martes, 25 de agosto de 2009

19- Los Tres Neófitos


Sola. Aquí me hallo en mitad del bosque, a kilómetros de Olot, sólo relativamente cerca de mi refugio subacuático, mi único techo ahora. Sigo las señales que Sole me dejó y vuelo a toda velocidad con mi macuto como único equipaje, en busca de algo que nunca antes había visto y guiada sólo por esas cuatro ambiguas palabras y una oleada de intuiciones. Parsley, sage, rosemary and thyme. El verso subrayado por Sole era mi única pista.
Finalmente allí llegué: Una casa en mitad de la nada, sin carretera cercana, ni camino, ni un simple vericueto de pastoreo. Era la vieja casa de sillares irregulares y desnudos unidos por mortero que Sole tantas veces había descrito. En el centro de la deslustrada fachada oeste había una puerta de roble, nueva y brillante, lo que la hacía desencajar en el conjunto. Pero no era lo único nuevo. A cada lado de la puerta había un pequeño parterre con plantas jóvenes. En uno de ellos había plantado romero, y en el otro salvia.
 La noche aún no había caído del todo, y los rayos del sol incidían de forma directa sobre aquella fachada. Eso era una buena noticia. Si había –como esperaba– vampiros en la casa podían oírme, pero no verme todavía. Puse mis pies descalzos en la tierra y anduve junto a un costado del edificio a paso intencionadamente sonoro hacia la fachada este, quería asegurarme de que me oyeran llegar. Alcancé el lado este de la casa y eché un vistazo mientras ocultaba mi cruz entre mis pechos, bajo la camiseta deportiva que apenas dejaba ver algo de canalillo.
Como esperaba había otra puerta, un vano creado mucho más recientemente que el del lado oeste, enmarcado por otros dos parterres, uno con tomillo, el otro con mi querido perejil, tesoro mucho más valioso para mí que el oro. Esta fachada estaba cubierta por las sombras. Me dirigí a la puerta y la golpeé con el puño, a sabiendas que en cualquier momento sus habitantes podrían intentar acabar conmigo.
Pasaron unos segundos hasta que la puerta comenzó a abrirse lentamente. En ella apareció un joven altísimo, delgado y con el pelo moreno y largo hasta la mitad de la espalda, y pálido y ojeroso, hermoso como sólo los de su raza pueden serlo. Su cuerpo, aunque delgado, cubrió todo el umbral de la entrada con su imponencia, me dirigió una mirada fría de marcado desprecio. La voz autoritaria que emergía de sus labios resonaba con fuerza entre aquellos árboles centenarios.
–Buenas tardes.
Yo le miré de forma vivaz y alegre, con total naturalidad, pues era completamente inmune a ese método de intimidación.
–Buenas tardes, señor. Mi nombre es Níobe y estoy buscando a alguien.
–¿Y en qué puedo ayudarte, señorita Níobe?
Su cuerpo permanecía rígido y hierático como una escultura del mismo dios Horus, sólo sus labios se movían al compás de cada sílaba que emergía de su boca, lenta y claramente.
–Ella vivió aquí. Y es vampiro, como usted.
–¿Aún crees en esos cuentos, niña? –Espetó.
–Conozco a Soledad. Vivió aquí hasta no hace mucho, y fue ella misma la que creó estos parterres, ¿verdad?
El vampiro tardo unos segundos en asimilar la información y preparar sus respuestas, o tal vez una estrategia.
–Así es –dijo en tono más calmado–, pero se fue hace un par de meses.
–Esperaba esa respuesta. ¿Sabe usted dónde fue?
–No, –respondió con voz vibrante.
–¿Puede decirme al menos la dirección que tomó al marchar?
–Sureste. –Trazó con el brazo una línea recta, que marcaba la dirección–. Su rastro sigue una línea totalmente recta durante varios kilómetros, hasta un claro. Allí se confunde con demasiados efluvios. Ahora si me disculpas… –dijo mientras bajaba la mirada, y su rostro cambió a la sorpresa por primera vez al ver pies en lugar de zapatos.
–Sí claro. Es más de lo que esperaba. Gracias por su ayuda. Que tenga una buena noche.
–Buenas noches, –dijo, y al punto cerró la puerta de un golpe.
Seguí el camino que su brazo había trazado apenas un minuto antes. No me servía de mucho la información, pero no tenía nada más que me pudiera ser de utilidad. Me adentré en el bosque lo suficiente como para que no me oyera alzar el vuelo. Saqué de mi macuto las gafas de aviador y unos tapones para que el viento no dañara mis oídos y me preparé para un viaje de corta duración a casi doscientos kilómetros hora sobre los árboles.

Descendí a los pocos minutos, cuando avisté el gran claro en el bosque. Volé despacio entre los árboles mientras me quitaba mis atavíos para la alta velocidad y los guardaba en el macuto. Cuando saqué los tapones de mis oídos me percaté de algo extraño y alarmante.
El bosque estaba en silencio. Ni los grillos, ni las ranas, ni ave nocturna alguna alzaban su canto entre los troncos de los árboles. Estaban en peligro. Y yo también. ¿El maldito vampiro me había tendido una trampa? De todas maneras no pensaba huir, había venido preparada para pelear, de hecho había esperado durante más de una semana la Luna llena para poder ver lo suficientemente bien en la oscuridad.
Anduve hacia el claro y dejé mi macuto abierto en el suelo. Saqué de él mis mitones negros, abrí las vainas de mis armas y caminé hasta el centro del claro. Comencé a oír desde la dirección que el vástago me había dado voces estridentes y risas grotescas de tres individuos. Las voces callaron de pronto, se habían percatado de mi olor.
No voy a mentir, sentía pánico, pero fingí no temer y me ajusté los mitones en las manos mientras alzaba la mirada con el miedo maquillado por una mueca en mi cara que bien parecía ser una sonrisa despectiva. Del linde del bosque emergieron las tres figuras, tres vampiros sonrientes seducidos por mi belleza, mi juventud, y sobre todo por mi olor.
Mientras se acercaban pude distinguir sus rasgos. Ninguno de ellos era el vampiro con el que hablé en la casa. Sin embargo el del centro me resultó familiar. Estaban ya a poco más de treinta metros de mí cuando comenzó a hablar divertido por el buen rato que esperaba pasar:
–Vaya… hola jovencita. ¿Te has perdido, pequeña, o estas con tu familia de acampada por aquí?
Estaba lo suficientemente cerca como para verle la cara. Entonces le recordé. ¡El asesino de mi madre! La ira fluyó por mi cuerpo al recordar cómo le había bebido hasta la última gota de sangre dos meses antes. El miedo desapareció, y en su lugar una sensación de exaltación extática recorría mi cuerpo, un intenso deseo de culminar mi primera venganza. Mi mente comenzó a analizar a mis objetivos con la frialdad de un psicópata.
Los tres iban a morir, no eran mis rivales, sino mis víctimas. No había nada que ellos pudieran hacer para sobrevivir a mi encuentro, nada en absoluto. Ellos eran tres y yo una, pero tenía mucho a mi favor. En primer lugar desconocían aún mi poder, y eran muy jóvenes. No dudaba que conocía más sobre vampiros que ellos mismos. Ninguno de ellos hace un año creía en vampiros, de hecho, tanta confianza y el estruendo de su llegada indicaba que los otros dos eran chiquillos de apenas un mes. Suerte tenían si sabían que eran vampiros. El del centro, el asesino de mi madre iba delante de los otros dos, que se miraban y relamían ávidos de sangre. Sonreíd ahora, poco os queda para ello, chiquillos.
Miré a mi interlocutor directamente a los ojos, con una sonrisa seductora en la cara. Debía hacerle creer que había caído en su trance. En realidad él había caído ya en el mío.
–La verdad es que sólo daba un paseo por el bosque a la luz de la Luna y decidí parar aquí para comer y echar un trago. ¿Y vosotros dónde vais?
–¡Qué coincidencia! Nosotros también hemos salido a dar un paseo por el bosque y acabábamos de decidir cenar en el claro, ¿no es verdad, chicos?
El vampiro ya estaba junto a mí, a menos de un metro. Yo comencé a palpar el suelo con los dedos del pie izquierdo en busca de una piedra lo suficientemente afilada como para servir a mis intenciones.
–Sí, ¿te gustaría unirte a nosotros, preciosa?
Uno de los chiquillos habló mientras el mayor de los tres acercó su mano para acariciarme el pelo.
Yo ya había encontrado la piedra.
–La verdad es que no me vendría mal un poco de compañía y diversión. ¿Te interesa mi pelo? –Me dirigí de nuevo al idiota que me acariciaba la cabeza.
–Es precioso, larguísimo y de un color muy peculiar. Pareces una chica a la que le gustan las emociones fuertes.
Sabía que aún no me atacarían. Primero me asustarían y torturarían, podrían tardar incluso horas antes de acabar conmigo, y sólo acababan de comenzar. Necesitaba que se confiaran más aún, por eso no aparté a aquel desgraciado de mi lado, sabía que aún no iba a morderme. Debía excitarlos más, reducir su capacidad de razonamiento a la mínima expresión.
–Si te refieres al sexo, soy virgen. –Los chiquillos se miraron entre ellos. Uno se mordió el labio–. Pero adoro la acción.
–Adrián. –El joven que aún no había hablado parecía ansioso–. Yo no puedo esperar más.
El tal Adrián sólo asintió, quitó su mano de mi pelo y retrocedió un paso. El chiquillo que acababa de hablar se abalanzó de un salto hacia mí. Avanzó unos diez metros de un salto y con una mueca terrorífica en su cara que para mí era irrisoria me mostró sus colmillos, aún no crecidos del todo.
Cometió dos grandes errores. El primero, demostrarme su ímpetu irreflexivo y su impaciencia, lo que me demostraba que no era para nada calculador. El segundo fue enseñarme sus colmillos. Me confirmó que no había pasado un mes desde que lo transformaron. No me asusté en absoluto. Le seguía dirigiendo mi mirada penetrante y mi sonrisa cada vez más marcada por la excitación, el deseo de placer que dentro de poco me daría el frenesí que comenzaba a recorrer mis venas como puro magma.
 Comencé a reír del graznido que había acompañado a su estúpida actuación de terror. Eso los dejó completamente confusos.
–¿Te ríes de los inmortales, humana? –Dijo el mayor, que ahora mostraba sus colmillos con el labio superior ligeramente levantado.
–Tendremos que darle una lección, ¿no creéis? –Añadió el que se había quedado atrás.
–Sí –respondió el idiota que había tratado de asustarme, que ya se había repuesto y me acariciaba la mejilla sin que yo le retirara mi mirada cargada de deseo–. Pero antes, ¿qué tal si solucionamos lo de tu virginidad?
–Inmortales. –Comencé a decir entre los espasmos de la risa que apenas podía contener–. Inmortales. Muy bien, señores inmortales. –Les dediqué una reverencia irónica y acaricié la mejilla al más cercano del mismo modo que él me lo hacía a mí–. ¡Juguemos!
De pronto algo distrajo a los tres. Oyeron un ruido a mis espaldas y vieron mi macuto levitar. Me ignoraron por un instante fascinados por lo que veían, y se acercaron para asegurarse de que no desvariaban, sin saber aún la causa de tal maravilla. Cuando se alejaron unos quince metros, la distancia justa que yo necesitaba para reaccionar a sus reflejos sobrehumanos, dos grandes objetos salieron inesperadamente del macuto disparados hacia mí.
No pudieron ver qué eran, otra cosa les cegó. Justo mientras hacía venir a mí mis armas rasgué mi dedo gordo del pie con la piedra que había encontrado. El olor de mi sangre golpeó sus mentes y cegó por completo a los dos chiquillos más jóvenes, que se abalanzaron sobre mí. Lo que vino después ocurrió en cuestión de segundos.
Yo me agaché y mis armas llegaron a mis manos estiradas hacia los lados justo antes que los vampiros. Ellos ya habían dado el salto y no podían corregir su dirección. Salté y giré sobre mí misma, cuando mis manos estaban a la altura de sus cabezas, a escasos centímetros ya de mí.
Fue un auténtico placer. Oí con total precisión cómo la carne de sus cuellos se rompía sin dificultad al paso de mi acero, gocé al sentir cómo la sangre me salpicaba la cara y el cuerpo, y ver caer sus cuerpos decapitados desde el aire fue como un orgasmo.
Miré desde el aire al tercero. Estaba aterrado… encantador. Elevó un grito de pánico desgarrador que hizo que un escalofrío de placer recorriera mi espalda. Bajé lentamente al suelo sin apartar mi mirada de sus pequeños ojos asustados. Mis ojos desorbitados y mi sonrisa lasciva le hicieron caer aún más en el pánico. Intentó huir mientras yo caminaba lenta y sinuosamente hacia él, que se dio cuenta de que cada vez que trataba de echar a correr una fuerza misteriosa lo hacía tropezar.
Solté el arma de mi zurda en el suelo mientras me acercaba dichosa a mi aterrorizada víctima. Se había dado por vencido en su huída y estaba tendido boca arriba, paralizado por el miedo y por la fuerza que con mi poder ejercía sobre sus miembros. Yo caminé sin llegar a pisar el suelo, paré frente a él y me puse de cuclillas, su cara frente a la mía.
Me gritó desesperado:

