jueves, 30 de julio de 2009

13- Mi Nueva Vida


Al día siguiente, cuando los primeros y escasos rayos del sol aún no habían secado la escarcha de las hojas de los árboles, desperté con más energía de la que había sentido en toda mi vida. Era una energía serena, llena de paz, de absoluta tranquilidad. Miré a mi lado. Como esperaba, Soledad ya no estaba. En su lugar había un ramillete de perejil cubierto de rocío. Me hizo entender dos cosas: que el ramillete casi acababa de ser cortado, por lo que había estado conmigo hasta que los primeros rayos de la aurora aparecieran entre las montañas, y que volvería. E interpreté bien su señal.
Cómo un manojo de la planta más barata del mercado pudo tener tanto valor para mí sigue siendo algo extraño que aún no logro comprender, pero un ramo de rosas no me habría hecho sonreír tanto.
No había ruido alguno en mi casa, mis padres no se habían despertado toedavía. Me levanté de un salto de la cama y fui descalza al aseo. Busqué en el primer cajón del armario del lavabo el espejo de mano, ya que era demasiado baja para verme en el de la pared. Mi cara seguía tan pálida como siempre, con las mismas ojeras y los pómulos ligeramente rosados. Miré sólo por curiosidad mi cuello. Nada. Soledad no se había tomado un aperitivo cuando me hube dormido, y eso me alegró.
Dejé el espejo en su sitio y correteé a la cocina, cogí un vaso del fregadero, lo llené de agua de grifo hasta la mitad y volví a mi habitación. Puse el vaso en mi mesita traída del piso de Alicante, y coloqué el perejil como si fuera un ramo de flores. ¡Ya estaba lista para hacer la cama, vestirme y comenzar un nuevo día!

A decir verdad aquel día pasó sin pena ni gloria. Mi padre encontró trabajo como reponedor en un supermercado local, un claro descenso en su trayectoria profesional. Mamá ofreció entre los vecinos del pueblo sus servicios de limpieza, en casas y comercios. Yo me aburrí durante horas en la guardería, sin nada que me estimulara lo suficiente, sin conversaciones interesantes ni historias que no acabaran en un «y vivieron felices y comieron perdices», mientras pensaba en Soledad, mi misteriosa amiga que –sabía– volvería aquella noche. Y así fue.
Después de un tedioso día entré en mi cuarto tan pronto como las primeras linternas de la noche se encendieron tanto en la tierra como en el cielo, abrí la ventana, inspiré profundamente el aire puro de las montañas y miré hacia abajo. Allí estaba ella, como si llevara horas junto a mi portal. Yo la miré, sonreí y metí la cabeza en el cuarto. Tan pronto como me retiré comenzó a entrar ella. En cuanto cruzó el vano me di cuenta de que llevaba una libreta en la mano.
–Hola, pequeña. ¿Cómo estás?
–El día es aburridísimo. Y no tengo nada que hacer, –salvo esperar tu llegada.
–Tranquila. Te he traído algo. Normalmente hasta dentro de uno o dos años no deberías ser capaz de aprender esto. Pero tú no eres lo que se dice una chica normal, –dijo, y extendió la mano que sostenía la libreta para que la cogiera.
–¡Gracias Sole! –Me chistó; había olvidado por completo que mis padres estaban preparándose unas rayas al otro lado de la puerta de mi habitación–. Gracias, pero… ¿qué es?
Soledad silenció una carcajada que la obligó a abrir la boca.
–Es para enseñarte a leer –dijo entre risas–, así podrás leer tú misma los cuentos y tendrás algo con lo que entretenerte aunque estés sola.
–Pero si yo no tengo cuentos…
–Los tendrás si consigues aprender a leer. Yo te los traeré. Eres una niña muy lista y puedes serlo aún más. Vendré aquí tan temprano como pueda, los días en que no haya sol podré estar aquí desde la tarde si mantienes las persianas bajadas.
Eso me recordó que tenía muchas preguntas para hacerle, y aproveché el silencio que se produjo cuando se percató del vaso con el perejil de mi mesita, y en su hermosa cara se dibujó una sonrisa que no pudo evitar, una hermosa sonrisa que me mostró de nuevo sus colmillos, que lejos de asustarme, me dejaron absolutamente fascinada.
–Te pillé.
Ella me miró desconcertada y se percató de que tenía la boca abierta. Demasiado tarde como para corregir su error. Me miró seria a la espera de mi reacción, sonreí y me puse a la carga:
–Pero Sole… ¿por el día no dormís?
Ella puso cara de que la explicación era demasiado larga, y por lo tanto la abreviaría.
–Depende de si ese día me ha dado demasiado el sol o no estoy del todo fuerte. El sol puede matarme, pero no me fulmina. No me convierto en polvo si veo un amanecer, pero me agota muchísimo. Me hace sentir débil, cansada, torpe y… –Se detuvo como si hubiera estado a punto de decir una bestialidad.
–Y… sedienta, ¿verdad? –Completé su frase para demostrarle que no le temía.
–Sí. Débil y sedienta. –Afirmó resignada–. Si no nos apartamos de la luz directa del sol nos cansamos sin necesidad de hacer nada, por lo que a veces necesitamos dormir. Pero los días nubosos el agotamiento es muchísimo menor, ¡así que pasaré contigo cada día de tormenta!
La idea me entusiasmó.
–¡Eso sería genial!
La abracé como una hija que abraza a su madre justo después de que le diga que irán a dar una vuelta al zoo. Entonces noté que su piel hoy era fría. Contuve mi impulso de preguntarle de nuevo, decidí esperar a resolver la duda por mí misma.
Aquella noche hablamos hasta que caí vencida por el sueño. Para cuando esto ocurrió ya conocía las cinco vocales y estaba ansiosa por aprender cada consonante. Dormí acurrucada en ella, como la primera noche, mientras ella acariciaba mi pelo, cada onda y cada bucle.
No sé cómo explicar lo que sentíamos, era como si ella siempre hubiera sido mi madre y yo su hija, por lo que desde la primera noche nos dimos licencia absoluta para todo lo que competía a nuestros roles. Nos amábamos de la forma más tierna que pudiera existir, y tan sólo era nuestra segunda noche juntas.

Con el paso de los días la vida comenzó a adquirir ese tinte agitado y cíclico propio de la rutina. Cada día de lunes a viernes iba a la guardería, donde intentaba congeniar sin grandes resultados con los niños de mi edad. La tarde la pasaba encerrada en la habitación, con el cuaderno entre las piernas repasaba lo que había aprendido la noche anterior, a la espera de la llegada de Sole.
Así no hubieron pasado aún los dos meses de su llegada cuando empecé a leer mis primeros cuentos infantiles. Primero sílaba a sílaba, luego palabra por palabra. Pronto las frases de los libros fluían por mis labios con ritmo y soltura. Sin embargo, Sole me leía cuentos casi todas las noches para ayudarme a dormir.
Con mucho esforzarse, sólo consiguió que durmiera una media de seis horas cada noche, que era más de lo que lograba dormir antes.
Con el tiempo ella también conoció de primera mano las fuertes discusiones de mis padres, en las que me arropaba con sus brazos e intentaba desviar mis pensamientos con cualquier conversación trivial.
Los fines de semana Soledad y yo huíamos por la ventana de mi cuarto, yo entre sus brazos, e íbamos a dar un paseo entre los árboles de la Garrinada, para conocer la naturaleza y practicar en paz mi poder, siempre de mi edificio para volver a toda prisa si a mis padres se les pasaba por la cabeza entrar en mi habitación. Ese gesto, por supuesto, nunca tuvo lugar.

