viernes, 2 de octubre de 2009

25- El Plan


Ningún canto duele más que el que se hace a la Soledad. Tan pequeña que puede atravesar cualquier rendija y llegar sin aire a lo más recóndito de cada habitación. La Soledad es una bestia que no necesita motivos para hacerte llorar, ella en sí misma es amada y odiada. Nadie la quiere, pero todos la buscamos en algún momento de nuestra vida, y cuando la tenemos nos vemos hastiados de esa terrible sensación, ese vacío lleno de hormigas en el estómago, las lágrimas caen sin saber por qué, se agolpan gota a gota en la garganta, en una sed de llanto que nunca se sacia. Soledad sin Soledad, sin mi vida inerte, sin el gélido calor de sus caricias, cómo me arden los costados cuando recuerdo tu tacto mientras me cubrías en tu tierno abrazo, como si aún pudiera ver sus cicatrices grabadas en mi piel.
Mi amor, ¿qué es de ti? ¿Qué te están haciendo? Cuántas veces te habrán violado, cuánto habrán malhecho para sacar mi voz de tu memoria. Pequeña... ¿Dónde estás? Fernando, ¡ayúdame! Juraste ser mi escudero y sé que no me traicionarás, traza un plan, amigo. Juro que sobre Gabrielle caerá mil veces el dolor que ahora causa a mi amor, ¡juro que mi mano traerá la muerte a Gustavo! Vosotros mismos firmasteis vuestra sentencia de muerte, mi brazo sólo será verdugo.
Creo que en ocasiones gusto demasiado de rumiar mi dolor y divagar sin destino, es un mal hábito del que debería deshacerme. Lo mejor será volver al mundo de mis recuerdos.

