martes, 25 de agosto de 2009

19- Los Tres Neófitos


Sola. Aquí me hallo en mitad del bosque, a kilómetros de Olot, sólo relativamente cerca de mi refugio subacuático, mi único techo ahora. Sigo las señales que Sole me dejó y vuelo a toda velocidad con mi macuto como único equipaje, en busca de algo que nunca antes había visto y guiada sólo por esas cuatro ambiguas palabras y una oleada de intuiciones. Parsley, sage, rosemary and thyme. El verso subrayado por Sole era mi única pista.
Finalmente allí llegué: Una casa en mitad de la nada, sin carretera cercana, ni camino, ni un simple vericueto de pastoreo. Era la vieja casa de sillares irregulares y desnudos unidos por mortero que Sole tantas veces había descrito. En el centro de la deslustrada fachada oeste había una puerta de roble, nueva y brillante, lo que la hacía desencajar en el conjunto. Pero no era lo único nuevo. A cada lado de la puerta había un pequeño parterre con plantas jóvenes. En uno de ellos había plantado romero, y en el otro salvia.
 La noche aún no había caído del todo, y los rayos del sol incidían de forma directa sobre aquella fachada. Eso era una buena noticia. Si había –como esperaba– vampiros en la casa podían oírme, pero no verme todavía. Puse mis pies descalzos en la tierra y anduve junto a un costado del edificio a paso intencionadamente sonoro hacia la fachada este, quería asegurarme de que me oyeran llegar. Alcancé el lado este de la casa y eché un vistazo mientras ocultaba mi cruz entre mis pechos, bajo la camiseta deportiva que apenas dejaba ver algo de canalillo.
Como esperaba había otra puerta, un vano creado mucho más recientemente que el del lado oeste, enmarcado por otros dos parterres, uno con tomillo, el otro con mi querido perejil, tesoro mucho más valioso para mí que el oro. Esta fachada estaba cubierta por las sombras. Me dirigí a la puerta y la golpeé con el puño, a sabiendas que en cualquier momento sus habitantes podrían intentar acabar conmigo.
Pasaron unos segundos hasta que la puerta comenzó a abrirse lentamente. En ella apareció un joven altísimo, delgado y con el pelo moreno y largo hasta la mitad de la espalda, y pálido y ojeroso, hermoso como sólo los de su raza pueden serlo. Su cuerpo, aunque delgado, cubrió todo el umbral de la entrada con su imponencia, me dirigió una mirada fría de marcado desprecio. La voz autoritaria que emergía de sus labios resonaba con fuerza entre aquellos árboles centenarios.
–Buenas tardes.
Yo le miré de forma vivaz y alegre, con total naturalidad, pues era completamente inmune a ese método de intimidación.
–Buenas tardes, señor. Mi nombre es Níobe y estoy buscando a alguien.
–¿Y en qué puedo ayudarte, señorita Níobe?
Su cuerpo permanecía rígido y hierático como una escultura del mismo dios Horus, sólo sus labios se movían al compás de cada sílaba que emergía de su boca, lenta y claramente.
–Ella vivió aquí. Y es vampiro, como usted.
–¿Aún crees en esos cuentos, niña? –Espetó.
–Conozco a Soledad. Vivió aquí hasta no hace mucho, y fue ella misma la que creó estos parterres, ¿verdad?
El vampiro tardo unos segundos en asimilar la información y preparar sus respuestas, o tal vez una estrategia.
–Así es –dijo en tono más calmado–, pero se fue hace un par de meses.
–Esperaba esa respuesta. ¿Sabe usted dónde fue?
–No, –respondió con voz vibrante.
–¿Puede decirme al menos la dirección que tomó al marchar?
–Sureste. –Trazó con el brazo una línea recta, que marcaba la dirección–. Su rastro sigue una línea totalmente recta durante varios kilómetros, hasta un claro. Allí se confunde con demasiados efluvios. Ahora si me disculpas… –dijo mientras bajaba la mirada, y su rostro cambió a la sorpresa por primera vez al ver pies en lugar de zapatos.
–Sí claro. Es más de lo que esperaba. Gracias por su ayuda. Que tenga una buena noche.
–Buenas noches, –dijo, y al punto cerró la puerta de un golpe.
Seguí el camino que su brazo había trazado apenas un minuto antes. No me servía de mucho la información, pero no tenía nada más que me pudiera ser de utilidad. Me adentré en el bosque lo suficiente como para que no me oyera alzar el vuelo. Saqué de mi macuto las gafas de aviador y unos tapones para que el viento no dañara mis oídos y me preparé para un viaje de corta duración a casi doscientos kilómetros hora sobre los árboles.

