viernes, 16 de octubre de 2009

29- Señorita Vera Pérez Andreu




–No me habías dicho que se trataba de una clínica privada de lujo.
–Necesitamos las pruebas de forma rápida y sin riesgo a que quede una sola huella de tu paso registrada, ¿no? Bastante nos ha retrasado Ginés.
–Perdona, Andreu. Sé que lo que haces es lo mejor para mí. No debería darle tanta importancia a los principios en esta situación.
La sala de espera estaba dotada de música ambiental, cómodas butacas con reposabrazos y revisteros rebosantes de los últimos números de revistas de moda, ocio, cultura general, humor y... bueno, las llamaré “revistas creadas para el sector masculino”, además de varios periódicos del día. Tomé la FHM y eché un breve vistazo a la portada.
La puerta de la consulta se abrió de pronto y una joven enfermera salió con un portafolio entre las manos, –inútil, ya que los únicos en la sala éramos Andreu y yo–, y preguntó al aire como si cupiera alguna duda:
–¿Señorita Vera Pérez Andreu?
–Sí, soy yo.
–Pase, por favor. –Nos pusimos en pie y devolví la revista a su sitio. No pude evitar fijarme en la cara de la enfermera al verla, puso los ojos en blanco–. El doctor Prats le atenderá en seguida.
Entramos a la confortable consulta, pulcramente decorada con tonos ocres y detalles minimalistas. Nos sentamos en los sillones y Andreu asió mi mano con fuerza:
–Dale un respiro a tu corazón. Pareces un colibrí.
Se me escapó una risa tensa y nerviosa que más bien parecía un brote de histeria. Pronto apareció por la puerta el doctor Prats con mi falso expediente, casi réplica del original, en la mano. Se sentó frente a nosotros y comenzó a hablar:
–Buenos días señorita Vera, y buenos días a usted, señor...
–Andreu. Soy su padre.
Nos tendió la mano y se la estrechamos, le dio un pequeño escalofrío cuando tocó la diestra de Andreu.
–He revisado el expediente de su hija, señor. Creo que ambos estarán ya al tanto de la importancia del asunto.
–Olvide los eufemismos, doctor –repliqué fría–. Puede decir “gravedad” en lugar de “importancia”.
–Sí, los dos somos conscientes de ello, –repuso Andreu–. Ésa es la razón por la que hemos decidido acudir aquí esta vez. Tenemos buenas referencias sobre esta clínica.
–Gracias, les aseguro que seremos rápidos y eficaces. Obtendrán el resultado en diez días tras la realización de las pruebas, y prepararemos los mejores tratamientos si fueran necesarios. Pero vayamos al grano, al bulto en este caso. Señorita, ¿puede pasar tras el biombo y mostrármelo?
–Sí.
Obedecí y me recogí el pelo mientras llegaba el doctor.
–Veamos... ¿ha crecido desde que te percataste de su presencia?
–Sobremanera.
–¿Recuerdas aproximadamente cuánto hace de aquello?
–Un par de meses, quizá algo menos. Al principio no le di mayor importancia porque creí que se trataba de la picadura de algún insecto –mentí–. Pero con el tiempo, en lugar de desaparecer, creció y comenzó a causarme molestias.
–Entiendo. ¿Sabes lo que te vamos a hacer ahora?
–Sí: me desnudáis, me ponéis una bata que no tapa nada, me hacéis daño, paso la noche aquí orinando radio, luego me hacéis más daño y por último me mandáis a casa hasta que sepáis si basta con extirparlo o además tenéis que envenenarme con productos químicos.
–Eh... Bueno, sí, a grandes rasgos es así, –respondió desconcertado ante mis gélidas palabras–. Sólo que nosotros le damos otros nombres a todo ello.

