lunes, 23 de noviembre de 2009

40- ¡Mi David!


–Este lugar apesta a humo.
–Lo sé, pero querías ver la ciudad, ¿no?
–No recordaba que las ciudades olieran tan mal.
–Es normal, si has vivido en la naturaleza durante tanto tiempo, que notes el olor más de lo normal.
–Pues las ciudades me caen mal. ¿Y los bosques?
–Lejos.
–¿Huertos?
–La mayoría lejos. Algunos pequeños dentro de la ciudad, pero notarías el sabor del humo en la fruta.
–¡No puede ser! Tengo hambre.
–Tranquila, Manto me ha dado algo de dinero para que comas lo que quieras donde quieras. Ya sabes, en un restaurante como suelen hacer los humanos normales.
–Ah, bien, no tendré que coger mi comida, me la traerán y todo eso. No será tan divertido, pero supongo que no viene mal comer sin tener que estar alerta por si viene el perro guardián a por mí. Bien, ¿cuánto te ha dado?
–Varios rosas.
–¡¿Qué?! –Asintió–. ¿Cuántos exactamente?
Levantó la mano derecha con todos los dedos extendidos.
–Recuerda que ahora eres una aristócrata. ¡Vive y come como tal!
–Vamos a un banco a cambiar un billete. Me apetece una ensalada de garbanzos. Dudo que te acepten un billete de quinientos por ella.



Después de mi temprana comida y de una ronda turística por Toledo, David me dijo que tenía preparado un regalo sorpresa para mí. Le di la llanda durante todo el camino para que me dijera qué era, pero él se negó. El taxi nos dejó frente a las opulentas puertas de una academia hípica que parecía gozar de prestigio sólo con ver su fachada. Él me cogió de la mano y me llevó dentro. Aún no me lo podía creer, simplemente no me salían las palabras, cuando me dijo «te va a gustar» jamás creí que se trataría de eso. La verdad es que pensé en manzanas.
Al fondo del lujoso vestíbulo se encontraba la recepción, donde había una señora rellena de botox que con desdén nos dijo que la academia estaba cerrada. Él le dijo que habíamos reservado hora a nombre de David y Vera Pérez, y al punto le extendió sobre la mesa un billete de quinientos euros. La cara de plástico de la mujer cambió de forma radical, y su mueca despectiva se transformó en la sonrisa propia de las azafatas de vuelo.
–Quiero que mi hermana vea los establos, –dijo David–. Verá, ella es una amante de los animales y quiero regalarle su primer contacto directo con los equinos.
–Claro, pasen por aquí, por favor. ¿Desean tomar algo los señores?
–Un zumo de manzana cien por cien natural, gracias.
Sabía que habría manzanas de por medio.
–Como desee señorita. Permítame darle la enhorabuena, tiene un hermano muy generoso.
La mujer nos guió por un pasillo hasta donde se encontraba la puerta de salida al circuito de equitación, en cuyo umbral había una chica joven, mestiza, rubia y de aspecto jovial, bastante guapa, del tipo de personas que despiden simpatía por todos sus costados, exactamente al contrario que la recepcionista.
–Son los clientes de los que te hablé. Quieren ver los establos. Luego pueden hacer lo que quieran.
–Sí, señora, –respondió la joven, y se dirigió a nosotros–: Buenas tardes señores, ¿me acompañan, por favor?
Nos guió por un camino que bordeaba el circuito, camino que pasé aferrada a la cintura de David. Justo en el umbral del establo lo atrapé en un fuerte abrazo, le susurré «gracias, hermanito» y lo besé con pasión.
La chica se había girado para hablarnos en ese mismo instante, y carraspeó para hacerse notar. Nos separamos deprisa y comenzó a hablar:
–Bueno señores, estos son los establos. Como pueden ver…
–Disculpe, señorita. –Interrumpí.
–¿Sí?
–Aún no sé su nombre.
–Ah. Disculpe, mi nombre es Vera.
–¡Que casualidad! Yo también me llamo Vera. Quería decirle, Vera, que no es necesario que nos llame “señores”, suena fatal, mejor llámenos por nuestros nombres.
David me miró extrañado.
–¿En serio? Si así lo desean está bien.
–Por cierto, él es David, y no finja ser una estirada con nosotros, por mucho que le obligue a ello su jefa. ¿Me haría ese favor, Vera?
–Claro, Vera. –La joven suspiró, parecía mucho más relajada que antes. Me sonrió agradecida y continuó–: Como decía, en este lado están los caballos americanos. Al fondo los europeos, y en el pasillo lateral se encuentran los ponis. ¿Desean ver alguna raza en especial?
–¿Qué le pasa a aquél del fondo? Al de color canela que no para de relinchar.
–Disculpe. –Una señora apareció por mis espaldas con una bandeja y me dio un zumo de manzana en cristal de bohemia–. Su zumo, señorita.
–Gracias.
Pobre Vera, entre una y otra apenas la dejábamos decir una frase completa.
–No he podido domarlo. Es extraño, es de buena raza, su hermano Pegaso no presentó ningún problema. A veces ocurre, el caballo simplemente se niega a aprender.
–Me gusta.