miércoles, 29 de julio de 2009

12- Encuentro


Aquella noche me quedé durante horas echada en la cama, dispuesta junto a la pared de la ventana, lo que me daba una imagen preciosa del cielo a veces nubloso, a veces estrellado que cubre el hermoso paraje de mi nuevo hogar. De pronto oí una armoniosa brisa que resonaba a través de las ventanas abiertas hacia adentro. La brisa se convirtió en una voz aguda, suave y melodiosa, la más hermosa que he oído jamás. Fijé mi atención, y oí mi nombre en el leve murmullo que atravesaba las paredes. Yo no me asomé por la ventana. No tenía miedo, pues su voz me hizo entrar en un mar de paz y confianza.  Y del mismo modo que ella murmuraba, yo le respondía con susurros:
–¿Quién eres?
–Te he visto jugar a las canicas cuando estabas sola, y me gustaría conocerte. ¿Puedo subir?
La reacción lógica habría sido gritar, llorar, llamar a mis padres y decirle a la voz que se fuera. Pero mi mente estaba abrumada con los armoniosos acordes del sonido que acariciaba mis oídos con suma suavidad. Además, sería absurdo oír el famoso «tranquila, no era más que un sueño» que dicen todos los padres de las películas americanas, pues era evidente que yo estaba despierta, y que la dueña de la voz se marcharía si sospechaba que había dado la alarma.
–No puedo abrir la puerta de casa.
–Subiré por la ventana si tú me das permiso.
No imaginaba cómo alguien podría subir a un tercer piso sin ayuda de nada, y como es costumbre en mí, la curiosidad fue mucho más poderosa que el sentido común, al que tengo casi siempre encadenado en la celda más profunda de mi alma, sin comida ni agua, y al que de vez en cuando recuerdo porque lo oigo golpear las paredes con una bacinilla oxidada.
–Si puedes, hazlo.
–Vale. Te avisaré cuando esté llegue para no asustarte. –Me pareció una idea genial. Una cosa era no tener miedo, y la otra querer que se me apareciera de pronto una cabeza por cualquier lado de la ventana. Pasaron un par de segundos y habló-: Ya.
No pude evitar un gesto de sorpresa al sentir la voz justo al otro lado de la pared, pero seguía sin tener miedo.
–Pasa.
Ante mí se desveló una imagen que ensombrecía por su belleza la Garrinada. Aparecieron unas manos en el marco lateral de la ventana, con uñas largas y pintadas de rojo, seguidas de un pie pequeño, blanco y descalzo que se afirmó en el alféizar para impulsar el resto del cuerpo. Poco a poco surgió el resto de la joven, que procedía a velocidad moderada más por miedo a asustarme con movimientos bruscos que por necesitar reafirmar sus puntos de apoyo en la fachada.
Contemplé aquella maravillosa criatura iluminada sólo por la luz de la Luna. La chica aparentaba como mucho veinticinco años. Su piel, de un color tan blanco que resplandecía a la luz de la Luna me impresionó por ser muy similar a la mía y de mamá. La cara, un óvalo perfecto enmarcado por su pelo color rojo fuego y con flequillo, de aspecto lacio y completamente liso, recortado de forma escalonada, de modo que por delante apenas le llegaba a los hombros y por detrás llegaba hasta unos tres dedos por debajo de la nuca. Sus ojos, verde amarronados, enormes y ligeramente almendrados.
Llevaba un vestido que entonces me pareció un simple camisón para dormir, de color rojo, y ajustado de modo que le marcaba su figura estilizada y sus pechos, redondos y elevados, aunque no especialmente grandes.
Una figura perfecta, descalza, que atravesó como un fantasma la ventana y se sentó sobre el marco, junto a cama.
–Entra del todo.
Me obedeció y se sentó frente a mí, con una mirada curiosa que me recordó a mi propia forma de explorar el mundo.
Ninguna de las dos interrumpió a la otra durante varios minutos, mientras nos dedicábamos a inspeccionarnos con curiosidad, sin miedo a que la otra se sintiera turbada, pues de lo primero que nos percatamos es que esa actitud era propia de la naturaleza de ambas, y nos dimos, sin decirlo, licencia absoluta para explorar cada centímetro de la otra. Tras varios minutos tomé la iniciativa en la conversación, en voz tan baja que se confundía con la brisa de las montañas.
–¿Has pasado delante de la puerta de la guardería cuando estaba sola?
–Sí. Era yo. –A pesar de mi corta edad ya me habían contado algunos cuentos de vampiros la yaya Marga y esos amigos de un solo día que tenía en los parques de Alicante. Sabía cómo eran y sólo necesitaba una cosa para aclarar mis dudas.
–¿Cómo te llamas?
–¿Sabes? Lo cierto es que no lo recuerdo bien, pero la última vez que alguien me reconoció me contó entre otras cosas que mi nombre es Soledad.
–Soledad… –nombre triste y hermoso a partes iguales–, ¿podrías sonreír?
La pregunta le pilló por sorpresa, y casi sonríe sin quererlo.
–Mejor no… por ahora. Te asustaría. –Dirigió una rápida mirada a la cruz que me colgaba del cuello–. Entonces, ¿sabes lo que soy?
Nada más verla me vino a la memoria la descripción que Marga me había dado aquel día en el parque de los monstruos a los que ella daba bolsas de sangre cuando iba a visitarlos. Entonces me pareció una broma con la que pasar el rato, pero ahora el mundo había cambiado, y que existan seres como aquéllos es totalmente lógico y verosímil. No por casualidad, Soledad daba por completo el perfil.
–Sí… y sé que no quieres hacerme daño.
–¿Cómo sabes eso?
–Lo dice tu mirada. –Entonces agaché la cabeza avergonzada–. También dice que quieres tocar mi cruz.
–Eso es verdad, pero sólo a medias. Me gustaría darte un abrazo. Te prometo que no te la quitaré.
–Lo sé.
Me recosté en la cama, pegada a la pared, y le dejé sitio suficiente como para que se pusiera a mi lado. Ella se deslizó sobre la sábana casi sin tocarla, con una elegancia y delicadeza fantasmagóricas, y se recostó a mi lado. Acarició mi cara y mis hombros desnudos con su mano izquierda, mientras el dedo índice de su mano derecha se deslizaba lentamente sobre la cruz de mi pecho, lo veía inspeccionar y gozar cada detalle de la obra. Ella observaba la cruz con ojos nostálgicos, yo giré la cara hacia ella, pues me había parecido más hermosa que el paisaje que podía contemplar por la ventana.
Levantó la mirada y nos ojeamos mutuamente. Yo había pasado ya el tiempo suficiente acurrucada en ella como para cumplir la doble intención de haberle dado permiso para acostarse a mi lado: había comprobado que no respiraba ni le latía el corazón, aunque me di cuenta de algo curioso, que su piel estaba ligeramente caliente, aunque no tanto como la mía. Sin mover más músculo que los de su boca continuó la conversación:
–Aún no me has dicho qué soy.
Yo apoyé mi cabeza sobre su brazo izquierdo antes de responder.
–Eres mi amiga. Eres mi única amiga.
No hizo falta nada más. Ella reposó su cabeza sobre la almohada y me abrazó. Por primera vez sentí en mí cómo una niña pequeña es abrazada por su madre, acostada junto a ella en la cama, y escucha de su voz una nana para dormir. De su boca y como un suspiro, su voz angelical comenzó a cantar suavemente los primeros versos del Scarborough Fair. Aunque aún no entendía lo que decía, su melodía embriagadora  hizo que el velo del sueño cayera sobre mí casi al instante.
Are you going to Scarborough Fair?
Parsley, sage, rosemary and thyme.
Remember me to one who lives there.
For she once was a true love of mine.

martes, 28 de julio de 2009

11- Las Canicas


En un par de días la casa ya estaba amueblada casi por completo, con todo lo que trajimos de nuestra vivienda anterior y lo que había a priori allí, –lo que significa que no me libré del armario de roble de mi habitación–, y estábamos listos para introducirnos en la vida del pueblo, o mejor dicho, para que mi madre me introdujera en ella.
Me lo dijo frente a la pequeña pila de platos a los que raspaba los residuos de la cena. Frotaba con fuerza los restos de comida resecos mientras hablaba sin apenas prestar atención a lo que decía. Lo cierto es que yo tampoco le prestaba demasiada atención.
–Errecé, a partir de mañana vas a ir a una guardería. Así mamá podrá buscar trabajo y tú conocerás a muchos niños de tu edad.
No me pareció mala la idea de mi madre. Apenas había conocido hasta entonces niños de mi edad, y nunca pasé el tiempo suficiente con uno como para considerarlo mi amigo. Por otra parte los niños de tres años suelen ser torpes para hablar, y sus conversaciones me aburrían tanto como las mías a ellos. Sin embargo me parecía interesante conocer a niños de verdad, por lo que quedé ilusionada, alegre, completamente ignorante de que los acontecimientos del día siguiente cambiarían mi vida para siempre.