Después de las primeras pruebas me llevaron a mi habitación. Se encontraba en el sótano de la clínica, por razones obvias. Estaba ornamentada al estilo de la consulta, con maderas nobles y lámparas en las mesitas. Me encontraba echada en la Rolls Roice de las camillas, y miraba con odio el gotero a mi derecha. Cerré los ojos para intentar olvidar la vía intravenosa de mi brazo.
–¿Qué te ocurre? –Me preguntó Andreu desde un sofá de cuero a mi lado. Me tomó de nuevo la mano y yo la apreté con toda mi fuerza, algo insignificante para él.
–Me marean las agujas –confesé.
Él comenzó a reír. Al principio me ofendí, pero fue sólo hasta que caí en la cuenta del motivo de su risa, y le acompañé con mis carcajadas. ¿Cómo puedo ser capaz de rajarme la mano y dar de beber a un vampiro sin inmutarte y luego temer a una simple aguja?
Mientras reíamos sonó un pitido desde un interfono en la pared, a mi lado, y surgió de él la voz grave de un hombre:
–Buenas tardes, señorita Vera.
Me incorporé en la camilla para responder, pero Andreu se me adelantó, pulsó el botón del interfono y respondió al saludo con un «entra, López».
López fue el primer vampiro casi mulato que conocí. Antes de verle creía que con la transformación la melanina simplemente se perdía. Sin embargo desde aquel momento me pareció que ese era el aspecto que debían tener si fueran humanos muertos, sólo que con una voluptuosidad sobrehumana. López iba vestido con un traje inmaculado cuyo precio no quise ni imaginar y una corbata a gruesas bandas negras y rojas. Era alto y muy robusto, de andar demasiado tosco para ser un vampiro, y la cara reflejaba su carácter jocoso, que a veces alcanzaba un tinte excesivo. Pese a ello es un hombre de carácter noble y respetuoso.
Nada más entrar estrechó efusivamente la mano a Andreu con un «qué hay» en los labios y unas palmadas en el hombro. Luego dirigió su mirada hacia mí y me habló mientras se acercaba a la camilla:
–Hola, Vera. Es un auténtico placer conocerte. –Aunque me hablaba a mí, sus ojos se clavaron en la cruz de mi pecho.
–Hola, señor López. Muchas gracias por este gran favor.
–No me des las gracias. Es mi deber como miembro de nuestra comunidad cuidar de ti tanto como me sea posible. Disculpa que os haya instalado en el sótano, pero quería conocerte personalmente y padezco porfiria.
–Sí, y yo estoy aquí para un examen de próstata, –respondí irónica. Él sonrió.
–Chicos, creo que ambos tenéis muchas cosas que explicar.
–López, no es momento de...
–Andreu, amigo. Me debes un favor. Y sólo te pido saber el nombre de la niña y por qué  está oficialmente muerta.
–Andreu, no importa, se lo podemos explicar.
–Está bien, supongo que sí.
–Mi verdadero nombre es Vera-Níobe. Y morí de forma oficial en un incendio en mi propia casa provocado por un chiquillo que mató a mis padres.
No pareció escuchar en absoluto mi última oración. Dio un respingo al oír mi nombre y quedó completamente bloqueado durante unos segundos. Miró a Andreu y volvió a cubrir su cara con una máscara de cordialidad antes de hablarme de nuevo:
–No me puedo creer que me encuentre ante la actual Protecta Prima. ¿Eres la heredera de Margarita, ¿verdad?
–Sí, señor.
–Por favor, no me llames señor, –dijo, y me besó la mano como si fuera una aristócrata–. Mereces todo el cuidado y los honores de tu estirpe.
–¿Mi estirpe?
Esta conversación me empezaba a dejar demasiado abrumada.
–¿No le has hablado del linaje de las Protectae Primae? –Preguntó a Andreu con cara de enfado.
–No lo consideré conveniente. Además, el propio Manto se encargará de ponerla al día en todas vuestras supersticiones el mes que viene.
–¡Así que te presentarás ante el Consejo! –Exclamó dirigido de nuevo hacia mí.
–Así es.
–Bien. En ese caso nos volveremos a ver en septiembre. Pareces agotada. Ordenaré que te traigan la cena ya para que puedas acostarte temprano.
Clavé mis ojos en Andreu, que entendió al vuelo mi mirada y la respondió:
–Tranquila, ya lo sabe.
–Sí. Cenarás sémola con verduras, un salteado de setas y bambú con salsa de soja y de postre una manzana, –añadió al tiempo que me guiñaba un ojo.
–Gracias.
–Gracias adelantadas a ti.