Descendí a los pocos minutos, cuando avisté el gran claro en el bosque. Volé despacio entre los árboles mientras me quitaba mis atavíos para la alta velocidad y los guardaba en el macuto. Cuando saqué los tapones de mis oídos me percaté de algo extraño y alarmante.
El bosque estaba en silencio. Ni los grillos, ni las ranas, ni ave nocturna alguna alzaban su canto entre los troncos de los árboles. Estaban en peligro. Y yo también. ¿El maldito vampiro me había tendido una trampa? De todas maneras no pensaba huir, había venido preparada para pelear, de hecho había esperado durante más de una semana la Luna llena para poder ver lo suficientemente bien en la oscuridad.
Anduve hacia el claro y dejé mi macuto abierto en el suelo. Saqué de él mis mitones negros, abrí las vainas de mis armas y caminé hasta el centro del claro. Comencé a oír desde la dirección que el vástago me había dado voces estridentes y risas grotescas de tres individuos. Las voces callaron de pronto, se habían percatado de mi olor.
No voy a mentir, sentía pánico, pero fingí no temer y me ajusté los mitones en las manos mientras alzaba la mirada con el miedo maquillado por una mueca en mi cara que bien parecía ser una sonrisa despectiva. Del linde del bosque emergieron las tres figuras, tres vampiros sonrientes seducidos por mi belleza, mi juventud, y sobre todo por mi olor.
Mientras se acercaban pude distinguir sus rasgos. Ninguno de ellos era el vampiro con el que hablé en la casa. Sin embargo el del centro me resultó familiar. Estaban ya a poco más de treinta metros de mí cuando comenzó a hablar divertido por el buen rato que esperaba pasar:
–Vaya… hola jovencita. ¿Te has perdido, pequeña, o estas con tu familia de acampada por aquí?
Estaba lo suficientemente cerca como para verle la cara. Entonces le recordé. ¡El asesino de mi madre! La ira fluyó por mi cuerpo al recordar cómo le había bebido hasta la última gota de sangre dos meses antes. El miedo desapareció, y en su lugar una sensación de exaltación extática recorría mi cuerpo, un intenso deseo de culminar mi primera venganza. Mi mente comenzó a analizar a mis objetivos con la frialdad de un psicópata.
Los tres iban a morir, no eran mis rivales, sino mis víctimas. No había nada que ellos pudieran hacer para sobrevivir a mi encuentro, nada en absoluto. Ellos eran tres y yo una, pero tenía mucho a mi favor. En primer lugar desconocían aún mi poder, y eran muy jóvenes. No dudaba que conocía más sobre vampiros que ellos mismos. Ninguno de ellos hace un año creía en vampiros, de hecho, tanta confianza y el estruendo de su llegada indicaba que los otros dos eran chiquillos de apenas un mes. Suerte tenían si sabían que eran vampiros. El del centro, el asesino de mi madre iba delante de los otros dos, que se miraban y relamían ávidos de sangre. Sonreíd ahora, poco os queda para ello, chiquillos.
Miré a mi interlocutor directamente a los ojos, con una sonrisa seductora en la cara. Debía hacerle creer que había caído en su trance. En realidad él había caído ya en el mío.
–La verdad es que sólo daba un paseo por el bosque a la luz de la Luna y decidí parar aquí para comer y echar un trago. ¿Y vosotros dónde vais?
–¡Qué coincidencia! Nosotros también hemos salido a dar un paseo por el bosque y acabábamos de decidir cenar en el claro, ¿no es verdad, chicos?
El vampiro ya estaba junto a mí, a menos de un metro. Yo comencé a palpar el suelo con los dedos del pie izquierdo en busca de una piedra lo suficientemente afilada como para servir a mis intenciones.
–Sí, ¿te gustaría unirte a nosotros, preciosa?
Uno de los chiquillos habló mientras el mayor de los tres acercó su mano para acariciarme el pelo.
Yo ya había encontrado la piedra.
–La verdad es que no me vendría mal un poco de compañía y diversión. ¿Te interesa mi pelo? –Me dirigí de nuevo al idiota que me acariciaba la cabeza.
–Es precioso, larguísimo y de un color muy peculiar. Pareces una chica a la que le gustan las emociones fuertes.
Sabía que aún no me atacarían. Primero me asustarían y torturarían, podrían tardar incluso horas antes de acabar conmigo, y sólo acababan de comenzar. Necesitaba que se confiaran más aún, por eso no aparté a aquel desgraciado de mi lado, sabía que aún no iba a morderme. Debía excitarlos más, reducir su capacidad de razonamiento a la mínima expresión.
