Sole sea libre, ya se deba a la lucha o a la enfermedad, termina el trabajo. Venga mi muerte y rescátala.
–Lo haré, Vera. –Suspiró y cerró el capó del coche–. En fin, esto ya está. E Irene aún no ha aparecido.
–Tendremos que ir a despegarla de la ventana. Por cierto, ¿qué opinas?
–Opino que sí, ya me entiendes. ¡Vamos!

Irene estaba sentada en el alféizar de la ventana de David, con los ojos vívidos y brillantes clavados en el interior de la habitación. Fernando se quedó sobre el tejado y yo me posé junto a ella.
David estaba en su cama, parecía tener un sueño agitado, se movía de un lado para otro continuamente. Había adelgazado mucho desde la última vez que lo vi y llevaba una descuidada barba de tres días. Sin embargo no había perdido un ápice de su atractivo. Su piel seguía tostada como después de cada verano, a la vuelta de sus vacaciones en la playa. Incluso me pareció que su espalda era más robusta y ancha que antes.
–Mira en el escritorio, –murmuró Irene con una sonrisa en la cara–, ¿ves la foto?
–Veo la silueta del marco, pero no distingo la imagen. Está muy oscuro.
–En ella salimos los dos, su brazo rodea mi cintura casi por completo. Aún no la ha quitado. ¿Sabes lo que eso significa?
–No.
–Cuando se te dio por muerta, guardó todas tus fotos en un álbum. Dijo que eras un recuerdo, y que los recuerdos hermosos debían guardarse bien. Es su forma de pasar página. Pero mi foto sigue ahí, lo que significa que aún no ha perdido la fe, que piensa que sigo viva, en alguna parte, y que un buen día volveré.
Y algún día volverás, yo lo haré posible.
–Vamos chicas. Aún tenemos que cargar el equipaje. Hoy no hay exploradores, por lo que seremos rápidos. Además, Irene, deberías beber antes del viaje.
Ella asintió. En su mirada relucía la blancura de la Luna creciente: movió sus labios en un murmullo tan leve que no emitió sonido alguno para mis oídos, pero al tratar de leer sus labios entendí a la perfección que las palabras «mi amor» cerraban su muda frase.

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