Me acerqué al pequeño caballo encabritado. Por el camino me di cuenta de varias cosas que me resultaron extrañas. Para empezar, en toda la academia no parecía haber más clientes que nosotros dos, apenas olía a estiércol y casi todos los excrementos habían sido recogidos y amontonados lejos hacía muy poco. Además, todos los equinos parecían recién lavados y cepillados.
Cuando llegué frente al precioso caballo europeo lo miré a los ojos, como siempre solía hacer. La criadora me advirtió un tanto alarmada:
–Señorita, no se acerque demasiado, podría hacerle daño.
–No me dañará. ¿Verdad que no? –Dije al animal, que me miraba fijamente a los ojos.
Dejó de relinchar y se acercó a mí. Era hora de comprobar mi hipótesis.
–Hola precioso. ¿Cómo te llamas?
«Crisaor».
–Debí suponerlo, hermano de Pegaso. Yo me llamo Vera. –Era hora de probar algo más–. Are you hungry?
«Sí».
Què vols per menjar?
Miró mi vaso de zumo: «Manzana».
–Quiere una manzana. ¿Me podéis traer una?
–Sí, señorita –respondió la criadora completamente perpleja.
No pasó un minuto hasta que tuve una manzana en mi mano. Se la di de comer y le pregunté, esta vez a un paso más en mi conjetura, un idioma inexistente:
¿Ayánate liori?
Aunque no significara nada, lo pronuncié mientras pensaba en preguntar «qué te parece», «mucho mejor que las que me suelen dar, gracias», respondió, y relinchó.
–Oye Crisaor, ¿me dejarías pasear sobre tu lomo?
«Montura no»
–A mí tampoco me gustan las monturas. Quiero sentir tu tacto cuando esté sobre ti. ¿Qué dices?
–Señorita, es peligroso.
El caballo asintió en respuesta a mi propuesta.
–No me pasará nada, ya verá. Hágalo salir.
La criadora, comprometida por la obligación de cumplir todo lo que David y yo le pidiéramos, se acercó un tanto insegura y abrió la puerta. El caballo salió despacio, completamente manso.
Ya fuera del establo me acerqué a él, le acaricié las brillantes crines y le di un beso. Tendí mi copa a David y subí a horcajadas sobre Crisaor. La mujer dio un respingo, David la detuvo:
–No se caerá. Es algo así como un cruce entre mono y gato.
Yo me quité los incómodos tacones y los dejé caer.
–Crisaor, para en cuanto te canses, y si te hago daño avisa.
«Apenas noto peso», relinchó y comenzó su trote.



Jugué con él tanto como quise. Sentía su pelo recién cepillado, sus crines ondeaban al galope y al compás de mi pelo. David se unió a mí montado sobre Pegaso, y no pasó mucho hasta que la recepcionista fue al circuito para verme cabalgar sin montura. Al bajar, le di un fuerte abrazo y las gracias a Crisaor, luego me abalancé sobre David y quedé colgada de su cuello.
–Es usted muy afortunada, señorita Pérez. No todos pueden pagar a una academia como la nuestra para que cierre sus puertas al público, sólo para él y su hermana. Debe quererla mucho.
–Que has hecho, ¿Qué?
–Bueno, la verdad es que Manto ha pagado la mitad.
Tanto la criadora como yo teníamos cara de no creer lo que oíamos. Supongo que la suya se debía a haber oído que éramos hermanos después de ver cómo nos besábamos.



Tras ver, acariciar y abrazar a todos los caballos, decidimos que era hora de irnos. Volví a besar a David, Vera fingió no ver nada. A la salida, David dio a la recepcionista varios billetes más de quinientos euros –no quise mirar cuántos–, pedimos un taxi y volvimos al casco antiguo de la ciudad.
La noche ya había caído, y sólo faltaban cuatro horas para el sufragio por la instauración de la provincia de Girona.
–David.
–¿Qué te pasa? ¿Estás nerviosa por los resultados?
–Los resultados no me importan, no cambiaré mis planes. Sólo quería darte las gracias.
–¿Gracias? ¿Por qué?
–Por hoy. Ha sido un día maravilloso, eres increíble. Te voy a echar mucho de menos cuando me vaya.
Él me acarició la mejilla y me dio un beso.
–Yo a ti también te extrañaré. Níobe, cuando recuperes a tu compañera, ¿regresaras?
–Sí. Te lo prometo.
Tomé su mano y nos besamos con ternura, hasta que el taxi llegó a nuestro destino.



–Rodrigo, líder provinciano de Alicante.
–Vota.
–Amanda, líder provinciana de Valencia.
–Vota.
–Alba, líder provinciana de Barcelona.
Manto y yo llamábamos, de pie en el estrado, a cada uno de los votantes. La urna entre nosotros, y frente a ella un niño verificaba el voto. Veía las caras de mis amigos y leía sus labios. El más arisco por la situación era sin duda Fernando. «Esto es humillante. No quiero pasar por el yugo, no he votado en mi vida y no entiendo por qué tengo que hacerlo ahora». «¿Prefieres que Gabrielle nos tenga en la palma de la mano para exiliarnos o matarnos a su voluntad? A mí tampoco me gusta nada esto, pero si no votamos, no lo dudes ganará el ‘sí’» le replicaba Andreu.
Cuando todos los demás hubieron votado, Manto y yo nos nombramos mutuamente y depositamos nuestros votos en la urna.
Se cierra la sesión.

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