martes, 29 de septiembre de 2009

23- La Bruja, La Ninfa y La Hobbit


Charlé con los chicos hasta casi mediodía. Luego, por insistencias de Andreu y sobre todo de Amalia subí a la habitación a dormir. Me puse un camisón rojo que no pude apreciar bien en la oscuridad, pero Amalia me dijo que me ayudaría a dormir. Y así fue, vaya si me ayudó. El camisón era de Sole y estaba impregnado de su delicioso aroma. Pude sentirla junto a mí, como si se encontrara a mis espaldas y me regalara su aliento sobre la nuca.

Nada más despertar me levanté de un vuelo –literalmente– y abrí la ventana de la habitación. Era Luna llena, y por la oscuridad que inundaba el bosque pese a ser ya junio supuse que serían sobre las diez de la noche. ¿Había dormido casi diez horas? ¿Yo, que daba gracias a Morfeo cuando me permitía dormir más de cuatro? ¡Increíble! Tocaron a la puerta.
–¿Se puede? –Dijo Irene desde el otro lado.
No puedo decir que no me incomodara que mi histérica archienemiga histórica fuera entonces una bestia siempre sedienta de sangre humana y que hubiera pasado el día en la misma casa que yo mientras dormía, pero había sobrevivido, lo que me hizo pensar que al menos no era tan mala como me había parecido hasta aquel momento. Ahora sabría ponerse en el lugar de un verdadero bicho raro.
–Sí, claro, adelante, –respondí al tiempo que me sentaba en el borde de la cama.
Irene apareció feliz con una bandeja en la que llevaba el candil encendido, un bol con macedonia de frutas y un vaso de zumo de manzana Golden.
–Servicio de habitaciones –cantó alegre a su paso por el umbral de la puerta.
–Pero Irene, ¿qué es esto? –Musité aún aturdida por el sueño.
–Tu desayuno brujita. El que menos aquí lleva décadas sin cocinar, y yo no es que sepa mucho, pero como hasta hace poco era humana aún recuerdo qué tenía buen sabor. ¡Toma! Espero que te guste… sobre todo porque no he medido bien las cantidades y quedan cuatro raciones más en la nevera.
–¿Hay nevera?
–¡Claro! Las bolsas de sangre que mi Fer roba de los hospitales no se pueden guardar en la despensa junto a tus tintes.
–Oye Irene… –comencé a decir confusa.
–Dime Vera.
Se sentó a mi lado, sobre la cama.
–¿Por qué has hecho esto?
–¿Te refieres al desayuno? ¿Tu te has visto? Te has quedado casi sin culo ni tetas, con lo rollicita que estabas la última vez que te vi en clase
–¿Te fijabas en mi?
–Sólo en cada kilo que cogías –respondió en una carcajada. Yo sonreí, ella se calmó y siguió–: Bueno, ya sabes…
–Sí, ya sé, por eso mismo. ¿No me odiabas? ¿Por qué de pronto este cambio de actitud, este cariño y este desayuno?
–Yo… –murmuró seria–, te odiaba, es verdad. Te temía y no te comprendía, por eso te odiaba, por los mismos motivos por los que cualquiera odia y teme a alguien. Nunca socializabas con nadie, si acaso de vez en cuando con algún profesor. Y con conversaciones sobre ese tal Kiarostami y cosas por el estilo ni más ni menos. Un día te teñiste sin más el pelo de azul, aparecías en los sitios sin que nadie te oyera llegar, y eso sin mencionar el tema de David. De haber sabido que la pelirroja tan rara como tú era tu nocia no me habría sentido tan fotuda. Pero David me encantaba y él estaba loco por ti. Eso me repateaba.
–Por cierto, ¿cómo esta? A parte de en tratamiento, quiero decir.
–Hasta que he desaparecido yo iba en mejoría.
–¿Te lo estabas tirando? –Le pregunté con una sonrisa maliciosa en la cara.
–Desde hace tres semanas. Le ha venido muy bien para relajarse. Pero ahora que yo tampoco estoy, no se qué será de él.
Cuando el suspiro que cerró sus palabras cesó se hizo el silencio. No fue un silencio incómodo, sino más bien melancólico, como breve luto por la muerte de un ser querido, aunque ni siquiera sabíamos qué sería de él en el tiempo que vendría.
–Pero ahora no tengo razones para odiarte –prosiguió–. Después de hablar todo el día con los chicos, sé que si te alejabas de nosotros era para mantenernos a salvo del peligro de los vampiros y del que tú misma suponías. Fue un sacrificio muy noble que ninguno de nosotros supo apreciar, por ello te pido perdón y, bueno… te doy las gracias, aunque al final tanta precaución no haya servido de nada conmigo.
–No hay de qué, era mi deber como monstruo civilizado. Pronto tú aprenderás a serlo también –dije mientras comía fruta sin cesar.
–No digas tonterías brujita, tú no eres ningún monstruo. Oye, ¿te acuerdas de cuando te descubrimos de camino al bosque y decidimos seguirte?
–¿Que si me acuerdo? –Eché a reír–. ¡Qué pandilla de cotillas, collons!  Organizabais expediciones de búsqueda y por vuestra culpa tuve que esperar semanas para volver a ir desde la ventana sin miedo a que me descubrierais en lugar de a pie hasta que os despistara.
–Recuerdo que siempre que entrábamos al bosque detrás de ti desaparecías de pronto tras cualquier árbol –apuntó con una sonrisa nostálgica en el rostro–. Tenías que haber visto nuestras caras.
–¡Las veía!
–Al final se creó una hipótesis general que pareció la más lógica a la gente de clase.
–¿En serio? ¿Cuál?
–Que eras una bruja y cada noche tenías una cita en el bosque junto con otras brujas, entre ellas tu “prima”, para fornicar con Satanás.
Ninguna de las dos pudo poner la espalda recta y quitarse una mano del estómago durante los siguientes minutos a causa de la risa, estábamos pletóricas y llenas de energía.
–No puedo creérmelo.
–Voy completamente en serio. Todas creían que tu belleza y la de Sole se debían a un pacto con el diablo.
–¿Todas? ¿Tú también?
–No, yo pensaba que tú eras el diablo.
Las carcajadas me regresaron de pronto y no pude evitar que un trozo de kiwi saliera disparado de mi boca, que la hizo caerse de la cama a causa de la risa.

Pasamos un buen rato juntas, hablamos contentas y sin creer aún que los retorcidos derroteros de la vida nos hubieran unido de aquella forma tan extraña. Luego oí cómo se abría una de las puertas de entrada a la casa.
–Amalia y Andreu –aclaró Irene–, han ido a traerte algo de comida.
–¿Cómo se les ha ocurrido salir tan pronto?
Tomé con ambas manos el bol de macedonia y bebí de un gran trago todo el poso de almíbar y pulpa de frutas que quedaba, cogí el vaso de zumo y correteamos las dos escaleras abajo.
Andreu y Amalia estaban al otro lado de una puerta abierta en la planta baja, justo bajo el aseo del piso superior. Era la cocina, donde todo, suelo, paredes y muebles estaba cubierto por una fina película de polvo. Ellos dos no paraban de meter el contenido de una docena de bolsas  llenas de comida en la nevera y la alacena. Me acerqué al vano y me apoyé en el marco de la puerta.
–Frutas, verduras, vino, zumos, refrescos, precocinados, aperitivos fabricados por la American Biscuit… ¡y en bolsas de Mecadona! –Exclamé–. ¿Qué clase de anarquistas sois?
–Unos con demasiada prisa como para detenerse en los principios –respondió Amalia, que no tuvo otro modo de saludar que pellizcarme las mejillas como a una niña pequeña.
–Níobe, vas muy guapa con ese vestido, el velo es precioso –intervino Andreu sin dejar de vaciar bolsas a una velocidad tal que me costaba seguir con la vista el movimiento de sus brazos.
–¿Velo? ¿Vestido? Amalia, ¿qué me diste anoche?
–Anda ¡ven ninfita! –Dijo como si el hecho de no ver bien en la oscuridad fuera un descuido mío.
Al punto me tomó la mano y casi me arrastró hacía un sofá del salón. Subió deprisa las escaleras, y bajó de nuevo apenas un segundo después con un espejo de pie entre las manos. Lo dejó a un lado de la habitación y me levantó del mismo modo que me había sacado de la cocina. Casi sin haberme dado cuenta de cómo había llegado allí me encontré plantada ante el espejo, boquiabierta por lo que veía en el reflejo.
El camisón era de paño color rojo intenso, cubierto por una fina capa traslúcida del mismo color, que reducía brillante con una apariencia muy cálida. Tenía un escote tipo palabra de honor. Por la parte baja la capa de raso tenía una caída suelta hasta las rodillas, y la de paño llegaba hasta a mitad del muslo, con una raja que casi descubría mi glúteo. De la parte trasera del cuello del camisón nacía un largo velo hecho con dos capas de la misma rasa tela, que rozaba el suelo casi medio metro. Entonces reconocí el vestido. Era el atuendo que Sole llevaba la noche que nos conocimos. No se lo había vuelto a poner desde entonces.
En seguida supe por qué no se lo puso durante mi adolescencia: Sole era casi veinte centímetros más alta que yo, por lo que si a mí la tela me cubría hasta la mitad del muslo en ella debía dejar poco a la imaginación. Un calor interno me recorrió el cuerpo al recordar a Sole con aquel vestido y apreciarlo como no pude hacerlo con tres años.
Entré en un profundo trance de placer del que el susurro de Amalia apenas logró sacarme:
–¿Qué te parece?
–Que el rojo y el azul de mi pelo no combinan nada –comenté despacio, sofocada y ruborizada por la combustión interna que sentía–. Pero puedo darle un toque personal.
Formé una micro–corriente de aire sobre el velo que lo hizo alzarse y ondear delicadamente, lejos de la suciedad del suelo.
–¿Qué tal ahora? –Pregunté.
–Fantasmagórica –murmuró con su cabeza junto a mi hombro–. Mucho más guapa, pequeña ninfa.
–¡Venga! –Grité a todo el mundo con un rápido giro sobre mí misma–. ¿A alguien le apetece conocer mi madriguera?
–No me ha gustado como ha sonado eso de madriguera. Es como si te empeñaras en prepararnos para lo peor, así cuando lleguemos haya lo que haya pensaremos que no es tan malo después de todo. Vamos –dijo Fernando, echado en un sofá con la cabeza de Irene en el regazo.
No me había percatado de su presencia hasta ese momento. Qué silenciosos son cuando quieren.

