lunes, 12 de octubre de 2009

28- ¿De Verdad Me Entiendes?



–¡Hola! Níobe al aparato, –dije nada más descolgar el móvil.
–Hola pequeña. –Respondió Andreu al otro lado de la línea–. ¿Cómo vas?
–Bien, tranquilos. Ya se me ha pasado el dolor de garganta del enfriamiento.
–¿Y tu mano?
–Desinfectada y cicatrizando, llevo la venda puesta y encima el mitón. No te preocupes, Andreu, sé lo suficiente de anatomía como para saber en qué parte de la mano puedo herirme y en cuáles no. Pero ¿no piensas que esto sea excesivo?
–¿Por qué?
–No tenías por qué comprarme un móvil nuevo, menos de última generación, cuando tú aún hablas a través de un “zapatófono”. Eres demasiado manirroto conmigo y no me hacía falta.
Oí un «quita» de fondo y un ruido informe desde el otro lado, tras el que distinguí la voz de Amalia:
–¿Y cómo querías que mantuviéramos el contacto?
–Amalia, me fui ayer por la mañana y tardaré tres días en volver, ¡seguimos en contacto!
–Visto así supongo que sí... ¿Dónde te encuentras?
–Sentada en una roca, sobre mi refugio.
–¿Llevas puesta la crema solar?
–Pero si está nublado, además estoy a la sombra de un árbol.
–No importa, échate crema y recuerda prestar especial atención al bulto del hombro.
–Descuida, lo haré. A todo esto, ¿por qué hay cobertura en mitad del bosque?
–No lo sé, pregúntaselo al servicio de información de la compañía telefónica. Oye, ¿seguirás allí esta noche?
–Sí, no tengo nada más que hacer –suspiré–. Hoy he tallado el plato de la ducha y he aprendido a hacer malabares con tres manzanas.
–Está bien, Andreu y yo iremos a hacerte una visita en cuanto anochezca. –Hubo un breve silencio–. Ninfita, Irene quiere hablar contigo.
–Anda, –bajé la mirada–, pásale el móvil.
Yo ya sabía lo que me quería decir, pero pensé que ella necesitaba expiarse, por eso le dejé hablar:
–Perdón, perdón, perdón, perdón, ¡perdón! –Gritó entre sollozos nerviosos.
–Hola Irene, –respondí amable.
–Por favor Vera, perdóname. No sé lo que me pasó, estaba fuera de mis cabales. No entiendo cómo fui capaz siquiera de intentarlo.
–Tranquila canija. Por octogésima vez, te perdono. No importa, de verdad, fue natural que no pudieras contenerte. Se trató de un cúmulo de circunstancias.
–Es todo culpa mía...
–¿En serio? ¿Fue culpa tuya que me hiriera la mano intencionadamente?
–No...
–¿Es tu culpa que me viniera la regla justo anteanoche?
–Tampoco.
–¿Eres culpable de ser neófita?
–Creo que no, –respondió más relajada.
–Y de haber retrasado vuestra llegada a casa hasta casi las ocho de la mañana, ¿qué me dices?
–Supongo que no es mía toda la culpa... pero aun así debí contenerme.
–Tesoro, estabas sedienta y enajenada. No habrías podido contenerte de ningún modo. Además, mira el lado positivo, no me heriste.
–Porque fuiste más rápida que yo y escapaste de casa a tiempo. Por cierto, ¿cómo supiste que te iba a atacar?
–Se te pusieron los ojos como rubíes y mirada de psicópata. Irene, ¿recuerdas lo que hablamos anteanoche? Esto también es parte de tu naturaleza. Sólo acéptalo e intenta contenerte en un futuro. Con tiempo y auto-disciplina podrás controlarte como los demás. No estoy enfadada contigo en absoluto, ¿de acuerdo?
–Sí. Oye, te paso a Fer, que está impaciente por contarte no se qué historias acerca del plan.
–Entendido, un beso pequeñaja.
–Hola Níobe. Lo siento por el incidente con Irene, debí sujetarla a tiempo.
–Otro que tal... –suspiré–. Ya he dicho que no tiene importancia, ya iba siendo hora de que una chica guapa se me lanzara de boca a la entrepierna, aunque habría preferido a Sole.
Ambos echamos a reír, del otro lado de la línea se oyó un «guarra» de fondo.
–Veo que no te afecta demasiado, me alegro. Entonces, ¿volverás a casa?
–Tan pronto como deje de manchar.
–Me alegro de que éste incidente no haya cambiado tu actitud para con nosotros. Pero a lo que vamos, hablemos de lo importante.
»Amalia y Andreu me han explicado cómo fue vuestra parte de la misión. Y pese a que recurriste al corte en la mano, al que te recuerdo me opuse e insistí en que no lo hicieras, te felicito, un trabajo excelente, tienes agallas y frialdad. Si no fuera porque tu sangre huele a zumo de manzanas pensaría que eres un vampiro.
–¡Vaya, gracias!
–Por lo visto la ubicación que os dio el neófito parece verídica. El efluvio llevaba a un camino privado, a las afueras de Barcelona. Por falta de tiempo y el riesgo a ser descubiertos no nos adentramos en él, pero parece que tras un largo recorrido la vía desemboca en las verjas de una mansión.
–Así que piensas que si no nos mintió en la pregunta más comprometida, también fue sincero en el número de miembros, ¿no?
–Así es, pero hay algo que me desconcierta. Parece que no tenemos a dos enemigos importantes, sino a tres.
–¿Cómo que a tres? –Exclamé sorprendida.
–Sí, esa tal Ancilia parece madura, si no, el vampiro no habría pronunciado su nombre. Parece un cargo importante... ¿de qué te ríes?
–De ti, cariño.
–¿He dicho algo gracioso? –Espetó enfadado.
–La verdad es que sí. Tranquilo, te lo explicaré. Ancilia no es nuestra enemiga.
–Ah, ¿no?
–Para nada. El chiquillo al que interrogué era muy joven, y tampoco parecía demasiado culto. Ancilia es una mala pronunciación de Ancilla.
–¿Ancilla?
–Es latín. Significa Esclava. Si no recuerdo mal, el joven, justo después de pronunciar su nombre nos suplicó que no dejáramos que Gabrielle lo atrapara, porque conocía los crueles castigos de Gabrielle, lo que me hizo pensar que Ancilia había sufrido algún que otro castigo. No puede ser otra que Sole.
–Tiene lógica. Aun así aquel vampiro la consideraba una autoridad, por su forma de hablar acerca de ella. ¿Sabes lo que eso significa?
–Que todos los miembros del clan, salvo Gabrielle y Gustavo son más jóvenes que Sole, seguramente neófitos o vampiros en proceso de maduración.
–Correcto. Parece que la cosa va bien. La primera fase ha sido un éxito rotundo. Ahora sólo queda esperar. Llevamos dos adentrados en el debate acerca de tu participación en la fase tres. Para ello creemos que lo mejor es ver cómo avanza la segunda, y tomar una decisión en consecuencia. Ya sabes: se cauta y no abuses de tu poder durante la noche, al menos hasta que llegue el momento.
–Entendido Fernando.
–Cuídate, nos veremos pronto.
Un petonet, adèu.
Adèu, Vera. Un beso.

