jueves, 30 de julio de 2009

13- Mi Nueva Vida


Al día siguiente, cuando los primeros y escasos rayos del sol aún no habían secado la escarcha de las hojas de los árboles, desperté con más energía de la que había sentido en toda mi vida. Era una energía serena, llena de paz, de absoluta tranquilidad. Miré a mi lado. Como esperaba, Soledad ya no estaba. En su lugar había un ramillete de perejil cubierto de rocío. Me hizo entender dos cosas: que el ramillete casi acababa de ser cortado, por lo que había estado conmigo hasta que los primeros rayos de la aurora aparecieran entre las montañas, y que volvería. E interpreté bien su señal.
Cómo un manojo de la planta más barata del mercado pudo tener tanto valor para mí sigue siendo algo extraño que aún no logro comprender, pero un ramo de rosas no me habría hecho sonreír tanto.
No había ruido alguno en mi casa, mis padres no se habían despertado toedavía. Me levanté de un salto de la cama y fui descalza al aseo. Busqué en el primer cajón del armario del lavabo el espejo de mano, ya que era demasiado baja para verme en el de la pared. Mi cara seguía tan pálida como siempre, con las mismas ojeras y los pómulos ligeramente rosados. Miré sólo por curiosidad mi cuello. Nada. Soledad no se había tomado un aperitivo cuando me hube dormido, y eso me alegró.
Dejé el espejo en su sitio y correteé a la cocina, cogí un vaso del fregadero, lo llené de agua de grifo hasta la mitad y volví a mi habitación. Puse el vaso en mi mesita traída del piso de Alicante, y coloqué el perejil como si fuera un ramo de flores. ¡Ya estaba lista para hacer la cama, vestirme y comenzar un nuevo día!

A decir verdad aquel día pasó sin pena ni gloria. Mi padre encontró trabajo como reponedor en un supermercado local, un claro descenso en su trayectoria profesional. Mamá ofreció entre los vecinos del pueblo sus servicios de limpieza, en casas y comercios. Yo me aburrí durante horas en la guardería, sin nada que me estimulara lo suficiente, sin conversaciones interesantes ni historias que no acabaran en un «y vivieron felices y comieron perdices», mientras pensaba en Soledad, mi misteriosa amiga que –sabía– volvería aquella noche. Y así fue.
Después de un tedioso día entré en mi cuarto tan pronto como las primeras linternas de la noche se encendieron tanto en la tierra como en el cielo, abrí la ventana, inspiré profundamente el aire puro de las montañas y miré hacia abajo. Allí estaba ella, como si llevara horas junto a mi portal. Yo la miré, sonreí y metí la cabeza en el cuarto. Tan pronto como me retiré comenzó a entrar ella. En cuanto cruzó el vano me di cuenta de que llevaba una libreta en la mano.
–Hola, pequeña. ¿Cómo estás?
–El día es aburridísimo. Y no tengo nada que hacer, –salvo esperar tu llegada.
–Tranquila. Te he traído algo. Normalmente hasta dentro de uno o dos años no deberías ser capaz de aprender esto. Pero tú no eres lo que se dice una chica normal, –dijo, y extendió la mano que sostenía la libreta para que la cogiera.
–¡Gracias Sole! –Me chistó; había olvidado por completo que mis padres estaban preparándose unas rayas al otro lado de la puerta de mi habitación–. Gracias, pero… ¿qué es?
Soledad silenció una carcajada que la obligó a abrir la boca.
–Es para enseñarte a leer –dijo entre risas–, así podrás leer tú misma los cuentos y tendrás algo con lo que entretenerte aunque estés sola.
–Pero si yo no tengo cuentos…
–Los tendrás si consigues aprender a leer. Yo te los traeré. Eres una niña muy lista y puedes serlo aún más. Vendré aquí tan temprano como pueda, los días en que no haya sol podré estar aquí desde la tarde si mantienes las persianas bajadas.
Eso me recordó que tenía muchas preguntas para hacerle, y aproveché el silencio que se produjo cuando se percató del vaso con el perejil de mi mesita, y en su hermosa cara se dibujó una sonrisa que no pudo evitar, una hermosa sonrisa que me mostró de nuevo sus colmillos, que lejos de asustarme, me dejaron absolutamente fascinada.
–Te pillé.
Ella me miró desconcertada y se percató de que tenía la boca abierta. Demasiado tarde como para corregir su error. Me miró seria a la espera de mi reacción, sonreí y me puse a la carga:
–Pero Sole… ¿por el día no dormís?
Ella puso cara de que la explicación era demasiado larga, y por lo tanto la abreviaría.
–Depende de si ese día me ha dado demasiado el sol o no estoy del todo fuerte. El sol puede matarme, pero no me fulmina. No me convierto en polvo si veo un amanecer, pero me agota muchísimo. Me hace sentir débil, cansada, torpe y… –Se detuvo como si hubiera estado a punto de decir una bestialidad.
–Y… sedienta, ¿verdad? –Completé su frase para demostrarle que no le temía.
–Sí. Débil y sedienta. –Afirmó resignada–. Si no nos apartamos de la luz directa del sol nos cansamos sin necesidad de hacer nada, por lo que a veces necesitamos dormir. Pero los días nubosos el agotamiento es muchísimo menor, ¡así que pasaré contigo cada día de tormenta!
La idea me entusiasmó.
–¡Eso sería genial!
La abracé como una hija que abraza a su madre justo después de que le diga que irán a dar una vuelta al zoo. Entonces noté que su piel hoy era fría. Contuve mi impulso de preguntarle de nuevo, decidí esperar a resolver la duda por mí misma.
Aquella noche hablamos hasta que caí vencida por el sueño. Para cuando esto ocurrió ya conocía las cinco vocales y estaba ansiosa por aprender cada consonante. Dormí acurrucada en ella, como la primera noche, mientras ella acariciaba mi pelo, cada onda y cada bucle.
No sé cómo explicar lo que sentíamos, era como si ella siempre hubiera sido mi madre y yo su hija, por lo que desde la primera noche nos dimos licencia absoluta para todo lo que competía a nuestros roles. Nos amábamos de la forma más tierna que pudiera existir, y tan sólo era nuestra segunda noche juntas.

Con el paso de los días la vida comenzó a adquirir ese tinte agitado y cíclico propio de la rutina. Cada día de lunes a viernes iba a la guardería, donde intentaba congeniar sin grandes resultados con los niños de mi edad. La tarde la pasaba encerrada en la habitación, con el cuaderno entre las piernas repasaba lo que había aprendido la noche anterior, a la espera de la llegada de Sole.
Así no hubieron pasado aún los dos meses de su llegada cuando empecé a leer mis primeros cuentos infantiles. Primero sílaba a sílaba, luego palabra por palabra. Pronto las frases de los libros fluían por mis labios con ritmo y soltura. Sin embargo, Sole me leía cuentos casi todas las noches para ayudarme a dormir.
Con mucho esforzarse, sólo consiguió que durmiera una media de seis horas cada noche, que era más de lo que lograba dormir antes.
Con el tiempo ella también conoció de primera mano las fuertes discusiones de mis padres, en las que me arropaba con sus brazos e intentaba desviar mis pensamientos con cualquier conversación trivial.
Los fines de semana Soledad y yo huíamos por la ventana de mi cuarto, yo entre sus brazos, e íbamos a dar un paseo entre los árboles de la Garrinada, para conocer la naturaleza y practicar en paz mi poder, siempre de mi edificio para volver a toda prisa si a mis padres se les pasaba por la cabeza entrar en mi habitación. Ese gesto, por supuesto, nunca tuvo lugar.

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