jueves, 23 de julio de 2009

8- El Cumpleaños


Al lunes siguiente llegó mi cumpleaños. Fue un hermoso y soleado día de agosto, por lo que apenas pude salir a la calle. Mi padre trabajaba, como cada día, y mi madre decidió hacer una excepción y sacarme de casa. Aquel día se levantó tan ojerosa como siempre, pero alegre, vital.

–¡Felicidades Errecé! Hoy vamos a dar un paseo Marga, tú y yo, ¡y almorzaremos en la explanada! ¿Qué te parece?
–¿Mamá? –Mi cara le demostró que no cabía en mí de asombro.
–Dime, ¿qué pasa? En la explanada hay una heladería  riquísima. Y no te preocupes por el sol, me llevaré un bote de crema factor cincuenta para echarte a cada rato. Además, hay toldos.
Extraño que ella me hiciera a mí un llamamiento a la calma. Lo normal habría sido que ella me vaciara medio bote en la cara, el otro medio en el cuerpo y me hubiera dado un parasol a grito de ¡que viene el sol!
–Mamá… –¿de verdad eres mi madre? Pensé–, ¿hay cucuruchos de dos bolas?
–¡Claro! –Dijo entre risas.
Se fue a sacarme la ropa, un vestido rojo con volantes blancos y un cinturón, también blanco. El conjunto de mi vestimenta aquel día lo completaban unos zapatos de charol rojo que se abrochaban con hebilla y un lazo, para redundar, rojo. Era todo tan… hortera…

Desde hace años he creído que mi madre era la reencarnación del dios Jano, con dos caras que se alterna de manera caprichosa.
Así, por primera vez en meses, me ayudó a vestirme aunque ambas sabíamos de sobra que ya no era necesario. Me puso el vestido, me peinó y me colocó el lazo de modo que dos tirabuzones cayeran a los lados de mi cara y el resto del pelo quedara atrás. Yo no lo sabía, pero me había peinado del mismo modo que solía peinarse ella en su adolescencia.
Me embadurnó de crema incluso en algunas partes del cuerpo que quedaban ocultas bajo el vestido, prestando especial atención en la cara. Cuando terminó me dio un beso en la mejilla pegajosa y entró al aseo a maquillarse.
–Ahora vuelvo, si tocan, pregunta quién es. Marga está al caer.
Me eché en el sofá a esperar. Sólo teníamos uno, delante de una vieja Telefunken cuyo estado sugería que era hora de cambiarla. Me la imaginaba con patitas y manos, de rodillas suplicaba una y otra vez que le diéramos una jubilación digna y nos compráramos cualquier televisor de segunda categoría en el supermercado más próximo. Tranquila, creo que tú no te vienes con nosotros a la nueva casa le respondía yo en mi mente. Entonces ella se calmaba y dejaba ver entre una nube de distorsiones la reposición de El Coche Fantástico.

No tuve que aguantar demasiado tiempo a David Hasselhoff, pues pronto sonó el timbre de la puerta de entrada, que quedaba justo a mi derecha. Marga había llegado.
Yo me levanté y corrí frenética hasta la puerta. Debió oír mis pasitos, pues nada más llegar se oyó: «Vera, soy la yaya, abre». Abrí la puerta y ahí estaba, vestida de negro como de costumbre y pese al calor infernal, pero esta vez había algo de color en ella: En su mirada, sus ojos color miel con un toque verdoso brillaban como si estuviera a punto de llorar de alegría. Y algo más, llevaba una caja cubierta con papel de regalo amarillo con topos rojos.

–¡Para ti, cariño! Feliz cumpleaños.
La anciana Marga se agachó hasta donde su espalda le permitía y yo cogí el regalo, lo dejé en el suelo, me puse de puntillas y, con mis brazos rodeando su cuello, la abracé con fuerza.
–¡Gracias yaya Marga!
–Pero si aún no sabes lo que es.
–Eso es lo de menos, gracias por acordarte y por los dos regalos. –Mi voz sonaba dulce y cariñosa.
–¿Qué dos regalos? –Marga pareció confusa por un instante.
–El de la caja y convencer a mamá para salir a pasear.
Marga calló unos segundos. No tenía forma de rebatir una conclusión cierta, así que se limitó a abrazarme con toda su ternura.
–De nada.
Suspiró antes de que me descolgara de su cuello, y enderezó lentamente la espalda hasta su postura natural al tiempo que mi madre salía del aseo, lista para dar el primer paseo de verdad con su hija.