Pasé el resto de la tarde atareada. Se me ocurrió que ya puesta a crear una ducha, ¿por qué no una bañera? Así que me senté sobre la mesa de la sala y comencé, libreta en mano, a hacer cálculos:
A ver, ya que voy a gastar el mismo dinero con una bañera pequeña que con una grande y que la sequía aquí debajo no es un problema, ¡que sea de dos por dos! Con las esquinas redondeadas y adaptadas para reposar la cabeza.
Iiik.
–¿Qué quieres Elendil? Mamá está haciendo cálculos.
¿Iiik?
–Vaya, así que tienes hambre. –Asintió–. Mira arriba, aún es de día. Has madrugado mucho hoy, casi tanto como yo. Espera, Andreu me dio un par de bolsas de sangre para ti.
Bajé a la despensa, abrí la “nevera”, ahora llena de frutas y verduras que Amalia me había traído la noche anterior. Tomé una de las bolsas robadas de un hospital y volví a la cocina, donde cogí un tazón de madera pulida, se lo puse frente a él en la mesa y vacié la sangre dentro. Elendil me miró con cara de disgusto.
–Conmigo eso no funciona, te recuerdo que esa carita te la enseñé yo. Ya sé que no es lo mismo que recién sacada del cuerpo, pero sigo medio seca y no puedo darte más de la mía. Además, aún es temprano para salir, tengo restringido volar y las granjas quedan demasiado lejos como para ir a pie.
Aunque contrariado pareció entenderlo y comenzó a beber. Yo dejé mis cálculos a un lado y lo miré concentrada. ¿De verdad nos entendíamos mutuamente o no era más que una ilusión? Recuerdo que comencé a hablar con Elendil porque no tenía a nadie más, para no enloquecer, del mismo modo que las señoras solitarias encienden la radio o la televisión y replican las intervenciones de los locutores, como si pudieran oírla o les importara su opinión.
Pero con Elendil la cosa cambió en muy pocos días. Es como si al mirarle a la cara supiera lo que me querían decir. Las intuiciones me venían en forma de palabras o frases muy fragmentadas, normalmente un único sustantivo que resumía sus pensamientos. “Hambre”, acababa de decir en aquel momento, “miedo” decía otras veces, y de algún modo, él también había aprendido a interpretar mis palabras y gestos. O eso, o mi cabeza estaba ya mucho más atrofiada de lo que pensaba.
–Elendil –dije mientras él bebía–, ¿puedes entenderme de verdad? –Levantó su pequeña cabecita del cuenco y asintió. Sabía que aún así podía haber sido simple casualidad–. Veamos... ve a mi habitación y vuelve.
El asintió de nuevo, alzó el vuelo y entró por el túnel que conducía hacia mi cuarto. Sin embargo no apareció. Me dirigí al cuarto para ver qué ocurría. Lo encontré en un rincón del suelo, sobre una rata agonizante de la que bebía.
–Al final has tenido suerte y vas a cenar caliente. Pero ten cuidado. Como comas muchas de esas vas a acabar enfermo. ¿Sabes que Irene consideraría eso canibalismo?
Suerte que tenía a Elendil en casa. Sin él las ratas que se colaban por los túneles de ventilación ya me habrían invadido.

