viernes, 24 de julio de 2009

9- Despedida


Once días después el mundo existía exactamente igual que hasta entonces para mucha gente. La Unión Soviética se desmigajaba progresivamente, la lucha entre el control de poder entre las autonomías y el gobierno central español era la orden del día, y en alguna parte del orbe Freddie Mercury se resignaba a hacer pronto aquel viaje que todos los seres deben hacer en solitario, y al mismo tiempo, en compañía de todo lo vivido.
Pero poco o nada sabía yo de todo eso, y menos me importaba, pues tenía mis propios problemas. Mi habitación ya estaba vacía, y me encontraba arrodillada en una esquina de su interior, callada mientras hacía levitar un jínjol que tenía en la mano izquierda. Así lograba por un breve tiempo no pensar, no sufrir el miedo a perder a Marga, la única persona hacia la que sentía verdadero cariño.
Además, después de varios meses de práctica fui capaz de usar mi poder de forma más prolongada y sin dolores de cabeza tan tremendos como los de las primeras ocasiones.
Tocaron a la puerta. Yo avancé rápidamente la cabeza, me metí el jínjol flotante en la boca y lo mordí al mismo tiempo que mi madre abría la puerta.
–Ya está todo listo. Nos vamos ya, pero antes tienes una visita. –Al tiempo que decía esto la anciana Marga entró por la puerta. Yo me puse en pie de un salto–. Os espero fuera.
Mi madre se fue. Marga se acercó lentamente a mí, se inclinó y me abrazó. Yo notaba cómo me apretaban sus manos temblorosas, suplicaban que no me marchara nunca, que no fuera más que un sueño y que al despertar pudiera comprobar que nunca me había marchado. Pero eso no era decisión mía, y nada podía hacer al respecto. No pude evitar la tensión y rompí a llorar. Unos segundos después ella ya había unido su llanto al mío.
Eran sollozos serenos, resignados, sabíamos que debía ser así y la violencia debía quedar fuera de nuestras lágrimas. Nos mantuvimos unidas durante varios minutos, sin mediar palabra, sólo llorábamos. Cuando nuestro llanto calmó ella se separó de mí, se sentó en el suelo y me hizo una señal para que me sentara frente a ella. Y la obedecí, a sabiendas que iba a escuchar sus últimas palabras:
–Cielo, eres una niña muy especial. Siempre he notado tu energía y cada día es más fuerte. En eso eres igual que tu abuela, que en gloria esté. Te quiero muchísimo y sé que vas a crecer bien, que serás una chica lista, fuerte y sana. Eres única en el mundo, única. Y cuando alguien se dé cuenta de eso te querrá como yo te quiero, y necesitará sentir tu energía cerca de ella para ser feliz. –Sin dejar de hablar, se echó las manos a la nuca y desabrochó la cadenita de plata que sujetaba su cruz griega–. Quiero que tengas esto. Sólo una persona tan especial como tú puede llevarla. Tenla como un recuerdo de la yaya Marga, te prometo que te protegerá. Sólo te pido a cambio que no la pierdas nunca, que la tengas mientras lata tu corazón.
Tomó la cruz y la cadena con su mano izquierda y con su diestra tomó mi zurda, la puso con la palma hacia arriba, colocó la cruz en ella y cerró mi mano. Apretó con firmeza pero sin hacerme daño con sus manos grandes y arrugadas.
–Gracias yaya. La cuidaré siempre.
–Sé que lo harás –me dijo con una sonrisa, justo antes de darme un beso en la frente.
Entonces se levantó despacio y con cuidado, yo hice lo mismo al entender que nuestra última conversación había terminado. Salimos en silencio de la casa. Yo me puse la cruz al cuello mientras andaba a la puerta de salida, donde esperaba mi madre con gesto de marcada impaciencia. Todas las cajas y los muebles que nos llevábamos estaban ya en el camión de mudanzas o cargadas en el maletero del coche de mi padre, que esperaba a que bajáramos con el motor encendido.
Marga sacó las llaves de su casa, cuya puerta estaba enfrentada a la de la mía, y con los ojos vidriosos se despidió de mi madre:
–Adiós hija. Que tengáis mucha suerte en la vida.
Mi madre le devolvió un simple pero melancólico «adiós» y comenzó a bajar las escaleras mientras ella metía la llave en la cerradura. Yo me quedé ante Marga hasta que entró, me miró en señal de despedida y cerró la puerta. Tras el portazo comencé a bajar lentamente mientras retenía esa mirada en mi mente. En ese instante supe que no volvería a verla, que no volvería siquiera a hablar con ella. Y mi instinto no me traicionó.

Aquel mismo día la anciana Marga murió. La encontraron un par de días después de su fallecimiento, cuando los vecinos comenzaron a echarla en falta y llamaron a la policía.
 La hallaron sentada en un sillón de su casa, sin más signos de violencia que una herida en la muñeca izquierda. La sangre reseca había fluido a borbotones de su muñeca, recorrido su falda negra y formado una mancha roja y negruzca en el suelo y la alfombra, extensa, pero no todo lo grande que debía haber sido en ese caso. La mano derecha la tenía apoyada sobre el regazo, en el que reposaba un cortaplumas que imitaba el diseño de la espada Tizona. En él no había más rastro de huellas digitales que las suyas propias. La autopsia concluyó que Marga se había suicidado. Yo no supe de su muerte hasta años después, aunque mi intuición me decía que ya no vivía.

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