Nos dirigimos a la ribera del Fluvià, al punto donde estaba la cascada, la entrada a mi hogar. Yo volaba sobre las copas de los árboles con mi ridículo atuendo de aviadora a toda velocidad, los demás me acompañaban desde abajo, ahora corretean entre los árboles, ahora saltan sobre ellos. Me di cuenta de que mi velocidad casi igualaba a la de Fernando, quien parecía el más ágil del grupo. Pronto vi aparecer bajo la hermosa cúpula de estrellas el reflejo de la Luna sobre las aguas del río que caían incansables como brillantes perlas de plata. Habíamos llegado.
–Parad junto a la cascada –dije.
Aminoré la marcha y puse los pies en tierra en la ribera ya sin mi uniforme de vuelo, sólo vestida con el hermoso vestido de Sole que aún hacía ondear a mis espaldas (y que aún me propinaba algún que otro escalofrío por la rabadilla). Respiré la húmeda pureza del lugar y aguardé unos instantes para gozar del mundo que me rodeaba.
–¿Y bien? Ninfita, no veo tu refugio.
Amalia buscaba impaciente la mirada por acullá la entrada de una cueva, cabaña o casa.
Sin decir nada me puse junto a la cascada y desvié, como ya estaba acostumbrada a hacerlo, el curso del agua para formar una semi-cúpula sobre aquella zona del lecho del río. Cuando el agua desapareció de la sección salté –sin llegar a tocar esa guarrada de suelo, por supuesto– a él y con un gesto de mi mano los invité a seguirme.
La concavidad de la pared era ahora de unos dos metros de profundidad, y quedaba cortada de pronto por una circunferencia completamente lisa de roca de un metro y sesenta centímetros de diámetro.
–Ya entiendo.
Fernando se dirigió decidido a la parte lisa y comenzó a empujar sin ninguna consecuencia. Como era obvio el refugio anti-vampiros estaba diseñado para que el vampiro en cuestión se quedara con el moco colgando cuando tratara de entrar.
–¿Me permites? –Intervine.
Fernando se hizo a un lado y me dio paso confuso. Yo alcé mi brazo hacia la superficie lisa, sin tocarla, y la roca comenzó a emitir un fuerte rugido al tiempo que se movía hacia la derecha, dejando al descubierto un túnel en forma cilíndrica del mismo tamaño que la entrada. Con una reverencia me hice a un lado y cedí el paso a mis sorprendidos invitados.
Como era de esperar, todos salvo Amalia y yo tuvieron que agacharse para entrar. Pasé la última y tomé una linterna de dinamo que colgaba de un gancho a un lado de la pared, junto a la entrada. La recargué al tiempo que cerraba la puerta corredera, hasta que un sonoro golpe seguido de silencio me indicó que estaba completamente sellada. Encendí la linterna y salimos de la oscuridad absoluta en la que nos hallábamos. Se oyó el líquido golpe en el exterior de la corriente de agua, que había retomado su cauce original. Ojeé a los chicos, que me miraban sin pestañear. Era una imagen en cierto modo graciosa, casi todos con la boca entreabierta, encorvados o retorcidos para caber en el túnel, como estar rodeada de copias de El Grito de Munch.
Me recordaron a todas las veces que Sole me había acompañado a ese lugar para trabajar codo con codo en la excavación. La pobre tenía que agacharse tanto que las manos casi rozaban el suelo. No me importaban sus posturas, sabía de sobra que ni les era molesta ni les conllevaría achaques en la vejez. Les hablé mientras trataba de aguantar la risa por su ridículo aspecto:
–El camino no es completamente recto, así que creo que lo mejor es que vaya yo delante.
Sin decir nada se hicieron a ambos lados del angosto túnel y me dieron paso. Luego me siguieron.
–Siento el tema de la iluminación –proseguí–, es difícil traer electricidad a este punto del bosque.
Todos permanecieron callados salvo Andreu, que entendió el chiste privado a propósito de su presentación en nuestro primer encuentro. Caminamos unos diez metros hacia el fondo y después una curvatura hacia la derecha de unos tres metros. De pronto me paré.
–Ahora hay una caída en picado de diez metros. Cuidado, a los lados del suelo del túnel inferior hay agujeros de drenaje. Yo iré primera para abrir la puerta de casa.
–De acuerdo –dijo Andreu–, no tenemos problema en una caída de diez metros.
–¿No lo tenemos? –Preguntó Irene algo alarmada por la distancia.
–No, tranquila, ya verás –le respondió Fernando en tono tranquilizador.
Di un salto y me dejé caer. Todos menos yo se alarmaron, pero tenía la distancia calculada a la perfección y frené en seco a escasos centímetros del suelo, con un aterrizaje impecable. Los demás cayeron en seguida detrás de mí: Amalia primero, luego Irene con cara de «mira papá lo que hago», después Fernando y por último Andreu.
–Bien –dije mientras hacía abrirse la segunda puerta corredera, justo sobre nuestras cabezas–, la subida ahora es de catorce metros, así que saltad unos dieciséis para no rasgaros las espinillas.
Un golpe indicó que la puerta estaba abierta, y una tenue luz azulada llegaba desde lo alto del túnel.
–Níobe. ¿Por casualidad no estaremos en un sifón? –Preguntó Andreu perspicaz.
–No, no estáis en él por casualidad, sino porque os he invitado a mi casa y es la única entrada –respondí, y levanté el vuelo hacia la entrada.
Puse los pies en casa –hogar, dulce hogar– y dejé la linterna sobre una mesa redonda de roca, monolítica, tallada en la propia colina. Cuando todos subieron cerré la puerta, alcé la mano y la moví de uno a otro lado de la habitación. Prendieron sin más los pabilos de treinta velas dispuestas en estanterías también labradas sobre la roca de las paredes a media altura, que rodeaban toda la estancia.
La planta de la sala era circular, y las paredes, que desde dentro daban una apariencia semiesférica tenían en realidad forma cónica, para que el peso de la roca de la montaña quedara repartido por todos sus lados. Toda la superficie estaba delicadamente pulida para reflejar hasta la más mínima porción de luz de las velas o la que entrara por las decenas de agujeros que había en la parte superior y que no eran sino túneles de ventilación de más de cinco metros de largo, dotados de diminutas gárgolas inversas, que en lugar de expulsar el agua de lluvia, la recogían y canalizaban. En la pared se abrían tres túneles circulares que daban a los cuartos contiguos. Todos quedaron asombrados.
–¿Cómo… cómo has hecho lo de las velas? –Preguntó Amalia perpleja.
–Bueno, ya has visto que puedo mover cosas que no veo, como el viento.
–Si, ¿y? –Dijo impaciente
–Bien, ¿sabéis cómo calienta un microondas?
–Yo sí –intervino Fernando–. Las microondas hacen que los átomos de lo que se quiera calentar se froten entre ellos para provocar calor. Es como hacer fuego con dos palos de madera, pero a lo grande.
–Pues bien, yo he hecho con las velas exactamente lo mismo.
–¡Pero no sólo eso! –Dijo con voz cantarina Irene sin poder cerrar la boca–. ¿Toda esta inmensidad la has hecho tú?
–Toda no, Sole colaboró durante una buena temporada, sobre todo con la extracción de cascotes. Pensad que esta sala y las demás son el producto de casi tres años de trabajo, y ha sido tan lento como si cualquiera de vosotros comenzara a rasgar la roca con las uñas para ello.
»Bueno, pues esta es la sala principal, el vestíbulo, recibidor, como queráis llamarlo. Como veis aquí lo único de interés es la mesa, los bancos tallados en la pared y acolchados por heno forrado en algodón y la cocina.
–¿Cocina?
–Sí Andreu, pero es bastante pobre como veis. Sólo tengo lavabo, encimera, y esas baldas en la pared que uso de despensa. Por supuesto no cocino aquí dentro, el humo delataría mi refugio. Normalmente como crudo, y suelo hacer hogueras a una distancia prudencial cuando me apetece cocinar.