Cuando anocheció yo continuaba sobre la mesa, con mi libreta de cálculos y a la luz de un cirio medio consumido. Levanté la vista del cuaderno y miré hacia los conductos para comprobar que era de noche.
–Elendil, ¿puedes salir para ver si hay enemigos?
Iiik –respondió, y salió por uno de los túneles.
Al poco entró de nuevo, se posó en mi hombro y disintió. Salí del refugio, toalla en mano, y subí la colina hasta la roca donde me había pasado aburrida casi toda la tarde. Dejé allí la toalla y el pijama que llevaba puesto: una camiseta tamaño XL, de esas que regalan las empresas para hacer publicidad, y unas braguitas. Me eché al río casi de un salto. El agua estaba helada, pero eso no era algo que me importara después de dos meses de baños congelados.
Buceé un rato a contracorriente para comprobar mi resistencia y mi capacidad pulmonar. Emergí y calculé un minuto y medio aproximadamente. Ante mí se encontraban en la ribera del río Andreu y Amalia, quien llevaba cuatro bolsas que parecían bastante llenas. Andreu apartó la mirada.
–¿No crees que ya tienes la garganta bastante mal como para seguir en el río?
–Es la mejor forma de bañarse en mitad del bosque que conozco, –repuse antes de dirigirme a Andreu–: No me incomoda que me veas desnuda, Andreu, pero sí que me des la espalda.
–Perdona, –se giró–, no quería mirar demasiado. ¿No habías terminado tu ducha?
–Sólo el plato, y luego me lo he cargado. He decidido sustituirla por una bañera de lujo.
Tomé la toalla y me envolví en ella, Elendil no tardó un segundo en posarse de nuevo sobre mi hombro. Tomé mis cosas y añadí:
–¿Vamos dentro? Debería cambiarme.
–Claro –respondió Amalia–, además te he traído más provisiones. Andreu, comprueba si hay moros en la costa.
Él subió a un árbol de un salto y vigiló mientras yo cogía mi ropa. Tras su negativa bajamos la colina.