El martes día diez fui por primera vez a aquella guardería. De ella guardo pocos recuerdos. Sólo que estaba lo suficientemente cerca de casa como para que mi madre me pudiera llevar en un breve paseo, y que se encontraba en un local reformado de una casa que parecía antigua. Yo caminaba con mi mochila de Naranjito al paso de mi madre, sin cogernos de la mano, pues era un gesto de aprecio que estaba fuera de lugar entre nosotras salvo contadas excepciones. Ella se paró frente a la puerta de la guardería, vieja, de madera y vidrio, donde había pegatinas con conejos de ojos brillantes y cursilerías de tal estilo, Tocó al timbre y pronto apareció una chica joven, de unos treinta años, que la saludó a ella con un «buenos días señora Terra» justo antes de saludarme a mí.
–Hola pequeña. ¿Cómo te llamas?
–Vera-Níobe, señorita.
–¡Vaya, eres una niña muy educada! ¿Y cuantos añitos tienes? ¿Sabes contar tus añitos? –¿Acaso piensa que soy tonta? Su voz cantarina me hacía sentir estúpida y humillada, lo que me hizo agachar la cabeza.
–Sí, señorita. Tengo tres años y quince días. –Pensabas que iba a hacer la tontería de levantar la mano con los tres deditos en alto, ¿verdad?
La muchacha y mi madre se miraron sorprendidas. Mi madre puso los ojos en blanco mientras hacía el cálculo mental y asintió a la chica en respuesta a su mirada. La encargada de la guardería me miró con la misma cara de estupefacción, decidió cambiar de tema y me volvió a hablar:
–Ven conmigo. Te presentaré a tus amiguitos de la guarde.
Me despedí de mi madre con la mano mientras la seguía al interior, y me preguntaba si de verdad era necesaria la voz melosa y la omisión del final de casi todas las palabras. Supuse que así era como les gustaba hablar a los niños, y al pensar la repulsión que me provocaba, no podía evitar que me asaltara la duda de si yo era o no una niña.
En la guardería habría poco menos de veinte niños y niñas en el momento en el que entré en aquel caos de gateos erráticos, saltos, gritos, llantos y risas. Una señora mayor que quien había salido a recibirme, de unos cuarenta y cinco años, morena y con espaldas de leñador se puso en pie de una silla de plástico que había al final de la sala de paredes pintadas de blanco con una línea horizontal color verde pistacho en el centro. Pidió y gritó un momento de silencio, y las voces de los niños se fueron acallando hasta casi desaparecer. La mujer dio con una mirada luz verde a la otra chica para que empezara a hablar.
–Niños, a partir de ahora tenemos una nueva amiguita para jugar. Se llama Níobe y ha venido a vivir aquí desde Alicante. Decid hola.
Un coro de saludos se elevó de los grupos de niños. Yo saludé con la mano y dije hola bastante ruborizada por la cantidad de pares de ojos que me miraban, (aunque no todos tenían dos ojos, muchos llevaban un parche en la cara), hablaban y agitaban sus manos a modo de saludo.
Al mismo tiempo examinaba a cada uno con la curiosidad que siempre me ha caracterizado. Comienzo por los ojos, y luego inspecciono todo lo demás. Lo cierto es que más de uno me retiró la mirada incómodo por sentirse observado.
El griterío inundó la sala de forma progresiva y la chica me habló de nuevo:
–Venga Níobe, vamos a conocer a algunos chicos.
Me acercó al grupo de niños que parecía más tranquilo y maduro. Eran cinco: tres niños y dos niñas, sentados en una moqueta a pocos metros frente a la puerta de entrada de la guardería. Estaban jugando a las canicas bajo la vigilancia constante de la mujer mayor, que seguramente se preguntaba cómo se le ocurrió traer un juego tan peligroso para ellos. Cuando nos acercamos los cinco niños saludaron sin despegar el culo del suelo. El que parecía más espabilado de todos hizo un gesto para que me uniera al grupo.
–Hola, ¿sabes jugar a las canicas?
El niño era moreno, tenía el pelo muy corto, casi rapado, y debía fijar un poco mi atención cuando hablaba debido a que su mala vocalización hacía que no lo entendiera del todo bien.
–No. ¿Cómo se juega?
Yo hablaba y escuchaba mientras proseguía mi inspección, ahora del lugar de juego: sobre la moqueta alargada había un puñado de canicas, dispersas que formaban una línea dirigida hacia el objetivo. En el extremo contrario a donde estaban los niños había un dedal invertido sobre el cual habían puesto una de las canicas más grandes y pesadas que las normales. Alrededor del dedal había un círculo mal pintado con tiza.
–Tienes que tirar la canica. Si tiras al suelo la grande te quedas con todas las que hay dentro del círculo. ¡Toma! –Me dejó una de sus canicas–. Francesc es el último en tirar y le toca ahora. Detrás de él pruebas tú.
–Gracias… ¿Tú como te llamas?
–David. Hablas muy bien nuestra lengua aunque seas de fuera.
Soy de Alicante, idiota, ¿Qué esperabas? Tranquilízate e intenta explicárselo.
–Hablamos la misma lengua en Alicante.
–Ah… creía que hablabais en extranjero.
Bien, ahora existen tres idiomas: catalán, español y extranjero… Todo lo que no sea catalán o español será un dialecto del extranjero… Al ver que ni con una hora de explicaciones sería capaz de aclararle la cabeza, callé y me senté al lado de Francesc, un niño con cabeza grande y gafas de culo de vaso que estaba recostado sobre el suelo, con la canica en la mano y listo para disparar. Lanzó y su bola se quedó dentro del círculo del dedal. Entre el mar de sabios comentarios acerca de la jugada del tipo «qué malo eres, chaval» puso cara triste y se levantó.
–Era mi última canica. Ya no puedo jugar más.
–Se sentó detrás de mí para dejarme un lado en el que jugar. Imité su postura y me dispuse a lanzar.

Para mí, que ya había desarrollado mis capacidades lo suficiente como para comerme una manzana mientras la hacía levitar, aquel juego era irrisorio. Sólo tenía que fingir que eran mis manos las que disparaban la canica y moverla hacia el dedal con mi mente.
 Dentro del círculo había dos canicas, y se me ocurrió lo que en mi cabeza iba a ser una genialidad que me ayudaría a ganarme la amistad de los otros niños, o eso pensé. Lancé y mi mente hizo el resto: la canica se dirigió al dedal con la precisión y fuerza suficientes y derribó la canica. Los demás niños aplaudieron un poco sorprendidos por la habilidad o la suerte de la recién llegada. Me levanté, volví a colocar la canica sobre el dedal, recogí aquélla con la que había lanzado y las dos que había ganado. Entonces regresé junto a David y le devolví la que me había dejado.
–Gracias.
Y sin esperar su reacción me volví hacia Francesc, que estaba con la cabeza agachada, y le tendí otra canica.
–Toma, para que puedas jugar más, te la presto.
El niño levantó la mirada sorprendido.
–Pero entonces sólo tendrás una.
–Bueno, sólo hace falta una canica para jugar, ¿no?
Tras mi conclusión cogió tímidamente la canica y se levantó.
–Gracias, Níode.
–De nada, pero se dice Níobe.
–Níobe… que nombre más raro –dijo, y se acercó de nuevo a los demás niños.
Yo no iba a replicarle. Sabía que mi nombre es extraño porque mientras me había cruzado con muchos “Juan”, “José”, “Antonio” y “Alexandra” entre otros, nunca había conocido a otra Níobe. Así que le seguí, callada de nuevo junto al grupo.

Volví a examinar ahora a los jugadores, y me di cuenta de la situación tan dispar en la que se encontraban: David tenía ya siete canicas, el segundo niño, Ramón, cuatro, las dos niñas, Irene y Terelu, tres y cuatro respectivamente, y el torpón de Francesc la que yo le había regalado. Decidí intervenir un poco para equiparar el juego, más que nada para no aburrirme cuando no era mi turno.
Así que rápidamente hice cálculos mentales: entre todos los jugadores teníamos veinte canicas, más nueve que hay dispersas en la moqueta hacen veintinueve. Podía hacer que cada jugador tuviera cuatro canicas, por lo que tenía que conseguir que David perdiera tres canicas, los dos niños que ya tenían cuatro mantuvieran su resultado, una niña consiguiera una canica y Francesc y yo consiguiéramos tres más.
Me dispuse a cumplir mi propósito, lo conseguí, David se enfadó y decidió no jugar con Francesc ni conmigo porque pensó que hacíamos trampa. Se fue y todos los demás niños le siguieron.
Yo me quedé sola junto a la moqueta, y pensaba en si lo que había hecho era o no trampa. ¿Debería volver a intervenir con mi poder? Mientras pensaba en todo aquello aprovechaba que nadie en la guardería miraba para mover las canicas de un lado al otro, en un baile misterioso y mágico.
De súbito, una sombra tapó la luz natural que entraba por el cristal de la puerta de entrada. Apenas duró un segundo, aún así mi cuerpo se estremeció por completo y llevé mi mano de forma instintiva a mi cruz mágica. Pero no le di mayor importancia, supuse que alguien había pasado por la calle cerca de la puerta, nada más.