Caminamos desde el paseo de Canalejas hasta la Explanada. Sin prisas mirábamos el parque, su belleza, contemplábamos el puerto soleado a nuestra derecha bajo la seguridad de la sombra de los ficus, que impedían al sol hacerme el menor daño durante casi todo el paseo. Me quedaba absorta al mirar con detenimiento cada una de las esculturas del parque. Aún recuerdo que me embobé tanto mientras contemplaba cada detalle de la escultura dedicada a Carlos Arniches que casi me choco contra un hombre, aunque entonces yo era la única de las tres que no conocía la obra de Arniches.
Preciosas esculturas. Hace poco di un nuevo paseo por Canalejas y pude comprobar que a mi pesar la gente se había dedicado a pintarlas, romperlas y tratar nuestro patrimonio artístico como si no fuera su responsabilidad cuidarlo. Me resultó indignante ver cómo la policía ponía multas por beber alcohol junto a ellas pero no por cabalgarlas como si estuviera en un tío vivo y esperara a que se moviera. Aunque tal y como iba ese tipo seguro que le dio la sensación de que daba vueltas.
A mitad del camino mi madre me tomó en brazos y aceleró el paso. No debió gustarle demasiado mi ritmo lento y tranquilo, y por eso lo hizo. Lo cierto es que ella tampoco ha tenido nunca demasiada sensibilidad artística. Me bajó de ellos para cruzar la calle, atravesar el monumento a Canalejas y llegar por fin a la Explanada.
Yo adoraba la Explanada. A pesar de ser lunes estaba atestada de gente, turistas que pasean y vacían sus carteras en las decenas de bares, restaurantes, heladerías y demás comercios que hay junto al paseo, o para echar un vistazo curioso en la hilera de puestos, llenos de pareos, pendientes y colgantes, de banderas, de bolsos y otras muchas curiosidades que no podría enumerar.
Pero lo que más me gustaba de la Explanada era que podía saltar. No quiero decir que la fuerza gravitacional que posee la explanada es menor que en el resto del mundo, sino que nada más comenzar el paseo miraba las ondas rojas, azules y amarillentas del mosaico que forma el suelo, y elegía un color. Todo el paseo lo hacía a saltos, mientras me concentraba en pisar sólo sobre las ondas del color que había elegido. Casi todos hemos jugado a ello en nuestra infancia –o no tan infancia– y teníamos claro que si fallas caerás irremediablemente a un precipicio o pisarás una mina que explotará al instante, por lo que personalmente me tomaba la idea de pisar siempre las baldosas del mismo color muy en serio.
A mitad de camino, a punto de pasar la concha, un quiosco de orquesta, oí el grito de mi madre, que me llamaba. Me había adelantado demasiado y parecía preocupada. Salté unos quince metros hasta llegar al lugar donde ella y Marga me esperaban.
Al llegar tomó mi mano sin decir palabra y me guió a un lado del paseo, entre las hileras de palmeras que lo bordean, las más cercanas al puerto. Allí eligió un banco de piedra cualquiera, dejó su bolso sobre él, lo abrió y sacó la crema protectora. Eso significaba que había llegado la hora de cerrar los ojos y apretar los labios para no ver borroso ni notar sabor a uva en la boca. Volvió a embadurnarme de abajo a arriba de una manera que a mí me parecía obsesiva. Cuando terminó cerró la tapa del bote de crema, me dio otro beso en la mejilla y volvimos al centro de la Explanada, donde esperaba en pie la abuela Marga, que había contemplado todo aquello como el mayor acto de amor del mundo pese a conocer la actitud de mi madre hacia mí.

Unos minutos después nos encontrábamos las tres sentadas bajo el toldo de la terraza de la prometida heladería. Yo deleitaba todos mis sentidos mientras tomaba mi cucurucho de dos bolas: el olfato con el olor suave que provenía de la playa el Postiguet, a menos de cien metros hacia atrás y a la derecha desde donde yo estaba, y por extraño que parezca para cualquiera que se haya bañado allí, estaba limpio. El tacto, pues jugueteaba con los pulgares y los índices de ambas manos a palpar cada milímetro de la superficie estriada y rugosa del cucurucho que sostenía. El oído, ya que en mi mente se concentraban sin atropellarse el ruido de decenas de conversaciones distintas, la melodía del violín de un artista ambulante, y el leve murmullo de las olas lejanas. El gusto se entretenía en experimentar cada matiz del deje que las bolas de helado sabor mora y chocolate puro regalaban a mi boca.
Pero la vista me hacía gozar por encima de todos los demás, ya que ante mí y entre las palmeras se alzaba la hermosa Casa Carbonell, cuya fachada era incapaz de dejar de admirar a pesar de no conocer nada ni sobre arquitectura en general ni sobre Vidal Ramos. Mi mirada se detenía en cada balaustrada, en cada columna de aquella fachada, paró y saboreó cada una de las cúpulas del hermoso edificio.
De pronto algo más interesante llamó mi atención. Mi madre y –por qué no decirlo– mi abuela dejaron de súbito la trivial conversación que estaban teniendo. Tras unos segundos Marga comenzó a hablar de nuevo:
–¿Cuándo os vais entonces? –Su voz sonaba temblorosa.
–El día seis. Ya está todo preparado, y dentro de una semana empezaremos a empacar.
Cuatro cúpulas azules alineadas a lo largo de la fachada…
–¿Qué vais a hacer con el piso?
Las centrales una planta más elevadas que las otras, y más grandes…
–Lo alquilaremos por medio de un agente. No tenemos ganas de ir y volver sólo para atender a compradores a los que no les interese.
Las exteriores, más pequeñas y asentadas sobre seis arcos…
–Entonces, no nos volveremos a ver, ¿no?
Las tejas de las cúpulas simulan las escamas de un pez…
–Quizá hagamos alguna visita, pero creo que mi marido esté por la labor de que volvamos a Alicante. Pero te llamaremos a menudo, y te pondré a Níobe al teléfono para que hables con ella.
La fachada blanca de estilo modernista sigue cuatro líneas ascendentes que, por medio de columnas y de las propias cúpulas ayudan a dar a la obra la sensación de altura y monumentalidad opulenta que Enrique Carbonell deseaba.
Miré de reojo durante apenas un segundo a Marga. Sus ojos vidriosos suplicaban que se le quitara la vida el día de la partida, pero no dijo nada. Sólo permaneció en silencio, frente a su horchata granizada, con la cabeza agachada miraba abstraída la superficie metálica de la mesa, y sujetaba con la mano izquierda la pequeña cruz griega de plata que siempre llevaba colgada al cuello. Yaya Marga, no llores, se fuerte, también es duro para mí. Mis palabras no le llegaron, del mismo modo que no llegaron nunca a la pelota días antes, nunca salieron de mi mente.

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