viernes, 20 de noviembre de 2009

39- Una Modesta Proposición.


–¿Qué le ocurre, niño?
Amalia había irrumpido en la habitación alertada por Irene, que la seguía preocupada. Yo había comenzado a llorar en el ascensor, en pleno descenso, y no bien se hubieron abierto las puertas cuando salí a la carrera hacia mi habitación y me eché cabeza abajo sobre la cama. Me sentía ausente, oía la conversación como si tuviera lugar en el otro lado de un túnel, como si nada tuviera que ver conmigo. Mi mente se había bloqueado, había odiado a alguien que me quería, a mi propia madre, y ahora estaba muerta, ya era demasiado tarde como para pedirle perdón y conocerla de verdad.
–Ha llegado de pronto y ha caído aquí. No para de llorar, no consigo hacerla hablar, sólo repite «me quería» una y otra vez.
–Ninfita, ven…
Me tomó y me tendió sobre sí. Yo no ofrecí resistencia, no tenía fuerzas para nada. Me abrazó y meció, esperó paciente a que mi llanto calmara. Cuando pareció que estaba algo más tranquila me habló:
–Dime cariño, ¿quién te quería?
La mare. –Oí mi voz débil y quebradiza, tan distinta que dudé de si era la mía.
–Tu madre te quería. ¿Cómo estás tan segura de ello? Hace muy poco creías que te odiaba.
–Mi madre. Ella conocía mi epíteto en español, creyó que era cierto. Yo llevaba paz a su corazón, y ella está… está…
–En algún lugar desde el que te escucha y comprende tu odio pasado, estoy segura.
–¡Está muerta! Ara la mare és morta i no puc fer res!
La tormenta de mi llanto arreció. Amalia permaneció conmigo tanto como necesité hasta tranquilizarme. Luego no se marchó. Se quedó conmigo, hablaba de esto y aquello, temas triviales con la intención de dispersar el dolor de mi mente.
–David, tráeme un zumo, por favor.
–¿De manzana?
Asentí. Al poco me dio el zumo y tras cogerlo extendí mi mano libre para que viniera y la tomara. Él se acurrucó junto a mí y tomó mi mano. Amalia nos miró como a dos bichos raros.
–Pero bueno, ¿qué es esto?
–Un zumo.
–No te hagas la tonta conmigo, sabes a lo que me refiero.
–¿A qué?
–A lo que tienes en la otra mano. Mírame a los ojos.
La miré completamente ruborizada.
–¡Te lo has tirado! –Exclamó divertida.
–¡No! No hemos hecho nada, solo hemos… jugado. Un poco.
–Estáis como tomates. Vuestras caras son dignas de una foto.
Hizo ademán de sacarme el móvil del bolsillo.
–No, ni se te ocurra.
Comenzó a hacerme cosquillas para tratar de inmovilizarme. Pedí ayuda a David, que rescató el zumo para que no se derramara al instante y se unió a Amalia contra mí. Cuando se cansaron de torturarme confesé a Amalia lo que habíamos hecho David y yo. Se había dado cuenta el primer día que fue a arreglarme el peinado, que ese tipo de cosas se veían en el brillo de los ojos, se olían en la sangre, y sobre todo, se veían en los nudos del pelo. También me aconsejó que tuviera cuidado, que no me encariñara mucho con él. Aunque el consejo viniera demasiado tarde, agradecí su buena intención.



David pasó hasta bien entrada la mañana sobre mí. Desde que Amalia abandonó la habitación para dejarnos intimidad, él no había parado de besar con delicadeza mi cuerpo desnudo al tiempo que nos hacíamos preguntas sobre gustos y aficiones:
–¿Cuál es tu deporte favorito?
–El vuelo sin motor. ¿El tuyo?
–Escalada de fachadas. ¿Bebida favorita?
–El zumo de manzana golden.
–Me refería a una bebida con alcohol.
Quedé pensativa unos instantes antes de responder. Comenzaba a quedarme dormida por fin, y el cerebro ya no me funcionaba como recién levantada:
–Supongo que cualquier licor dulzón con zumo de manzanas.
–¿Alguna que no soportes?
–Sí, el bourbon.
Nos miramos unos segundos y rompimos a reír.
–¿Qué ha sido eso?
–Humor cortesano.
–Ten cuidado, por una como ésa El Jueves lo habría pasado mal. –Cuando calmó la risa continuó–: Acabo de recordar que he pedido permiso a Manto. Podré acompañarte afuera algún día una vez él te haya devuelto las armas. ¿Te parece bien? ¿Níobe?
No respondí, apenas me noté con fuerzas suficientes como para poder asentir. Sólo me dormí con una sonrisa en la cara.