–¡¿Qué carajo eres tú?!
–Mi nombre es Níobe, pequeño –dije con voz dulce y serena–. Querías mi sangre, ¿verdad mortal?
–Tú eres humana. ¡Hueles a humana! ¡Cómo coño puedes hacer esto!
–Venga, cálmate. No voy a hacerte nada. Si cooperas.
–¿Qué quieres de mí?
Un vampiro a punto de llorar. Conmovedor.
–Al contrario que tú no te pido tu sangre, sólo que me respondas a unas cuantas preguntas. Si las respondes de daré libertad. Si no lo haces o creo que me mientes te retendré aquí hasta que lo hagas. Yo no tengo prisa –afirmé mientras hacía llegar a mi mano una manzana desde dentro de macuto–, tengo todo el día. Pero me temo que tú no.
Mordí la manzana, miré al cielo un instante y comprobé que estaba despejado. Luego le volvía a hablar con un tono de total camaradería:
– Mañana va a hacer bueno.
–Vale, vale, ¡vale! Pregunta lo que quieras pero déjame libre por favor.
¡Estaba llorando! Sin duda era un cielo.
–Tranquilo, Adrián. No pasa nada. –Le limpié con mi mano la primera lágrima que recorría su mejilla con dulzura–. Allá voy. Primera pregunta: ¿hacia dónde os dirigíais cuando nos hemos encontrado?
–Caminábamos errantes.
–¡Mentira! –Le espeté y clavé ligeramente el arma que llevaba en mi diestra en su muslo.
–¡Vale! –Gimoteó y trató de retorcerse de la impresión por la herida–. Íbamos a la casa de los de Andreu, un clan de anarquistas.
Escupió la última palabra.
Si seguían la dirección contraria a la mía y se trataba de un clan de anarquistas no había duda de que se trataba de la casa de donde yo provenía, donde vivió Sole.
–Bien. ¿Cuáles eran vuestras intenciones allí?
–Queríamos cargarnos al más joven de ellos.
–No queríais. Vuestro amo os lo ordeno. ¿No es así?
–Sí, joder, ¡sí!
–Dime el nombre de vuestro amo.
–¡No puedo! ¡Me mataría!
–¿Prefieres que lo haga yo? –Dije mientras hundía un poco más el filo en el muslo.
–¡Gustavo! ¡Su nombre es Gustavo! –Su grito fue tan ensordecedor como placentero para mis oídos.
–Me sirve, aunque no se si te has inventado el nombre. Ahora dime: ¿Conoces a una vampiresa llamada Soledad?
Su reacción fue una mezcla entre el pánico que aún sentía, el dolor que le desgarraba la pierna y la risa que le provocaba pensar en el estado de mi amada Sole.
–Sí, la conozco, aunque ya no se llama así. Mis amos lo están pasando de lo lindo con esa maldita renegada.
–¿Amos? Tienes más de uno, ¿se trata de su compañera? –Pregunté curiosa con la boca llena de manzana.
–Así es…
–¿Qué le están haciendo a Soledad?
–Digamos que la están… reeducando para que sea una chica buena y no una anarquista asquerosa como los demás.
–¿Quieres decir que a ella la creó el mismo vampiro que a ti?
–Sí, o no lo sé… quizá fue la compañera.
Parecía que el miedo se disipaba de su cara. Comenzaba a recuperar la confianza.
De pronto pareció más una conversación entre dos conocidos en un bar de tapas que un interrogatorio en el que el interrogado ya estaba condenado.
–Ya veo. Gracias Adrián. Me has dado mucha información. –Empuñé bien mi arma y la saqué de su muslo de un tirón mientras le daba otro mordisco a la manzana–. Ahora, como te he prometido, te daré la libertad, para que veas que tengo buen corazón.
Tragué la manzana que tenía en mi boca, me puse en pié y lo miré gozosa por su humillación. Mi sonrisa se convirtió en una carcajada sonora que emitía sin dejar de mirarle con mis ojos de desquiciada. Su rostro volvió a transformarse en la pura imagen del pánico, pero durante poco tiempo, pues mi hierro le arrancó la cabeza con tal fuerza que salió despedida a varios metros de distancia y me dejó totalmente cubierta de sangre.
Solté el arma. Mi respiración era agitada. El efecto orgásmico del frenesí se disipaba progresivamente, pero no podía derrumbarme, aún tenía mucho que hacer. Debía quemar los cuerpos. Pero me fue imposible.
El bosque se volvió borroso y comenzó a balancearse de un lado a otro mientras intentaba amontonar los cuerpos. Mi respiración era un estertor, y la vista se me nubló por completo. No es que sintiera repulsión ni incomodidad por lo que había hecho. Simplemente me había atiborrado del dulce néctar de la crueldad sin remordimientos y era hora de descansar.
Caí al suelo inconsciente.

