viernes, 7 de agosto de 2009

15- Fue un Accidente, ¿Vale?


Es muy fácil percatarse de que hasta ahora no he dicho nada acerca de los cambios que pudieron producirse en mis relaciones y mi vida en general con el paso de la guardería al colegio. Realmente apenas los hubo. Conforme pasó el tiempo fui cada vez más incapaz de hacer amigos. ¿Amigos humanos? ¿De mi edad? ¡Caso todos me rechazaban! Envidiaban mi manera de leer a Ovidio mientras ellos luchaban por sacar dos palabras de corrida de un cuento para preescolares, llamado Clara y las Cerezas o algo así, y otros simplemente no comprendían mi forma de ser.
Algunos incluso me tenían miedo. Temían mi forma de mirarles, de explorar el mundo con curiosidad y atención. Incluso pensaban –gran superstición–, que yo movía hacia atrás las sillas de los niños que me caían mal justo cuando iban a sentarse en ellas. ¡Vaya forma de excusar su torpeza! ¡Sólo porque siempre que eso ocurría estaba yo para presenciarlo! Es por ello por lo que no he mencionado aquellos años en la escuela, no merecen la pena en mi mente si los comparo con los ratos que pasaba con Sole.

Pero he vuelto a salir del hilo de mi historia. Como ya dije, pasé semanas concentrada totalmente en la práctica de la levitación de mi propio cuerpo sin cambios drásticos. Sin embargo había aprendido a caminar de una forma nueva, delicada, casi espectral, que adoré de inmediato por su sigilo y sutileza. Mi energía ya no salía disparada si la administraba en pequeñas dosis sobre mis piernas. Las recubría de un fino velo invisible formado con todos mis flujos energéticos interiores: aprendí a andar sin pisar del todo el suelo.
Con ocho años sólo era capaz de hacerlo cuando iba descalza, pues no había aprendido aún a sentir el calzado como parte de mi cuerpo. No era perceptible por el ojo humano, pero Sole veía una fina línea de vacío entre mis pies y el suelo. Así podía pasar horas de pie sin agotarme, y moverme con una agilidad y sigilo mayor a la de cualquier persona que conociera. Creo que adoré de inmediato esa forma de andar porque era muy parecida a la que empleaba Sole. Ambas adoptamos los movimientos sinuosos, rápidos e imperceptiblemente sobrehumanos, mucho más propios de la mayoría de los felinos.
 Así me sentí seguir sus pasos, me acercaba más a su naturaleza, al mundo de los cuentos y fábulas. Claro está, todo este acercamiento tiene su parte negativa. Yo me consideraba cada vez menos humana, aunque lo fuera de verdad el mundo en el que viven casi todos los humanos había dejado de ser el mío.
Fui criada por una vampiresa y mi mente ha imitado siempre la de una, me hallaba en una existencia paralela a ambas naturalezas, que me correspondieron por igual. No era vampiro, no era un ser humano. ¿Qué soy? Cuando me hacía esa pregunta sólo me respondía: Eres Níobe, nacida de una humana, hija de una vampiro.