Las noches que siguieron me mantuvieron bastante atareada y aburrida: reuniones privadas con líderes provincianos y propuestas, exposiciones y más propuestas sobre reformas en el Consejo. Tediosas hasta la agonía. Pero la quinta sesión desde aquella noche la cosa cambió, cuando le correspondió a Alba, la líder provincial de Barcelona a la que tenía en la palma de la mano, ofrecer su humilde propuesta:
–Es evidente para casi todos los presentes que el crecimiento demográfico en Barcelona ha sido escandalosamente alto en los últimos años. El último censo, datado del año quinientos veinte, apunta un total de noventa y siete vástagos habitantes únicamente del núcleo urbano principal. Desde entonces, por supuesto, la cifra ha crecido, por lo que calculamos que actualmente en la provincia habitan más de cien.
»Esta superpoblación me ha llevado, tras arduas deliberaciones, a presentar al Consejo una propuesta de escisión que sé, será polémica, pero necesaria. Propongo la creación de una nueva capital provinciana.
Un océano de cuchicheos se elevaba cada vez más desde el graderío.
–Silencio en la sala. –Ordenó la rotunda e imponente voz de Manto.
–Gracias, venerable. Como decía, he considerado de forma seria una escisión, debido a que las únicas provincias de mi región son Barcelona y Aragón, y propongo la creación de una nueva capital en Girona. Esta solución me fue recomendada por una sabia anciana, Gabrielle, de procedencia francesa, que ha vivido más de un siglo bajo las normas de nuestra península, y que actualmente vive en mi ciudad. Es una ciudadana modelo que ha respetado las leyes de la provincia stricto sensu. Se ha ofrecido a llevar el timón de la nueva provincia en el caso hipotético de que la propuesta sea aprobada.
»Para reforzarla, he hecho venir al segundo de a bordo del equipo administrativo de Gabrielle. Su nombre es Gustavo, compañero y representante de la mencionada. Si me es concedido solicitaré su subida al estrado con el objetivo de hacer un llamamiento a la calma desde la cúpula de este pequeño pero fructífero grupo, cuyas intenciones, como verán, son altruistas y desinteresadas.
–Se concede, –respondió Manto, que ya olía tanto como yo las intenciones de Gabrielle.
–Llamo al estrado a Gustavo, vicesecretario del clan de Gabrielle.
De un lado en el centro de las gradas se puso en pie una figura. Descendió el vomitorio y subió la escalera lateral que se encontraba frente a mí. A su paso junto a mi cátedra me dirigió una mirada cargada de odio, o tal vez envidia, que me dio mucho que pensar a propósito de su forma de ser.
El aspecto de Gustavo era el conocido popularmente como “portero de discoteca tipo”: estatura media-alta, ojos marrones, pelo moreno y corto, hombros anchos hasta la arcada, aspecto musculoso, facciones marcadas y cuello ausente. Al verlo me vinieron a la mente las mismas imágenes en las que pensaba cuando imaginaba los golems que Terry Pratchett describía en sus novelas, por lo que no pude responder a su mirada iracunda con más que una sonrisa contenida para evitar convertirla en una sonora carcajada.
–Elevados miembros del Consejo Peninsular, –su voz grave hacía vibrar mi mesa, no pude evitar sufrir un escalofrío al escucharla–. La intención de nuestro humilde clan no es en absoluto la obtención de poder. Como ustedes saben, Girona es una región con un índice demográfico muy bajo si lo relacionamos con el de muchos lugares de la península. Tan sólo pedimos como territorios para permitir la instalación de ciudadanos civilizados bajo una constitución la propia ciudad, y la casi despoblada región de La Garrotxa.
Así que es eso. Poder no es lo único que queréis, también vais a por nosotros, ¿verdad? Crees que así podréis vencernos, podréis someter nuestra voluntad. Espera, podrán, y lo peor de todo es que será legal. Sentí cómo mi pulso se aceleraba, sabía que Alba se habría percatado, se giró, y tuve que inventar una excusa rápida para justificar mi excitación. Tomé uno de los folios que tenía sobre la mesa y escribí una frase. Lo hice en catalán para dejarle claro que el mensaje iba destinado a ella: «Jo també en vull». La miré de soslayo y sonreí. Ella me devolvió la mirada con total disimulo. Salvada… por ahora.
Tras la larga y enervante intervención de Gustavo se dio sucesión al turno de reclamaciones, comentarios y preguntas. El primero en alzar la voz fue, por supuesto, Fernando:
–Recuerdo a los presentes que la reserva natural de La Garrotxa es territorio libre oficial desde el Pacto de la Primera Luna, además de una región actualmente habitada por apátridas, por lo que tal concesión rompería el tratado que originó la Paz.
Sus palabras llegaban a mí distorsionadas por el eco, pero hasta yo sentía su ira contenida. Al contrario que la forma ortopédica de hablar de Gustavo, Fernando era sencillo, directo y se ahorraba las alabanzas y los qué grandes son ustedes. De las gradas se elevaban murmullos provocados por sus palabras. No oía lo que decía, pero las clases de David comenzaban a dar sus frutos: «Comenzará la guerra», decía uno, «la profecía sería cierta» respondían los labios de otro, «el anarquista está provocando el pánico en la sala», los de aquél de allá.
Si la guerra comienza tan pronto no cabe duda de que se me pedirá detenerla a mí. Pero, ¿Cómo?