lunes, 27 de julio de 2009

10- Olot



El viaje duró más de seis horas, pues hicimos parada en Castelló de la Plana para comer en cualquier restaurante medio decente. Yo pasé casi todo el trayecto atónita, completamente absorta mientras contemplaba cada detalle de la cruz que me había regalado la anciana Marga. El largo de cada una de las dos barras no alcanza los cuatro centímetros. Como ya he dicho su forma es la de una cruz griega de plata, igual en el tamaño de sus brazos, que se ensanchan progresivamente hacia los extremos, donde cada brazo se divide formando sendas volutas que caen a cada lado de ellos, como los capiteles de las columnas jónicas. La superficie del colgante, a excepción de dichos extremos donde es lisa, está decorada con ataurique, y presenta al final de algunos de los enramados pequeñas flores de jazmín, creadas con una precisión miniaturista sobrehumana. Las formas curvadas de los brazos forman fracciones de círculos inversos perfectos. En el centro de la cruz se entrelazan cuatro ramificaciones terminadas en flores de jazmín, que enmarcan un cristal tallado color verde. Las cuatro flores centrales tienen un único estambre: un diminuto cristal engarzado en cada una, de distinto color: ámbar, azul cielo, morado y rojo. La cruz era igual por ambas caras, a pesar de ser un objeto que al llevarlo sólo muestra uno de ellos. Al final de uno de los brazos surgen dos hojas de acanto que se unen para dar forma a la horquilla por la que estaba pasada la simple cadena de eslabones de plata.
En conjunto, una pequeña obra maestra de la orfebrería, aunque entonces yo no sabía hasta qué punto. Sólo la miraba fascinada y sorprendida mientras me preguntaba cómo podía protegerme esa cruz, y al mismo tiempo, pensaba en cómo sería mi nueva vida, en qué iba a ser de la vida de Marga, en todos los momentos triviales que pasé con ella. Mi cabeza y el paisaje me dieron entretenimiento durante horas, y entré en un trance del que sólo salí al sentir cómo se apagaba el motor del coche.
–Ya hemos llegado; nuestro nuevo piso.
Yo había ignorado por completo el último tramo del trayecto, y al levantar la mirada pude ver el edificio. Sólo tres plantas asomaban en la fachada de ladrillo descubierto del inmueble, que tenía el portal de aspecto envejecido en el Camí de les Bruixes de Olot. Habíamos abandonado una ciudad de unos cuatrocientos mil habitantes por un pueblo que no llegaba a los veintisiete mil.
Mis padres salieron y mi madre inclinó hacia adelante el asiento del copiloto para que yo pudiera abandonar el coche de tres puertas. Nada más poner los pies en el suelo me tendió una pequeña mochila azul de Naranjito, que tomé al instante suponiendo que era mi equipaje de mano. Seguí a mi padre, que iba de camino a la puerta con una pesada caja de cartón entre las manos.
Aún estaba pensativa, por lo que no me preocupé en explorar mi entorno. Subí tras mi padre los tres pisos de la angosta escalera, y me paré detrás suya mientras abría la puerta de cerezo de nuestra nueva y vieja casa. Nada más abrir la puerta me asaltó el fuerte olor propio de los lugares poco ventilados. Sin mirarme entró por la puerta al interior de la casa. La sala estaba compuesta por un salón-comedor en su parte izquierda, y una cocina abierta en la derecha. Me gustó el diseño diáfano pero los muebles eran espantosos. A la izquierda de la sala, tras el sofá, había tres puertas. Mi padre entró en la más cercana y me dijo: «la última puerta es tu habitación. Pasa y echa un vistazo». Yo obedecí y me dirigí a la última puerta, giré el pomo, y la empujé con fuerza.
La entrada estaba en una esquina de la habitación, que tendría unos seis metros cuadrados. El único mueble era un armario grande de roble, viejo, horrible, que produjo una mueca en mi cara muy similar a la que solemos poner todos cuando pisamos una caca de perro. Había sólo una ventana en el mismo centro del fondo de la habitación. La persiana estaba bajada.
Solté mi mochila junto a la puerta y me dirigí hacia ella. Tuve que ponerme de puntillas para poder abrir la persiana, di un par de tirones a la correa y se hizo la luz de la tarde. Lo que vi me dejó enamorada por completo de ese lugar.
Ante mí se levantaba imponente el bosque que cubre como un verde velo la Garrinada, el precioso volcán que tenía ahora por vecino. Un sábana formada por cientos de hayas, chopos, encinas, robles y miles de arbustos que colmaron de goce mis sentidos y me trajeron a mi nueva realidad. Esa belleza natural era mi nuevo hogar, mi nueva situación… Y la adoraba.
Jamás creí que se pudiera tener un volcán delante de casa, eso formaba parte del mundo de los cuentos de hadas donde te cruzas con un fauno que toca la siringe en cada esquina. Pero la realidad me había enseñado que las casas de verdad no son de caramelo, sino de ladrillo, que no tenían vistas a playas paradisíacas ni a volcanes rodeados de vegetación, sino a la desvencijada fachada del edificio de enfrente y a las callejas de los barrios suburbanos, donde no es demasiado extraño que dos borrachos te despierten con sus gritos a las cuatro de la mañana mientras pelean.
Sin embargo, ahí estaba, no lo podía negar, era demasiado grande para ello. De pronto todos los cuentos de hadas, todos los monstruos y criaturas mágicas que dormían entre las páginas de los libros despertaron y salieron a la calle a pasear, no me habría extrañado que un hada entrara cualquier día por la ventana para pedir indicaciones sobre como ir hacia cualquier lugar, o que un enano me saludara y me invitara a ver su herrería, escondida, por supuesto, en alguna cueva a las faldas de los volcanes.
Era sin duda el lugar perfecto. No había modo de que yo pudiera ser infeliz allí.
Después de todo, ¿por qué no creer que existan los unicornios si se cree en los rinocerontes?

viernes, 24 de julio de 2009

9- Despedida


Once días después el mundo existía exactamente igual que hasta entonces para mucha gente. La Unión Soviética se desmigajaba progresivamente, la lucha entre el control de poder entre las autonomías y el gobierno central español era la orden del día, y en alguna parte del orbe Freddie Mercury se resignaba a hacer pronto aquel viaje que todos los seres deben hacer en solitario, y al mismo tiempo, en compañía de todo lo vivido.
Pero poco o nada sabía yo de todo eso, y menos me importaba, pues tenía mis propios problemas. Mi habitación ya estaba vacía, y me encontraba arrodillada en una esquina de su interior, callada mientras hacía levitar un jínjol que tenía en la mano izquierda. Así lograba por un breve tiempo no pensar, no sufrir el miedo a perder a Marga, la única persona hacia la que sentía verdadero cariño.
Además, después de varios meses de práctica fui capaz de usar mi poder de forma más prolongada y sin dolores de cabeza tan tremendos como los de las primeras ocasiones.
Tocaron a la puerta. Yo avancé rápidamente la cabeza, me metí el jínjol flotante en la boca y lo mordí al mismo tiempo que mi madre abría la puerta.
–Ya está todo listo. Nos vamos ya, pero antes tienes una visita. –Al tiempo que decía esto la anciana Marga entró por la puerta. Yo me puse en pie de un salto–. Os espero fuera.
Mi madre se fue. Marga se acercó lentamente a mí, se inclinó y me abrazó. Yo notaba cómo me apretaban sus manos temblorosas, suplicaban que no me marchara nunca, que no fuera más que un sueño y que al despertar pudiera comprobar que nunca me había marchado. Pero eso no era decisión mía, y nada podía hacer al respecto. No pude evitar la tensión y rompí a llorar. Unos segundos después ella ya había unido su llanto al mío.
Eran sollozos serenos, resignados, sabíamos que debía ser así y la violencia debía quedar fuera de nuestras lágrimas. Nos mantuvimos unidas durante varios minutos, sin mediar palabra, sólo llorábamos. Cuando nuestro llanto calmó ella se separó de mí, se sentó en el suelo y me hizo una señal para que me sentara frente a ella. Y la obedecí, a sabiendas que iba a escuchar sus últimas palabras:
–Cielo, eres una niña muy especial. Siempre he notado tu energía y cada día es más fuerte. En eso eres igual que tu abuela, que en gloria esté. Te quiero muchísimo y sé que vas a crecer bien, que serás una chica lista, fuerte y sana. Eres única en el mundo, única. Y cuando alguien se dé cuenta de eso te querrá como yo te quiero, y necesitará sentir tu energía cerca de ella para ser feliz. –Sin dejar de hablar, se echó las manos a la nuca y desabrochó la cadenita de plata que sujetaba su cruz griega–. Quiero que tengas esto. Sólo una persona tan especial como tú puede llevarla. Tenla como un recuerdo de la yaya Marga, te prometo que te protegerá. Sólo te pido a cambio que no la pierdas nunca, que la tengas mientras lata tu corazón.
Tomó la cruz y la cadena con su mano izquierda y con su diestra tomó mi zurda, la puso con la palma hacia arriba, colocó la cruz en ella y cerró mi mano. Apretó con firmeza pero sin hacerme daño con sus manos grandes y arrugadas.
–Gracias yaya. La cuidaré siempre.
–Sé que lo harás –me dijo con una sonrisa, justo antes de darme un beso en la frente.
Entonces se levantó despacio y con cuidado, yo hice lo mismo al entender que nuestra última conversación había terminado. Salimos en silencio de la casa. Yo me puse la cruz al cuello mientras andaba a la puerta de salida, donde esperaba mi madre con gesto de marcada impaciencia. Todas las cajas y los muebles que nos llevábamos estaban ya en el camión de mudanzas o cargadas en el maletero del coche de mi padre, que esperaba a que bajáramos con el motor encendido.
Marga sacó las llaves de su casa, cuya puerta estaba enfrentada a la de la mía, y con los ojos vidriosos se despidió de mi madre:
–Adiós hija. Que tengáis mucha suerte en la vida.
Mi madre le devolvió un simple pero melancólico «adiós» y comenzó a bajar las escaleras mientras ella metía la llave en la cerradura. Yo me quedé ante Marga hasta que entró, me miró en señal de despedida y cerró la puerta. Tras el portazo comencé a bajar lentamente mientras retenía esa mirada en mi mente. En ese instante supe que no volvería a verla, que no volvería siquiera a hablar con ella. Y mi instinto no me traicionó.