Se acercaron cada uno a explorar una parte de la sala: Amalia y Andreu contemplaron el lavabo que manaba agua de manera perenne, la encimera, la estantería superior, labrada sobre la misma pared, por supuesto, y en cuyas baldas guardaba ollas y otras herramientas de cocina.
Irene fue directa a la mesa central, donde junto a mi linterna había dispuestos de forma caótica gran cantidad de documentos: un cuaderno desgastado, un libro abierto por la mitad y una carpeta forrada en imitación de piel.
Tomó entre sus manos el cuaderno y lo abrió. Pasó las hojas y no vio más que páginas y páginas llenas de un intrincado cúmulo de cálculos matemáticos.
–¿Qué es esto? –Preguntó–. No entiendo nada.
–Creo que es esta casa –respondió Fernando, que se encontraba a sus espaldas y ojeaba también el cuaderno–, expresada de forma matemática. Cada elemento de la casa está diseñado para evitar derrumbes incluso en caso de terremoto. Para ello ha analizado cada estrato de roca de la colina y según las características de cada tipo de roca ha cavado de una u otra manera. Está muy bien calculado, pero en la última cuenta se te ha olvidado que te llevas una, Níobe.
–¿Qué? –Me agité, fui a la carrera ante el cuaderno y me di cuenta de que tenía razón. ¿Cómo había hecho eso? ¿Quince más veintisiete igual a treinta y dos?–. Gracias Fernando, es justo la parte que iba a comenzar a tallar. Quizá me hayas salvado la vida. Ya no me debes ningún favor.
–Seguiré como tu escudero, si no te importa.
–En absoluto, –dije, y comencé a llamar a mi mascota–: ¡Elendil!
Irene tomó la carpeta, la abrió y encontró una serie de documentos legales. El primero de ellos era el más impactante de todos: el testamento de la anciana Marga. Irene comenzó a leer en voz alta mientras yo buscaba a Elendil:
– “Testamento de Doña Margarita Pérez Jiménez
»En Alicante, a veintisiete de Agosto de mil novecientos noventa y uno.
»Yo, Doña Margarita Pérez Jiménez, ilicitana de nacimiento e hija de Don Ceferino Pérez Elías y Doña Soledad Jiménez Leiva, dejo constancia, hallándome sana y en plena posesión de juicio, mediante este documento ante el notario alicantino firmante, Don Manuel Rodríguez Alcaraz, los testigos Matías López Vargas, Javier Martínez Soriano, Soledad Díaz Leiva, Mariano Velázquez Expósito, Vera Torralbo Fernández, y el letrado Rodrigo Aguilar Fuentes, mi última voluntad.”
–¡Elendil!
Yo iba de una sala a otra buscando a mi pequeño murcielaguito que debía haberse escondido por algún rincón oscuro.
–¿Quién es Elendil? –Preguntó Andreu.
Declaro no poseer familiares consanguíneos directos ni indirectos, ya que me encuentro en la viudez, nunca tuve hijos, mis padres fallecieron y a mi única hermana, Soledad Pérez Jiménez, desaparecida en la Batalla del Ebro durante la Guerra Civil Española se le considera fallecida.
–Mi mascota, –respondí.
–Por ello lego todos mis bienes, tanto muebles como inmuebles, especificados detalladamente en los documentos anexos, a Vera-Níobe Granada Terra, hija de”…
–¡Elendil!
Elevé intencionadamente la voz para no oír los nombres de mis padres. En realidad era una forma cobarde de no enfrentarme a la realidad: los quería y los echaba de menos, pese a todo.
–…“nacida el día veintiséis de Agosto del año mil novecientos ochenta y ocho.”
–Esto parece tener más interés que la encimera, –dijo Andreu que se acercó al documento, seguido por Amalia, que había oído un nombre demasiado familiar.
Irene dejó la carpeta con el documento sobre la mesa de roca para que todos pudieran seguir sus palabras, y continuó su lectura:
– “En caso de que a mi fallecimiento la heredera fuera menor de edad se interrumpirá, como marca la legalidad, la repartición de bienes hasta que alcance la mayoría de edad,” –Elendil salió por fin de su escondrijo y voló a mi hombro–, “y en ningún caso podrán ser benefactores o usufructuarios los progenitores o tutores de la mencionada heredera. De este modo la heredera recibirá: mis dos propiedades inmuebles situadas en terreno ilicitano y la localizada en Alicante, de cuyas escrituras se adjuntan copias anexas al testamento presente, junto con la integridad del mobiliario interno de dichas, y la propiedad y todos los derechos sobre mi cuenta bancaria abierta en el Banco de España.” –Entonó el final del párrafo con una exclamación–. ¡Níobe, eres rica!
–Continúa con la lectura –musité mientras me unía al círculo que se había formado alrededor de la mesa.
– Bien, la cosa sigue: “Del mismo modo, declaro que el albacea sea el mencionado letrado Rodrigo Aguilar Fuentes, que organizará mi funeral según su juicio, subvencionado por el dinero de mi ya mencionada cuenta bancaria, abierta en el Banco de España. Todos los derechos y el dinero restante en dicha cuenta pasarán a propiedad de la mencionada heredera, Vera–Níobe Granada Terra, bajo las mismas condiciones –reitero– tipificadas en caso de que fuera menor de edad a mi fallecimiento.
El albacea se encargará como es debido de garantizar que la integridad de mis bienes, especificados en el inventario anexo, sea otorgada a la heredera, así como de defender sus derechos e intereses en caso de cualquier posible reclamación legal.
»Firma la testadora: Dª Margarita Pérez Jiménez.
»Firman los testigos: Dr. Matías López Vargas, D. Javier Martínez Soriano, Dra. Soledad Díaz Leiva, Dª. Vera Torralbo Fernández, D. Mariano Velázquez Expósito.
»Firma el albacea: Rodrigo Aguilar Fuentes.
»Firma el notario: Manuel Rodríguez Alcaraz.
»En Alicante, a veintisiete de Agosto del año mil novecientos ochenta y ocho.”
»Vaya, esto es increíble, eres prácticamente rica y ni siquiera nos lo has… ¡pero qué carajo llevas en el hombro! –Exclamó alarmada.
Todos giraron la cabeza y miraron hacia mi hombro derecho, donde mi mascota, un pequeño roedor alado llamado Elendil, se sostenía con las garras para no caerse.
–Es mi mascota –dije con la misma naturalidad que si se tratara de un pez de colores–. Se llama Elendil.
–No es un murciélago, normal, ¿verdad? –Dijo Andreu con curiosidad–. Si no me equivoco es un vampiro.
–No te equivocas Andreu –respondí–, es un Desmodus rotundus.
–¡Vaya! –Exclamó Amalia, que se había acercado para acariciarle la cabecita–. Nunca había visto uno de estos por aquí.
–Porque no son autóctonos –aclaró Andreu–. ¿De dónde lo has sacado?
–Lo encontré en el bosque hará unas tres semanas. Lo reconocí y no sabía cómo podría afectar al medio, así que lo adopté y lo cuido yo misma. Lo llevaría a una protectora, pero por desgracia para este pequeñín estoy oficialmente muerta ante la sociedad, así que no puedo.
–¿Y cómo lo alimentas? –Preguntó Amalia perspicaz.
–¿A ti que te parece? –Respondí a la espera de ver las caras. Todos abrieron sus bocas de par en par y yo eché a reír–. ¡Es broma! No siempre lo alimento yo, normalmente lo suelto un rato en alguna granja cercana para que se atiborre a beber. Por cierto –dije a Elendil–, tendrás hambre. ¡Pobrecito mío! Si no fuera porque cabes por los conductos de ventilación ya habrías muerto de hambre. ¡Hoy toca cazar!
Amalia echó a reír:
–Vives en una madriguera, eres más bajita incluso que yo, siempre andas descalza y tienes una mascota rarísima con un nombre tolkiano. Perdona por confundirte, no eres una ninfa, ¡eres una hobbit!
Todos rompieron a reír, salvo yo, que fingí en vano estar enfadada. Mi esfuerzo se hacía visible en las arrugas de mis labios completamente tensos. Al final me rendí a la risa.
–No me importa lo que sea ese bicho –masculló Irene perturbada–, aleja a esa cosa de mí.
–¿Le tienes miedo?
–No es eso, es sólo que me da asco y a la vez me aterra.
–Está bien. Elendil, sé bueno y no te acerques demasiado a Irene, –la señalé.
¡Iiiik! –No importaba lo que le dijera a Elendil. Su respuesta siempre era la misma.