lunes, 24 de agosto de 2009

18- Peligros del Pasado


Aquella noche y las siguientes las pasé refugiada en una trinchera, armada hasta los dientes y envuelta en un asedio interminable de preguntas a Sole, a las que solía responder a medias. Bien se cuidaba de esconder parte de la verdad.
–¿Cómo sabes que la piedra central de mi cruz es una esmeralda?
–Porque eso se distingue a los ojos de un vampiro.
–Esa es tu respuesta para todo. ¿Quieres decir que ya habías visto otras esmeraldas con anterioridad?
Me encantaba acorralarla en las conversaciones y demostrarle que sabía que me ocultaba algo.
–No, sólo he visto una. Esa.
–Entonces, si sabes distinguirlas y sólo has visto esta… ¡eso significa que ya habías visto mi cruz antes!
Sole se percató de que si no llevaba la conversación por otros derroteros iba a dejarla en jaque y a obligarla a decir la verdad.
–¡No! No es eso. Es sólo que ya había oído hablar de ella antes.
–¿Tan famosa es? –Pregunté sorprendida mientras escrutaba con las yemas de mis dedos cada detalle de la pequeña cruz, que siempre había sido un gran foco de curiosidad para mí.
–Más de lo que piensas. Además es muy importante. Quien te la dio debió de quererte más que a nadie en el mundo.
–¿También piensas que está muerta? –Dije suspicaz, y de pronto un poco deprimida.
–¿Qué? –Se mostró sorprendida y confusa; la había descubierto–. ¿De dónde sacas la idea de que pienso que la persona que te la regaló está muerta?
–Porque has dicho “debió de quererte” en lugar de “debe” o “debía de quererte”. Crees o sabes que Marga está muerta.
–No, no ha sido un uso deliberado de la lengua. ¡Mi mente no es tan retorcida como la suya, señorita Christie!
Sole siempre usaba el sarcasmo como último recurso cuando fingía estar enfadada. Cuando lo está de verdad usa las fauces. Yo eché a reír aunque notara en mi corazón el pesar que me producía pensar en la muerte de Marga. Ella añadió:
–Sólo había oído hablar acerca de la cruz. Y por supuesto no conozco a esa tal Marga.
–Pero, aunque no la conozcas… debe estar muerta, ¿verdad?
Sole desvió la cara de mi mirada penetrante y tardó unos segundos en responder.
–El objeto, según tengo entendido, se lega en el lecho de muerte. Así que si te lo regaló de mano a mano, debió morir como mucho a las veinticuatro horas…
Miró compasiva y partícipe de la tristeza reflejada en mi rostro. A pesar de que intuía que era así como recibí la cruz aún no me había enfrentado cara a cara a la idea de que la primera persona a la que consideré mi madre de verdad estaba muerta. No pudo sino abrazarme y secar las lágrimas que se me habían escapado sin apenas darme cuenta con el dorso de sus manos.

Pronto llegó mi decimoquinto cumpleaños, y como era de esperar sólo mi madre, Sole y el pesado encantador de David me felicitaron, y recibí tres regalos. El primero, una monada de peluche de conejita que David me dio después de invitarme a merendar y de pedirme un beso, que por supuesto le negué. Luego me invitó a ir con él a una heladería. Supuse que no estaría de más aceptar su invitación. Después de todo yo le había dejado bien clara mi postura con respecto al beso.
Nos sentamos en la mesa metálica y David salió con una copa de cristal gigante repleta de helado.
–Me encanta el helado de vainilla y chocolate.
–En realidad es helado de vainilla con chocolate, volutas de chocolate y recubrimiento de chocolate belga –me corrigió él–. Mira lo que me compré el sábado en Barcelona.
Sacó de su bolsillo una cámara de fotos digital, entonces aún no eran muy comunes, su precio todavía era demasiado elevado como para que cualquiera fuera por ahí con una.
–¡Una cámara digital! ¿Me enseñas cómo funciona?
–Mejor, te enseño lo guapa que sales en las fotos.
David y yo nos hicimos una sesión completa de fotos. La verdad es que me parecía curioso. Pese a que él flirteaba conmigo no tenía problemas en aceptar que fuéramos amigos. Además, después de tanto tiempo se había convertido en el único ser humano al que podía llamar "amigo", por lo que siempre ha sido una persona muy valiosa para mí, alguien a quien valía la pena conservar cerca sólo por quien es.
A veces incluso me sentía mal por no poder contarle la verdad. Me habría gustado poder decirle que Sole no era en realidad mi prima de Girona, sino mi novia, una monstruilla que tenía serias reticencias para con el sol.
Pero no todo iba a ser bueno.

Los otros dos regalos llegaron con el crepúsculo del día, cuando apenas Venus había comenzado a vigilar el pueblo desde las alturas, cargada de un velo de quietud para casi todos.
Los trajo Sole, y fueron regalos cuando menos desconcertantes, aunque sin duda hermosos. Recuerdo que semanas antes, cuando me preguntó qué quería le pedí unos mitones para poder escalar los árboles sin astillarme las manos, y tras mil peticiones de ideas le espeté algo enfadada que si quería podía hacerme el típico regalo tan hermoso como inútil. Parecía no entender que mi mejor regalo era su presencia. Dos de mis tres peticiones se hicieron realidad, pues lo bello puede ser útil. Muy útil…
Quedamos en el mismo claro del bosque donde siempre asistíamos desde que sabía volar sin caerme. Cuando llegué ella ya me esperaba en tierra. Me lancé sobre ella desde el aire en un fuerte abrazo y ella me cogió literalmente al vuelo. Nos dimos un apasionado beso y me dejó en el suelo frente a ella. Traía un macuto de lino negro. Lo cogió del suelo donde estaba y me lo ofreció.
–Tu regalo, ranita. ¡Feliz cumpleaños! –Yo la volví a abrazar, tomé el macuto intrigada y caí al suelo tras él por el peso. Lo abrí rápidamente sin molestarme en quitarme los restos de hierba.
En él había tres cosas. La primera que distinguí antes de sacar eran los mitones, negros y perfectamente ergonómicos. Parecían de cuero, pero estaban hechos de algún material que desconocía combinado con neopreno. Me los probé y me quedaban –por qué no decirlo– como un guante. La besé sin soltar el macuto y me dispuse a sacar el segundo regalo.
Al tacto noté que era una pequeña caja. La saqué y quité con cuidado el envoltorio.
–Cariño, ¿cómo se te ocurre comprarme un móvil?
Fingí enfado por el dinero que debió gastarse en esa preciosidad color morado, puse los brazos en jarra y fruncí el ceño. Ella me abrazó y me quitó de golpe todo el teatrillo.
–Yo también me he comprado uno. Así podremos hablar aunque sea de día. No es como estar juntas, pero algo es algo. ¿Te gusta?
–Me encanta, cariño. Muchas gracias.
–Me gustaría que esperaras al día para mirar qué es lo tercero. Quiero disfrutar contigo al máximo esta noche.
Yo la miré juguetona y algo enrojecida.
–Te refieres a...
–¡No! Me refería sólo a pasar la noche juntas, aún eres muy joven para el sexo.
–Jo...
Hablamos y jugamos el resto de la noche perdidas en el bosque, nos bañamos desnudas en las aguas del río que devolvía los reflejos de las estrellas, refugiadas por la oscuridad de la víspera de Luna nueva aquella bella noche de verano, después de que Sole me diera licencia de probar algo de alcohol. Lo cierto es que acabamos un poco ebrias, yo con sólo un vaso y medio de cerveza, y ella con la sangre de uno de los borrachos del pueblo, (lástima que no fuera mi padre).
Disfrutamos gozosas de la vida como si no hubiera mañana. Pero la mañana llegó y las dudas surgieron como brotes bajo la nieve.

Me desperté sobre las once de la mañana, increíblemente tarde para tratarse de mí. Para mi fortuna había tenido a la prudente Sole, que me había dicho cuando parar con la cerveza, por lo que me desperté sin signos de resaca. Inspeccioné la habitación, oscura por la persiana bajada, y entre las sombras distinguí el macuto que me había regalado.
Entonces recordé que me quedaba un regalo por abrir. Me levanté hasta la silla del escritorio y cogí el macuto. Inútil, no se mueve. Por un momento pensé que había una roca dentro.
No podía verlo bien en la oscuridad, y no tenía fuerza suficiente para sacarlo. Comencé a palpar y a inspeccionar con mis manos los dos bultos que quedaban en el interior. Me dio la sensación de que eran idénticos. Estaban envueltos por algo que parecían carteras de madera remachadas en metal y con tapas de cuero, y puesto que no era capaz de sacarlas las abrí e intenté descubrir que era lo que había en su interior. Los objetos tenían algo que parecía un asa, o quizá una empuñadura. Me agarré a una de ellas con las dos manos y tiré fuerte… nada.
–Están hechas para que sólo tú puedas usarlas. –Sole me habló de entre las sombras de la habitación, me dio uno de sus escalofriantes sustos.
No respondí, sólo asentí como muestra de que lo había comprendido.
Centré mi poder en ella con una sola mano y la levanté como si fuera una pluma. Metí la otra mano en el macuto y repetí la operación. Lo que saqué me dejó perpleja.
A primera vista parecían dos cortadores de verdura con acabados de sumo lujo, pero por la apariencia del filo no parecían hechos precisamente para cortar pimientos. Se trataba de dos armas bellamente ornamentadas, de una forma que nunca antes había visto. Las empuñaduras de plata se ajustaban a la mano del mismo modo que un puño americano. En cada uno de los pequeños extremos de las empuñaduras que sobresalían a cada lado había una piedra verde. La decoración de toda la superficie de éstas era idéntica a la de mi cruz: ataurique con flores de jazmín. Las hojas de las armas quedaban al dorso de mi mano, y parecían inspiradas en el filo de una katana, solo que más estilizado, con forma de abanico por la curvatura y terminada en una punta tipo kissaki a los extremos. No sabía cuánto pesaba exactamente la hoja, por lo que supuse que debía ser de acero o algo así. Tenía triple filo, fino y de un color brillante cuya naturaleza era incapaz de descubrir.
En conjunto eran un regalo hermoso. Pero no era puramente ornamental, y me di cuenta al instante de que esas armas habían sido creadas para matar, y no a humanos. No hizo falta hablar. Mi mirada alarmada se lo dijo todo a Sole, cuyo contorno ya pude distinguir a mis espaldas.
–Tranquila, no te alarmes. No significa que tengas que usarlas. Es sólo por precaución. –Su tono era conciliador, pero no hizo aminorar mi temor.
–¿Por precaución? Sole, ¡dime la verdad de una vez! ¿Estoy en peligro, verdad?
Mi voz agresiva y asustada reflejaba la ansiedad que recorría mi cuerpo como una corriente de aguas turbulentas. Sole agachó la mirada.
–Creo que sí. Creo que estamos en peligro. Las dos. De hecho es probable que intenten que intenten matarme, y a ti también.
–¿Pero quién? ¡¿Quién?! ¿Y por qué? –Grité llorando de rabia al pensar en que pudiera existir la mínima posibilidad de perder a Sole.
–Verás cielo. Yo no siempre he sido libre. A mi me creó una vampiresa codiciosa y esclavista. Pero me escapé. Y los vampiros que me crearon quieren que pague ahora por ello. Llevan casi un mes siguiendo rastros equívocos que he dejado para distraerlos, pero quizá no tarden mucho en encontrarme. No temas, no representan mayor peligro para mí. Ni para ti si tenemos en cuenta tu poder. –Sus palabras apenas lograban oírse por encima de mi llanto desesperado, ella me abrazó y acarició antes de seguir–: Recuerda esto, si un vampiro intenta atacarte, vuela, vuela tan alto como puedas y permanece allí hasta la mañana. Si el día está nublado vuela en busca del Sol, pues no podrán esperar a que te canses durante más de un par de horas bajo la luz solar. No nos va a pasar nada, ¿me oyes? Cielo, te quiero. Y juro que no van a matarte. No temas por ello.
–¡No lo entiendes! ¡No temo mi muerte! Temo la tuya, amor. Prométeme que sobrevivirás por mí, que no va a pasarte nada. ¡Prométemelo! ¡No puedes dejarme sola en este mundo de humanos! ¡No soy humana! Llevo demasiado tiempo sin serlo y ya no sé ser otra cosa que Níobe, tu amante. No mueras, Sole. Si lo haces, juro que las armas que me has regalado me darán muerte. ¡Prométemelo de una vez!
Yo gritaba de rodillas con mis uñas clavadas en las piernas de Sole. no me importó sentir cómo alguna se rompía contra su dura piel. No podía pensar ni sentir, no en cualquier cosa que saliera de la horrible idea de la pérdida de Sole.
Ella intentó agarrar mi cuerpo tembloroso que se derrumbaba como si hubiera perdido cada hueso de mi cuerpo. Podía asumir mi propia muerte, pues no la temía. Podía aceptar sin demasiados problemas que absolutamente todo el pueblo muriera. Pero la muerte de Sole era una idea que no podía asimilar. El miedo me dejó paralizada en el suelo, y pasó casi una hora hasta que Sole consiguió que dejara de llorar. Después decidió animarme.