Aquel mismo día la anciana Marga murió. La encontraron un par de días después de su fallecimiento, cuando los vecinos comenzaron a echarla en falta y llamaron a la policía.
 La hallaron sentada en un sillón de su casa, sin más signos de violencia que una herida en la muñeca izquierda. La sangre reseca había fluido a borbotones de su muñeca, recorrido su falda negra y formado una mancha roja y negruzca en el suelo y la alfombra, extensa, pero no todo lo grande que debía haber sido en ese caso. La mano derecha la tenía apoyada sobre el regazo, en el que reposaba un cortaplumas que imitaba el diseño de la espada Tizona. En él no había más rastro de huellas digitales que las suyas propias. La autopsia concluyó que Marga se había suicidado. Yo no supe de su muerte hasta años después, aunque mi intuición me decía que ya no vivía.

jueves, 23 de julio de 2009

8- El Cumpleaños


Al lunes siguiente llegó mi cumpleaños. Fue un hermoso y soleado día de agosto, por lo que apenas pude salir a la calle. Mi padre trabajaba, como cada día, y mi madre decidió hacer una excepción y sacarme de casa. Aquel día se levantó tan ojerosa como siempre, pero alegre, vital.

–¡Felicidades Errecé! Hoy vamos a dar un paseo Marga, tú y yo, ¡y almorzaremos en la explanada! ¿Qué te parece?
–¿Mamá? –Mi cara le demostró que no cabía en mí de asombro.
–Dime, ¿qué pasa? En la explanada hay una heladería  riquísima. Y no te preocupes por el sol, me llevaré un bote de crema factor cincuenta para echarte a cada rato. Además, hay toldos.
Extraño que ella me hiciera a mí un llamamiento a la calma. Lo normal habría sido que ella me vaciara medio bote en la cara, el otro medio en el cuerpo y me hubiera dado un parasol a grito de ¡que viene el sol!
–Mamá… –¿de verdad eres mi madre? Pensé–, ¿hay cucuruchos de dos bolas?
–¡Claro! –Dijo entre risas.
Se fue a sacarme la ropa, un vestido rojo con volantes blancos y un cinturón, también blanco. El conjunto de mi vestimenta aquel día lo completaban unos zapatos de charol rojo que se abrochaban con hebilla y un lazo, para redundar, rojo. Era todo tan… hortera…

Desde hace años he creído que mi madre era la reencarnación del dios Jano, con dos caras que se alterna de manera caprichosa.
Así, por primera vez en meses, me ayudó a vestirme aunque ambas sabíamos de sobra que ya no era necesario. Me puso el vestido, me peinó y me colocó el lazo de modo que dos tirabuzones cayeran a los lados de mi cara y el resto del pelo quedara atrás. Yo no lo sabía, pero me había peinado del mismo modo que solía peinarse ella en su adolescencia.
Me embadurnó de crema incluso en algunas partes del cuerpo que quedaban ocultas bajo el vestido, prestando especial atención en la cara. Cuando terminó me dio un beso en la mejilla pegajosa y entró al aseo a maquillarse.
–Ahora vuelvo, si tocan, pregunta quién es. Marga está al caer.
Me eché en el sofá a esperar. Sólo teníamos uno, delante de una vieja Telefunken cuyo estado sugería que era hora de cambiarla. Me la imaginaba con patitas y manos, de rodillas suplicaba una y otra vez que le diéramos una jubilación digna y nos compráramos cualquier televisor de segunda categoría en el supermercado más próximo. Tranquila, creo que tú no te vienes con nosotros a la nueva casa le respondía yo en mi mente. Entonces ella se calmaba y dejaba ver entre una nube de distorsiones la reposición de El Coche Fantástico.

No tuve que aguantar demasiado tiempo a David Hasselhoff, pues pronto sonó el timbre de la puerta de entrada, que quedaba justo a mi derecha. Marga había llegado.
Yo me levanté y corrí frenética hasta la puerta. Debió oír mis pasitos, pues nada más llegar se oyó: «Vera, soy la yaya, abre». Abrí la puerta y ahí estaba, vestida de negro como de costumbre y pese al calor infernal, pero esta vez había algo de color en ella: En su mirada, sus ojos color miel con un toque verdoso brillaban como si estuviera a punto de llorar de alegría. Y algo más, llevaba una caja cubierta con papel de regalo amarillo con topos rojos.

–¡Para ti, cariño! Feliz cumpleaños.
La anciana Marga se agachó hasta donde su espalda le permitía y yo cogí el regalo, lo dejé en el suelo, me puse de puntillas y, con mis brazos rodeando su cuello, la abracé con fuerza.
–¡Gracias yaya Marga!
–Pero si aún no sabes lo que es.
–Eso es lo de menos, gracias por acordarte y por los dos regalos. –Mi voz sonaba dulce y cariñosa.
–¿Qué dos regalos? –Marga pareció confusa por un instante.
–El de la caja y convencer a mamá para salir a pasear.
Marga calló unos segundos. No tenía forma de rebatir una conclusión cierta, así que se limitó a abrazarme con toda su ternura.
–De nada.
Suspiró antes de que me descolgara de su cuello, y enderezó lentamente la espalda hasta su postura natural al tiempo que mi madre salía del aseo, lista para dar el primer paseo de verdad con su hija.

Caminamos desde el paseo de Canalejas hasta la Explanada. Sin prisas mirábamos el parque, su belleza, contemplábamos el puerto soleado a nuestra derecha bajo la seguridad de la sombra de los ficus, que impedían al sol hacerme el menor daño durante casi todo el paseo. Me quedaba absorta al mirar con detenimiento cada una de las esculturas del parque. Aún recuerdo que me embobé tanto mientras contemplaba cada detalle de la escultura dedicada a Carlos Arniches que casi me choco contra un hombre, aunque entonces yo era la única de las tres que no conocía la obra de Arniches.
Preciosas esculturas. Hace poco di un nuevo paseo por Canalejas y pude comprobar que a mi pesar la gente se había dedicado a pintarlas, romperlas y tratar nuestro patrimonio artístico como si no fuera su responsabilidad cuidarlo. Me resultó indignante ver cómo la policía ponía multas por beber alcohol junto a ellas pero no por cabalgarlas como si estuviera en un tío vivo y esperara a que se moviera. Aunque tal y como iba ese tipo seguro que le dio la sensación de que daba vueltas.
A mitad del camino mi madre me tomó en brazos y aceleró el paso. No debió gustarle demasiado mi ritmo lento y tranquilo, y por eso lo hizo. Lo cierto es que ella tampoco ha tenido nunca demasiada sensibilidad artística. Me bajó de ellos para cruzar la calle, atravesar el monumento a Canalejas y llegar por fin a la Explanada.
Yo adoraba la Explanada. A pesar de ser lunes estaba atestada de gente, turistas que pasean y vacían sus carteras en las decenas de bares, restaurantes, heladerías y demás comercios que hay junto al paseo, o para echar un vistazo curioso en la hilera de puestos, llenos de pareos, pendientes y colgantes, de banderas, de bolsos y otras muchas curiosidades que no podría enumerar.
Pero lo que más me gustaba de la Explanada era que podía saltar. No quiero decir que la fuerza gravitacional que posee la explanada es menor que en el resto del mundo, sino que nada más comenzar el paseo miraba las ondas rojas, azules y amarillentas del mosaico que forma el suelo, y elegía un color. Todo el paseo lo hacía a saltos, mientras me concentraba en pisar sólo sobre las ondas del color que había elegido. Casi todos hemos jugado a ello en nuestra infancia –o no tan infancia– y teníamos claro que si fallas caerás irremediablemente a un precipicio o pisarás una mina que explotará al instante, por lo que personalmente me tomaba la idea de pisar siempre las baldosas del mismo color muy en serio.
A mitad de camino, a punto de pasar la concha, un quiosco de orquesta, oí el grito de mi madre, que me llamaba. Me había adelantado demasiado y parecía preocupada. Salté unos quince metros hasta llegar al lugar donde ella y Marga me esperaban.
Al llegar tomó mi mano sin decir palabra y me guió a un lado del paseo, entre las hileras de palmeras que lo bordean, las más cercanas al puerto. Allí eligió un banco de piedra cualquiera, dejó su bolso sobre él, lo abrió y sacó la crema protectora. Eso significaba que había llegado la hora de cerrar los ojos y apretar los labios para no ver borroso ni notar sabor a uva en la boca. Volvió a embadurnarme de abajo a arriba de una manera que a mí me parecía obsesiva. Cuando terminó cerró la tapa del bote de crema, me dio otro beso en la mejilla y volvimos al centro de la Explanada, donde esperaba en pie la abuela Marga, que había contemplado todo aquello como el mayor acto de amor del mundo pese a conocer la actitud de mi madre hacia mí.

