jueves, 17 de septiembre de 2009

21- Hermanas en el Dolor


–Andreu y yo hemos hablado a los demás acerca de tu telekinesia, pero los demás aún no han visto ninguna demostración de tu habilidad.
Amalia hablaba sin parar conmigo llena de entusiasmo, frente a la fachada oeste de la casa, cuando charlamos aquella misma noche, sentados alrededor de un fuego acogedor bajo la estrellada noche.
–Ah, ¿así que ahora soy una atracción de circo? Está bien. Haré una pequeña muestra con la condición de que no me tiréis cacahuetes como premio –dije, y me puse en pie.
Di un salto y me mantuve en el aire
Amalia y Andreu miraban divertidos, Irene y Fernando quedaron boquiabiertos. Irene intentó articular unas palabras que salieron casi ininteligibles de su boca entre las trabas causadas por su asombro:
–Entonces tú, ¡teníamos razón! Hacías que las sillas se movieran solas, que se nos cayeran los bolígrafos y abrieran las mochilas en mitad de los pasillos a los que te caíamos mal.
Solté una carcajada maliciosa que dejó confirmadas sus sospechas. Y mientras intentaba reponerme de la expresión de su cara le respondí:
–¿Creíste que ibas muy mal encaminada cuando empezaste a llamarme bruja y todas las demás chicas te siguieron el juego? –Dije mientras bajaba de nuevo al suelo.
–¡Bruja! –Gritó entre divertida y enfadada a la vez.
–Chupasangre, –repliqué burlona.
Las dos nos dirigimos una mirada seria que no pudimos mantener más de un par de segundos. Rompimos a reír casi al unísono por lo absurdo de la situación. Jamás lo habría imaginado. La que fue la humana más normal que nunca había conocido pertenecía ahora a mi mundo de penumbras. Fue Irene la que retomó la conversación cuando los espasmos de la risa nerviosa se lo permitieron de mala manera:
–Y bueno, ¿cómo sobreviviste al incendio? ¿No estabas en casa cuando ocurrió?
Mi risa cesó de pronto, y todos se dieron cuenta de que Irene había hecho una pregunta un tanto inoportuna. Recordar aquello siempre me hacía revivir el dolor. De pronto sentí cómo todo mi interior ardía del mismo modo que lo hicieron mis viejos muebles.
–Bien –dije seria, con la mirada a la hierba que crecía alrededor de las piedras de la hoguera–, supongo que este momento debía llegar. Todos querréis saber por qué Amalia me vio en el bosque y qué es este asunto del incendio.
Casi todos asintieron.
–Níobe –dijo Andreu–, si no quieres contarlo no tienes por qué.
–No, está bien. Llevo dos meses sin hablar con nadie, ni siquiera humanos. Necesito abrir el secreto y desahogarme.
»Sole me cuidó como una madre hasta que cumplí los quince. Después se convirtió en mi amante y compañera, eso ya lo sabéis. Ella lo preparó todo para mantenerme protegida: me dio armamento, me enseñó a usarlo y me ayudo a construir un refugio anti-vampiros, como ella me dijo sabía que tarde o temprano esos bastardos llegarían y la atraparían.
–Un momento –interrumpió Andreu intrigado–. ¿Entonces Sole conocía a nuestros enemigos?
–Sí –respondí lentamente y con la mirada gacha–, Gabrielle y Gustavo son los antiguos amos de Sole. No se mucho, sólo que ella se fugó y que con los años la encontraron. Por lo que he podido suponer, enviaron a algunos chiquillos a por ella, pero al ver la fuerza que proporciona una buena motivación, como las ansias de libertad, tuvieron que enviar un buen contingente. Quizá incluso Gabrielle y Gustavo estuvieron allí. –Mi voz empezó a quebrarse por el dolor del recuerdo–. Entonces fue cuando consiguieron raptarla, allá en el claro, hará ahora unos dos meses.
Rompí a llorar aturdida por la desesperación de haber perdido a Sole, a mi Sole. Me dejé caer derrotada sobre la hierba, pero mi cabeza no llegó a golpearse. Amalia, que hacía un segundo estaba a varios metros de mí, me había agarrado justo a tiempo y ahora estaba sentada en el suelo con mi cabeza en su regazo.
–La hipótesis de Níobe parece correcta –confirmó Fernando–. En el claro había cinco efluvios distintos además de los de Sole y Manuel. –Yo arrancaba rabiosa la hierba del suelo con las manos mientras Fernando hablaba–: Los efluvios eran de Gabrielle y Gustavo, uno de los vampiros que Níobe mató ayer, –Adrián, pensé–, uno que murió en la pelea y otro desconocido. Por lo que ha dicho Gabrielle buscaba dar muerte a Sole a modo de castigo ejemplar para todos sus esclavos, pero al ver su fuerza debió considerar más interesante recuperarla y tenerla en su bando.
Mi mente permaneció ausente casi todo el tiempo, daba mil vueltas mientras la mano fría y húmeda de Amalia me acariciaba la nuca para intentar tranquilizarme. Fernando no se detenía:
–Además, si nos fijamos bien, el clan de Gabrielle tiene una estructura muy jerarquizada, quizá más que la de los clanes provinciales del Consejo Ibérico: Gabrielle es la líder indiscutible, Gustavo su general, que al ser además su compañero sabe que no tendrá ningún tipo de traición por su parte, por lo que le permite transformar vástagos, cabezas de pala que se encargan del trabajo sucio. Dudo que un clan de este tipo comulgue demasiado con nuestro ideario apátrida, por lo que Gabrielle ve completamente lícito deshacerse de nosotros y ocupar este territorio.
–Pero ¿por qué los clanes provinciales no ayudan? ¿No están ahí para protegernos? –Intervino Irene, perdida por completo entre tantas palabras nuevas.
–Está claro –respondió Andreu–. Los clanes provincianos son contrarios al anarquismo porque no pueden ejercer poder sobre nosotros. Protegen a sus vástagos y a los que acatan sus normas. Nosotros sólo consideramos lícitas dos normas: proteger el secreto de nuestra existencia y respetar a los protecti. No pueden matarnos porque eso les daría muy mala fama ante el Consejo y ante las sociedades vampíricas de otras regiones, y podría estallar una guerra, pero la omisión de socorro no influye a su reputación. En conclusión: no nos protegen porque si fuera por ellos estaríamos muertos.
Se hizo un silencio sólo interrumpido por el canto de los grillos y mi llanto. Yo caí en la cuenta de la mano húmeda de Amalia. ¿Húmeda? Levanté la cabeza y la vi mirarme llena de ira, pero no hacia mí. Sus pupilas estaban dilatadas y vidriosas. Odiaba al mundo en general. Y lloraba. Olvidé que ella había perdido a su amante la misma noche y en la misma pelea en la que Sole fue raptada.
Levanté la cabeza y la abracé. Ella me devolvió el abrazo y su llanto antes contenido manó como el agua de una fuente salvaje. Notaba sus manos en mi espalda y noté como sus uñas atravesaron su propia camisa, la que yo llevaba puesta. Todos los demás nos miraban en silencio. De pronto Amalia me dejó en el suelo, se puso en pié y comenzó a gritar al aire, a lanzar rugidos llenos de ira, corrió hacia el linde del bosque, agarró una enorme roca con las dos manos y golpeó una y otra vez un roble centenario. Con dos golpes la piedra estalló. Con tres el roble cayó, emitió una serie de chasquidos en su camino hacia el suelo y un fuerte estruendo al final. Amalia continuó con sus golpes y lo hizo añicos entre rugidos de desesperación y rabia. Andreu se levantó y la interrumpió:
–¡Amalia, basta! Guárdate esa ira para cuando estés frente Gabrielle. ¡Deja de asustar a Níobe y a Irene!  ¡Podrías haber matado a la criatura!
Yo no sentí miedo, pero miré de soslayo a Irene y me percaté de que tenía razón: su respiración estaba agitada, parecía incapaz de cerrar la boca y sus ojos estaban abiertos de par en par. Olvidé que habría sido transformada como muy tarde la mañana anterior, y que no estaba todavía habituada a su nueva naturaleza violenta.
Luego miré la camisa que yo llevaba puesta, y a la altura del omóplato izquierdo tenía un rasguño de tela que dejaba ver mi vieja cicatriz. Si la uña hubiera cogido una mínima porción de mi piel y hubiera sangrado, podría haber muerto por un ataque de Irene. Amalia también se dio cuenta de las consecuencias de su reacción. Paró de golpear el árbol e intentó relajar su respiración estertorosa antes de girar y volver hacia donde estábamos.
–Lo siento, –dijo con la cabeza agachada y aspecto derrotado, cubierta de polvo de roca y astillas de madera, una vez se paró ante el círculo que formábamos–. Tienes razón, Andreu. Perdona Níobe, podría haberte matado.
Me incorporé y me dirigí a ella. Sin importarme que las astillas se me clavaran la volví a abrazar. Acerqué mi boca a su oído, y le susurré, pese a que sabía que todos me oirían:

–Te perdono. Yo sufrí lo mismo que tú ayer y te entiendo perfectamente. –Me aferré a ella con más fuerza–. Y sé que llegará la noche en que destrozarás la cabeza de Gabrielle con la misma energía con la que has desmenuzado el roble.
–No –dijo serena. Puso sus manos en mis hombros y me separó lo suficiente como para poder mirarme a los ojos–. A ella se lo haré con mucha más energía.
Nos dirigimos una sonrisa melancólica y nos volvimos a abrazar. Fue un abrazo cargado de energía y afecto, un lazo de brazos que nos mantendría unidas de alguna manera para siempre. Llegado el momento, Amalia descargaría su venganza con tanta motivación como yo. Sólo la conocía de aquella noche, pero el vínculo de la agonía nos había unido como hermanas en nuestra causa. Nada traería de vuelta a Manuel, pero Gabrielle pagaría muy cara su ofensa, las dos nos encargaríamos personalmente de ello.

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