Volvimos a la cama refugiadas del mundo bajo la única luz de una vela, envueltas entre las volutas del humo que emergía de una varilla de incienso. Allí hablamos, reímos y nos mantuvimos entretenidas a la espera de la llegada de la ansiada noche, que siempre llega con retraso en el estío.
Es extraño que a pesar de acababa de descubrir que nuestras vidas corrían peligro por causas que apenas conocía, y que en cualquier momento podría perder a mi Sole, con todo, no dejé de ser feliz.
Porque seguía viva, y sobre todo, porque Sole seguía viva y junto a mí. Así todo podía seguir perfecto.

sábado, 22 de agosto de 2009

17- Un Gran Paso


Mi pelo color azul claro causó el efecto deseado en mis compañeros de clase y en el pueblo en general. Me había convertido sólo por apariencia en la niña mala de la clase, y pocas eran las madres a las que no les importara que sus hijos tuvieran relaciones conmigo. No me afectaba, la mayoría de mis pocos amigos humanos eran desde hacía años profesores, con los que charlaba después de clase para que me recomendaran libros que devorar.
La gente me temía, me evitaba, y casi ningún compañero de clase consentía sentarse a mi lado. Pero David, que se había convertido en el típico gamberrillo de patio de colegio, el niño malo de la clase, fue de los pocos a quienes no infundí el mínimo temor. No lo ahuyenté, sino que más bien lo atraje a mi lado.
De vez en cuando me sentaba junto a Francesc en el aula, por un motivo principal. Aquel niño bajito, afeminado y con gafas de culo de vaso era el blanco de todas las burlas en clase, lo intimidaban. Pero a mí ya no. Tanto mi imagen como mi actitud decían «cave canem», y mis compañeros aprendieron latín muy deprisa. Como todo el mundo sabe “miedo” en un colegio es sinónimo de “respeto” y “reputación”, y esta vez no hubo una excepción. Así que supuse que si ponía a francesc bajo mi sombra dejaría de ser intimidado. Y así fue.
El motivo de mi acercamiento a David es evidente: por los mismos motivos el niño más asilvestrado de la clase suele ser también el más popular, el que más influencia tiene sobre los demás. Si me ganaba su respeto habría logrado de inmediato el de todos los demás, y con él reduciría mis probabilidades de sufrir uno de mis terribles accesos de ira propios del temperamento vampírico con el que me había criado, y que cada vez eran más visibles en mi carácter. Lo que no pensé fue hasta qué punto esos acercamientos iban a ser perjudiciales para mí.

Como es evidente, el tiempo pasa para todos –los humanos– sin excepción. Pronto llegó la época del instituto, de convertirme en una de los miles de conejillos de indias de los que idearon la ESO entre caña y porro, y de ver cómo mi cuerpo y el de mis compañeros se transformaban al de personas preparadas para su actividad sexual. Como el médico predijo, mi crecimiento se paralizó apenas alcancé el metro cincuenta y dos.
 Seguí siendo pequeña y flacucha, pero no en todas mis partes. A mis pechos les dio por crecer. A los catorce años usaba un sujetador de la talla noventa y cinco, copa B, y supliqué que no continuaran el camino que habían tomado, ya que todo apuntaba a que seguirían en alza. Por suerte no lograron crecer lo suficiente como para romper la armonía con el resto de mi cuerpo ni darme problemas de espalda. Estos cambios en mi cuerpo y mi mente causaron atracciones, y alguna que otra envidia.
En un pueblo tan pequeño como Olot es más que normal que tus compañeros de guardería sean los del colegio, y estos a su vez los del instituto. David comenzó a flirtear conmigo a los catorce años, algo que no sé a quién le gustó menos, si a Sole o a mí misma.
Las insinuaciones que David me hacía hicieron mella en Irene, que con el paso del tiempo se había convertido en la compañera de clase más odiosa que pudiera imaginar. Llevaba años de experiencia en la infamia contra mí, pero con la adolescencia encontró un verdadero motivo para odiarme: su entrepierna hervía con el aspecto atlético, el pelo rapado casi al cero y la piel bronceada de David. Bronceada por los rayos de las costas barcelonesas donde veraneaba cada año, terreno absolutamente vedado para mí.
Eso me recuerda que fue por aquella época cuando mi padre vendió el último piso aparte de donde vivíamos que quedaba bajo su propiedad, el de Alicante. Acto que trajo a casa uno de tantos enfrentamientos domésticos de los que acabaron con algún que otro ojo amoratado, pero esto no viene al caso.
Lo importante es que me gané sin comerlo ni beberlo la enemistad de Irene. Irene era una niña alta, delgada y paliducha. Tenía la cara llena de pecas y era pelirroja. No pelirroja de bote como Sole, su pelo era de un rojo natural rizado y enmarañado hasta sus límites imaginables. A decir verdad no era en absoluto fea, y fue ganando atractivo con el paso de los años.
Fue la que logró que media feminidad de la clase me adjudicara el apelativo de “bruja”. Y era lógico en realidad, si tenemos en cuentas las sospechas que guardaban desde la niñez y sobre todo que vivía en el Camí de les Bruixes. Yo, en un alarde de originalidad, la llamaba zanahoria. Lo cierto es que a excepción de la virtud autotrófica poseía casi todas las características generales de la zanahoricidad. Sin duda era bastante zanahórica, incluso su piel adquiría un tinte anaranjado a la vuelta del verano.

Pero mi cuerpo no fue el único que se desarrolló en la adolescencia. Mi poder creció hasta cotas que en mi niñez ni siquiera podía sospechar. Ya no hablo de la capacidad de volar, pues autolevité por primera vez la Luna llena de marzo del quinientos quince de la Paz, sino que me refiero a mover lo que mis ojos no eran capaces de ver y sin ningún tipo de apoyo corporal con el que proyectar mi fuerza.
Primero fueron objetos a mis espaldas que veía proyectados en un espejo, luego logré hacerlo sin espejos: tras observar mi objetivo me giraba con los ojos cerrados y lo movía con mi memoria, unida a un complicado proceso imaginativo que modificaba la imagen mental del objetivo y poder así controlarlo más allá del simple empujón. ¡Cuántos vasos estamparía contra el suelo hasta que lo dominé! Finalmente, a los catorce años, descubrí que podía mover incluso lo que no podía ver, siempre y cuando supiera que estaba ahí, como las corrientes de aire.
Este descubrimiento fue bastante útil en aquel período, pues mi dominio de la levitación propia estaba en lo que podríamos llamar “proceso beta”. La sensación de estar suspendida de la nada a varios metros del suelo con el gélido viento pirenaico acariciándote la cara es una delicia mayor que las manzanas recién cogidas del árbol, pero cuando el viento viene en contra volar implica un gran esfuerzo, así que generar una micro corriente a favor es de gran ayuda.
Por supuesto, no salí una noche a volar de un lado para otro sin más, sino que fue un proceso largo y costoso. Sólo disponíamos de unas pocas horas cada noche para practicar, pues Sole tenía que ocultarse la mayor parte del día y yo no podía practicar  a solas por si –como fue normal al principio– se agotaban mis fuerzas en mitad del vuelo y caía. Además, no habría sido muy buena idea volar a plena luz del día, bastante rara me consideraban mis convecinos del pueblo.
Fue como volver a aprender a andar: primero sólo era capaz de volar hacia arriba, y con el tiempo aprendí a hacerlo hacia el frente. En el punto de mi historia en el que me voy a detener estaba perfeccionando los giros, difíciles de realizar cuando la velocidad supera los cincuenta kilómetros por hora. Mi problema a la hora de volar no era la potencia, pues podía volar tramos rectos a más de cien kilómetros por hora, incluso Sole me había regalado unas espantosas gafas de aviador para permitirme abrir los ojos en pleno vuelo. El virar y cambiar de sentido era caramelo de otro gusto, y a los catorce años aún me costaba dar los giros necesarios para volar entre los árboles del bosque.
A los problemas naturales de esta práctica se añadían otros propiciados por mi querida amiga Irene, como excursiones programadas a mi casa con el objetivo de intentar averiguar hacia dónde iba cuando me metía entre los árboles, lo que me obligaba a despistar al contingente espía, mayoritariamente femenino, antes de poder reunirme con Sole.

