jueves, 13 de agosto de 2009

16- Azul, Pequeña y Mortal



Tardé varios días en reponerme del golpe que supuso para mí la apertura de la lista de muertos a causa de mi intervención directa con dos nombres y sólo ocho años de edad. Mi mente tenía una conclusión clara: era peligrosa para los humanos. Y no me permitiría ir por ahí sin advertir a los demás que quien buscara problemas conmigo quizás encontrara más de los que deseaba. Quería algo que dijera «cuidado», que les pusiera a una distancia prudencial por su propio bien, pero aún no sabía cómo hacerlo. Rebusqué y hurgué por mi cabeza, pero al final encontré la respuesta a lo que buscaba por pura casualidad, entre las páginas de un libro.
Ya nos habían dado las vacaciones de invierno en el colegio, pero mi sed de conocimiento no me dejaba nunca abandonar los estudios tan fácilmente, y hallé mi refugio del frío de la calle y la ignorancia de mi casa en un rincón de la biblioteca municipal María Vayreda. El cielo estaba casi siempre encapotado, y eso permitía a Sole acompañarme a la biblioteca sin temor a que nada malo le ocurriera.
Aquel día yo ojeaba por curiosidad un tomo de una enciclopedia ilustrada dedicada a las ciencias naturales. Recuerdo que abrí un libro al azar y por una página al azar, (no esperaba leerme todo un libro de consulta), y me encontré frente a frente con la hermosa dendrobates azureus o rana flecha azul. Una preciosa y letal ranita de unos cinco centímetros autóctona de Surinam. Su piel parecía una paleta con la muestra de todas las gradaciones del azul, desde el claro y brillante de su cabeza y su vientre hasta el más intenso azul marino de sus ancas traseras, toda ella estaba cubierta de topos irregulares color negro.
Pequeña y venenosa, y ¿cómo lo advertía? Parecía que con su color estridente. Me levanté de la bancada. Sole, que estaba sentada frente a mí con Cien Años de Soledad entre las manos, levantó por primera vez en toda la lluviosa tarde la mirada del libro para curiosear mis gráciles movimientos. Busqué en las estanterías y encontré el libro que quería… en la parte alta, donde mis manos no alcanzaban. Por suerte no había casi nadie en la biblioteca, sólo la bibliotecaria, dos ancianos que curioseaban el diario deportivo del día, Sole y yo. Miré a un lado y a otro para cerciorarme de que sólo Sole me miraba. Aquel hombre comenta los resultados del partido de ayer con su amigo, que parece no aguantarlo, y la bibliotecaria está demasiado ocupada con ese crucigrama, lleva un buen rato sólo para descubrir que la palabra que le falta es “encefalograma”. Vía libre.
Estiré la mano, hice que el libro se deslizara hacia fuera de la estantería y lo tomé en el aire cuando bajó lentamente hasta mi altura. Se trataba de otra enciclopedia relacionada con la biología en particular. Volví a la mesa, busqué Dendrobatidae y encontré varias imágenes y descripciones de casi toda la familia de las pequeñas ranas. Todas, salvo excepciones, eran muy parecidas: pequeñas, letales, y no casualmente de colores saltones; diminutas hermosuras salpicadas de rosas chillones, rojos, verdes claros, naranjas, amarillos… ¡Eso debía hacer!
Miré a Sole, que seguía inmóvil mientras me miraba por encima del libro, con una ceja arqueada y preparada para oír algo que –ya no lo dudaba– la desconcertaría por completo, y murmuré:
–Sole.
–Dime cielo. –Dijo mientras suspiraba y dejaba el libro abierto sobre la mesa.
–Es casi navidad. ¿Pensabas regalarme algo?
–Creí que me darías tiempo hasta la Nit de Reis para pensar en un buen regalo. ¿Y no se supone que te han criado en una familia atea?
–A cualquier cosa llamas familia. Pero ese no es el tema. ¿Puedo darte alguna idea de lo que me puedes regalar?
Se le iluminaron los ojos.
–¡Me harías un gran favor! –La bibliotecaria chistó. Sole calló unos segundos y miró hacia mis libros alarmada–. ¿No será una rana?