–Si te refieres al sexo, soy virgen. –Los chiquillos se miraron entre ellos. Uno se mordió el labio–. Pero adoro la acción.
–Adrián. –El joven que aún no había hablado parecía ansioso–. Yo no puedo esperar más.
El tal Adrián sólo asintió, quitó su mano de mi pelo y retrocedió un paso. El chiquillo que acababa de hablar se abalanzó de un salto hacia mí. Avanzó unos diez metros de un salto y con una mueca terrorífica en su cara que para mí era irrisoria me mostró sus colmillos, aún no crecidos del todo.
Cometió dos grandes errores. El primero, demostrarme su ímpetu irreflexivo y su impaciencia, lo que me demostraba que no era para nada calculador. El segundo fue enseñarme sus colmillos. Me confirmó que no había pasado un mes desde que lo transformaron. No me asusté en absoluto. Le seguía dirigiendo mi mirada penetrante y mi sonrisa cada vez más marcada por la excitación, el deseo de placer que dentro de poco me daría el frenesí que comenzaba a recorrer mis venas como puro magma.
 Comencé a reír del graznido que había acompañado a su estúpida actuación de terror. Eso los dejó completamente confusos.
–¿Te ríes de los inmortales, humana? –Dijo el mayor, que ahora mostraba sus colmillos con el labio superior ligeramente levantado.
–Tendremos que darle una lección, ¿no creéis? –Añadió el que se había quedado atrás.
–Sí –respondió el idiota que había tratado de asustarme, que ya se había repuesto y me acariciaba la mejilla sin que yo le retirara mi mirada cargada de deseo–. Pero antes, ¿qué tal si solucionamos lo de tu virginidad?
–Inmortales. –Comencé a decir entre los espasmos de la risa que apenas podía contener–. Inmortales. Muy bien, señores inmortales. –Les dediqué una reverencia irónica y acaricié la mejilla al más cercano del mismo modo que él me lo hacía a mí–. ¡Juguemos!
De pronto algo distrajo a los tres. Oyeron un ruido a mis espaldas y vieron mi macuto levitar. Me ignoraron por un instante fascinados por lo que veían, y se acercaron para asegurarse de que no desvariaban, sin saber aún la causa de tal maravilla. Cuando se alejaron unos quince metros, la distancia justa que yo necesitaba para reaccionar a sus reflejos sobrehumanos, dos grandes objetos salieron inesperadamente del macuto disparados hacia mí.
No pudieron ver qué eran, otra cosa les cegó. Justo mientras hacía venir a mí mis armas rasgué mi dedo gordo del pie con la piedra que había encontrado. El olor de mi sangre golpeó sus mentes y cegó por completo a los dos chiquillos más jóvenes, que se abalanzaron sobre mí. Lo que vino después ocurrió en cuestión de segundos.
Yo me agaché y mis armas llegaron a mis manos estiradas hacia los lados justo antes que los vampiros. Ellos ya habían dado el salto y no podían corregir su dirección. Salté y giré sobre mí misma, cuando mis manos estaban a la altura de sus cabezas, a escasos centímetros ya de mí.
Fue un auténtico placer. Oí con total precisión cómo la carne de sus cuellos se rompía sin dificultad al paso de mi acero, gocé al sentir cómo la sangre me salpicaba la cara y el cuerpo, y ver caer sus cuerpos decapitados desde el aire fue como un orgasmo.
Miré desde el aire al tercero. Estaba aterrado… encantador. Elevó un grito de pánico desgarrador que hizo que un escalofrío de placer recorriera mi espalda. Bajé lentamente al suelo sin apartar mi mirada de sus pequeños ojos asustados. Mis ojos desorbitados y mi sonrisa lasciva le hicieron caer aún más en el pánico. Intentó huir mientras yo caminaba lenta y sinuosamente hacia él, que se dio cuenta de que cada vez que trataba de echar a correr una fuerza misteriosa lo hacía tropezar.
Solté el arma de mi zurda en el suelo mientras me acercaba dichosa a mi aterrorizada víctima. Se había dado por vencido en su huída y estaba tendido boca arriba, paralizado por el miedo y por la fuerza que con mi poder ejercía sobre sus miembros. Yo caminé sin llegar a pisar el suelo, paré frente a él y me puse de cuclillas, su cara frente a la mía.
Me gritó desesperado:

–¡¿Qué carajo eres tú?!
–Mi nombre es Níobe, pequeño –dije con voz dulce y serena–. Querías mi sangre, ¿verdad mortal?
–Tú eres humana. ¡Hueles a humana! ¡Cómo coño puedes hacer esto!