Una noche, dos semanas antes de mi decimoquinto cumpleaños, Sole llegó con cierto retraso a nuestra cita en el punto acordado del bosque, a una distancia preventiva de los humanos. No me hizo ninguna gracia su tardanza, pues llevaba unas semanas con unos dolores de riñones insoportables y tenía un humor de perros aquella noche. Pero no dije nada, ya que su cara reflejaba una preocupación que no había procurado ocultar hasta que fue demasiado tarde, cuando ya me hube percatado. Se puso de inmediato su máscara de inconmensurable alegría, me besó como siempre lo hacía y comenzó a hablar como si algo se le hubiera ocurrido de pronto:
–¿Te apetece hacer algo distinto hoy?
–¿Qué tienes en mente?
–¡Ven!
Me parecía incluso divertido que fingiera euforia. No se había perdido el eco de su grito cuando echó a correr por el bosque.
Yo la seguí al vuelo sobre las copas de los árboles. Se paró en la ribera del río Fluvià, en un punto donde las aguas eran ligeramente más lentas que en el resto de la montaña. Allí había una pequeña caída de agua, y no se olía rastro de civilización en kilómetros a la redonda. Aterricé, me quité las horribles gafas de aviador y las guardé en mi bolsillo.
 Admiré el paisaje hasta que la voz de Sole se elevó por encima de los constantes chapoteos del agua y el murmullo que el aire hacía al susurrar a los árboles:
–Hermoso, ¿verdad?
–Me quedaría aquí toda la noche.
–¿Has pensado alguna vez en hacerte un refugio en el bosque?
–¿Has visto las hojas de estos árboles? Nunca he necesitado paredes, puedo entrar en ellos y protegerme del viento y la lluvia.
–No me refiero a la típica cabaña en el árbol. Mira, ¿ves esa pequeña cascada?
–Ha sido lo primero que ha llamado mi atención. Tan pequeña y calmada…
–¿Podrías apartar el agua de la zona?
–Claro.
Me pregunté por qué me pedía eso, pero me puse junto a la pequeña cascada, apoyada en una roca que sobresalía del bajo montículo, y empujé con mi energía el agua hacia un lado con la misma facilidad que si corriera una cortina. La profundidad del agua justo debajo de esa cascada era de casi un metro y medio. En la superficie del montículo que quedaba medio sumergida bajo el agua había una pequeña concavidad en la roca de unos dos metros. Bajé al lecho del río cuyas aguas mantenía desviadas sin apenas esfuerzo.
Sole estaba ya a mi lado, contemplaba conmigo la superficie húmeda de la roca que había quedado descubierta al retirar el agua. Me habló al oído, en un tono tan seductor que un escalofrío me recorrió toda la espalda:
–¿Sabes ya a qué tipo de refugio me refiero?
–¡Subterráneo y subacuático! Creo podría hacerlo… después de horas, meses o años de rasgar en la roca viva como una tuneladora.
De pronto mi mente se puso en marcha como accionada por un botón. Sin duda Sole sabía cómo despertar mi interés, por fin un reto de verdad.
Inspeccioné el terreno: bajo la capa de humus el suelo era pura roca en el lecho y la concavidad. A la derecha, desde mi posición bajo la cúpula de agua que yo misma había creado el relativamente pequeño montículo desde donde caía el agua se convertía progresivamente en una colina. Tras un par de minutos retomé la conversación:
–Vale, supongamos que soy lo bastante fuerte como para rasgar la roca al tiempo que aparto el agua. Debería iniciar el proceso con un túnel de entrada aquí, donde la concavidad se extrema, y tendría que darle forma de sifón al camino para que el refugio se mantuviera seco. Tendré que hacerlo varios metros hacia dentro, hacia abajo y hacia la derecha para aprovechar el espacio de la colina.  Además habrá que descubrir el tipo de roca y la densidad, para excavar de modo que no haya riesgo de que la roca se derrumbe y me aplaste. ¿Es todo roca dura?
–¡Vamos a comprobarlo!
No bien terminó la frase cuando saltó hacia la colina y se encaramó en la parte más alta. Apenas podía ver su silueta entre los árboles mientras hundía sus manos en la tierra y gritó–: ¡Patea!
Di varias patadas con la planta del pie sobre la roca desnuda de la concavidad. Cuando levanté la cabeza ella ya había bajado y estaba a mi lado.
–La capa de humus, grava y pequeñas rocas apenas tiene un metro de profundidad. Todo lo demás es una gran placa monolítica desde aquí hasta la cima.
–¡Perfecto! Ya tengo un proyecto en mente. Sólo necesitaré conocimientos adicionales sobre matemáticas, fontanería, geología y un poco de sismología para diseñar un refugio seguro. ¡Ah! E idear alguna forma para que el oxígeno llegue ahí dentro. Parece sencillo, aunque llevará su tiempo…
Paré mi logorrea en seco. La expresión sarcástica de mi cara se convirtió en pura confusión. Noté que algo húmedo me rozaba ahí abajo. Era una humedad caliente, por lo que durante un instante creí que quizá se me habrían escapado unas pequeñas gotas de orina. Sole me sacó de mi estupefacción con su mano, aún con restos de tierra, sobre mi hombro. La miré absorta, y ella a mí.
Su cara reflejaba euforia mezclada con la satisfacción de ver terminada una obra de arte. Me besó y me susurró al oído de nuevo, allí, bajo el agua que nos evitaba:
–Enhorabuena. Ya eres una mujer.
Quedé totalmente perpleja, mi mente se colapsó hasta el punto de olvidarme de sostener la corriente de agua. La cascada cayó de golpe sobre nosotras y Sole me agarró para que no me arrastrara la corriente. Ella reía entusiasmada llena de alegría y orgullo, y yo apenas podía creer lo que me estaba pasando. Nos abrazamos con más pasión que nunca mientras el agua caía incesante sobre nuestras cabezas. Recuerdo que nos quitamos las ropas empapadas, y Sole salió un momento del agua para tenderlas en las ramas de un joven roble cercano.
Vino con algo en la mano. Yo la esperaba completamente desnuda salvo por la cruz que colgaba de mi cuello, de pie mientras el agua me acariciaba de cintura para abajo. Me abrazó con un brazo y me puso el objeto en la mano. Era un brazalete pequeño y hermoso de plata, con motivos góticos y un cristal color carmesí en el centro.
–Es un regalo por el paso tan especial que has dado en tu vida. No es una gran joya como la esmeralda que llevas al cuello, pero el cristal de Swarovski también te gusta, ¿no?
¡¿Qué?! ¿La piedra central de mi cruz es una esmeralda? ¿De dónde la había sacado la anciana Marga? No era capaz de asumir todo lo que estaba descubriendo en un momento, sólo agarraba la cruz con mi diestra, completamente paralizada ante el cúmulo de pensamientos que saturaban mi mente, trataba en vano de articular cualquier palabra y miraba a Sole boquiabierta mientras tartamudeaba balbuceaba un tartamudeo sinsentido.
Ella no retenía su risa llena de ternura mientras me ajustaba su regalo en el brazo izquierdo. Luego me abrazó de nuevo y me besó. Pero esta vez no fue un beso como todos los anteriores. Sus labios y los míos se entremezclaron en un éxtasis de ternura y pasión completamente comulgadas. Conocimos el sabor de nuestra piel, de nuestras lenguas, despertábamos el fuego tanto tiempo latente en nuestros corazones.
Ambas sabíamos lo que significaba aquel momento: Sole había terminado su trabajo como madre. Ahora podría centrarse en ser lo que durante tantos años quiso ser: mi amante y compañera, y yo caminaría junto a ella a través de los insospechados océanos de tiempo que quedaran por llegar.
La verdad es que hasta ese mismo momento nunca me planteé la posibilidad de convertirme en vampiro. Pero entonces me di cuenta de todo. Ella me había elegido como su compañera desde que me vio en la guardería, era mi destino, y sólo quedaba esperar a que mi cuerpo terminara de desarrollar su forma adulta.
–Oye Sole. ¿Cómo sabías que me iba a venir justo hoy? –Pregunté con curiosidad, aún fundida a ella en nuestro abrazo.
–Digamos que es algo que se olía desde hace tiempo.
Ambas reímos llenas de dicha, yo acurrucada entre sus pechos. Era la respuesta más sincera y literal que podía darme.