El resto de la reunión fue realmente agotador: argumentos a favor y en contra, momentos más subidos de tono que otros y mal ambiente en general. Manto decidió dar fin al debate generado, impuso orden desde el estrado y dio su resolución:
–Dentro de siete noches se decidirá la reforma mediante el sufragio de todos los presentes, nadie más ni nadie menos. Si el resultado es favorable se procederá, pero recordad que una respuesta afirmativa vulneraría el Tratado de la Primera Luna, y la paz podría peligrar. Se cierra la sesión.



Cuando la sala se hubo quedado vacía, Manto y yo aún estábamos de pie en el estrado.
–¿Qué opinas?
–Que el referéndum es un mero trámite, –respondí–. Líder provinciana o no Gabrielle será ejecutada. No sin antes reírme un poco de ella.
–Por el bien de la Paz más nos vale. Una advertencia: si la votación resulta afirmativa, los apátridas no debéis ser relacionados de ningún modo con la muerte de Gabrielle.
–Estallaría la guerra, todos contra nosotros, lo sé.
–En fin, supongo que esto es todo por hoy. Ven conmigo, he reparado y reforzado tus armas.



Ya en el despacho, me devolvió las armas mejoradas y enfundadas en nuevas vainas, negras y decoradas con plata, además de un cinturón más resistente y ergonómico del mismo color.
El cambio más evidente estaba en los bordes de la hoja. Sabía que el arma estaba originalmente ideada a partir de una katana, de ahí que la hoja fuera tipo sori, para desmembrar, pues con una estocada sólo lograría quedarme cerca y a merced del vampiro, por lo que había cambiado los kissaki, ahora eran redondeados y se unían a la empuñadura. Así el impacto se amortiguaría mejor y se repartiría de forma más equitativa, lo que le había permitido crear una hoja más fina si cabe, para concentrar la energía del impacto en una superficie menor y permitirme cortar con mayor facilidad y la misma fuerza.
Otro cambio notable fue el peso. Sole había pedido unas armas que sólo una humana con mi capacidad pudiera manejar con soltura, por lo que creó un núcleo de plomo en la empuñadura. Decidió que esto era muy poco práctico puesto que reducía mi velocidad de reacción, así que lo había sustituido por un metal menos denso y pesado, que amortiguaría mejor los impactos y me permitiría una capacidad de reacción mayor.
Quizá no pudiera enfrentarme a un vampiro anciano. Pero ahora era una digna rival para cierto adulto. Ya sentía golpear mi rostro el aroma de la sangre derramada de Gustavo…

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