sábado, 26 de septiembre de 2009

22- El Incendio




Pasados unos momentos retomé el hilo de mi historia, y expliqué a los chicos cómo había llegado a aquella situación.
–Como me parece que ya he dicho, Sole me ayudó a construir mi refugio en el bosque, mi actual hogar, me regaló las armas que ya habéis visto y me enseñó a usarlas. Durante más de dos años fui adiestrada para despedazar neófitos y burlar a vampiros adultos.
»Una vez incluso pude aplicar lo que aprendí con un chiquillo, siervo de Gustavo, que había sido enviado para rastrearla. Le impedí moverse mientras lo despedazaba y me enseñó a incinerar y repartir los restos. El incendio al que Irene se refiere ocurrió la misma noche que la batalla del claro, hace algo más de dos meses.
»Fue la noche de un sábado cualquiera. Mi madre en la cocina, freía san jacobos cuando yo me encontraba en mi habitación, a la espera de que mi padre llegara, de que ambos cenaran y se fueran a la cama para fugarme por la ventana como hacía cada noche e ir al bosque con Sole. Pero aquella noche, todo fue distinto. Mi madre había tomado farlopa, como se hizo más habitual en aquellos últimos meses, además de algo de whisky, la botella medio llena aún se encontraba sobre la mesa. Mi padre llegó del bar, drogado y borracho, mucho peor que ella, y tuvo lugar una de sus muchas discusiones. Pero esta alcanzó cotas mucho mayores que las anteriores.
»No recuerdo a qué asunto se debía la discusión, pero como era de costumbre en estas peleas, mi padre golpeó a mi madre. Esta vez ella se defendió. Estaba harta de cada golpe y decidió de pronto que aquél sería el último. Oí el ruido de un cajón abrirse con energía, y entreabrí la puerta para ver lo que ocurría, justo en el momento más –o menos– indicado.
»Mi padre había abierto el cajón y sacaba un cuchillo como respuesta al empujón de mi madre. Ya lo tenía fuera cuando mi madre, que se había incorporado. Tomó la botella de ginebra por el cuello con las dos manos, y le asestó con ella un golpe en la cabeza, por la parte donde el ojo tuerto de mi padre le impedía ver el ataque. Mi padre cayó sangrante sobre la encimera de la cocina.
»Mi madre tomó el cuchillo y se lo clavó en la nuca con todas sus fuerzas tres veces seguidas. Vi cómo mi madre clavaba el cuchillo con energía y lo sacaba después con dificultad desde mi palco privilegiado. Estaba tan entretenida en su tarea que no se percató de la botella de ginebra, rota contra el cráneo de mi padre, el alcohol derramado había prendido con la llama del fogón. Ella se habría arrepentido sin duda inmediatamente después de darse cuenta de lo que acababa de hacer, y habría intentado matarse ella misma si alguien no se le hubiera adelantado.
»La ventana se rompió al paso de aquel vampiro. Era Adrián, el neófito al que interrogué antes de matar anoche, al que Fernando olió tras la batalla del claro de aquella noche. Entonces era un chiquillo de poco más de la edad que tiene ahora Irene. Irrumpió atraído por el olor de la sangre y se abalanzó sobre mi madre. Le rodeó el pecho con un brazo mientras con el otro le cogió la cabeza y le partió el cuello sin ningún esfuerzo. Como sus colmillos apenas estaban desarrollados, desgarró el cuello de mi madre de un mordisco, y la sangre brotó para deleite de esa boca.
»Supe que si no huía de allí en ese mismo instante moriría con ella, así que, aún sin poder creer lo que acababa de vivir, agarré el macuto con todo mi equipaje habitual, cogí un peluche al que le tengo especial cariño, y salí al aire por la ventana hacia mi refugio.
»No fue hasta que hube llegado al refugio cuando fui realmente consciente de lo que había ocurrido. Mis padres habían muerto, ya no tenía familia, y por lo que sabía de Sole, aquel chiquillo comprendía pese a su juventud la importancia de tomar precauciones en este tipo de muertes, por lo que habría avivado el fuego y en esos momentos mi casa estaría en llamas para eliminar las pruebas del ataque. Ya no tenía techo, ni familia, ni siquiera sabía si volvería a ver a Sole, pues, ¿qué sino ella pudo atraer al vampiro hasta un pueblo como Olot? –Noté que mis ojos se habían inundado de lágrimas mientras contaba la historia–. Entonces corrí a la habitación y me eché sobre mi lecho. No pude parar de llorar aquella noche.
»No recuerdo cuantas horas dormí aquel día, pero decidí esperar a la caída de la noche para ir a echar un vistazo en lo que antes era mi casa. El incendio no se había propagado ni a otras plantas ni a edificios contiguos, ni a los cercanos árboles de la Garrinada. Primero rebusqué por las calles y casas cercanas cuidando no ser vista, en busca de un periódico con el que asegurarme que mi nombre no aparecía como superviviente.
»Como imaginaba, apenas se encontraron restos. Los humanos, completamente calcinados y la policía científica con la cabeza hundida en el análisis de los restos. Se suponía la muerte de los tres habitantes de la casa, pero nada era concluyente puesto que faltaba un cuerpo. El resto era palabrería y divagaciones de un periodista obligado a rellenar con retórica vacía un artículo morboso del que sus superiores sacarían un buen pellizco si pateaba los intestinos de los lectores con la fuerza suficiente como para que pidieran otra patada.
»Después decidí volver a mi casa e inspeccionar qué podía rescatar de utilidad. No me fue necesario entrar en ella. En cuanto me posé sobre el tejado a dos aguas me percaté de que una de las tejas había sido movida, un pequeño detalle que casi cualquiera, menos yo, pasaría por alto, por lo que supe al instante que la teja se había girado para atraerme, por alguien que me conocía tan bien como yo misma. La levanté y encontré, intactos, un fajo de documentos de gran valor. La única explicación que encontré fue que Sole los había rescatado de las llamas justo a tiempo, porque era estrictamente necesario que llegaran a mí. Los tomé todos, los eché al macuto y volví a mi refugio para inspeccionarlos antes de que alguien del pueblo me viera.
–Recuerdo aquel día –dijo Irene serena, pero triste–. Todos lloramos tu muerte, incluida yo aunque me cueste reconocerlo. David aún va a sesiones con el psicopedagogo del instituto. Va a repetir curso una vez más.
–Lo siento muchísimo por él. ¡Pero hice todo lo posible para que os mantuvierais distanciados de mí por si algo de esto ocurría! Además, no podía aparecer en el pueblo y decir que seguía viva. Para empezar habría tenido muchas cosas que explicar, y por otra parte (la más peligrosa), si la noticia de que el incendio de Olot tuvo supervivientes en el mismo piso llegaba a manos del clan de Gabrielle, ya habrían acabado conmigo.
–Tienes razón. Habrían ido a por ti, y puesto que desconocías el significado de tu Cruz Tutelar no habrías podido ampararte bajo un clan provincial –dijo Andreu.
–Así que volví a mi refugio, encendí unas velas y revisé los documentos: la escritura de nuestra casa, la de Olot, un libro que Sole me regaló, A Missummer Night’s Dream de Shakespeare, y un tercer documento muy desconcertante. El testamento de Marga, la anciana que me cuidó como una madre hasta el día de mi partida de Alicante, el mismo que el de su muerte.
–¡Eh! ¡Un refugio en el bosque! –Gritó entusiasmada Irene, como si fuera la primera vez que me oía mencionarlo–. ¿Qué es? ¿Una casa abandonada? ¿Una cabaña en un árbol?
–¡Irene! –Espetó enfadado Fernando–. Primero: esto es muy serio. Y segundo: Es un refugio anti-vampiros y nosotros somos vampiros.
–Es verdad –añadió Andreu más sereno–, además, dudo que una cabaña o una casa en ruinas vayan a alejar a un vampiro.
–Tranquilo, Fernando –dije en tono apaciguador–. El refugio está hecho contra vampiros enemigos. Vosotros podréis verlo si queréis, confío en vuestra palabra. Después de todo si hubierais querido matarme lo habríais hecho anoche cuando me encontrasteis inconsciente en el claro. Aún quedan varias horas de noche y el refugio no está a más de unos quince kilómetros de aquí, así que si queréis verlo hoy mismo será un placer enseñaros mi antro.
–Creo que lo mejor es que vayamos mañana –respondió Andreu en tono franco–. Hoy es preciso que todos, y sobre todo Irene, dediquemos lo que resta de la noche a beber algo. No conviene que una chiquilla sedienta se pase el día en la misma casa que una humana.
–Tranquilos –comencé a decir–, yo no pretendía abusar de…
–¡Tú te quedas! –Me interrumpió Amalia–. No me ha gustado nada que hayas empleado la palabra “antro” para describir tu refugio. A saber cómo es el cuchitril donde vives. Quién sabe si duermes en un colchón de paja.
–¡No es de paja! Es de heno, que está más fresco y no se clava tanto en la espalda… está bien. Me quedaré aquí –repuse seducida por la idea de tener a alguien semi humano con quien hablar y, sobre todo, un colchón decente sobre el que dormir–, pero sólo por hoy. Y mañana os llevaré a mi refugio para que veáis que no es ninguna ruina. Sin embargo esta noche me gustaría volver a él y traer ropa mía.
–¿Por qué? ¿No te gusta mi camisa?
–No, no es eso. Me encanta tu ropa y además, con sólo tres botones abrochados me hace un escote que me excita hasta a mí. Pero me parece mal llevar tu ropa, nos hemos conocido hoy mismo y quizá sea tomarme una confianza excesiva.
–¡Déjate de milongas! –Dijo, y me rodeó la espalda con un brazo–. Ponte en pie. Mírate el pelo, ¡cómo llevas el tinte! ¿Tú has visto cómo te asoman esas raíces? Vamos a darte un baño de color, hay quince cajas de ese tono en la habitación de abajo.
–¡Quince cajas! –Exclamé mientras entraba con ella en la casa–. ¿Tenéis quince cajas de tinte azul en casa?
–Sí. Sole lo compraba por lotes, la muy rácana decía que así ahorraba una pasta.
Rompí a reír.
Desde que Sole desapareció fue la primera vez que su nombre pasó por mi cabeza sin provocarme un llanto desesperado.

Durante lo que restó de la noche me teñí el pelo y charlé de esto y aquello con Amalia y Andreu mientras Fernando salía a enseñar a beber a su chiquilla. Volvieron casi al alba, cuando los demás estábamos ya con todas las ventanas cerradas y hablábamos en el salón a la luz de un candil. Irene atravesó el umbral de la puerta con andares saltarines, completamente eufórica.
La cara de Fernando, sin embargo, reflejaba un «qué he hecho» clarísimo.
–¡Buenas noches! –Canturreó Irene, que se sentó de un salto sobre el sofá más cercano alegre y con las mejillas sonrosadas.
–Se lo ha cargado, ¿verdad? –Dije a Fernando con indiferencia.
–Se la ha cargado –masculló–. A una cría de seis años, y mira que le advertí acerca de parar a tiempo.
–Te lo dije, Fernando, no sirves como padre –recitó Amalia, a imitación del tono con el que Irene había saludado y con el dedo índice levantado hacía giros juguetones.
–Cielo, ¿cuándo vamos a volver a cazar? –Preguntó Irene mientras se colgaba con sus brazos a los hombros de Fernando, como si todo aquel asunto no fuera con ella.
–¡Irene! –Gritó Fernando en tono de reprimenda al tiempo que la separaba de él–. No puedes ir por ahí matando a todas las presas. Imagina que cada uno de nosotros matara a alguien cada noche. Es muy difícil encubrir un asesinato en estos tiempos, la policía le dará muchas vueltas al asunto antes de dar a la niña por secuestrada, violada y asesinada, y los medios de comunicación se cebarán de la noticia. Eso si suponemos que no lograrán encontrar los restos carbonizados. ¿Lo entiendes?
–Sí, señor –dijo triste y con la mirada baja–, se me fue la mano, pero no volverá a ocurrir.
–No me llames señor –suspiró de nuevo–, no soy tu amo.
–Te equivocas –replicó Andreu mientras se levantaba del sofá y se dirigía a ellos–. Eres su amo, y si quieres que sea libre tendrás que enseñarle a serlo cuando deje de ser una neófita. –Puso sus manos sobre los hombros de Irene–. Pero primero tendrás que enseñarle a ser responsable y que todos sus actos acarrean consecuencias. Tranquila –dijo ahora a Irene–, Fernando va a ser un gran maestro –miró de reojo a Amalia–, un gran padre y todos nosotros le ayudaremos a que seas moderada y cuidadosa. No pasa nada, todos hemos matado y matamos a alguien de vez en cuando para sobrevivir, incluso Níobe. No importa, son gajes del oficio, pero debemos procurar que esto ocurra lo menos posible.
Es extraña la sensación de autoridad que infunde Andreu por todos sus costados. El clan es un grupo apátrida que trata de seguir un ideario anarquista, y por lo tanto ninguno tiene autoridad real sobre los otros. No hay ningún jefe, pero Andreu da al clan la voz de cordura y sabiduría con la que se había dotado a través de toda su experiencia.
Es el miembro más anciano del grupo, y eso se nota, ¡Vaya que si se nota! Sin duda su vida son dos siglos muy bien aprovechados. Cuando no está enfadado es tan cuerdo, justo y moderado que a veces me cuesta creer que sea un vampiro. Incluso yo, humana, era más desmedida que él. Aunque claro, eso tampoco es mucho decir, si tenemos en cuenta que había sido criada por un vampiro y con la moral de un vampiro, lo suficientemente escasa como para que la muerte de aquella niña me importara más bien poco. A fin y al cabo, son gajes del oficio, ¿no?