jueves, 13 de agosto de 2009

16- Azul, Pequeña y Mortal



Tardé varios días en reponerme del golpe que supuso para mí la apertura de la lista de muertos a causa de mi intervención directa con dos nombres y sólo ocho años de edad. Mi mente tenía una conclusión clara: era peligrosa para los humanos. Y no me permitiría ir por ahí sin advertir a los demás que quien buscara problemas conmigo quizás encontrara más de los que deseaba. Quería algo que dijera «cuidado», que les pusiera a una distancia prudencial por su propio bien, pero aún no sabía cómo hacerlo. Rebusqué y hurgué por mi cabeza, pero al final encontré la respuesta a lo que buscaba por pura casualidad, entre las páginas de un libro.
Ya nos habían dado las vacaciones de invierno en el colegio, pero mi sed de conocimiento no me dejaba nunca abandonar los estudios tan fácilmente, y hallé mi refugio del frío de la calle y la ignorancia de mi casa en un rincón de la biblioteca municipal María Vayreda. El cielo estaba casi siempre encapotado, y eso permitía a Sole acompañarme a la biblioteca sin temor a que nada malo le ocurriera.
Aquel día yo ojeaba por curiosidad un tomo de una enciclopedia ilustrada dedicada a las ciencias naturales. Recuerdo que abrí un libro al azar y por una página al azar, (no esperaba leerme todo un libro de consulta), y me encontré frente a frente con la hermosa dendrobates azureus o rana flecha azul. Una preciosa y letal ranita de unos cinco centímetros autóctona de Surinam. Su piel parecía una paleta con la muestra de todas las gradaciones del azul, desde el claro y brillante de su cabeza y su vientre hasta el más intenso azul marino de sus ancas traseras, toda ella estaba cubierta de topos irregulares color negro.
Pequeña y venenosa, y ¿cómo lo advertía? Parecía que con su color estridente. Me levanté de la bancada. Sole, que estaba sentada frente a mí con Cien Años de Soledad entre las manos, levantó por primera vez en toda la lluviosa tarde la mirada del libro para curiosear mis gráciles movimientos. Busqué en las estanterías y encontré el libro que quería… en la parte alta, donde mis manos no alcanzaban. Por suerte no había casi nadie en la biblioteca, sólo la bibliotecaria, dos ancianos que curioseaban el diario deportivo del día, Sole y yo. Miré a un lado y a otro para cerciorarme de que sólo Sole me miraba. Aquel hombre comenta los resultados del partido de ayer con su amigo, que parece no aguantarlo, y la bibliotecaria está demasiado ocupada con ese crucigrama, lleva un buen rato sólo para descubrir que la palabra que le falta es “encefalograma”. Vía libre.
Estiré la mano, hice que el libro se deslizara hacia fuera de la estantería y lo tomé en el aire cuando bajó lentamente hasta mi altura. Se trataba de otra enciclopedia relacionada con la biología en particular. Volví a la mesa, busqué Dendrobatidae y encontré varias imágenes y descripciones de casi toda la familia de las pequeñas ranas. Todas, salvo excepciones, eran muy parecidas: pequeñas, letales, y no casualmente de colores saltones; diminutas hermosuras salpicadas de rosas chillones, rojos, verdes claros, naranjas, amarillos… ¡Eso debía hacer!
Miré a Sole, que seguía inmóvil mientras me miraba por encima del libro, con una ceja arqueada y preparada para oír algo que –ya no lo dudaba– la desconcertaría por completo, y murmuré:
–Sole.
–Dime cielo. –Dijo mientras suspiraba y dejaba el libro abierto sobre la mesa.
–Es casi navidad. ¿Pensabas regalarme algo?
–Creí que me darías tiempo hasta la Nit de Reis para pensar en un buen regalo. ¿Y no se supone que te han criado en una familia atea?
–A cualquier cosa llamas familia. Pero ese no es el tema. ¿Puedo darte alguna idea de lo que me puedes regalar?
Se le iluminaron los ojos.
–¡Me harías un gran favor! –La bibliotecaria chistó. Sole calló unos segundos y miró hacia mis libros alarmada–. ¿No será una rana?
–No. Me gustaría teñirme el pelo.
–Ah… bueno, si tu madre te da permiso eso está hecho, pero no tienes que esperar a la Nit de Reis, te lo puedo pagar sin que sea necesaria una ocasión especial. –Se calmó al ver que mi petición no excedía de lo sensato para una niña de mi edad–. Y dime, ¿qué color tenías pensado?
–Pues creo que azul.
Sole dio un breve respingo sobre el asiento y puso los ojos en blanco. «Demasiado pronto bajé la guardia» debió pensar. Suspiró de nuevo y me hizo un gesto con la cabeza para indicarme que saliéramos. Nos levantamos y salimos en absoluto silencio, yo ya tenía claro que en cualquier momento me iba a caer una buena.
Fuera llovía a cantaradas, por lo que saqué mi pequeño paraguas con dibujos de El Jorobado de Notre Dame que me compró mi madre, pese a que odiaba y odio la versión de Disney. No la culpo por no saberlo, Sole era la única que sabía que me había leído Nuestra Señora de París. Nos esperaba un recorrido largo, pues durante el día había que hacerlo al estilo humano para no perturbar al pueblo con el mito de una doncella que atravesaba las calles de Olot a trescientos kilómetros por hora con algo o alguien entre sus brazos.
Caminamos al mismo paso. Pasó un par de minutos sin que hablara, sólo me dedicaba su mirada coactiva para que explicara mi motivación. Nunca aprendí a resistir la presión de esa mirada cargada de reproche, y pronto hablé:
–El azul es bonito, siempre dices que adoras mis ojos por su color así que a ti también te parece bonito, ¿no?
–Níobe, –respondió, y dobló el tiempo de pronunciación de cada vocal para forzarme a ser sincera.
–Rosa también estaría bien…
–¡Niobe! –Su paciencia se agotó. Paró en seco, se acuclilló frente a mí para verme la cara y puso sus manos sobre mis hombros, mientras el agua recorría su pelo, su cara y sus ropas como afluentes que fluctuaban en un par de riachuelos a la altura de sus pantorrillas desnudas–. Es porque crees que eres venenosa, como esas ranas, ¿verdad?
Me hizo agachar la cabeza humillada.
–Soy letal. Como esas ranas.
–¿Y qué ganas al teñirte de azul el pelo?
Lo decía con curiosidad más que con disgusto, pues aún no entendía mis motivaciones. Me pareció que era la hora perfecta para confesar.
–Advierto a los demás. No quiero que se metan conmigo porque me crean indefensa. Si mi aspecto fuera más agresivo la gente tendría más cuidado conmigo, y no tendría que usar mi poder para defenderme de ellos.
Guardó silencio. Se repuso y, levantada, reemprendió el camino meditabunda.

Estuvimos buena parte del camino sin hablar, ella a poco más de un paso por delante de mí. Yo adoraba la lluvia, el frío y las calles desiertas que producen cuando se unen en días como aquel, así que pasé el camino entretenida por la belleza de los árboles y casas empapados, el fragrante aroma de la tierra húmeda, y la brisa helada que acuchillaba mis mejillas. Justo a la altura donde la Avinguda de Jaume II se convierte en el Camí de les Bruixes volvió a girarse de súbito y espetó como último recurso:
–¡No eres tan poderosa!
Yo la miré. Su cuerpo no daba ninguna muestra de interés ante el agua que caía incesante sobre él. Me dispuse a revelarle todo mi poder, haría algo que ella, tan fuerte, no era capaz de hacer. Cerré los ojos y aparté lentamente el paraguas hasta que quedó a un lado para dejarme a merced del agua.
La lluvia caía incansable sobre Olot y yo abrí mis brazos como dispuesta a recibir hasta las últimas gotas. Pero el agua no me tocaba. Cada gota desviaba su ruta a menos de medio centímetro de mi cuerpo y caía a mi alrededor. Los torrentes formados en el camino evitaban mis pies como si una corriente de aire contrario desviara el cauce. Esperé casi un minuto antes de volver a poner el paraguas sobre mi cabeza y abrí los ojos.
Yo estaba completamente seca. Y Sole rematadamente estupefacta. Sabía lo que eso significaba: ya era capaz de recubrir con mi energía todo el cuerpo. Estaba a un paso de poder volar. Creo que hasta aquel momento no se dio cuenta de la importancia de controlar mi ira y de evitar que me atacaran. Un poder como aquel, descontrolado, podría ocasionar el caos entre la población. Volvió del trance de su sorpresa, me tendió su mano y yo la cogí, y terminamos el recorrido hasta casa.

Mi piso estaba vacío como esperábamos. Mi madre estaba en un bar donde había encontrado trabajo como camarera, mi padre trabajaría hoy hasta cierre y después se iría a algún antro, como cada viernes. Sole entró directa al aseo y se secó con una toalla sin cerrar la puerta. Yo me eché sobre el sofá pardo del comedor lleno de quemaduras de cigarros, y me puse a mirar el techo mientras la esperaba.
–¿Y cómo piensas convencer a tu madre de que te deje teñirte el pelo de color azul?
–Sole, llevo años haciendo el camino a la biblioteca y al colegio a pie y no le importa ni en los días de tormenta como hoy. No recuerda si ceno ni si he desayunado, no asiste cuando mis profesores la citan a una tutoría. ¿Crees que le va a importar lo que haga con mi pelo?
–Visto así supongo que no. Pero pregúntale de todos modos. Si te hace ilusión te lo pagaré. ¿De verdad te gustaría tener el pelo azul?
–¡Azul claro! Es original, ¿no te parece? Y bonito.
De pronto tocó mi hombro. Me pilló por sorpresa, creía que seguía secándose en el aseo y me propinó un ligero sobresalto. Estaba aún un poco húmeda. Al punto y con un ágil salto se tendió sobre mí en el sofá, y con su frente apoyada en la mía comenzó a hablarme con la ternura propia de dos amantes en nuestra misma situación:
–¿Te has dado cuenta de lo buena persona que eres? Supongo que ahora me tendrás que dar la razón.
–¿por qué dices eso?
–Estás decidida a sacrificar tu regalo de navidad por un tinte, sólo porque piensas que así los demás te temerán y te evitarán por su bien. ¿Cuánta gente crees que hace eso?
–Pues por las calles he visto a uno que se tiñe la cresta de azul. El otro día la llevaba color verde radio.
–¡No me refiero a la forma, sino al significado! –Su sonrisa iluminaba toda la habitación–. Tienes un corazón de oro, mi ranita.
–¿Ranita?
Acababa de cumplir la regla número uno de los amantes: de los apelativos cariñosos y estúpidos posibles, debe elegirse uno de los más ridículos.
–Sí, mi ranita venenosa y buena –dijo, y me dio un besito sobre los labios.
Yo adoraba el tacto de sus labios, suaves, carnosos y fríos contra los míos. Nos miramos como de costumbre a los ojos durante minutos, fascinadas las dos por la otra.
Nuestra relación era muy extraña, éramos dos amantes que deseaban besarse con todas sus fuerzas, pero yo era demasiado joven para ello, por lo que esperábamos con la paciencia de quien sabe que la espera le será gratamente recompensada. Nadie podría romper jamás la intensidad de nuestros sentimientos.