–Venga, cálmate. No voy a hacerte nada. Si cooperas.
–¿Qué quieres de mí?
Un vampiro a punto de llorar. Conmovedor.
–Al contrario que tú no te pido tu sangre, sólo que me respondas a unas cuantas preguntas. Si las respondes de daré libertad. Si no lo haces o creo que me mientes te retendré aquí hasta que lo hagas. Yo no tengo prisa –afirmé mientras hacía llegar a mi mano una manzana desde dentro de macuto–, tengo todo el día. Pero me temo que tú no.
Mordí la manzana, miré al cielo un instante y comprobé que estaba despejado. Luego le volvía a hablar con un tono de total camaradería:
– Mañana va a hacer bueno.
–Vale, vale, ¡vale! Pregunta lo que quieras pero déjame libre por favor.
¡Estaba llorando! Sin duda era un cielo.
–Tranquilo, Adrián. No pasa nada. –Le limpié con mi mano la primera lágrima que recorría su mejilla con dulzura–. Allá voy. Primera pregunta: ¿hacia dónde os dirigíais cuando nos hemos encontrado?
–Caminábamos errantes.
–¡Mentira! –Le espeté y clavé ligeramente el arma que llevaba en mi diestra en su muslo.
–¡Vale! –Gimoteó y trató de retorcerse de la impresión por la herida–. Íbamos a la casa de los de Andreu, un clan de anarquistas.
Escupió la última palabra.
Si seguían la dirección contraria a la mía y se trataba de un clan de anarquistas no había duda de que se trataba de la casa de donde yo provenía, donde vivió Sole.
–Bien. ¿Cuáles eran vuestras intenciones allí?
–Queríamos cargarnos al más joven de ellos.
–No queríais. Vuestro amo os lo ordeno. ¿No es así?
–Sí, joder, ¡sí!
–Dime el nombre de vuestro amo.
–¡No puedo! ¡Me mataría!
–¿Prefieres que lo haga yo? –Dije mientras hundía un poco más el filo en el muslo.
–¡Gustavo! ¡Su nombre es Gustavo! –Su grito fue tan ensordecedor como placentero para mis oídos.
–Me sirve, aunque no se si te has inventado el nombre. Ahora dime: ¿Conoces a una vampiresa llamada Soledad?
Su reacción fue una mezcla entre el pánico que aún sentía, el dolor que le desgarraba la pierna y la risa que le provocaba pensar en el estado de mi amada Sole.
–Sí, la conozco, aunque ya no se llama así. Mis amos lo están pasando de lo lindo con esa maldita renegada.
–¿Amos? Tienes más de uno, ¿se trata de su compañera? –Pregunté curiosa con la boca llena de manzana.
–Así es…
–¿Qué le están haciendo a Soledad?
–Digamos que la están… reeducando para que sea una chica buena y no una anarquista asquerosa como los demás.
–¿Quieres decir que a ella la creó el mismo vampiro que a ti?
–Sí, o no lo sé… quizá fue la compañera.
Parecía que el miedo se disipaba de su cara. Comenzaba a recuperar la confianza.
De pronto pareció más una conversación entre dos conocidos en un bar de tapas que un interrogatorio en el que el interrogado ya estaba condenado.
–Ya veo. Gracias Adrián. Me has dado mucha información. –Empuñé bien mi arma y la saqué de su muslo de un tirón mientras le daba otro mordisco a la manzana–. Ahora, como te he prometido, te daré la libertad, para que veas que tengo buen corazón.
Tragué la manzana que tenía en mi boca, me puse en pié y lo miré gozosa por su humillación. Mi sonrisa se convirtió en una carcajada sonora que emitía sin dejar de mirarle con mis ojos de desquiciada. Su rostro volvió a transformarse en la pura imagen del pánico, pero durante poco tiempo, pues mi hierro le arrancó la cabeza con tal fuerza que salió despedida a varios metros de distancia y me dejó totalmente cubierta de sangre.
Solté el arma. Mi respiración era agitada. El efecto orgásmico del frenesí se disipaba progresivamente, pero no podía derrumbarme, aún tenía mucho que hacer. Debía quemar los cuerpos. Pero me fue imposible.
El bosque se volvió borroso y comenzó a balancearse de un lado a otro mientras intentaba amontonar los cuerpos. Mi respiración era un estertor, y la vista se me nubló por completo. No es que sintiera repulsión ni incomodidad por lo que había hecho. Simplemente me había atiborrado del dulce néctar de la crueldad sin remordimientos y era hora de descansar.
Caí al suelo inconsciente.

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