jueves, 17 de septiembre de 2009

21- Hermanas en el Dolor


–Andreu y yo hemos hablado a los demás acerca de tu telekinesia, pero los demás aún no han visto ninguna demostración de tu habilidad.
Amalia hablaba sin parar conmigo llena de entusiasmo, frente a la fachada oeste de la casa, cuando charlamos aquella misma noche, sentados alrededor de un fuego acogedor bajo la estrellada noche.
–Ah, ¿así que ahora soy una atracción de circo? Está bien. Haré una pequeña muestra con la condición de que no me tiréis cacahuetes como premio –dije, y me puse en pie.
Di un salto y me mantuve en el aire
Amalia y Andreu miraban divertidos, Irene y Fernando quedaron boquiabiertos. Irene intentó articular unas palabras que salieron casi ininteligibles de su boca entre las trabas causadas por su asombro:
–Entonces tú, ¡teníamos razón! Hacías que las sillas se movieran solas, que se nos cayeran los bolígrafos y abrieran las mochilas en mitad de los pasillos a los que te caíamos mal.
Solté una carcajada maliciosa que dejó confirmadas sus sospechas. Y mientras intentaba reponerme de la expresión de su cara le respondí:
–¿Creíste que ibas muy mal encaminada cuando empezaste a llamarme bruja y todas las demás chicas te siguieron el juego? –Dije mientras bajaba de nuevo al suelo.
–¡Bruja! –Gritó entre divertida y enfadada a la vez.
–Chupasangre, –repliqué burlona.
Las dos nos dirigimos una mirada seria que no pudimos mantener más de un par de segundos. Rompimos a reír casi al unísono por lo absurdo de la situación. Jamás lo habría imaginado. La que fue la humana más normal que nunca había conocido pertenecía ahora a mi mundo de penumbras. Fue Irene la que retomó la conversación cuando los espasmos de la risa nerviosa se lo permitieron de mala manera:
–Y bueno, ¿cómo sobreviviste al incendio? ¿No estabas en casa cuando ocurrió?
Mi risa cesó de pronto, y todos se dieron cuenta de que Irene había hecho una pregunta un tanto inoportuna. Recordar aquello siempre me hacía revivir el dolor. De pronto sentí cómo todo mi interior ardía del mismo modo que lo hicieron mis viejos muebles.
–Bien –dije seria, con la mirada a la hierba que crecía alrededor de las piedras de la hoguera–, supongo que este momento debía llegar. Todos querréis saber por qué Amalia me vio en el bosque y qué es este asunto del incendio.
Casi todos asintieron.
–Níobe –dijo Andreu–, si no quieres contarlo no tienes por qué.
–No, está bien. Llevo dos meses sin hablar con nadie, ni siquiera humanos. Necesito abrir el secreto y desahogarme.
»Sole me cuidó como una madre hasta que cumplí los quince. Después se convirtió en mi amante y compañera, eso ya lo sabéis. Ella lo preparó todo para mantenerme protegida: me dio armamento, me enseñó a usarlo y me ayudo a construir un refugio anti-vampiros, como ella me dijo sabía que tarde o temprano esos bastardos llegarían y la atraparían.
–Un momento –interrumpió Andreu intrigado–. ¿Entonces Sole conocía a nuestros enemigos?
–Sí –respondí lentamente y con la mirada gacha–, Gabrielle y Gustavo son los antiguos amos de Sole. No se mucho, sólo que ella se fugó y que con los años la encontraron. Por lo que he podido suponer, enviaron a algunos chiquillos a por ella, pero al ver la fuerza que proporciona una buena motivación, como las ansias de libertad, tuvieron que enviar un buen contingente. Quizá incluso Gabrielle y Gustavo estuvieron allí. –Mi voz empezó a quebrarse por el dolor del recuerdo–. Entonces fue cuando consiguieron raptarla, allá en el claro, hará ahora unos dos meses.
Rompí a llorar aturdida por la desesperación de haber perdido a Sole, a mi Sole. Me dejé caer derrotada sobre la hierba, pero mi cabeza no llegó a golpearse. Amalia, que hacía un segundo estaba a varios metros de mí, me había agarrado justo a tiempo y ahora estaba sentada en el suelo con mi cabeza en su regazo.
–La hipótesis de Níobe parece correcta –confirmó Fernando–. En el claro había cinco efluvios distintos además de los de Sole y Manuel. –Yo arrancaba rabiosa la hierba del suelo con las manos mientras Fernando hablaba–: Los efluvios eran de Gabrielle y Gustavo, uno de los vampiros que Níobe mató ayer, –Adrián, pensé–, uno que murió en la pelea y otro desconocido. Por lo que ha dicho Gabrielle buscaba dar muerte a Sole a modo de castigo ejemplar para todos sus esclavos, pero al ver su fuerza debió considerar más interesante recuperarla y tenerla en su bando.
Mi mente permaneció ausente casi todo el tiempo, daba mil vueltas mientras la mano fría y húmeda de Amalia me acariciaba la nuca para intentar tranquilizarme. Fernando no se detenía:
–Además, si nos fijamos bien, el clan de Gabrielle tiene una estructura muy jerarquizada, quizá más que la de los clanes provinciales del Consejo Ibérico: Gabrielle es la líder indiscutible, Gustavo su general, que al ser además su compañero sabe que no tendrá ningún tipo de traición por su parte, por lo que le permite transformar vástagos, cabezas de pala que se encargan del trabajo sucio. Dudo que un clan de este tipo comulgue demasiado con nuestro ideario apátrida, por lo que Gabrielle ve completamente lícito deshacerse de nosotros y ocupar este territorio.
–Pero ¿por qué los clanes provinciales no ayudan? ¿No están ahí para protegernos? –Intervino Irene, perdida por completo entre tantas palabras nuevas.
–Está claro –respondió Andreu–. Los clanes provincianos son contrarios al anarquismo porque no pueden ejercer poder sobre nosotros. Protegen a sus vástagos y a los que acatan sus normas. Nosotros sólo consideramos lícitas dos normas: proteger el secreto de nuestra existencia y respetar a los protecti. No pueden matarnos porque eso les daría muy mala fama ante el Consejo y ante las sociedades vampíricas de otras regiones, y podría estallar una guerra, pero la omisión de socorro no influye a su reputación. En conclusión: no nos protegen porque si fuera por ellos estaríamos muertos.
Se hizo un silencio sólo interrumpido por el canto de los grillos y mi llanto. Yo caí en la cuenta de la mano húmeda de Amalia. ¿Húmeda? Levanté la cabeza y la vi mirarme llena de ira, pero no hacia mí. Sus pupilas estaban dilatadas y vidriosas. Odiaba al mundo en general. Y lloraba. Olvidé que ella había perdido a su amante la misma noche y en la misma pelea en la que Sole fue raptada.
Levanté la cabeza y la abracé. Ella me devolvió el abrazo y su llanto antes contenido manó como el agua de una fuente salvaje. Notaba sus manos en mi espalda y noté como sus uñas atravesaron su propia camisa, la que yo llevaba puesta. Todos los demás nos miraban en silencio. De pronto Amalia me dejó en el suelo, se puso en pié y comenzó a gritar al aire, a lanzar rugidos llenos de ira, corrió hacia el linde del bosque, agarró una enorme roca con las dos manos y golpeó una y otra vez un roble centenario. Con dos golpes la piedra estalló. Con tres el roble cayó, emitió una serie de chasquidos en su camino hacia el suelo y un fuerte estruendo al final. Amalia continuó con sus golpes y lo hizo añicos entre rugidos de desesperación y rabia. Andreu se levantó y la interrumpió:
–¡Amalia, basta! Guárdate esa ira para cuando estés frente Gabrielle. ¡Deja de asustar a Níobe y a Irene!  ¡Podrías haber matado a la criatura!
Yo no sentí miedo, pero miré de soslayo a Irene y me percaté de que tenía razón: su respiración estaba agitada, parecía incapaz de cerrar la boca y sus ojos estaban abiertos de par en par. Olvidé que habría sido transformada como muy tarde la mañana anterior, y que no estaba todavía habituada a su nueva naturaleza violenta.
Luego miré la camisa que yo llevaba puesta, y a la altura del omóplato izquierdo tenía un rasguño de tela que dejaba ver mi vieja cicatriz. Si la uña hubiera cogido una mínima porción de mi piel y hubiera sangrado, podría haber muerto por un ataque de Irene. Amalia también se dio cuenta de las consecuencias de su reacción. Paró de golpear el árbol e intentó relajar su respiración estertorosa antes de girar y volver hacia donde estábamos.
–Lo siento, –dijo con la cabeza agachada y aspecto derrotado, cubierta de polvo de roca y astillas de madera, una vez se paró ante el círculo que formábamos–. Tienes razón, Andreu. Perdona Níobe, podría haberte matado.
Me incorporé y me dirigí a ella. Sin importarme que las astillas se me clavaran la volví a abrazar. Acerqué mi boca a su oído, y le susurré, pese a que sabía que todos me oirían:

–Te perdono. Yo sufrí lo mismo que tú ayer y te entiendo perfectamente. –Me aferré a ella con más fuerza–. Y sé que llegará la noche en que destrozarás la cabeza de Gabrielle con la misma energía con la que has desmenuzado el roble.
–No –dijo serena. Puso sus manos en mis hombros y me separó lo suficiente como para poder mirarme a los ojos–. A ella se lo haré con mucha más energía.
Nos dirigimos una sonrisa melancólica y nos volvimos a abrazar. Fue un abrazo cargado de energía y afecto, un lazo de brazos que nos mantendría unidas de alguna manera para siempre. Llegado el momento, Amalia descargaría su venganza con tanta motivación como yo. Sólo la conocía de aquella noche, pero el vínculo de la agonía nos había unido como hermanas en nuestra causa. Nada traería de vuelta a Manuel, pero Gabrielle pagaría muy cara su ofensa, las dos nos encargaríamos personalmente de ello.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

20- Alianza



Desperté en un lugar totalmente desconocido, y a la vez absolutamente cómodo. Abrí los ojos,  pero la oscuridad se cernía por toda la habitación, como si se burlara de mi gesto, por lo que tuve que guiarme por el resto de mis sentidos. El lugar donde estaba era blando y con un tacto textil: una cama. Pasé mi mano por su borde para asegurarme, y confirmé que se trataba de una cama de matrimonio. El olor que venía a mí era de yeso húmedo y de restos de madera quemada hacía tiempo, como el que tiene una casa con chimenea en invierto, por lo que supuse que estaba en la habitación de una casa antigua.
 Palpé a los lados de la cabecera de la cama en busca de un interruptor, o al menos de una mesita con una lámpara. Encontré la mesita, y un objeto alargado, sin cables. ¿Podía ser un candelabro? Sí, este cilindro alargado es de cera, huele a fresas y está sin estrenar. Supuse que debería buscar algo para encenderlo, así que continué mi búsqueda por la superficie de la mesita. No me costó mucho encontrar el mechero sobre la misma justo al lado de donde estaba el candelabro, fuera quien fuere mi anfitrión lo había preparado todo para mi comodidad.
Encendí la vela y la luz que emitía el pabilo me descubrió el resto de la habitación. Me habían limpiado los restos de sangre y cambiado la ropa, llevaba un camisón blanco hasta las rodillas, pero no me habían quitado la cruz. La escasa decoración me dio a entender que los dueños de la casa no usaban mucho ese cuarto. Tan sólo había una cama, dos mesitas, un viejo ropero en la parte izquierda de la cama, un sillón de mimbre junto a la puerta que estaba a un par de metros frente a los pies del lecho, y una pequeña ventana.
La ventana levantó en mí las primeras sospechas. No había persiana, y a cambio las hojas eran de madera en lugar de vidrio, lo que impedía por completo el paso de la luz. Dejé el candelabro en la mesita y me dirigí hacia ella, la abrí y a mis ojos los golpeó la luz crepuscular. Cuando se hubieron acostumbrado a la luz comprobé que seguía en el bosque. Asomé el cuerpo por el vano y miré hacia abajo. ¡El romero y la salvia! Los dos parterres estaban justo bajo mi ventana. Ya no cabía duda: ya casi era de noche y por algún motivo que aún desconocía los mismos vampiros que me habían tendido una trampa hacia la muerte me habían acogido en su casa.
Entonces el recuerdo de la masacre que protagonicé me golpeó la mente. No tuve demasiado tiempo para pensar en ello, (aunque por supuesto no sentía arrepentimiento), porque de pronto se oyó cómo golpeaban la puerta.
–¿Se puede? –Dijo una voz masculina al otro lado.
–Un momento. –Cerré la ventana para que la luz no lo dañara–. Ya.
La puerta se abrió mientras yo recibía a quien entrara quieta junto al pie de la cama, y apareció la hermosa figura de un vampiro. Debió ser transformado cuando tenía unos treinta años, pues sus rasgos estaban más marcados que los transformados jóvenes. Tenía el pelo corto y castaño, y vestía una camisa blanca con pequeñas rayas negras y pantalones vaqueros.
–Siento el asunto de la iluminación, es difícil traer electricidad a este punto del bosque, y en esta planta no hay cableado. Permíteme que me presente. –Su cara ceñía una amigable sonrisa mientras me tendía su mano, que yo estreché firmemente, aún confusa–. Mi nombre es Andreu. Quiero pedirte disculpas por el terrible incidente de ayer, y al mismo tiempo darte las gracias y ofrecerte nuestra hospitalidad.
–Hola, yo soy…
–Níobe, ¿Verdad? –Me interrumpió tranquilo–. Ya lo sé. El descuidado de Fernando me lo dijo. Ahora mismo no se encuentra en casa, acaba de llamar y está a la espera del anochecer para venir desde Girona con Amalia, la única habitante de esta casa que aún no conoces.
–Entonces Fernando debe ser el que quiso matarme, pero fue tan cobarde que decidió no hacerlo él mismo –apunté suspicaz.
Andreu guardó silencio durante unos segundos. Se había dado cuenta de que tenía demasiadas cosas que explicarme como para ir tan deprisa. Cambió el sentido de la conversación:
–Debes estar aún agotada. Es difícil vencer a tres neófitos incluso para un vampiro adulto. ¿Tienes hambre? Hace siglos que no preparo nada de cocinar, pero te puedo ofrecer ensaladas y fruta.
–Estupendo, soy vegetariana. ¿Tienes manzanas?
–Sí, recién cogidas del árbol. ¿Qué más quieres?
–Por ahora con una manzana y un vaso de agua tengo suficiente, no estoy acostumbrada a comer demasiado.
–Está bien. Voy a por ello. Si necesitas ir al baño, hay uno nada más salir de la habitación. Primera puerta a la izquierda.
Salió de la habitación y volvió apenas pasados untar de segundos con una Granny Smith en una mano, un vaso y una jarra de agua helada en la otra, y mi macuto echado a la espalda. Me dio la manzana, dejó el macuto en el suelo junto a mí, llenó el vaso de agua y me lo dejó en la mesita.
Yo me senté en el borde de la cama y comencé a comer. Él cogió la silla de mimbre y se sentó junto a mí.
–Puedo prepararte un baño para después del aperitivo si quieres.
–¿Se siente culpable por lo de anoche? –Dije en tono indiferente mientras devoraba la manzana, en parte abrumada por tanta hospitalidad.
–Sí, realmente sí –respondió con la cabeza agachada.
–¿Por qué? Sole me dijo que según la legislatura peninsular estáis obligados a matar a cualquier humano que conozca de vuestra existencia.
–Sole no debió contarte que hay excepciones.
–¿Excepciones?
Por un momento paré de comer sorprendida.
–Sí, pero hay mucho que explicar a ese respecto, y acerca de otros asuntos. Por ejemplo, me encantaría que me contaras cómo eres capaz de matar a tres vampiros usando dos armas de lo más inútiles para un ser humano, cortas y con más de veinte quilos de peso cada una, porque no pareces una culturista precisamente. Pero tendremos esa conversación más adelante, cuando estés alimentada, limpia y cómoda.