Cené mientras López y Andreu charlaban de “los viejos tiempos”, mientras me preguntaba qué tiempos no serían viejos para dos vampiros de doscientos años. Resultaba extraño y a la vez gracioso ver a dos amigos con ideas políticas totalmente opuestas hablar. Había una serie de tabúes cuya pronunciación por cualquiera de los dos generaba un silencio incómodo de exactamente dos segundos y medio, tras el cual se retomaba la conversación por otra ruta distinta.
No eran las siete de la tarde cuando el sueño me invadió y quedé profundamente dormida. Había olvidado dormir aquel día y las pruebas habían sido agotadoras. Justo antes de dormirme vi cómo Andreu y López abandonaban la habitación y cerraban la puerta tras de sí.


–¿Seguro que no nos oye?
–Seguro. La habitación tiene aislamiento acústico. En serio, Andreu, ¿por qué no se lo dices ya?
–¿Qué quieres que le diga?
–Su nombre, su estirpe, ¿no me digas que no te has dado cuenta?
–Supersticiones, López, ¡supersticiones!
–¡Es la profecía!
–La que cantó una anciana psicópata en la corte de Manto antes de desaparecer para siempre. Por favor, seamos razonables.
–Hay demasiadas coincidencias. Es mucho más de lo que aparenta, ¿verdad? ¿Qué puede hacer? ¿Ve el futuro? ¿Lanza rayos láser por los ojos?
–Es una niña, no un oráculo ni Supernada.
–No puede ser sólo una niña moribunda, ¡algún poder oculto debe tener!
–¿Ya le has realizado los análisis? ¿Ya sabes que va a morir?
–No, pero ya has visto en su piel lo que ella no puede ver. Estas pruebas son un mero trámite.
Hubo un silencio tapado por un mar de suspiros. Estaba claro que guardaban luto, del mismo modo que yo lo guardé por David. Un luto por mí.
–¿Tiene esperanzas?
–Pocas. Con quimioterapia y radioterapia quizá pueda superarlo. Pero su cuerpo es tan débil que no creo que soporte el tratamiento. ¿No habéis pensado en transformarla?
–Se niega en rotundo. Dice que prefiere, con mucho, morir joven. ¿Cuánto calculas?
–Un par de años. No más.
–Sólo dos años...
–Como mucho. Los ángeles vuelan pronto.
–Y los demonios los vemos venir y marchar para siempre. ¡Pobre hija!
–A todo esto. ¿Acaso piensas apadrinarla?
–¿A qué te refieres?
–Venga, amigo, no te hagas el idiota conmigo que nos conocemos. Vera Pérez Andreu, ¡ja! Y me dirás que el segundo apellido es una coincidencia.
–No, pero no fue idea mía. Los dos apellidos los eligió ella. El primero lo tomó de su predecesora, a quien considera su primera madre. El segundo me lo pidió como si de verdad le importara tener ése y no cualquier otro. No pude negarme con esos ojos que se le ponen cuando pide algo.
–¡Chicos! –Mi voz sonó a través del altavoz del interfono–. De nada sirve el aislamiento acústico si os apoyáis en el botón del telefonillo para hablar.
–¿Cuánto tiempo llevas ahí? –Preguntó Andreu alarmado.
–El suficiente como para saber que una anciana profetizó mi llegada, que si cumplo los veinte años tendré que dar las gracias y que López piensa que soy una superheroína de cómic. Lo dicho, apoyaos lejos del interfono y dejadme dormir. Aunque no se por qué, ya que parece que dentro de poco me voy a hartar. Bona nit.
Solté el botón y me eché en la cama, al borde de un ataque de histeria. El ruido de la conversación cesó.

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