–No. Me gustaría teñirme el pelo.
–Ah… bueno, si tu madre te da permiso eso está hecho, pero no tienes que esperar a la Nit de Reis, te lo puedo pagar sin que sea necesaria una ocasión especial. –Se calmó al ver que mi petición no excedía de lo sensato para una niña de mi edad–. Y dime, ¿qué color tenías pensado?
–Pues creo que azul.
Sole dio un breve respingo sobre el asiento y puso los ojos en blanco. «Demasiado pronto bajé la guardia» debió pensar. Suspiró de nuevo y me hizo un gesto con la cabeza para indicarme que saliéramos. Nos levantamos y salimos en absoluto silencio, yo ya tenía claro que en cualquier momento me iba a caer una buena.
Fuera llovía a cantaradas, por lo que saqué mi pequeño paraguas con dibujos de El Jorobado de Notre Dame que me compró mi madre, pese a que odiaba y odio la versión de Disney. No la culpo por no saberlo, Sole era la única que sabía que me había leído Nuestra Señora de París. Nos esperaba un recorrido largo, pues durante el día había que hacerlo al estilo humano para no perturbar al pueblo con el mito de una doncella que atravesaba las calles de Olot a trescientos kilómetros por hora con algo o alguien entre sus brazos.
Caminamos al mismo paso. Pasó un par de minutos sin que hablara, sólo me dedicaba su mirada coactiva para que explicara mi motivación. Nunca aprendí a resistir la presión de esa mirada cargada de reproche, y pronto hablé:
–El azul es bonito, siempre dices que adoras mis ojos por su color así que a ti también te parece bonito, ¿no?
–Níobe, –respondió, y dobló el tiempo de pronunciación de cada vocal para forzarme a ser sincera.
–Rosa también estaría bien…
–¡Niobe! –Su paciencia se agotó. Paró en seco, se acuclilló frente a mí para verme la cara y puso sus manos sobre mis hombros, mientras el agua recorría su pelo, su cara y sus ropas como afluentes que fluctuaban en un par de riachuelos a la altura de sus pantorrillas desnudas–. Es porque crees que eres venenosa, como esas ranas, ¿verdad?
Me hizo agachar la cabeza humillada.
–Soy letal. Como esas ranas.
–¿Y qué ganas al teñirte de azul el pelo?
Lo decía con curiosidad más que con disgusto, pues aún no entendía mis motivaciones. Me pareció que era la hora perfecta para confesar.
–Advierto a los demás. No quiero que se metan conmigo porque me crean indefensa. Si mi aspecto fuera más agresivo la gente tendría más cuidado conmigo, y no tendría que usar mi poder para defenderme de ellos.
Guardó silencio. Se repuso y, levantada, reemprendió el camino meditabunda.

Estuvimos buena parte del camino sin hablar, ella a poco más de un paso por delante de mí. Yo adoraba la lluvia, el frío y las calles desiertas que producen cuando se unen en días como aquel, así que pasé el camino entretenida por la belleza de los árboles y casas empapados, el fragrante aroma de la tierra húmeda, y la brisa helada que acuchillaba mis mejillas. Justo a la altura donde la Avinguda de Jaume II se convierte en el Camí de les Bruixes volvió a girarse de súbito y espetó como último recurso:
–¡No eres tan poderosa!
Yo la miré. Su cuerpo no daba ninguna muestra de interés ante el agua que caía incesante sobre él. Me dispuse a revelarle todo mi poder, haría algo que ella, tan fuerte, no era capaz de hacer. Cerré los ojos y aparté lentamente el paraguas hasta que quedó a un lado para dejarme a merced del agua.
La lluvia caía incansable sobre Olot y yo abrí mis brazos como dispuesta a recibir hasta las últimas gotas. Pero el agua no me tocaba. Cada gota desviaba su ruta a menos de medio centímetro de mi cuerpo y caía a mi alrededor. Los torrentes formados en el camino evitaban mis pies como si una corriente de aire contrario desviara el cauce. Esperé casi un minuto antes de volver a poner el paraguas sobre mi cabeza y abrí los ojos.