Como predije, no fue muy difícil convencer a mi madre de mi cambio de look. Me acerqué a ella al día siguiente por la mañana. Preparaba el menú especial del sábado: lasaña precocida al horno. Sin esperar a que se percatara de mi presencia tomé fuerzas y le hablé:
–Mamá.
Su sorpresa fue tal que se golpeó la espinilla contra la puerta abierta del horno. Maldijo a todos los santos desde la “E” hasta la “M” antes de recuperar la compostura y responder.
–¡Joder Errecé! ¡Te he dicho mil veces que no me des esos sustos! ¿Qué coño quieres?
Mi madre había envejecido mucho en estos últimos años. Lo que en su momento fueron las primeras arrugas de expresión eran ya mucho más profundas, y decenas de nuevos surcos adornaban sus ojos y su frente. Además, ahora estaba temblorosa durante casi todo el día, tenía ojeras y su ánimo era más irascible que nunca. Aún así conservaba aún buena parte del atractivo que tiempo ha volvió locos a los hombres, incluso conseguía que más de una cabeza girara a su paso calle abajo.
–¿Puedo teñirme el pelo?
–¿Para qué?
–Quiero teñírmelo de azul, –dije con la mirada gacha.
–¿Azul? Es raro, pero el psicopedagogo de la escuela no me ha llamado para ninguna citación. ¿Tengo que soltar una peseta?
–No. Lo pagaría con mis ahorros.
–Entonces haz lo que te de la gana –respondió, y se agarró al moratón de su pómulo. Su tono de voz cambió por completo, estaba visiblemente dolorida cuando me habló–: Anda, Errecé, tráele a tu madre la pomada de la mesita.
–Sí, mamá.
Sabía que iba a ser fácil, pero no a tal extremo.
Fui a la mesita, de donde ya no se movía la pomada para los cardenales. Cuando volví con ella en la mano se había sentado en el sofá. Parecía muy agotada, así que sin pedir permiso, me arrodillé sobre el sofá junto a ella y le apliqué la crema.
Entonces entró mi padre por la puerta, borracho por lo menos. Era extraño, lo normal era que se emborrachara miércoles, viernes y domingos, el resto de días solo venía con un par de cañas. Nos miró con una mueca de asco y espetó:
–¿Qué coño hacéis las dos ahí? ¿Y la comida?
–Le estoy curando el moratón que le hiciste ayer. La cena está en el horno, todavía cruda –respondí en su mismo tono.
Lo bueno de sentirme tan peligrosa era que mi padre ya no suponía ningún peligro para mí, y al contrario que mi madre, que se amansaba con un buen golpe, me sentí libre de replicarle tanto como quisiera.
La idea no agradó mucho a ese hombre.
–¿Qué forma de hablar a tu padre es esa? Pídeme perdón ahora mismo.
–Deja a la chiquita en paz, no ha dicho ninguna mentira.
Acompañado de varios «me cago en la puta», «una mierda dejarla en paz» y similares se acercó a mí. Yo me aparté de mi madre al tiempo que aquel desgraciado se disponía a darme un guantazo con la mano abierta. Extendí mi energía por la cabeza justo a tiempo y el golpe no me dolió, ni siquiera sentí más que el ruido de la mano de mi padre al chocar contra la capa invisible.
Ninguno de los dos se percató de lo ocurrido. Mi madre se puso en pie y lo empujó a un lado. Una parte que siempre me desconcertó de mi madre es que, pese a que nunca me mostró especial cariño y aunque no mostrara importancia a la hora de llevarse un buen golpe de mi padre, no ocurría lo mismo conmigo. Yo era intocable para ella, y cualquiera que contrariara esa certeza se enfrentaría a las consecuencias.
–Te he dicho que no la toques, ¡cabrón! –Me miró con gesto satisfecho al ver que no mostraba signos de dolor y me dijo–: Vete a la habitación, hija.
Asentí y volví a mi habitación bajo una nube de gritos. No importaba que se acalorara demasiado, sabía que por la noche se reconciliarían como dos imbéciles.
Allí me esperaba Sole en la penumbra, sentada en mi escritorio con las sienes apoyadas en las manos y gesto resignado. Cuando cerré la puerta levantó la cabeza. Su preocupación era evidente, ella era mucho más consciente que yo del odio que se respiraba por mi casa, o al menos lo tenía más desnaturalizado. Tampoco comprendía las motivaciones de mi madre para protegerme a capa y espada con actos que no hacía ni por ella misma.
Se oyeron unos gritos y el sonido de algo de vidrio caer al suelo y romperse. La actitud de mi madre volvió a cambiar, de pronto dejó de chillar para lamentarse por lo que acababa de suceder.
Me acerqué a Sole y me abrazó. Tenía los ojos vidriosos. Mientras me abrazaba llorosa, con voz tenue y temblorosa murmuré a su oído:
–¿Qué ha ocurrido ahí fuera?
–Tu madre ha lanzado un vaso al suelo, y a tu padre le ha saltado un vidrio al ojo.
–¡Vamos al médico, cariño! Perdona, mi amor.
–Eres una niña muy valiente. Mañana pediré cita para la peluquería. Feliz navidad, cielo.

viernes, 7 de agosto de 2009

15- Fue un Accidente, ¿Vale?


Es muy fácil percatarse de que hasta ahora no he dicho nada acerca de los cambios que pudieron producirse en mis relaciones y mi vida en general con el paso de la guardería al colegio. Realmente apenas los hubo. Conforme pasó el tiempo fui cada vez más incapaz de hacer amigos. ¿Amigos humanos? ¿De mi edad? ¡Caso todos me rechazaban! Envidiaban mi manera de leer a Ovidio mientras ellos luchaban por sacar dos palabras de corrida de un cuento para preescolares, llamado Clara y las Cerezas o algo así, y otros simplemente no comprendían mi forma de ser.
Algunos incluso me tenían miedo. Temían mi forma de mirarles, de explorar el mundo con curiosidad y atención. Incluso pensaban –gran superstición–, que yo movía hacia atrás las sillas de los niños que me caían mal justo cuando iban a sentarse en ellas. ¡Vaya forma de excusar su torpeza! ¡Sólo porque siempre que eso ocurría estaba yo para presenciarlo! Es por ello por lo que no he mencionado aquellos años en la escuela, no merecen la pena en mi mente si los comparo con los ratos que pasaba con Sole.

Pero he vuelto a salir del hilo de mi historia. Como ya dije, pasé semanas concentrada totalmente en la práctica de la levitación de mi propio cuerpo sin cambios drásticos. Sin embargo había aprendido a caminar de una forma nueva, delicada, casi espectral, que adoré de inmediato por su sigilo y sutileza. Mi energía ya no salía disparada si la administraba en pequeñas dosis sobre mis piernas. Las recubría de un fino velo invisible formado con todos mis flujos energéticos interiores: aprendí a andar sin pisar del todo el suelo.
Con ocho años sólo era capaz de hacerlo cuando iba descalza, pues no había aprendido aún a sentir el calzado como parte de mi cuerpo. No era perceptible por el ojo humano, pero Sole veía una fina línea de vacío entre mis pies y el suelo. Así podía pasar horas de pie sin agotarme, y moverme con una agilidad y sigilo mayor a la de cualquier persona que conociera. Creo que adoré de inmediato esa forma de andar porque era muy parecida a la que empleaba Sole. Ambas adoptamos los movimientos sinuosos, rápidos e imperceptiblemente sobrehumanos, mucho más propios de la mayoría de los felinos.
 Así me sentí seguir sus pasos, me acercaba más a su naturaleza, al mundo de los cuentos y fábulas. Claro está, todo este acercamiento tiene su parte negativa. Yo me consideraba cada vez menos humana, aunque lo fuera de verdad el mundo en el que viven casi todos los humanos había dejado de ser el mío.
Fui criada por una vampiresa y mi mente ha imitado siempre la de una, me hallaba en una existencia paralela a ambas naturalezas, que me correspondieron por igual. No era vampiro, no era un ser humano. ¿Qué soy? Cuando me hacía esa pregunta sólo me respondía: Eres Níobe, nacida de una humana, hija de una vampiro.