Cada día andaba sola hacia el colegio, observaba y aprendía en silencio, y volvía a casa también en solitario. El acontecimiento de aquel día relatar no sucedió mucho después de aprender a andar con mi peculiar estilo. Para volver del colegio debía pasar por la parte trasera, la zona de carga y descarga, del supermercado donde trabajaba mi padre.
Aquella tarde de un viernes invernal esa calle estaba casi desierta. Yo hacía levitar levemente mi mochila sobre mi espalda para aliviar la carga mientras caminaba, y llevaba un ejemplar de A Midsummer Night’s Dream de Shakespeare entre mis manos, que me había regalado Sole por traducirle Scarborough Fair, el poema que siempre usaba como nana para dormirme y que había escrito con su propia mano tras la tapa.
Frente a la puerta de descarga había dos tipos de unos treinta años, amigos de mi padre, ambos envueltos en la distorsión que la farlopa y el alcohol producen en la mente de las personas, reían y hablaban apoyados en un Citroën C15. La conversación se detuvo en seco a mi paso por la calle, en la acera justo frente a ellos. Eso me alarmó.
–¡Espera guapa! ¡Tu padre nos ha dado una cosita para ti! –La voz de uno de ellos, casi ininteligible, me hizo saber que algo iría mal si me acercaba.
–¡Dejadme en paz! –Le espeté, y aceleré el paso.
Hablaron algo en voz baja y actuaron de inmediato. Uno abrió la puerta del C15 y comenzó a arrancar el vehículo mientras el otro comenzaba a seguirme a paso ligero. Yo empecé a correr. Solté el libro de mis manos. Corrí y empleé por primera vez la energía en mis piernas sin importar el calzado. Aún así sus largas zancadas me agarrarían en poco tiempo; yo no podría mantener el ritmo mucho más por el agotamiento físico y mental. En la persecución avanzamos varias manzanas, y nadie aparecía. Nadie que me protegiera. Pero aún le sacaba casi una calle de distancia. No lo pensé. Sólo actué.
Me detuve en seco y me giré hacia él. Había oído decir que las fuerzas se multiplican cuando estás en peligro, pero jamás lo había sentido en mí antes. Dirigí mis brazos completamente estirados hacia el objetivo: su fémur. Todo pasó demasiado rápido.
Pretendía que tropezara, ¡nada más! Mi energía salió disparada mientras él cruzaba la carretera. La escena que presenciaron mis ojos fue atroz. Escuché el sonido del C15 que se acercaba, el de su fémur al partirse por el poder de mi energía, vi cómo la carne de su pierna se desgarraba, cómo el hombre caía en mitad de la carretera. No pude girar la cara cuando el conductor del coche, incapaz de frenar a tiempo por la gran velocidad a la que iba, hizo chirriar las ruedas inútilmente y reventó con su parachoques la cabeza del desgraciado que apenas era consciente de lo que estaba ocurriendo. Inmediatamente oí el chasquido de la luna delantera del coche, que se rompió junto con el cráneo del conductor acompañado de un ruido muy corto en el tiempo, pero cargado de tantos matices que hasta ahora me horrorizaría describir.
Yo quedé atónita. Los dos estaban muertos. ¡Y yo los había matado! Mi mente comenzó a nublarse. Recuerdo que corrí despavorida en dirección al Camí de les Bruixes. Lo siguiente que recuerdo llegó con el orto.
Yo estaba entre los árboles, en alguna parte de la Garrinada. El sol cubría de sombras el lugar donde estaba, a punto de desaparecer detrás de las montañas heladas. Lloraba desconsolada, desesperada y sin creer lo que había hecho ni lo que había presenciado. Me golpeaba el pecho como en duelo por la muerte de un hijo. Y entonces me di cuenta: ¡Mi cruz! No la llevaba colgada al cuello. No me hube percatado del todo de que había perdido la cruz cuando una mano comenzó a tocar mi hombro izquierdo con suavidad. Era Sole.
Me volví sollozante hacia ella, desesperada. Ella se mantuvo seria, se agachó para que nuestras caras quedaran frente a frente. Me limpió las lágrimas con su mano izquierda, y tomó la mía con la derecha. Me dejó algo en ella mientras miraban sus bellos ojos. No fueron necesarias palabras, yo comprendí de inmediato lo que me quiso decir: «Tranquila cariño. Sé lo que ha pasado, pero ya está hecho. Toma tu cruz, se te cayó mientras huías». La abracé con fuerza y ella a mí, y lloré hasta quedar agotada.
–Se te ha ido la mano, ¿verdad?
Asentí.