Yo estaba completamente seca. Y Sole rematadamente estupefacta. Sabía lo que eso significaba: ya era capaz de recubrir con mi energía todo el cuerpo. Estaba a un paso de poder volar. Creo que hasta aquel momento no se dio cuenta de la importancia de controlar mi ira y de evitar que me atacaran. Un poder como aquel, descontrolado, podría ocasionar el caos entre la población. Volvió del trance de su sorpresa, me tendió su mano y yo la cogí, y terminamos el recorrido hasta casa.

Mi piso estaba vacío como esperábamos. Mi madre estaba en un bar donde había encontrado trabajo como camarera, mi padre trabajaría hoy hasta cierre y después se iría a algún antro, como cada viernes. Sole entró directa al aseo y se secó con una toalla sin cerrar la puerta. Yo me eché sobre el sofá pardo del comedor lleno de quemaduras de cigarros, y me puse a mirar el techo mientras la esperaba.
–¿Y cómo piensas convencer a tu madre de que te deje teñirte el pelo de color azul?
–Sole, llevo años haciendo el camino a la biblioteca y al colegio a pie y no le importa ni en los días de tormenta como hoy. No recuerda si ceno ni si he desayunado, no asiste cuando mis profesores la citan a una tutoría. ¿Crees que le va a importar lo que haga con mi pelo?
–Visto así supongo que no. Pero pregúntale de todos modos. Si te hace ilusión te lo pagaré. ¿De verdad te gustaría tener el pelo azul?
–¡Azul claro! Es original, ¿no te parece? Y bonito.
De pronto tocó mi hombro. Me pilló por sorpresa, creía que seguía secándose en el aseo y me propinó un ligero sobresalto. Estaba aún un poco húmeda. Al punto y con un ágil salto se tendió sobre mí en el sofá, y con su frente apoyada en la mía comenzó a hablarme con la ternura propia de dos amantes en nuestra misma situación:
–¿Te has dado cuenta de lo buena persona que eres? Supongo que ahora me tendrás que dar la razón.
–¿por qué dices eso?
–Estás decidida a sacrificar tu regalo de navidad por un tinte, sólo porque piensas que así los demás te temerán y te evitarán por su bien. ¿Cuánta gente crees que hace eso?
–Pues por las calles he visto a uno que se tiñe la cresta de azul. El otro día la llevaba color verde radio.
–¡No me refiero a la forma, sino al significado! –Su sonrisa iluminaba toda la habitación–. Tienes un corazón de oro, mi ranita.
–¿Ranita?
Acababa de cumplir la regla número uno de los amantes: de los apelativos cariñosos y estúpidos posibles, debe elegirse uno de los más ridículos.
–Sí, mi ranita venenosa y buena –dijo, y me dio un besito sobre los labios.
Yo adoraba el tacto de sus labios, suaves, carnosos y fríos contra los míos. Nos miramos como de costumbre a los ojos durante minutos, fascinadas las dos por la otra.
Nuestra relación era muy extraña, éramos dos amantes que deseaban besarse con todas sus fuerzas, pero yo era demasiado joven para ello, por lo que esperábamos con la paciencia de quien sabe que la espera le será gratamente recompensada. Nadie podría romper jamás la intensidad de nuestros sentimientos.

Como predije, no fue muy difícil convencer a mi madre de mi cambio de look. Me acerqué a ella al día siguiente por la mañana. Preparaba el menú especial del sábado: lasaña precocida al horno. Sin esperar a que se percatara de mi presencia tomé fuerzas y le hablé:
–Mamá.
Su sorpresa fue tal que se golpeó la espinilla contra la puerta abierta del horno. Maldijo a todos los santos desde la “E” hasta la “M” antes de recuperar la compostura y responder.
–¡Joder Errecé! ¡Te he dicho mil veces que no me des esos sustos! ¿Qué coño quieres?
Mi madre había envejecido mucho en estos últimos años. Lo que en su momento fueron las primeras arrugas de expresión eran ya mucho más profundas, y decenas de nuevos surcos adornaban sus ojos y su frente. Además, ahora estaba temblorosa durante casi todo el día, tenía ojeras y su ánimo era más irascible que nunca. Aún así conservaba aún buena parte del atractivo que tiempo ha volvió locos a los hombres, incluso conseguía que más de una cabeza girara a su paso calle abajo.