Cada día andaba sola hacia el colegio, observaba y aprendía en silencio, y volvía a casa también en solitario. El acontecimiento de aquel día relatar no sucedió mucho después de aprender a andar con mi peculiar estilo. Para volver del colegio debía pasar por la parte trasera, la zona de carga y descarga, del supermercado donde trabajaba mi padre.
Aquella tarde de un viernes invernal esa calle estaba casi desierta. Yo hacía levitar levemente mi mochila sobre mi espalda para aliviar la carga mientras caminaba, y llevaba un ejemplar de A Midsummer Night’s Dream de Shakespeare entre mis manos, que me había regalado Sole por traducirle Scarborough Fair, el poema que siempre usaba como nana para dormirme y que había escrito con su propia mano tras la tapa.
Frente a la puerta de descarga había dos tipos de unos treinta años, amigos de mi padre, ambos envueltos en la distorsión que la farlopa y el alcohol producen en la mente de las personas, reían y hablaban apoyados en un Citroën C15. La conversación se detuvo en seco a mi paso por la calle, en la acera justo frente a ellos. Eso me alarmó.
–¡Espera guapa! ¡Tu padre nos ha dado una cosita para ti! –La voz de uno de ellos, casi ininteligible, me hizo saber que algo iría mal si me acercaba.
–¡Dejadme en paz! –Le espeté, y aceleré el paso.
Hablaron algo en voz baja y actuaron de inmediato. Uno abrió la puerta del C15 y comenzó a arrancar el vehículo mientras el otro comenzaba a seguirme a paso ligero. Yo empecé a correr. Solté el libro de mis manos. Corrí y empleé por primera vez la energía en mis piernas sin importar el calzado. Aún así sus largas zancadas me agarrarían en poco tiempo; yo no podría mantener el ritmo mucho más por el agotamiento físico y mental. En la persecución avanzamos varias manzanas, y nadie aparecía. Nadie que me protegiera. Pero aún le sacaba casi una calle de distancia. No lo pensé. Sólo actué.
Me detuve en seco y me giré hacia él. Había oído decir que las fuerzas se multiplican cuando estás en peligro, pero jamás lo había sentido en mí antes. Dirigí mis brazos completamente estirados hacia el objetivo: su fémur. Todo pasó demasiado rápido.
Pretendía que tropezara, ¡nada más! Mi energía salió disparada mientras él cruzaba la carretera. La escena que presenciaron mis ojos fue atroz. Escuché el sonido del C15 que se acercaba, el de su fémur al partirse por el poder de mi energía, vi cómo la carne de su pierna se desgarraba, cómo el hombre caía en mitad de la carretera. No pude girar la cara cuando el conductor del coche, incapaz de frenar a tiempo por la gran velocidad a la que iba, hizo chirriar las ruedas inútilmente y reventó con su parachoques la cabeza del desgraciado que apenas era consciente de lo que estaba ocurriendo. Inmediatamente oí el chasquido de la luna delantera del coche, que se rompió junto con el cráneo del conductor acompañado de un ruido muy corto en el tiempo, pero cargado de tantos matices que hasta ahora me horrorizaría describir.
Yo quedé atónita. Los dos estaban muertos. ¡Y yo los había matado! Mi mente comenzó a nublarse. Recuerdo que corrí despavorida en dirección al Camí de les Bruixes. Lo siguiente que recuerdo llegó con el orto.
Yo estaba entre los árboles, en alguna parte de la Garrinada. El sol cubría de sombras el lugar donde estaba, a punto de desaparecer detrás de las montañas heladas. Lloraba desconsolada, desesperada y sin creer lo que había hecho ni lo que había presenciado. Me golpeaba el pecho como en duelo por la muerte de un hijo. Y entonces me di cuenta: ¡Mi cruz! No la llevaba colgada al cuello. No me hube percatado del todo de que había perdido la cruz cuando una mano comenzó a tocar mi hombro izquierdo con suavidad. Era Sole.
Me volví sollozante hacia ella, desesperada. Ella se mantuvo seria, se agachó para que nuestras caras quedaran frente a frente. Me limpió las lágrimas con su mano izquierda, y tomó la mía con la derecha. Me dejó algo en ella mientras miraban sus bellos ojos. No fueron necesarias palabras, yo comprendí de inmediato lo que me quiso decir: «Tranquila cariño. Sé lo que ha pasado, pero ya está hecho. Toma tu cruz, se te cayó mientras huías». La abracé con fuerza y ella a mí, y lloré hasta quedar agotada.
–Se te ha ido la mano, ¿verdad?
Asentí.

Creo que quedé inconsciente. Desperté la madrugada siguiente, envuelta por las mantas de mi cama que me protegían del frío invernal. Lo primero que noté es que Sole seguía a mi lado. Me abrazaba y acariciaba mi pelo castaño, casi moreno, que ya me llegaba hasta la mitad de la espalda. Su mano suave y mimosa recorría mi cuerpo con ternura. Me giré calmada, dispuesta a enfrentarme a la situación, a descubrir qué había ocurrido. Ella me miró y me respondió sin que hiciera falta que le preguntara, como ya era costumbre entre nosotras.
–Sí. Murieron los dos. Pero tranquila, nadie te vio, no conocen las causas. Sus restos… –hizo una pausa para intentar adaptar lo que iba a decir a unos oídos de ocho años, pero se resignó y continuó–: sus restos están carbonizados. Me encargué de ello. Eliminé todo rastro de tu presencia: recogí tu libro y tu cruz, además de todos los eslabones sueltos que cayeron al romperse la cadena de plata. ¿Era muy importante para ti?
–Quiero conservarla, entera o hecha trozos. Lo único que tiene que seguir intacto es la cruz. –Mi voz era un suave susurro, debilitado al máximo por el sufrimiento que torturaba mi conciencia.
–Está en la mesita. Deberías ponértela.
Me giré y la encontré allí, sobre el libro que solté la tarde anterior. En lugar de la cadena de plata llevaba cruzado un hermoso cordón, también de argento, nuevo y brillante. La miré sorprendida.
–Lo compré cuando vi que se había roto tu cadena. Los cordones son mucho más resistentes.
–Estás loca. ¿Cómo se te ocurrió salir de casa tan temprano? Apenas serían las cinco y media de la tarde cuando ocurrió. ¡Podrías estar frita ahora mismo!
Mi corazón se estremecía de pánico sólo ante la idea de perder a mi Sole, y estaba furiosa por su atrevimiento.
–Tranquila. Tomé un sorbo del joyero después de pagarle el cordón. Lo tomado por lo timado, estoy perfectamente.
Sus palabras me tranquilizaron como siempre lo habían hecho, y permitieron que mi mente llevara la conversación por otros derroteros.
–Muchas gracias Sole. Para mí el cordón será ahora tan importante como la cruz que sostiene. –Hice una pausa mientras cogía la cruz y dejaba que Sole ajustara el pequeño cierre en mi nuca, pese a que casi nunca le permitía acercarse a mi cicatriz–. Oye, ya sé que hace unas semanas te pregunté si era mala persona. Sé que no lo soy, porque no lo he hecho Con mala intención, sólo quería protegerme. Pero lo que está claro es que soy peligrosa… –Sole cayó y siguió escuchando a mis espaldas mientras yo buscaba las palabras adecuadas–, es decir, que si enfurezco puedo ser dañina para los humanos.
–¿Por qué piensas eso? ¿Y ahora hablas de los humanos en tercera persona?
–¿Tienes idea de lo fácil que fue arrancarle la pierna a ese tipo? Podría volarle literalmente la cabeza a cualquier ser humano que se encuentre en mi campo de visión. ¡Soy un peligro!
–Sólo tienes que mantener el control. Si tu autocontrol es perfecto y no descargas tu ira no serás peligrosa.
–Soy una niña asocial y con la ética de un vampiro. ¿Crees que mi instinto no es fuerte? Sole, me siento mal y temo mi propio poder por la gente. Sole, quiero que me ayudes, si puedes.
–Claro que sí, sabes que haría por ti todo lo que esté en mis manos. Te quiero más de lo que he querido a nadie en mi vida. Pero antes que nada me tienes que decir de lo que se trata.
Se me escapó una sonrisa complacida al oír aquello.
–Necesito que busques la forma de canalizar mi agresividad. ¿Me ayudarás?
Sole guardó silencio antes de responder.
–Hurgaré en la biblioteca de nuestra casa, creo que tenemos libros acerca de yoga, meditación y todos esos temas orientales que ignoro por completo. ¿Te parece bien?
Sole ya me había hablado de su casa compartida con otros cuatro vampiros, en mitad del bosque y de ladrillo irregular y descubierto, con una habitación llena de libros del suelo al techo. Esto último sí me parecía completamente maravilloso e imposible fuera de las bibliotecas.
–Gracias, cielo. –Agaché la mirada y continué–: Otra cosa…
–¿Sí?
–Lo siento. –Quedó totalmente confusa–. Siento haberte incitado a tomar sangre humana cuando no querías. Hoy he descubierto lo que es matar para tener que sobrevivir. No tenía otra opción, y pese a ello me parece horrible. No sabía qué se sentía, y no entendía por qué no te alimentas de humanos si es parte de tu naturaleza.
No dijo nada como de costumbre, sólo me abrazó. Sus caricias eran palabras que recorrían nuestra piel, que se fundían en perfecta comunión y entendimiento: la mía, caliente y palpitante, la suya fría como el relente de la madrugada. Pero ambas pálidas, las dos finas, jóvenes y desterradas del reino del rey Sol, ostracismo que, según qué ojos, puede ser condena, puede ser regalo, o ser sólo ser.
Yo adoraba la noche. No me importaba el sol del verano ni el de invierno, sino su Luna de cada noche, cíclica y en constante cambio, su luz y reflejo sobre nuestra piel cuando está llena. Amo a la solitaria diosa Selene casi tanto como amo a la Soledad que trae consigo cada noche.