lunes, 28 de diciembre de 2009

42- Espalda al Pasado


–¡Tú! ¡Eres una viciosa indiscreta!
Irene saltó sobre mí en la cama y me hizo una de las llaves que Fernando le había enseñado para impedir que me moviera.
–¿Cómo? ¡Ah! ¡Socorro!
–¿Te duele la garganta? Debería después de los berridos de la última semana.
–¿Las habitaciones no estaban insonorizadas?
–Hasta cierto punto, señorita Callas. Parecías una de esas cantantes que a Fer y a ti os gustan tanto.
–¿Entonces me habéis oído?
Mi cara se puso completamente roja de la vergüenza, aunque debo admitir que me gustó la idea de haber sido escuchada.
–Al menos Fer y yo sí.
–¡Un momento! La suite de Fernando está al otro lado del vestíbulo.
–Anoche lo invité a pasarse –aclaró con una sonrisa pícara.
–¿Y tú me llamas viciosa a mí?
–¡Eh! No hicimos nada. –La miré incrédula–. Vale, lo hemos hecho una y otra vez hasta hace media hora, cuando se ha ido. Pero a diferencia que tú no chillo como si me fueran a abrir en canal. ¡Vamos! Arréglate, Manto quiere despedirse de ti a solas.
–¿Ya? ¿Y los chicos?
–Han partido a Alicante con Rodrigo hace un rato, te lo acabo de decir, ¿dónde tienes la cabeza? Vístete y vamos.



–¿Me mandaste llamar?
–Sí Níobe, pasa. Quería pedirte un favor.
–Me has tratado como a una reina, pide lo que quieras Manto.
–Cuando recuperes a Soledad, ¿podrías pasarte por aquí?
–¿Tan seguro estás de que salvaré a Sole? –Asintió–. Bien, volveré, con una condición.
–¿Cuál?
–Que David esté en la habitación en la que me hospede.
–Le has cogido cariño de verdad.
Agaché la cabeza entristecida. No nos habíamos despedido y ya lo echaba de menos.
–Demasiado… que no le pase nada, por favor.
–Alimento a David con mi propia sangre, y su único deber es devorar libros. Cuando vuelvas será más fuerte, más culto y más obediente si cabe.
–Gracias.
Hice ademán de marcharme.
–¡Ah! Y no olvides lo que te dije. Si no lo…
–Si no lo hago no podré vencer. Me duele en el alma, pero lo sé. Gracias Manto, lo tendré en cuenta, pero no prometo nada.



Cuando Bajé de nuevo a la habitación toda mi ropa y mi equipaje se encontraba ya dentro de las maletas. David daba saltos un tanto ridículos, trataba de coger a Elendil, que se había colgado en la lámpara del techo, mientras Irene cerraba a presión la última maleta con un ojo puesto en el animalito.
–Elendil, pequeño, mami tampoco quiere irse, pero tenemos trabajo. Marchamos.
No rechistó. Se descolgó y voló voluntariamente dentro de la jaula. David la cerró.
–Cariño, volveré pronto. Manto me ha prometido que te cuidará como oro en paño y que estarás en mi habitación cuando vuelva.
Tomé sus manos.
–¿Voy sacando las maletas? –Intervino Irene notablemente incómoda.
–Te quiero.
–Sí. Irene, es hora de sacar las maletas –se dijo a sí misma, y así hizo.
–Y yo a ti mi pequeño. Volveremos a vernos dentro de nada. Te lo prometo.
Le di a David el beso mas apasionado de toda mi estancia allí. Puro magma corría por mis venas, mientras espasmos de dolor en mi vientre me anunciaban que mi estancia en el paraíso había terminado.
Tomé el volante de mi escarabajo con lágrimas en los ojos.



Antes de irse, Alba me hizo prometerle una y otra vez que iría a Barcelona a mi regreso de Alicante. Lo hizo mientras me acariciaba las manos con las yemas de sus dedos. Yo acepté, había logrado la invitación a ir a Barcelona que tanto necesitaba para continuar el plan, como Fernando predijo.
Pusimos rumbo a Alicante, donde nos encontraríamos con nuestros amigos y Rodrigo, con quien debía hablar y papelear largo y tendido antes de declarar en comisaría y comparecer ante el juez.
–Brujita, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras? –me dijo Irene.
–¿Recuerdas la pregunta que me hiciste el mes pasado? A propósito de Fer y de David.
–Sí.
–La respuesta es que sí. Se puede amar a dos personas a la vez.