Tras comer la manzana y beber agua me di un refrescante baño con gel olor a rosas y champú fortificante para el cabello. La verdad es que me vino bastante bien, ya que aunque sí que me bañaba a diario no había vuelto a probar más jabón que el hecho por mí misma con restos de aceite desde que me trasladé al refugio.
Luego me puse la ropa de Amalia que Andreu me había dejado preparada junto a la puerta del baño, la mía aún estaba tendida fuera. Se trataba de una camisa entallada negra que me quedaba como un guante y unos pitillos vaqueros que me hicieron recordar que mi culo es ligeramente respingón.
Bajé las escaleras que había al final del pasillo, a la derecha de la habitación donde había dormido y llegué a amplio cuarto de estar, bellamente decorado al estilo de uno de esos antros donde fluye la cerveza y el agua no se emplea ni para limpiar las manchas de vómito, con luz eléctrica, tres sofás desaliñados que flanqueaban tres partes de una mesa de café, un buen equipo de música, una chimenea y una televisión con apariencia de no tener demasiada utilidad, todo enmarcado por unas paredes estucadas a medio pintar en verde pistacho donde colgaban pañuelos de grupos como Aerosmith, Queen o los Guns & Roses.
–Perdona el aspecto de nuestra casa. Es cosa de Fernando, es el más joven del grupo y el único que se ha adaptado del todo al gusto del nuevo siglo, aunque sigue un poco anclado en el mundo de los ochenta.
–No importa, la decoración es mucho mejor que la de mi casa. Debe ser ya de noche, ¿No?
–Cierto, son las diez. Ponte cómoda mientras abro las ventanas, debes estar agobiada por el aire viciado de aquí dentro.
Me senté en uno de los tres sofás que había rodeaban la tele, y cogí el vaso de agua que Andreu se había encargado de poner en la mesa de café. También había bajado el macuto. Lo abrí para comprobar que estaba todo dentro. Las armas estaban enfundadas, limpias y brillantes, los mitones intactos, mi monedero vacío de tela, los tapones y mis gafas de aviador. Sí, todo en orden. Cerré el macuto y levanté la mirada. Andreu estaba en el sofá contiguo, con postura relajada y las piernas cruzadas. Comencé a hablar:
–Los vampiros a los que maté anoche eran vuestros enemigos, ¿verdad?
–Sí aunque aún no tenemos muy claro por qué. Simplemente, aparecieron una noche, hace un par de meses en el mismo claro en el que te enfrentaste a ellos, aunque el número era mucho mayor. Emboscaron a Soledad y a otro amigo, Manuel. A ella la raptaron y a él lo mataron. Era el compañero de Amalia, así que intentamos no mencionarlo demasiado en su presencia.
–Entendido, no lo traeré a colación. Creo que empiezo a entender por qué Fernando me llevó a una muerte segura.
–¿De veras?
–Sólo podría entenderlo si Fernando estaba solo en casa en el momento en que yo llegué.
–Así es, estaba completamente solo, –respondió intrigado por escuchar mi teoría.
Yo activé la manivela que había en mi cabeza, ésa que está rodeada de engranajes polvorientos y llenos de telarañas a causa del desuso y con una diminuta señal en la que está escrita la palabra “pensar”.
–Vale, vosotros sabríais de alguna manera que aún no logro entender que anoche llegaría el ataque de los vampiros, seguramente a las primeras horas de la noche, y fuisteis en busca de ayuda. Pero Fernando estaba aterrado con la idea de que no pudierais llegar a tiempo para defenderos del ataque.
–Como así habría sido, de hecho. Fernando habría tenido que enfrentarse a ellos solo y quizá habría muerto.
–Entonces, en lugar de ejecutarme como debía hacer según la norma vampírica decidió enviarme como entretenimiento para los vampiros y así ganar el tiempo necesario como para que llegarais. ¿He acertado en algo?
–Eres muy intuitiva. ¡Has acertado en casi todo! Estoy sorprendido. Pero dime, ¿cómo sabías que venían a por nosotros?
–Interrogué a uno de ellos antes de matarlo.
Dio un respingo y arrugó la frente.
–No sólo los venciste a los tres sino que te diste el lujo de interrogar a uno.
–Mientras me comía una manzana.
–Respecto a este asunto, tengo una pregunta. ¿Cómo?
–Suelo llevar una en el macuto.
–¡No me refería a la manzana! Níobe. ¿Qué edad tienes?
–Diecisiete. Cumpliré los dieciocho en agosto.
–¿Cómo una humana de diecisiete años puede acabar con tres monstruos despiadados y sedientos de sangre?
–¡Ah! Lo siento. Creí que Sole os había hablado de ello.
–Sole no dijo nada de ti salvo que había encontrado a su compañera y necesitaba tiempo para que creciera. No nos dijo ni tu nombre, ni dónde vivías, ni cómo eras. Por eso Fernando actuó de esa manera.
–Te lo demostraré entonces.
Tras decir esto metí la mano en el macuto y saqué una de mis armas. La desenvainé, la empuñé y sin ningún esfuerzo la alcé sobre mi cabeza. Deslicé mi mano fuera de la empuñadura y la dejé suspendida sobre mi cabeza. Andreu quedó boquiabierto y sin poder apartar la vista del arma. Se levantó y se acercó a ella para inspeccionar el fenómeno más de cerca. Yo lo miraba divertida.
–Telekinesia, –apunté.
–Es evidente que no eres lo que se dice una humana normal. Ahora entiendo por qué Sole te mantuvo en secreto profundo hasta para nosotros. Tu poder en malas manos podría ser muy peligroso.
–Cierto… –suspiré–, por eso llevo un régimen de vida pacífico. Anoche sentí por primera vez las consecuencias de ser criada por un vampiro.
–¿Consecuencias?
Me miró sorprendido mientras cogía el arma del aire. ¿Qué consecuencias podría tener que te criara un monstruo despiadado que se alimenta de los de tu especie?
–Problemas de temperamento, ya sabes. Ese tema de entrar en frenesí y obtener placer a partir de la agonía de las presas me vino bastante bien en realidad. Mis fuerzas y mi capacidad mental se multiplicaron, si no, nunca habría vencido en aquella pelea.
–Ya entiendo.
–A propósito de la pelea. Los cuerpos…
–Están carbonizados, tranquila. Llegamos al claro pocos minutos después de que desfallecieras, de hecho te oímos caer al suelo. Tuviste suerte de no desmoronarte sobre el arma. Una herida hecha por un filo de titanio con partículas de diamante es difícil de cicatrizar.
–¡Qué! ¿En qué estaba pensando Sole cuando me regaló esto?
–Seguramente en salvarte la vida. Es una obra maestra diseñada para matar vampiros. Ha sido forjada por un herrero y orfebre toledano con varios siglos de experiencia. Me hizo ir a Toledo para recogerlas y no dejarte sola ninguna noche. Yo sabía que era para ti, aunque desconociera tu nombre y tu aspecto, pero no entendí cómo podrías usarlas. De ti sólo sabíamos que eras una protecta.
Quedé completamente extrañada ante aquella denominación. ¿Protecta? ¿Yo? ¿Por qué?
–¿Protecta? ¿Protegida? ¿Qué es eso? ¿Tiene algo que ver sobre lo que has dicho antes acerca de las excepciones?
–Exactamente. Eres intocable para cualquier vampiro de la península. No sólo tienes derecho a conocer nuestra existencia, sino que además no podemos ni atacarte ni hacer omisión de socorro, bajo pena de muerte. Posees el título de excellentissima Prima Protecta.
–Pero ¿por qué yo? –Dije sorprendida–. ¿Qué tengo aparte de la telekinesia que me deje por encima de los demás humanos a vuestros ojos?
–La Cruz Tutelar.
Ahora sí que me había perdido por completo. Bajé la mirada a mi colgante. Era la única cruz a la que se podía referir.
¿Eso era? Ni poderes mágicos, ni ancestros guardianes de mi salud, ni nada parecido. ¿Era un simple emblema para mi identificación? La sujeté con mi mano y miré a Andreu. Él asintió para confirmar mis pensamientos. Ahora la que estaba boquiabierta y con la frente repleta de arrugas era yo. ¿Por qué Marga me daría la Cruz? ¿Cómo la obtuvo ella? La voz de Andreu me sacó de mi abstracción:
–Veo que no sabes mucho acerca de ella.
–Sólo que me protegería. Pero siempre creí que era algo así como un talismán de la buena suerte.
Emitió una cálida y reconfortante carcajada.
–Te explicaré su procedencia. Los vástagos de hace más de setecientos años se dieron cuenta de que la ley de proteger con celoso secreto nuestra existencia hacia todos los humanos y la ejecución sistemática de aquellos que nos conocieran podía llegar a ser sumamente injusta, pues algunos humanos, aun conociendo nuestra naturaleza, nos han protegido de otros humanos e incluso nos han llegado a salvar la vida con actos como el tuyo de anoche.
»Así que se firmó un pacto mediante el cual algunos humanos quedarían exentos del castigo si juraban proteger el secreto. Los humanos elegidos, los protecti, deberían llevar como identificación una Cruz Tutelar, creada por el mismo vampiro que creó tus armas. Se crearon cinco en total, muy parecidas en la forma. Tres de ellas son actualmente posesión del Tutor Maximus, el anciano que se dedica a que se cumpla esta ley, miembro venerable base del Consejo Vampírico Peninsular, formado por los líderes de los clanes más importantes de la península. Es de hecho el único miembro de ese Consejo que nos cae bien. Los demás son un puñado de sabandijas sedientas de poder. Pero ese es otro asunto. ¿Has entendido la cuestión acerca de tu Cruz?
–Sí, lo único que no tengo claro es en qué he ayudado yo a los vampiros para tenerla.
–El portador de la cruz tiene derecho a legarla a alguien que se convertirá en un protegido. Sólo si el protegido muere sin entregar la cruz de mano a mano a su sucesor, o mediante un intermediario siempre que haya una prueba escrita que demuestre que la entrega es directa, vuelve a manos del Consejo. Por ahora sólo hay dos protegidos en la península, tú y alguien a quien desconozco por completo, pues sólo el Tutor Maximus tiene acceso a las listas con las líneas sucesorias de los protegidos.
–¡Vaya! Soy una chica con suerte por lo que entiendo. Ahora entiendo la importancia de llevarla por fuera.
–Sí, le habrías ahorrado a Fernando correr el riesgo de ser ejecutado. –Calló unos segundos–. Por cierto, empiezo a oír el trote de Fernando y Amalia, y parece que han encontrado ayuda, ya están aquí. Saben de tu presencia, pero es mejor que no te vean nada más entrar, creo que lo mejor será que esperes en la habitación, ¿de acuerdo?