Poco interés había en las tres habitaciones restantes de la casa. Las paredes eran réplicas a escala de las de la sala principal, de varios metros de espesor y unidas al vestíbulo por pequeños túneles que le valieron al pobre Fernando más de un coscorrón. El aseo se encontraba a unos cinco metros de profundidad con respecto al vestíbulo, y consistía en una tosca letrina labrada por la que pasaba un canal artificial que había creado, en el que unía el agua del Fluvià con la de un pequeño arroyo subterráneo que había pasado desapercibido a primera vista. Por la letrina siempre caía agua. El borboteo continuo de las aguas me parecía relajante y me había ayudado a dormir aquellos meses.
Justo al lado, el siguiente túnel daba a mi habitación. Estaba elevada con respecto a la sala principal para encontrar un aire menos viciado y una mejor iluminación. En el centro de la habitación había un círculo de unos dos metros de diámetro cavado, sobre el que estaba mi lecho, que no era más que heno recubierto con unas telas de algodón que había podido robar, sobre el que había dos peluches, el que me regaló Sole y el de David: un oso panda gigantesco que comía un tallo de bambú y una linda conejita. En las paredes, más estanterías, repletas de los libros que me había regalado Sole. Los nombres Tolkien, Virgilio, Vargas Llosa, Anne Rice, Ovidio, Shakespeare, Hesíodo, Baudelaire, Nietzsche, Aristóteles o el gran Gabriel García Márquez entre otros brillaban en sus tapas. Fue difícil convencer a Irene de que había leído todos ellos una y otra vez, pero así había sido desde mi niñez. La última habitación era la más joven, y de hecho aún estaba atareada en ella. Era la más profunda de toda la casa, y la más fría: mi despensa. En ella había labrado una nevera que quedaba muy cerca del arroyo, y mantenía la fruta fría y sana durante semanas. Por supuesto estaba llena de manzanas casi en su totalidad. Al lado había un baúl de mimbre en el que guardaba toda mi ropa, la que llevaba puesta la noche del incendio y la poca que había robado de grandes almacenes mediante mi poder.
El cielo pronto se cubrió de luz y nosotros nos encontrábamos ya encerrados en casa. Sí, no me refiero a mi cueva, sino a la casa de los vampiros, y es que Amalia se negó en rotundo a que durmiera una noche más sobre aquella cama. Yo acepté la invitación. A fin y al cabo había pasado dos meses muerta para todo el mundo y sin poder hablar con nadie a excepción de Elendil, y la compañía de los vampiros era como una cerilla encendida en invierno, cuyo calor recuerda al de un brasero bajo la mesa de casa.
Yo estaba de rodillas sobre uno de los sofás del salón mientras gozaba del sabor dulce al tiempo que ácido de una manzana verde y jugosa, y jugaba una partida de chinchón contra Irene. Amalia se encontraba en la cocina, realizaba lo que yo bauticé como “ciencias culinarias experimentales”: trataba de recordar cómo se hacía una ensalada, ya que en su papel de madre pensó, (y se encargó de recordarlo durante todo el trayecto de vuelta), que estaba demasiado flaca.
La conocía poco, pero ya sabía que no tenía más remedio que aceptar sus invitaciones si quería que frases «estás famélica» y «a partir de ahora vas a saber lo que es comer de verdad» cesaran de manar de su boca en un flujo continuo. Fernando permanecía sentado en el sofá contiguo al nuestro, rígido, con los ojos ahora cerrados, ahora abiertos y la vista dirigida al infinito, completamente inmóvil. Pensaba en un plan, lo descartaba. Creaba uno y al momento se daba cuenta de que era idéntico al que acababa de descartar.
Del equipo de música surgían las notas de la guitarra de Joe Perry; Fernando dijo que con Aerosmith de fondo pensaba mejor. Andreu, por su parte, se había puesto manos a la obra ya en el tema de nuestra educación sociopolítica y se encontraba en la habitación que usaban de trastero en plena lucha contra un viejo ordenador para imprimir un mapa de la península con todas las capitales de las provincias vampíricas marcadas en él.
–¡Aquí está! Ensalada de pasta con tacos de tofu.
Amalia apareció de súbito con un gigantesco bol de ensalada que dejó sobre la mesa.
–¡Suena delicioso! –Contesté mientras la inspeccionaba con el tenedor–. Pero... no veo el tofu por ninguna parte.
Amalia miró el bol como a su peor enemiga, lo cogió y volvió a la cocina con él. No pasó el tiempo suficiente como para pestañear cuando regresó con el bol en la mano, esta vez con los tacos de tofu por todas partes.
–Muchas gracias Amalia, pero ya sabes que me incomoda un poco tanta atención. ¡Menos diez!
–Otra vez, ¡no puede ser! –Replicó Irene.
–No seas tonta. No son demasiadas atenciones, es sólo que te has acostumbrado a vivir sola en un antro, a comerlo todo crudo y a mojarte cuando llueve dentro de tu casa.
–¡No me mojo cuando llueve! Ya has visto todo el sistema de drenaje de agua: en los conductos de ventilación, el suelo de las habitaciones ligeramente cóncavo, los canales...
–¡Déjate de cháchara y come, criatura, que se te va a enfriar!
–Es una ensalada.
–Sí, pero el tofu está cocinado a la plancha. Venga, ¡deprisa!
–¿Me dejas al menos terminarme la manzana? No siempre puedo gozar de su sabor con Adam's Apple de fondo.
–Eso puede ser una adicción. Vaya gusto les tienes, de haberlo sabido te habría comprado sidra en lugar de vino.
–Te recuerdo que aún soy menor de edad, no puedo beber alcohol.
Se hizo un silencio tras el cual las tres comenzamos a reír entre dientes.
–Chicas, lo conseguí, –Andreu entró con dos hojas de papel en la mano–. Tomad, un mapa de la península ibérica con las cuarenta y una capitales marcadas.
–¿Cuarenta y una? –Pregunté. Por supuesto no me salían las cuentas.
–No todas las provincias vampíricas coinciden con las humanas, y también tienen diferente número. Además, recordad que el mapa incluye provincias españolas, portuguesas, una andorrana y una inglesa. Por la parte de atrás tenéis el nombre de cada provincia y su actual líder.
–Gracias Andreu –intervine–. Te preguntaré si me surge alguna duda.
Andreu respondió con una pequeña reverencia. Luego miró a Fernando con cara seria, se acercó a él y le tocó suavemente el hombro para sacarlo de su trance:
–Es raro que tardes tanto en trazar un plan. ¿Te ocurre algo amigo?
–No –masculló.
–Sí –le contradije serena. De pronto todos me miraron–. Fer, no me importa hacerlo.
–A mí sí me importa –espetó.
–¿Se puede saber de qué habláis? –Preguntó Amalia inquieta.
–¿Puedo decirles cuál pienso que es tu plan?
–Puedes –respondió–, en cualquier caso no pienso dejar que lo hagas.
–¿De qué se trata?
–Tranquila, Amalia. Bueno, son sólo suposiciones, pero hace un rato visto cómo Fernando me miraba serio. Cuando le he devuelto la mirada la ha apartado al instante. Luego se ha rascado la nuca, lo que indica su inquietud, por lo que he supuesto que su plan requiere mi participación activa, y seguramente implique también un alto riesgo para mí. Eso me ha llamado la atención y me ha hecho pensar a mí también en un plan, me he dado cuenta de que sólo existe un modus operandi cauto: somos demasiado pocos como para intentar un ataque directo, no obtenemos ninguna ayuda, y dudo que Fernando sea partidario de reclutar un ejército de neófitos.
–Dudas bien –asintió Fernando.
–Pero entonces, ¿qué nos queda? –Preguntó Andreu.
–Un ataque desde dentro –respondí–. La infiltración en el clan de Gabrielle, y aquí mismo está el problema. Gabrielle conoce a todo el grupo excepto a Irene y a mí.
–Creo que lo entiendo –dijo Amalia–. Fer, ¿es así?
–Más o menos...
Fernando agachó la cabeza y guardó silencio.
–Fernando, no te tortures más, no hay otro modo, –musité–. No te avergüences por ello. Cuéntanos tu plan.
Suspiró. Estuvo pensativo unos momentos, como si se echara a sí mismo la culpa de que no existiera una estrategia mejor. De pronto recuperó la decisión, se levantó con energía, puso sus manos sobre la mesa de café, y a ritmo de Walk This Way nos contó su plan:
–¡Bien! La estrategia que tengo en mente consta de cinco fases, pero tiene dos problemas principales. El primero es que debemos ir de forma obligatoria al Consejo Provincial para realizar la segunda fase. Existe otro motivo, y por ahí no pienso pasar.
–Te he dicho que no me importa...
–¡A mí sí! –Gritó desesperado–. Ya has estado a punto de morir por mi culpa una vez. ¡No pienso dejar que arriesgues daño alguno!
Un silencio incómodo inundó la habitación. Fernando intentó tranquilizarse. Estaba alterado, su mente, saturada como si no pudiera encontrar las palabras en ella. El brazo de Andreu rodeó con ternura su cuello, y su cabeza se situó junto a la de Fernando.
–Sigue –Susurró.
Fernando lo miró a los ojos, suspiró resignado y, con la cabeza vuelta de nuevo hacia las demás, continuó ahora más sereno:
–Como decía la misión se divide en cinco fases, de las cuales en tres la vida de Níobe puede peligrar seriamente. La primera es la única que podemos hacer antes de septiembre. Es más, debemos cumplirla tan pronto como sea posible, si conozco bien la mente de Gabrielle eso será mañana o pasado, no sé cuánto habrá que esperar, pero menos de una semana seguro.