Creo que quedé inconsciente. Desperté la madrugada siguiente, envuelta por las mantas de mi cama que me protegían del frío invernal. Lo primero que noté es que Sole seguía a mi lado. Me abrazaba y acariciaba mi pelo castaño, casi moreno, que ya me llegaba hasta la mitad de la espalda. Su mano suave y mimosa recorría mi cuerpo con ternura. Me giré calmada, dispuesta a enfrentarme a la situación, a descubrir qué había ocurrido. Ella me miró y me respondió sin que hiciera falta que le preguntara, como ya era costumbre entre nosotras.
–Sí. Murieron los dos. Pero tranquila, nadie te vio, no conocen las causas. Sus restos… –hizo una pausa para intentar adaptar lo que iba a decir a unos oídos de ocho años, pero se resignó y continuó–: sus restos están carbonizados. Me encargué de ello. Eliminé todo rastro de tu presencia: recogí tu libro y tu cruz, además de todos los eslabones sueltos que cayeron al romperse la cadena de plata. ¿Era muy importante para ti?
–Quiero conservarla, entera o hecha trozos. Lo único que tiene que seguir intacto es la cruz. –Mi voz era un suave susurro, debilitado al máximo por el sufrimiento que torturaba mi conciencia.
–Está en la mesita. Deberías ponértela.
Me giré y la encontré allí, sobre el libro que solté la tarde anterior. En lugar de la cadena de plata llevaba cruzado un hermoso cordón, también de argento, nuevo y brillante. La miré sorprendida.
–Lo compré cuando vi que se había roto tu cadena. Los cordones son mucho más resistentes.
–Estás loca. ¿Cómo se te ocurrió salir de casa tan temprano? Apenas serían las cinco y media de la tarde cuando ocurrió. ¡Podrías estar frita ahora mismo!
Mi corazón se estremecía de pánico sólo ante la idea de perder a mi Sole, y estaba furiosa por su atrevimiento.
–Tranquila. Tomé un sorbo del joyero después de pagarle el cordón. Lo tomado por lo timado, estoy perfectamente.
Sus palabras me tranquilizaron como siempre lo habían hecho, y permitieron que mi mente llevara la conversación por otros derroteros.
–Muchas gracias Sole. Para mí el cordón será ahora tan importante como la cruz que sostiene. –Hice una pausa mientras cogía la cruz y dejaba que Sole ajustara el pequeño cierre en mi nuca, pese a que casi nunca le permitía acercarse a mi cicatriz–. Oye, ya sé que hace unas semanas te pregunté si era mala persona. Sé que no lo soy, porque no lo he hecho Con mala intención, sólo quería protegerme. Pero lo que está claro es que soy peligrosa… –Sole cayó y siguió escuchando a mis espaldas mientras yo buscaba las palabras adecuadas–, es decir, que si enfurezco puedo ser dañina para los humanos.
–¿Por qué piensas eso? ¿Y ahora hablas de los humanos en tercera persona?
–¿Tienes idea de lo fácil que fue arrancarle la pierna a ese tipo? Podría volarle literalmente la cabeza a cualquier ser humano que se encuentre en mi campo de visión. ¡Soy un peligro!
–Sólo tienes que mantener el control. Si tu autocontrol es perfecto y no descargas tu ira no serás peligrosa.
–Soy una niña asocial y con la ética de un vampiro. ¿Crees que mi instinto no es fuerte? Sole, me siento mal y temo mi propio poder por la gente. Sole, quiero que me ayudes, si puedes.
–Claro que sí, sabes que haría por ti todo lo que esté en mis manos. Te quiero más de lo que he querido a nadie en mi vida. Pero antes que nada me tienes que decir de lo que se trata.
Se me escapó una sonrisa complacida al oír aquello.
–Necesito que busques la forma de canalizar mi agresividad. ¿Me ayudarás?
Sole guardó silencio antes de responder.
–Hurgaré en la biblioteca de nuestra casa, creo que tenemos libros acerca de yoga, meditación y todos esos temas orientales que ignoro por completo. ¿Te parece bien?
Sole ya me había hablado de su casa compartida con otros cuatro vampiros, en mitad del bosque y de ladrillo irregular y descubierto, con una habitación llena de libros del suelo al techo. Esto último sí me parecía completamente maravilloso e imposible fuera de las bibliotecas.
–Gracias, cielo. –Agaché la mirada y continué–: Otra cosa…
–¿Sí?
–Lo siento. –Quedó totalmente confusa–. Siento haberte incitado a tomar sangre humana cuando no querías. Hoy he descubierto lo que es matar para tener que sobrevivir. No tenía otra opción, y pese a ello me parece horrible. No sabía qué se sentía, y no entendía por qué no te alimentas de humanos si es parte de tu naturaleza.
No dijo nada como de costumbre, sólo me abrazó. Sus caricias eran palabras que recorrían nuestra piel, que se fundían en perfecta comunión y entendimiento: la mía, caliente y palpitante, la suya fría como el relente de la madrugada. Pero ambas pálidas, las dos finas, jóvenes y desterradas del reino del rey Sol, ostracismo que, según qué ojos, puede ser condena, puede ser regalo, o ser sólo ser.
Yo adoraba la noche. No me importaba el sol del verano ni el de invierno, sino su Luna de cada noche, cíclica y en constante cambio, su luz y reflejo sobre nuestra piel cuando está llena. Amo a la solitaria diosa Selene casi tanto como amo a la Soledad que trae consigo cada noche.

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