–Sí, claro.
Me puse en pie.
–Sube tus cosas, –añadió al tiempo que me daba el arma que había tenido en las manos.
 La cogí y me eché el macuto al hombro. Tomé también el vaso de agua, subí las escaleras y cerré la puerta de la habitación nada más entrar. Dejé el macuto y oí abrirse la puerta con una oleada de gritos:
–¡Idiota! ¡Eres idiota, Fernando! –La voz de la que supuse que era Amalia llegaba algo apagada, pero clara a la habitación–. ¿Cómo se te ocurre tomar una carga tan importante?
–Necesitábamos ayuda, ¿No? ¿Nos han ofrecido ayuda o el más mínimo apoyo los de Girona? No. ¿Y los provinciales de Barcelona? ¡Caso omiso! No hay más opción que ésta.
Esa voz ya la conocía, Fernando se defendía como buenamente podía, con un tono muy distinto al sereno y altivo que empleó el día anterior.
–¿Sabes los cuidados que hay que tener con una chiquilla? ¡Pueden ser un peligro tanto para los humanos y una carga para nosotros mismos!
–Lo siento. No quiero ser un estorbo para nadie, –dijo la voz llorosa de una mujer. Una voz que me resultaba un tanto familiar.
–A ver, chicos, calmaos. Os recuerdo que tenemos una invitada.
La voz serena pero autoritaria de Andreu se alzó en mitad de la discusión. De pronto todos bajaron el tono de modo que no podía percatarme de lo que decían.
Pasaron unos minutos en los que no entendí nada de lo que decían abajo. Abrí la ventana e hice la cama. Me eché sobre ella y cerré los ojos para tratar de asimilar todo lo que había aprendido en una sola conversación.
El olor fragante de los árboles del bosque y de la tierra húmeda me transportó a un estado de bienestar total. Pronto tocaron a la puerta. Yo me incorporé y les di el paso.
Volvió a abrir Andreu, que entró en la habitación con un candil para alumbrar la habitación, aunque no era necesario ya que la luz de la Luna entraba por la ventana e iluminaba de manera más que suficiente.
–Ya puedes bajar. Voy a presentarte a los chicos.
Salió por la puerta y lo seguí. Bajamos las escaleras hacia la habitación iluminada. Allí sólo había dos de los tres vampiros a los que había oído hablar: Fernando y una de las chicas. Ella se levantó de un salto, de pronto alegre y excitada, y me dio dos besos:
–¡Te conozco! ¡Eres la ninfa del río! –Gritó completamente entusiasmada.
–Que soy… ¡¿Qué?!
Que alguien me de un diccionario para entender a esta jauría.
–Así que Níobe es la famosa ninfa de la que hablaste tiempo ha –dijo Andreu divertido.
–Quiero que sepas que admiro tu valor, que te debemos una bien grande, que es un verdadero placer conocerte y que me encantaría volverte a ver bailar sobre las aguas del río, –dijo Amalia con aire apasionado. Desde luego no parecía la misma que había gritado llena de cólera a Fernando hacía unos minutos.
Amalia era preciosa. Sus pómulos eran ligeramente más grandes de lo normal, lo que le daba un atractivo especial al que ya de por sí tienen la mayoría de vampiros de la península. No era muy alta, apenas cinco centímetros más que yo, y sus ojos marrones transmitían una luz especial, como una hoguera con la que alguien se hubiera obsesionado por mantener bien encendida. Se hizo a un lado y miró a Fernando, que estaba serio, como enfadado, y tenía la mirada gacha.
Se levantó sin alzar la cabeza y caminó hacia mí muy despacio, vacilante. Se paró a escasos centímetros de mí. Tragué saliva ante el temor a que me atacara de pronto. Pero no fue así, sino que me abrazó. Me cubrió casi por completo con su largo cuerpo y me perdí más confusa de lo que había estado en mi vida en su chaqueta de cuero. Me asía con fuerza. No podía guardar rencor hacia alguien que me abrazaba de ese modo, y pronto cedí y puse mis manos en sus costados para devolverle el abrazo de forma mucho más distante.
–Lo siento, –musitó–. Lo siento muchísimo, yo… no creí que fueras la amante de Soledad, ni por supuesto una protegida. Jamás imaginé que me salvarías la vida y estaba desesperado. Lo siento. Por favor, perdóname.
Sin más se puso de rodillas frente a mí y me cogió la mano derecha. Yo me ruboricé, los demás lo miraron sorprendidos. Por las caras de los demás daba la sensación de que arrodillarse entre ellos implica mucho más de lo que ya supone. Fernando me miró desde allá abajo, (todo lo bajo que puede estar un hombre de dos metros arrodillado ante una niña de metro y medio), y prosiguió:
– Perdóname, y a cambio haré por ti cualquier cosa, lo que quieras. Te lo debo y no saldaré mi deuda hasta que tú lo consideres oportuno.
Yo me quedé paralizada. Jamás habría esperado esa reacción. Me repuse y le respondí, serena pero firme:
–Fernando, ponte en pie y mírame a la cara.
Él obedeció sin más. Los ojos grandes y negros de Fernando me miraban suplicantes, como si necesitara mi perdón para seguir con vida más allá de aquella noche.
–Te perdono, –Proseguí–. Entiendo tu motivación y no puedo culparte por tus actos, la vida es un tesoro demasiado valioso como para no dar a desconocidas como yo a cambio de conservarla. No te voy a ordenar nada, porque no creo en las órdenes. Sin embargo sí te diré algo, a modo de petición. Quiero rescatar a mi compañera. Sole está encerrada y torturada, esclavizada por esos tales Gustavo y Gabrielle. Te pido, (no te ordeno), que me ayudes a salvar a mi compañera en la medida que quieras y te sea posible. Nada más.
Fernando volvió a tomar mi mano y la besó. Volví a ruborizarme.
–Te juro que encontraras y rescatarás a Sole, y yo haré cuanto esté en mi mano para que lo logres, aunque eso signifique mi muerte. Quiero demostrarte que pese a mis actos de anoche soy noble. Tú me salvaste la vida cuando yo me consideraba enemigo tuyo, si es necesario moriré por salvarte como tu aliado.
–Noble eres sin duda. Pocos vampiros agachan la mirada ante la presencia de un humano. Cualquier otro habría intentado matarme pese a todo.
Mis palabras fueron completamente sinceras. No sentía rencor, sólo unas ansias irrefrenables de rescatar a Sole por encima de todo, y de pronto tenía un escudero dispuesto a darlo todo para propiciar mi misión.
–Creo –dijo Andreu en tono sosegado–, que es hora de que conozcas a la nueva miembro del grupo. Fernando, tráela.
Fernando se retiró con una reverencia y fue mucho más decidido a una puerta que había en la planta baja de la casa debajo de las escaleras, de la cual aún no me había percatado, y salió de la oscuridad con las manos aferradas a la neófita, con su brazo sobre el hombro de ella.
No pude creer que era quien vi cuando cruzaron el umbral de la puerta. ¡Era Irene! La misma criaja maleducada que había despotricado contra mí durante años por ser “la chica rara” era ahora una vampiresa, sin duda un fuerte golpe del karma. No pude evitar que se me escapara una pequeña risa. Irene me miró llena de sorpresa:
–¡Tú! –Farfulló sorprendida–. ¡Tú estabas muerta! Todos en el pueblo te creíamos muerta.
–Sin embargo yo te creía viva y así estas –dije entre risas–. ¡Vaya Irene! Estás mucho más guapa que la última vez que te vi.
–Eres una zorra –espetó indignada–, ¿cómo tienes los cojones de desaparecer de pronto en un incendio y no demostrar al pueblo que seguías viva?
–¿Y perderme toda la diversión de este mundo? Ni hablar.
–Pero estás oficialmente muerta. Hay una placa en el cementerio que te conmemora como si fueras una heroína o algo así, –gritó en una risa nerviosa.
–Placa que habréis pagado los olotinos con vuestros impuestos –apunté sin dejar de carcajear. Cuando me pude calmar continué, en un tono más calmado y sincero–: Bienvenida a mi mundo, querida enemiga. Ahora vas a saber lo que es ser rara de verdad.
–Y pensar que te he llamado bruja. Qué razón tenía.
–Y pensar que te he llamado humana. A todo ello, ¿por qué comenzaste a insultarme? –Le dije en un burlesco tono de incriminación.
–Supongo que por que te odiaba, y me parecías la más insoportablemente rara de la clase –masculló en su defensa–. Nunca intentaste trabar amistad con nosotros. ¡Y para colmo llevabas a David de calle!
–Ya habrás oído todo lo que concierne a Sole. ¿De verdad crees que buscaba algo con David?
Irene miró a Fernando con una sonrisa lasciva en la cara antes de contestar con las palabras “que idiota he sido” grabadas a fuego en la mirada:
–No. Bollera de mierda, ¿cómo no me di cuenta de que pasabas de él y de que toda la historia de “tu-pri-ma-la-de-Gi-ro-na” era un cuento?
Me miró unos segundos, parecía que intentaba reorganizar su cabeza. Por un momento agachó la mirada al tiempo que suspiraba con gesto resignado. Luego me tendió su mano y añadió:
–¿Cosas del pasado?
–En el pasado queda, Irene –respondí, sin ningún tipo de rencor en mi corazón cuando estreché su diestra. Luego añadí en tono más serio hacia todos–: ¿Me ayudaréis a recuperar a Sole?
Todos asintieron al unísono. Era evidente que habían pasado mucho tiempo aburridos en casa y de pronto habían encontrado una forma de divertirse, se habrían apuntado a un bombardeo. Amalia dio un paso al frente y habló en nombre suyo y de los demás, con los ojos vidriosos:
–Haremos todo cuanto esté en nuestra mano por acabar con el clan de Gabrielle, recuperaremos la libertad que teníamos antes de su llegada y rescataremos a Soledad. Prometido.
Abracé con toda mi efusividad a Amalia. Era con diferencia la más cariñosa de todos, quizá porque su naturaleza era así, o por el vacío que le había dejado la reciente pérdida de su compañero. Sabía que lucharía codo con codo junto a mí, porque les guardaba tanto o más rencor como yo.
El odio, la ira y la muerte son la mejor forma de que dos vampiros se unan si no es mutuo, eso nos convertía casi de forma automática en amigas en tanto que compañeras de trinchera. Y en aquel abrazo decidí entregar mi vida por su causa y sentí que ella la entregaría por la mía si era necesario. Nuestros corazones eran un cúmulo de sentimientos hermanos: el deseo de venganza, de recuperar el amor perdido y de luchar por nuestra propia libertad. Nada, ni siquiera la muerte, nos debía separar si queríamos vencer al pequeño pero molesto ejército de Gabrielle y Gustavo. Y de hecho nada en absoluto nos separaría.