De este modo continuó la explicación de su plan. Cuando terminó nos miró a todos con cara de «esto es lo mejor que tengo». Después comenzamos a discutir los pros y contras del plan, y en seguida la discusión tomo un tono más acalorado. Todos, sobre todo Amalia y Fernando, se oponían a mi participación activa. Amalia gritaba casi desencajada de dolor de sólo pensar en más peleas:
–¿Es que no lo entiendes? ¡No puedes morir!
–¿Acaso no te das cuenta de que aunque rescatemos a Sole, si mueres, ella misma se matará? –Añadió Fernando.
–Pero no tenemos nada más. ¿De verdad creéis que cuando me dispuse a rescatar a Sole no asumí cualquier riesgo? ¡Decidí recuperarla o morir en el intento! –Respondí entre llantos–. ¡Yo no sé vivir sin ella! ¡Si no me quedara ninguna esperanza de volver a tenerla a mi lado ya me habría matado!
Amalia se cruzó de brazos y miró a otro lado. Fernando no paraba de repiquetear con los dedos en la mesa, inquieto. Yo los miraba tensa, ahogada en mi propio llanto. No podían comprender que Sole era el único hilo que me unía a la vida, la única esperanza de una nueva oportunidad para ser feliz.
En mi mente se aglutinaban los pensamientos, sentía como si en cualquier momento fuera a estallar por mi propia energía. Los latidos de mi corazón hacían eco en mis sienes saturadas. De pronto una ola de calma me invadió. Era Andreu, que estaba de pronto detrás de mí, me abrazaba, sin saber cómo me vi rodeada por uno de sus brazos, con mi cabeza acurrucada en su pecho y su mano fría y suave me acariciaba el pelo.
–Tranquila –musitó–. Podemos plantearnos tu participación en la primera fase. Pero dime: si por casualidad saliera mal y quedaras malherida, ¿permitirías que te transformáramos?
Apenas pude retener el flujo de mi llanto durante el tiempo suficiente como para responder:
–No... ¡No! No me transforméis. Sólo dejadme llevar mis armas, y os garantizo que nada malo me pasará.
–¿Por qué no? –Preguntó Amalia. Andreu le chistó.
–Es su decisión. Ella conoce sus motivos y eso es suficiente. De todas formas, pequeña, sabes que si cambias de opinión en cualquier momento puedes decírnoslo.
–Lo sé. Pero dudo que ocurra.
Mis lágrimas ya se habían reducido a un ligero sollozo gracias a la calma que el silencioso pecho de Andreu y su voz serena me inspiraban.
De pronto comencé a sentirme pesada y débil, como el tallo de un junco a punto de rendirse al poder de la ventisca. Andreu me asió con más fuerza y prosiguió:
–Estás temblando, pequeña. Es casi mediodía y aún no te has acostado. Chicos, se acabó la discusión. La niña necesita dormir, ha pasado mucha tensión. Níobe, agárrate a mi cuello.
–No tengo tanto sueño... –respondí adormecida, sin darme cuenta de que le había obedecido.
Me tomó en brazos sin ninguna dificultad y procuró que mi cabeza quedara reposada en su hombro.
–Descansa, nosotros seguiremos aquí en búsqueda de otras soluciones. Tranquila, entendemos el barrizal por el que atraviesa tu corazón, y eso también lo vamos a tener en cuenta. Cuando despiertes hablaremos con más tranquilidad, ¿de acuerdo?

Asentí con mis últimas fuerzas. El agotamiento se había apoderado de mí en tan sólo unos minutos y apenas pude abrir los ojos mientras me subía por las escaleras a la habitación. De hecho no recuerdo el momento en que me dejó sobre la cama.
Nunca hasta aquel momento había entendido qué era aquello del amor de un padre. De pronto, de la nada, un desconocido apareció en mi vida y me dio todo aquello que mi padre biológico no quiso darme como padre.

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