–¿Puedo teñirme el pelo?
–¿Para qué?
–Quiero teñírmelo de azul, –dije con la mirada gacha.
–¿Azul? Es raro, pero el psicopedagogo de la escuela no me ha llamado para ninguna citación. ¿Tengo que soltar una peseta?
–No. Lo pagaría con mis ahorros.
–Entonces haz lo que te de la gana –respondió, y se agarró al moratón de su pómulo. Su tono de voz cambió por completo, estaba visiblemente dolorida cuando me habló–: Anda, Errecé, tráele a tu madre la pomada de la mesita.
–Sí, mamá.
Sabía que iba a ser fácil, pero no a tal extremo.
Fui a la mesita, de donde ya no se movía la pomada para los cardenales. Cuando volví con ella en la mano se había sentado en el sofá. Parecía muy agotada, así que sin pedir permiso, me arrodillé sobre el sofá junto a ella y le apliqué la crema.
Entonces entró mi padre por la puerta, borracho por lo menos. Era extraño, lo normal era que se emborrachara miércoles, viernes y domingos, el resto de días solo venía con un par de cañas. Nos miró con una mueca de asco y espetó:
–¿Qué coño hacéis las dos ahí? ¿Y la comida?
–Le estoy curando el moratón que le hiciste ayer. La cena está en el horno, todavía cruda –respondí en su mismo tono.
Lo bueno de sentirme tan peligrosa era que mi padre ya no suponía ningún peligro para mí, y al contrario que mi madre, que se amansaba con un buen golpe, me sentí libre de replicarle tanto como quisiera.
La idea no agradó mucho a ese hombre.
–¿Qué forma de hablar a tu padre es esa? Pídeme perdón ahora mismo.
–Deja a la chiquita en paz, no ha dicho ninguna mentira.
Acompañado de varios «me cago en la puta», «una mierda dejarla en paz» y similares se acercó a mí. Yo me aparté de mi madre al tiempo que aquel desgraciado se disponía a darme un guantazo con la mano abierta. Extendí mi energía por la cabeza justo a tiempo y el golpe no me dolió, ni siquiera sentí más que el ruido de la mano de mi padre al chocar contra la capa invisible.
Ninguno de los dos se percató de lo ocurrido. Mi madre se puso en pie y lo empujó a un lado. Una parte que siempre me desconcertó de mi madre es que, pese a que nunca me mostró especial cariño y aunque no mostrara importancia a la hora de llevarse un buen golpe de mi padre, no ocurría lo mismo conmigo. Yo era intocable para ella, y cualquiera que contrariara esa certeza se enfrentaría a las consecuencias.
–Te he dicho que no la toques, ¡cabrón! –Me miró con gesto satisfecho al ver que no mostraba signos de dolor y me dijo–: Vete a la habitación, hija.
Asentí y volví a mi habitación bajo una nube de gritos. No importaba que se acalorara demasiado, sabía que por la noche se reconciliarían como dos imbéciles.
Allí me esperaba Sole en la penumbra, sentada en mi escritorio con las sienes apoyadas en las manos y gesto resignado. Cuando cerré la puerta levantó la cabeza. Su preocupación era evidente, ella era mucho más consciente que yo del odio que se respiraba por mi casa, o al menos lo tenía más desnaturalizado. Tampoco comprendía las motivaciones de mi madre para protegerme a capa y espada con actos que no hacía ni por ella misma.
Se oyeron unos gritos y el sonido de algo de vidrio caer al suelo y romperse. La actitud de mi madre volvió a cambiar, de pronto dejó de chillar para lamentarse por lo que acababa de suceder.
Me acerqué a Sole y me abrazó. Tenía los ojos vidriosos. Mientras me abrazaba llorosa, con voz tenue y temblorosa murmuré a su oído:
–¿Qué ha ocurrido ahí fuera?
–Tu madre ha lanzado un vaso al suelo, y a tu padre le ha saltado un vidrio al ojo.
–¡Vamos al médico, cariño! Perdona, mi amor.
–Eres una niña muy valiente. Mañana pediré cita para la peluquería. Feliz navidad, cielo.

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