Mi primera casa era un edificio ahora casi ruinoso. La arena del parque ante él había sido sustituida por baldosas de caucho, los columpios eran de madera y plástico, los olmos no estaban. Lo único que parecía ajeno al paso del tiempo era la cafetería del parque, siempre igual de deslustrada, siempre llena, siempre joven. Subimos las tres plantas hasta mi casa y nos plantamos ante la puerta del viejo hogar de Marga Rodrigo y yo. Los demás estaban detrás nuestra, unos en el estrecho vestíbulo, otros en un peldaño.
Mi albacea me dio las llaves, como un adelanto extraoficial de mi herencia. Introduje la llave en la cerradura y giré con fuerza hasta darle dos vueltas completas. La puerta necesitó un empujón para abrirse, ya que se había atrancado a acusa del paso del tiempo y la humedad.
Al interior nos recibió una nube de polvo, una gruesa capa que cubría cada mueble, cada lámpara, cada libro y cada ventana. Casi todo permanecía exactamente igual que en los vagos recuerdos de mi infancia allí. Sólo dos excepciones vi en la salita: la moqueta gris del suelo se encontraba enrollada en una esquina de la habitación. Pero lo primero en lo que me fijé fue en la baja estantería que había a un lado de la pared, junto a la moqueta. Allí faltaba un solo libro, el códice que trataba sobre la Ley de los Protegidos, uno de los únicos seis ejemplares en el mundo, que había dejado una mella en la estantería.
Me acerqué a la alfombra y la comencé a desenrollar. Rodrigo puso su mano en mi muñeca y me detuvo.
–Está manchada.
–Lo sé. Sole me contó cómo la halló la policía. –La desenrollé por completo, la gran mancha negruzca de sangre reseca se descubrió ante mí–. Pero nunca me contó la verdad. ¿Cómo murió?
–Se suicidó.
–No, esa versión no. Quiero la real.
Se hizo el silencio. Yo volví a poner la alfombra en su lugar. Rodrigo comenzó a contarme entre titubeos la historia de su muerte, la verdadera, mientras yo inspeccionaba la estantería, libro a libro, en busca de algo que, sospechaba, encontraría allí:
–Como se menciona en su testamento, Marga tuvo una hermana. Eran mellizas. Pero pese a lo que dice el texto oficial, su hermana no ha muerto.
–Clínicamente sí. Aquí estás, –intervine, al tiempo que sacaba un viejo cuaderno cubierto del polvo.
–Sí, bien. Marga llamó a su hermana justo después de tu mudanza a Olot. –“SOLEDAD, DIARIO DE GUERRA” decía la primera página del cuaderno–. Le imploró dos favores. Primero le dio el nombre y el lugar donde vivía la nueva Prima Protecta.
Levanté la mirada a la balda superior de la estantería. En un marco había una vieja foto amarillenta. En ella aparecían, rodeadas de palmeras, dos chicas jóvenes. Eran prácticamente iguales.
–Y le pidió que cuidara de ella –continué su relato con los ojos vidriosos.
Las dos chicas debían tener unos veinticinco años, eran rubias y tenían el pelo largo y recogido en una trenza. Abrí el marco de la foto y la saqué con cuidado de no desquebrajarla. Ya no me cabía duda, pero el dorso de la fotografía reafirmaba lo que desde hacía tiempo pensaba.
–Así es. Y así le prometió su hermana. El segundo favor que le pidió fue más comprometido –dijo vagamente.
“Marga y Soledad. Huerto del Cura, 15 de Julio de 1935”.
–Continúe. Estoy preparada para oírlo.
Él vaciló de nuevo antes de responder:
–Le suplicó la muerte.
–Y ella se la dio. ¿Verdad? –aventuré. El no respondió en voz alta. Asintió levemente antes de decir:
–¿Estás enfadada con ella?
–Actuó como una buena hermana que desea lo mejor para sus seres queridos. No, no lo estoy. Hizo lo mejor para Marga. Ejecutó algo para lo que hacen falta una comprensión, valor y amor desconocidos para casi todos. No es digno de odio, sino de ser honrado. La amo más que antes, si cabe.
Coloqué de nuevo la fotografía en el marco y la puse en su lugar, pero guardé el cuaderno en mi macuto.
–¿Cómo puedes no pensar en que el cuaderno pueda ser una falsificación? –Intervino de nuevo, quizás para probarme–. Es una falsificación, en aquella época apenas había mujeres que supieran leer. Menos en zonas rurales, como Elche en los años de la guerra.
–No en los judíos. –Algunos dieron un respingo al escuchar mi conjetura–. Me fijé en los apellidos de los padres de Marga y Sole: Leiva y Elías, los dos son de origen judío. O sus padres eran judíos o lo eran sus raíces, en todo caso. Esto lo escribió Sole sin duda. Su letra no ha cambiado apenas desde entonces, quizás ahora es más estilizada. ¿Hay algo más de interés aquí?
–En la habitación de Margarita hay una caja. Contiene efectos personales que tu madre le dio antes de partir.
–¿Es imprescindible verlas ahora? Tengo una herida importante con respecto a mi madre, y aún está demasiado fresca. Mejor esperar a que cicatrice.
–No. Vayámonos, tienes mucho papeleo que firmar antes de partir, y el tiempo no es tu mejor aliado por lo que sabemos.
Nos refugiamos durante el día en una de las habitaciones de la casa de Rodrigo, en el número uno de la Explanada. La Casa Carbonell. Demasiados recuerdos, demasiado a lo que enfrentarme. Demasiado odio del que arrepentirme.