Ya dentro del refugio, encendidas las velas del vestíbulo, me refugié bajo el calor de una sábana, y sentada en uno de los bancos les pregunté lo que de verdad me preocupaba:
–¿Les habéis contado algo acerca de la ejecución?
–Lo justo –respondió Amalia mientras dejaba las bolsas sobre la mesa–, que le rebanaste la cabeza, lo despedazamos y tardamos casi dos horas en lograr que la pira consumiera sus restos a causa de la humedad.
Eché la cabeza hacia atrás algo más tranquila, aunque aún muy preocupada e inquieta por lo que me ocurrió.
–Esto no puede ser bueno, –mascullé–. Debo estar enferma.
–No le des más vueltas –dijo Andreu, sentado a mi lado con sus manos en mis hombros–, no fue para tanto.
–Andreu, ¡me corrí tres veces seguidas! Le corté la cabeza a un vampiro con cara de niño y tuve tres orgasmos brutales mientras miraba su torso decapitado, su cabeza por los aires y su sangre en nuestros cuerpos. ¡Puse mi ropa interior hecha un asco!
Me alteré mucho mientras describía lo que en su momento me llevó al mayor éxtasis que había sentido hasta el momento.
–Ninfita, es normal en los vampiros excitarnos cuando atacamos. –Amalia se había sentado a mi lado.
–Sí, pero te recuerdo que yo no lo soy. ¿Por qué me comporto como uno?
–Recuerda quién fue tu madre, –me dijo Andreu–. No me refiero a quien te parió, sino a quien te crió y cuidó. Creciste imitando la forma de ser de Sole y por ello te portas como un vampiro.
–La verdad es que nunca me he sentido muy humana. Quizá sea por eso, por mi poder o por ambas cosas, pero se me hace extraño que me llaméis humana y no se por qué. Siempre me he considerado una criatura aparte. Pero, ¿y si por todo ello he desarrollado algún tipo de enfermedad mental?
–Las enfermedades mentales las inventan los humanos para los humanos, –replicó Amalia al tiempo que me abrazaba–. Ni nosotros ni tú podemos padecerlas.
Decidí dejar el asunto como estaba. Parecía claro que fuera lo que fuese lo que me ocurriera, ya no había solución.

Pasamos casi toda la noche en el refugio. Amalia me mostró los víveres que había traído, suficientes como para abastecer a las tropas de Aníbal Barca durante todo su recorrido por la Galia Cisalpina. Luego dimos un paseo por el bosque y Andreu me puso al día en lo referente a mis análisis médicos.
Por lo visto tuvieron que engrasar de pasta las manos del tal Ginés para que nos hiciera el favor en tres semanas desde el momento en que le diéramos nombre y apellidos falsos. Calculamos que tendríamos una tarjeta sanitaria completamente operativa en julio, que junto con los hilos que López estaba dispuesto a mover en la clínica me permitiría saber si iba a ser o no aquel tumor el que me matara.
Luego, para intentar animar un poco la conversación, les hablé de mis divagaciones sobre Elendil, que por supuesto iba casi todo el tiempo sobre mi hombro y ponía cara de sentirse partícipe de la conversación, sin duda se enteraba de todo. Pusimos varias hipótesis sobre el tapete: que él era un vampiro superdotado, que ya había sido adiestrado antes de que lo abandonaran, que teníamos telepatía... pero la que más me llamó la atención fue la que propuso Andreu:
–Eres muy hábil para suponer lo que piensa la gente. He observado cómo trabaja tu mente: analizas los ojos, la cara y los gestos de los demás junto con lo que dice, y te ayudas de lo que conoces acerca de su carácter. Con ello sabes a grandes rasgos lo que piensa o siente la gente. Por ejemplo, el otro día con Fernando, describiste cómo te fijabas en cada uno de sus gestos y describiste parte de lo que pensaba. Parece como si tomaras los datos de las personas como piezas de un rompecabezas incompleto, y a la hora de sintetizarlo rellenas los huecos con tu propia lógica.
»Es muy probable que tu comunicación con Elendil se base en los mismos principios y por ello puedes entenderlo. Lo que no puedo explicar es cómo te entiende él a ti.
–Supongo que es la mejor hipótesis que tengo, –musité–. En fin, en otro orden de cosas, ¿escuchasteis la conversación que tuvimos Irene y yo anteanoche?
–No, –respondió Amalia–. Aunque podamos oír las conversaciones privadas solemos no darles oídos, por educación. ¿Por qué lo preguntas?
–¿Creéis que Irene y Fernando están enamorados?
–No. Al menos no mutuamente, –intervino Andreu–. Cuando te acuestas y nos ponemos a charlar y perder el tiempo, Irene no hace más que recordar sus tiempos de humana y sus encuentros con un tal David.
–David. Lo suponía.
–¿Lo conoces?
–Amigo y compañero de clase. Hablamos de él la primera noche que conversamos, junto a la hoguera. El pobre estaba loco por mí, e Irene lo amaba a su vez. Eso originó una enemistad histórica que parece por fin rota. Diría que aún lo ama, pero claro, no conozco de primera mano la fuerza de los vínculos de sangre, por lo que toda distinción entre sus efectos y los del amor son simples suposiciones.
–Eso es algo a lo que sólo ella puede responder. Pero apenas lleva una semana como vampiresa, dale tiempo, que de eso a nosotros nos sobra por doquier.
En un momento llegué a pensar de verdad que Irene y Fernando hacían buena pareja. Pero supongo que no es más que la unión natural de la sangre entre el creador y su chiquilla. Supongo, pues no soy ni ama ni esclava.

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