Unos minutos después nos encontrábamos las tres sentadas bajo el toldo de la terraza de la prometida heladería. Yo deleitaba todos mis sentidos mientras tomaba mi cucurucho de dos bolas: el olfato con el olor suave que provenía de la playa el Postiguet, a menos de cien metros hacia atrás y a la derecha desde donde yo estaba, y por extraño que parezca para cualquiera que se haya bañado allí, estaba limpio. El tacto, pues jugueteaba con los pulgares y los índices de ambas manos a palpar cada milímetro de la superficie estriada y rugosa del cucurucho que sostenía. El oído, ya que en mi mente se concentraban sin atropellarse el ruido de decenas de conversaciones distintas, la melodía del violín de un artista ambulante, y el leve murmullo de las olas lejanas. El gusto se entretenía en experimentar cada matiz del deje que las bolas de helado sabor mora y chocolate puro regalaban a mi boca.
Pero la vista me hacía gozar por encima de todos los demás, ya que ante mí y entre las palmeras se alzaba la hermosa Casa Carbonell, cuya fachada era incapaz de dejar de admirar a pesar de no conocer nada ni sobre arquitectura en general ni sobre Vidal Ramos. Mi mirada se detenía en cada balaustrada, en cada columna de aquella fachada, paró y saboreó cada una de las cúpulas del hermoso edificio.
De pronto algo más interesante llamó mi atención. Mi madre y –por qué no decirlo– mi abuela dejaron de súbito la trivial conversación que estaban teniendo. Tras unos segundos Marga comenzó a hablar de nuevo:
–¿Cuándo os vais entonces? –Su voz sonaba temblorosa.
–El día seis. Ya está todo preparado, y dentro de una semana empezaremos a empacar.
Cuatro cúpulas azules alineadas a lo largo de la fachada…
–¿Qué vais a hacer con el piso?
Las centrales una planta más elevadas que las otras, y más grandes…
–Lo alquilaremos por medio de un agente. No tenemos ganas de ir y volver sólo para atender a compradores a los que no les interese.
Las exteriores, más pequeñas y asentadas sobre seis arcos…
–Entonces, no nos volveremos a ver, ¿no?
Las tejas de las cúpulas simulan las escamas de un pez…
–Quizá hagamos alguna visita, pero creo que mi marido esté por la labor de que volvamos a Alicante. Pero te llamaremos a menudo, y te pondré a Níobe al teléfono para que hables con ella.
La fachada blanca de estilo modernista sigue cuatro líneas ascendentes que, por medio de columnas y de las propias cúpulas ayudan a dar a la obra la sensación de altura y monumentalidad opulenta que Enrique Carbonell deseaba.
Miré de reojo durante apenas un segundo a Marga. Sus ojos vidriosos suplicaban que se le quitara la vida el día de la partida, pero no dijo nada. Sólo permaneció en silencio, frente a su horchata granizada, con la cabeza agachada miraba abstraída la superficie metálica de la mesa, y sujetaba con la mano izquierda la pequeña cruz griega de plata que siempre llevaba colgada al cuello. Yaya Marga, no llores, se fuerte, también es duro para mí. Mis palabras no le llegaron, del mismo modo que no llegaron nunca a la pelota días antes, nunca salieron de mi mente.

miércoles, 22 de julio de 2009

7 - El Lago de los Cisnes


Aquella noche la pasé casi por completo despierta. Debido a mi actividad física y mental me era muy difícil conciliar el sueño por naturaleza, pero aquella noche la confusión y la curiosidad se había apoderado de mí por completo, hasta el punto de hacerme olvidar que debía dormir.
Estaba en mi cama, cabeza arriba, destapada y recostada sobre la almohada mientras miraba fijamente la pelota en mi mano, la que hice saltar aún sin saber cómo. Sabía que no había sido el viento, sabía que no había sido casualidad, pero hasta ese momento no me había parado frente a ella en todo el día a examinarla como ahora, como un arqueólogo que examina la primera pieza de un rico yacimiento, o más bien como si la entrevistara y esperara a que me respondiese, algo imposible claro está, ya que no pronunciaba las preguntas en voz alta.
Ahí volvíamos a estar en la penumbra de la habitación, solas ella y yo. Siempre había sentido mi cuerpo cargado de energía, y debió ser eso –pensé– lo que movió la pelota. Así que en vista del profundo silencio que guardaba la entrevistada, me volví a concentrar para tratar de repetir la operación.
Tardé unos minutos en lograr el nivel de concentración que buscaba. Por un instante el mundo desapareció, sólo existían la pelota y mi energía. Concentré toda mi mente en la esfera de nuevo, e hice que mi energía fluyera a través de mí, me recorriera como un escalofrío los brazos y llegara al final de mi mano. Así me mantuve inmóvil durante uno o dos minutos… y la bola comenzó a temblar. Noté, sin dejar a un lado mi concentración, cómo mis manos se despedían lentamente del tacto de la bola, que se elevaba poco a poco hasta quedar suspendida a unos dos centímetros de las yemas de mis dedos.
Logré mantener la levitación cierto tiempo, quizá un par de minutos. Pronto noté cómo los latidos de mi corazón se hacían cada vez más profundos. Los sentía rugir en mis sienes, notaba cómo mi frente se empañaba de perlas de sudor debido al esfuerzo y mi respiración se volvía cada vez más violenta.
No pude más. Volví a reclinar mi cabeza en la almohada, mareada, sudorosa, con la cabeza dolorida y palpitante. Cerré los ojos y pensé he sido yo quien lo ha hecho, y puedo hacerlo cuando quiera… escasos segundos antes de dormirme. La pelota, de la que me había olvidado por completo aquella noche, la encontré a la mañana siguiente, unas tres horas después de aquello, en una esquina del suelo de mi habitación.

Todo esto ocurrió a mediados de junio, cuando el calor del verano hace fatigosa la ciudad de Alicante, el viento que proviene de la playa se convierte en un verdadero tesoro buscado por cientos de turistas y el sol de mediodía hace las calles completamente intransitables para mí.
Mi madre trabajaba dos mañanas a la semana limpiando casas a mil pesetas la hora. A mi padre no le veía el pelo hasta caída la noche. Tampoco me importaba, porque muchas veces volvía bebido, drogado o las dos cosas al mismo tiempo, y entonces yo sabía lo que tocaba: entrar en mi habitación y jugar a mover la pelota sin tocarla, en silencio, mientras oía gritos y golpes.
Nunca salía de casa por el día, pues a mi madre le daba pánico perderme. No entendí hasta muchos años después cómo una mujer que me ignoraba de tal manera pudiera temer tanto mi muerte.
Y fue entonces, en aquella semana, cuando comenzó a llamarme Errecé. Nunca entendí a qué se debían esas siglas: “R-C”. Había oído en muchas discusiones cómo mi madre se dirigía a mí como “la ruina de la casa”, quizá a eso se refirieran las iniciales, y llamarme así fuera una forma de venganza por lo que mi nacimiento le había causado, pero como nunca me lo dijo con tono despectivo, no me percaté de si su intención era ofensiva, porque no lo empleaba con un tono diferente al que usaba para pronunciar “Níobe”.

Al atardecer, casi todos los días, Marga me sacaba a dar una vuelta. Entre semana me llevaba a un pequeño parque que había al lado del edificio donde vivíamos donde nuestro portal desembocaba. Estaba rodeado por cipreses y había dos olmos en el centro. A un lado del parque había una zona con arena, y a unos cinco metros otra, delimitada por un rectángulo de tierra prensada, en la que había un columpio, un sube y baja de metal medio oxidado y un tobogán, también de metal, que siempre dejaba las posaderas con mal sabor de boca al final del recorrido.
Dispuestos de modo que flanqueaban el portal de mi casa había un par de locales. En uno había un bar, donde se solía sentar la abuela Marga a tomar un café con una amiga, guapísima y con unos treinta años de edad, cuyo nombre nunca me pregunté. En el otro habían abierto una heladería, y si me portaba bien, lo cual ocurría casi siempre debido a que al no socializar con nadie, ya que casi nunca había nadie de mi edad a esas horas en el parque y no tenía con quién hacer travesuras, la yaya Marga me compraba una tarrina de helado de mora.
Recuerdo una tarde especialmente aburrida. El parque estaba desierto casi por completo, a excepción de la cafetería y la heladería, repletas de gente que huía del calor de casa. Apenas había un par de niños aparte de mí y ninguno con quien pudiera jugar.
Me acerqué a la mesa en la que la yaya Marga y su amiga tomaban unas cañas mientras charlaban, creo que sobre política, no lo recuerdo bien y tampoco es que la conversación me resultara precisamente interesante. Subí –o más bien escalé– a la silla libre frente a ellas y me quedé expectante con los ojos muy abiertos.
–Te aburres, ¿verdad, hija?
Asentí.
–Yaya, ¿puedo coger? –Le pregunté con mirada ansiosa a la tapa de aceitunas que brillaban frente a las cervezas.
–Abre la boca, ojos azules. Cuidado que lleva hueso.
–Gracias yaya, –escupí el hueso y decidí ponerme a la carga, había comenzado la hora de las mil preguntas del día–: Oye, ¿las brujas de tus cuentos existen?
Marga miró a su amiga y le dedicó una sonrisa cómplice.
–La verdad es que sí, pero yo he visto muy pocas. ¿Y sabes que? Nunca me he encontrado con brujas malas.
–¿Todas son buenas?
–La mayoría. ¿Has oído hablar alguna vez de las ninfas? Algunas son iguales a las brujas buenas, tanto que a veces la gente las confunde.
–No. ¿Son como las hadas?
–Sí, muy parecidas. Son jóvenes muy guapas que viven en los bosques y ríos, y si una persona perdida tiene la suerte de encontrarse con una, ellas la ayudan, e incluso le salvan la vida si hace falta.
–¿Cómo?
–Con sus poderes mágicos.
Puse cara de haberlo comprendido a la perfección. Era estúpido pensar que un coche pudiera hablar, pensar y trazar planes, pero con poderes mágicos por medio todo asume de pronto una lógica evidente. Volví a la carga con una nueva batería de preguntas, supongo que eran consecuencias de tener una mente tan curiosa:
–¿Y Frankenstein? ¿Existe?
–Pues no que yo sepa, (por ahora).
–¿Las momias?
–eso quisieran los vendedores de papel higiénico.
Eché a reír.
–¿Y los vampiros?
–Los vampiros. –Fingió mirar a uno y otro lado en busca de desconocidos que pegaran sus orejas, acercó su cara a mi oído y con la boca tapada para que no fuera oída por los de atrás me dijo–: ¿Se te puede confiar un secreto?
–No se lo diré a nadie, soy una tumba, –le seguí el juego divertida. Nuestra compañera de mesa nos miraba y trataba de contener la risa.
–Bien, pues escucha. La verdad es que yo he conocido muchos vampiros.
–¿De verdad? ¿No te han matado? No serás un vampiro, –la miré de soslayo con fingida desconfianza.
–Claro que no. ¿O tú has visto en mi casa algún ataúd?
Caso resuelto, todo aclarado.
–¿Y cómo has sobrevivido? Seguro que los visitabas justo después de tomarte la tapa de agrios del bar.
La mujer no pudo contenerse más y rompió a reír ante nuestra gran actuación. Marga también rió un poco antes de seguir:
–No, pero me llevaba donaciones de sangre del hospital donde trabajaba cuando era enfermera. Así les daba de comer antes de acercarme y nunca me hacían nada.
–¡Qué lista! ¿Y cómo son?
–Pues la mayoría son muy guapos, y muy educados casi todos. Si acaban de comer no te matan ni nada.
–Vaya, pues sí son buena gente. –Reímos y ella se apartó. En su inocencia creía que mi cuestionario sobre los seres que sólo había visto en los cuentos había terminado–. ¿Y los duendes? ¿Y los unicornios? ¿Y Pegaso? ¿Y la malvada Medusa?

Así pasé aquel tedioso verano. Por el día permanecía en casa, me encerraba en mi habitación y hacía rodar pelotas sin sentir su tacto en absoluto secreto, pues aunque era joven y para mí eso había formado siempre parte de mi naturaleza, había observado que era la única que lo hacía, al menos en público, por lo que le di el carácter de tabú tan pronto como descubrí mi capacidad.
Muchas mañanas oía como mi madre entraba también en la habitación a escondidas. Un día de agosto, muy cercano a mi cumpleaños, decidí espiarla. Normalmente andaba descalza por la casa, así que no me era muy difícil espiar a mis padres sin que se enterasen. Nada más oír cómo se cerraba la puerta me acerqué a ella en cuclillas y me tumbé de lado en el suelo para poder mirar por la rendija.
Escuché cómo buscaba algo en un cajón, lo cerraba. Entonces oí pulsar un botón, el de apertura de la bandeja de casetes de la radio, y por último, pulsó el play. Lentamente empecé a distinguir el suave ritmo de El Lago de los Cisnes.
Desde mi posición sólo podía ver el reflejo en el suelo de las piernas de mi madre, que se movían al ritmo de Tchaikovsky con una gracia infinita en el estrecho espacio que quedaba entre la cama y el armario. Es el primer recuerdo que tengo de ella bailando, muy parecido a casi todos los demás.
Desapareció de súbito la sombra de una de las piernas. De pronto mi madre cayó al suelo. Emitió un pequeño gemido mientras rodeaba con sus brazos su muslo izquierdo. Ella paró de bailar, pero la música continuó. Y bajo esa melodía embriagadora la oí sollozar.
Se movió casi a gatas y entre lloros hacia donde estaba la mesita de mi padre. Yo retiré la mirada, me repuse sentada en el suelo con la cabeza contra la pared, y mientras una parte de mi mente se deleitaba con la triste historia que contaba cada nota de la bella melodía, la otra intentaba huir, sin éxito, de la otra historia, en la que se volvía a abrir un cajón, se volvía a buscar algo, se encontraba, esta vez el ruido provenía de una pequeña bolsa. Yo me levanté y volví a mi habitación al oír los pequeños golpecitos de una tarjeta de crédito sobre una superficie lisa. No fui capaz de escuchar el resto de la función. De todos modos ya sabía que el acto terminaría con una fuerte aspiración nasal, y que en el epílogo alguien saldría herida.

martes, 21 de julio de 2009

6 - La Pelota



Ya desde esa edad, fecha desde la que guardo mis primeros recuerdos, tenía un extraño problema a la hora de pensar. Era incapaz de concentrarme… en una sola cosa. Me aburría pensar en dos cosas a la vez, porque era algo tan sencillo para mí que pensaba que hasta el más idiota podría hacerlo, así que normalmente tenía tres cosas en mente, totalmente distintas, en las que me podía concentrar a la perfección sin que ninguna interfiriera o dejara a las otras en un segundo plano. Quizá esta peculiaridad fuera el origen de mi poder. Poder, por cierto, que descubrí en una de las muchas discusiones de mis padres.
No había pasado un par de semanas desde la operación. Yo estaba sentada en el suelo de mi habitación, contigua a la de mis padres, sola como de costumbre, y jugaba al ping pong sentada en el suelo con la pared como implacable rival. Al mismo tiempo cantaba en mi mente una canción de Serrat basada en un poema de Machado que la anciana Marga me había enseñado durante mi estancia en el hospital, y escuchaba la discusión que se llevaba a cabo al otro lado de la pared, a gritos y sin ninguna contemplación por mi cercanía.
–¿Y qué quieres que hagamos? ¿Que la dejemos morir?
«Al olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido,…»
–¿Pero no ves que yo ya tengo mi vida aquí?
«con las lluvias de abril y el sol de mayo,…»
–¡Tu vida y tus fiadores! ¡Allá arriba también se venden pisos! ¡Y coca! ¡Cómo puedes ser tan egoísta! Yo también tengo mi vida aquí, ¡los dos sabemos que es la ruina de la casa! Pero es nuestra hija…
«algunas hojas verdes le han salido».
–¡No puedo decir a los inquilinos de Olot que no les renuevo el contrato así porque sí!
–¡No es así porque sí! Es así por tu hija.
«El olmo centenario en la colina…»
–¡Que le jodan a la cría! ¿Qué hay de mi vida?
«un musgo amarillento le lame la corteza blanquecina…»
–¡Jodido egoísta hijo de puta!
«al tronco carcomido y polvoriento». ¡Basta!
Se oyó el sonido de un fuerte golpe al que yo, por desgracia, ya comenzaba a acostumbrarme.
Me sentía tensa. La canción no paraba de sonar en mi interior y la discusión no terminaba. La pelota de ping pong había dejado de rebotar y ahora estaba quieta en el suelo, a escasos centímetros frente a mí.
Intenté dejar la mente en blanco. No podía, como de costumbre, ninguna voz callaba, no podía dejar de prestar atención a ninguno de mis pensamientos, así que me puse a mirar la pelota. Dirigí toda mi atención hacia ella, toda mi concentración, hice mi mayor esfuerzo por dirigir a la pelota toda la energía que no quería que fuera a todo lo demás… y funcionó. Tan pronto como en mi mente sólo quedó la pelota, ésta salió disparada contra la pared, rebotó, pasó sobre mi cabeza y fue a caer detrás de mí, donde estaba la puerta de mi habitación abierta.
El ruido de la pelota al caer debió alertar a mis padres de mi presencia, y callaron de súbito durante unos segundos. Yo me levanté aturdida, aún sin salir de mi asombro por el espectáculo que acababa de contemplar me dirigí hacia la pelota, la tomé y aproveché para asomar mi cabeza hacia la puerta cerrada de la habitación donde estaban mis padres.
–El contrato con los inquilinos termina el treinta y uno de agosto, –la voz de mi padre parecía de pronto calmada, serena, como si se acabara de levantar de un sueño reparador–. Nos iremos a Olot en septiembre. Será su regalo de cumpleaños, aunque con una semana de retraso. Perdona.
–No importa…

lunes, 20 de julio de 2009

5 - El Hospital


Aunque de algún modo me quisieran, ni mi madre ni mi padre me querían como a una hija, y si lo medito un poco puedo entenderla a ella perfectamente. A mi madre le había costado casi seis años de esfuerzos en Broadway encontrar una compañía mediocre en la que ingresar y poder presentar su arte. No era mala a la hora de actuar, y bailaba como los ángeles, era lo único que la hacía sentir viva, creo que lo fue durante toda su vida.
Justo en el preciso instante en que ella volvió a rehacer su ilusión, su futuro lleno de focos se derrumbó al quedarse embarazada de mí. La Fama era su sueño, y mi llegada hizo que su última esperanza de acariciarla con sus manos y no sólo con sus sueños cayera al suelo y se rompiera en miles de pequeños cristales. Cristales líquidos, lágrimas que derramó al verse condenada a despedirse de todo ello para siempre por mi llegada al mundo.
Sin embargo a mi padre no puedo excusarle. Nunca conocí de él lo suficiente como para justificarlo, y tampoco quise aprender demasiado. Pero me parece que ya he divagado demasiado.

Como ya he dicho, no había cumplido los tres años cuando me detectaron el cáncer. De él no tuve más recuerdo en toda esa vida que la cicatriz que la cirugía me dejó, un pequeño trazo que parecía una línea de unión entre mi nuca y mi omóplato, que se ocultaba con facilidad bajo mi pelo ondulado y oscuro como el de mi madre, y la imagen del momento justo anterior a la operación.
Apenas recuerdo unas cuantas cosas de aquel momento. La habitación blanca, la luz natural de una gran ventana a mi derecha y la de los focos dirigidos hacia mí, y de todo el instrumental que pudiera haber allí, de toda la gente que se pudiera encontrar en ese instante en la sala, sólo puedo recordar al anestesista, y nuestra conversación.
El anestesista me impresionó por su palidez. Hasta aquel momento sólo había conocido a dos personas verdaderamente pálidas en el mundo: a mi madre y a mí misma. Quizá fue eso lo que captó mi atención y me permite recordarlo perfectamente. Lo primero que pensé al verle fue que quizá fuera un tío mío, claro que lo segundo fue “¡No, por favor!”
Era muy joven, quizá recién salido de la universidad, nadie diría que hubiera cumplido los treinta años. El pelo, rojizo, muy corto y con patillas finas dejaba libre de todo obstáculo visual la cara alargada y delgada, cubierta de pecas y en su parte inferior por una despoblada barba incipiente, también de color broncíneo. El chaval, (pues su aspecto no daba pie a otra denominación), tenía aspecto de haber sido agarrado con unas pinzas por la cabeza y con otras por los pies y hubiera sido estirado durante horas, así eran de marcadas su altura y delgadez extremas. La bata blanca combinaba perfectamente con su piel, y el conjunto lo culminaban unas gafas totalmente desentonadas. Gafas como las que vuelven a estar de moda ahora: rectangulares le sobresalían por ambos lados de la cara, anchas y oscuras, que distorsionaban más si cabía el resto del conjunto.
–Tranquila, no te va a doler nada. ¿Estás tranquila?
–Sí doctor.
–Bien… quieta. Vale, ahora quiero que cuentes los números que te sepas. ¿Cuántos números sabes?
–No lo sé doctor, –para mí la respuesta era lógica y obvia–, creo que nadie ha comprobado cuántos números sabe. ¿Usted ha hecho la prueba, doctor?
El doctor quedó absorto por un segundo antes de poder reaccionar ante la respuesta de esa niña marisabidilla y pedante.
–No, yo tampoco lo sé. Y tienes razón, nadie ha conseguido descubrir nunca cuántos números sabe. Cuentan la historia de que una vez un hombre decidió escribir todos los números en una lista.
–¿Y cómo terminaba la lista, doctor?
–Pues ponía: «Me acabo de dar cuenta de que no puedo saber todos los números si no sé todo lo que se puede contar».
Pero ya era demasiado tarde, yo había cerrado los ojos para no tener que ver de cerca las gafas del doctor y había centrado mi mente en un paisaje imaginario con la intención de no visualizar su ridícula apariencia, lo que aceleró el efecto del sedante, y ya me había dormido.

Cuando desperté me encontraba en cama, envuelta de nuevo en paredes de ese odioso gotelé, esta vez de un color amarillento con tendencia al gris, que en su momento debió ser blanco mate. A mi izquierda se encontraban dos puertas, una al final de un corto pasillo que supuse sería la salida de la habitación, y justo al lado, más avanzada y como si hubiera sido adosada a la habitación después de haber sido diseñada, la puerta del aseo. Seguí mi exploración de cada parte de mi entorno.
Frente a mi cama había otra exactamente igual, vacía. Al girar la cara a mi derecha me deslumbró la luz de la ventana, que dejaba entrar los rayos de una mañana de mayo cualquiera. Al pie de ésta, un sillón negro, en el que reposaba la anciana Marga, única amiga de mi madre, único contacto durante seis años entre mi madre y mi abuela, única persona que me quería en aquel tiempo. Junto a ella, una de esas mesitas con balda plegable para poner la bandeja de la comida, tan comunes en los hospitales, de color blanco.
Fue entonces cuando me di cuenta de la vía intravenosa de mi brazo, no pude evitar dar un pequeño respingo. Esto sacó a la anciana Marga de su trance, que en sólo un segundo dio un pequeño salto sin moverse del sitio, pestañeó, y giró la cabeza hacia mí para asegurarse de que me encontraba bien.
Marga tendría entonces unos ochenta años. La recuerdo como una señora entrada en carnes, con la cara redonda y poblada de numerosas arrugas, ojos pequeños color verde y una nariz también pequeña. El pelo, que un día fue abundante y rubio, ya muy escaso, lo tenía teñido de un color castaño y muy corto, peinado hacia atrás, que dejaba al descubierto sus grandes orejas, con lóbulos perforados, grandes y caídos como si con los años hubieran cedido al peso de tantos pendientes. No era especialmente alta, quizá midiera un metro sesenta y cinco, aunque de joven sí lo fue. Además, si tenemos en cuenta que yo mido ahora poco más de un metro y medio, no puedo decir que fuera baja desde mi punto de vista.
En la parte derecha del labio tenía algo que a primera vista podía parecer un herpes, pero era en realidad, como ella me contó, la cicatriz de una herida que se hizo en su infancia, cuando intentó montar a horcajadas una mula. La anciana Marga cambió su expresión de alerta al ver mi actitud serena, y me comenzó a hablar con su voz temblorosa, mientras se levantaba y se abrochaba bien su rebeca de lana negra, riguroso luto por su reciente viudedad.
–Vera, ¿cómo estás cariño?
–Bien, yaya Marga. Un poco cansada, pero bien.
–Eso es de la anestesia, se te pasará cuando descanses un poquito más. –Marga se percató de inmediato de mi forma de explorar toda la habitación con extrema curiosidad y creyó que buscaba algo–. Tu mamá ha bajado a la cafetería a desayunar, y me que quedado yo un rato contigo.
Mentirosa, mi madre está durmiendo en casa y has sido tú quien se ha pasado toda la noche conmigo, yaya. Yo era muy joven, pero no era para nada tonta, y sabía qué era y qué no era capaz de hacer mi madre por mí.
Sabía a la perfección que si no se había tomado la molestia nunca de cantarme una canción infantil, jugar conmigo ni sacarme al parque, no se iba a considerar absoluto la posibilidad de pasar la noche en el incómodo sillón reclinable de un hospital conmigo.
 Una cosa era el tema de la mudanza, porque ahí era mi vida lo que estaba en juego, y otra muy distinta demostrarme que me quería, y tanto ella como yo discerníamos la diferencia a la perfección.
Marga me contó un cuento para ayudarme a olvidar la vía y mantenerme entretenida hasta que el sueño me venciera, sabía que me aburro con mucha facilidad cuando estoy en la cama. Me contó decenas de cuentos en mi infancia, sobre todo de terror. Se había dado cuenta le Caperucita y Los Tres Cerditos eran muy útiles para lograr que durmiera, pero poco efectivos cuando el objetivo era entretenerme, por lo que adaptaba los libros que conocía. Cuando ella llegaba a casa sabía que había llegado la hora de apagar la televisión, quitar de mi cabeza la escabrosa muerte de la mamá de Bambi y deleitarme con el pobre Frankenstein, las aventuras del pequeño Bilbo o el último caso que logró resolver el implacable Poirot.
Supongo que no era el estereotipo de niña al que los pedagogos etiquetan como “normal”. Desde luego Marga lo sabía, y supo adaptarse a las circunstancias muy bien.