lunes, 4 de enero de 2010

44- Gabrielle



Las diez de la tercera noche para la Nueva de octubre. Habíamos madrugado para llegar pronto a casa de Gabrielle, y ahí estábamos, plantadas ante la verja que se abría en el muro de ladrillos y nos cerraba el paso al camino privado que –imaginábamos, ya que el camino se perdía entre los árboles– conduciría hacia la mansión. Me acerqué a la puerta, cerrada con un candado demasiado común para la apariencia ostentosa del lugar, como si a su propietaria realmente no le importara que entraran intrusos. Lo inspeccioné unos segundos y me aseguré de que no hubiera más métodos de cerradura ni alarmas. Luego volví junto a Irene y le quité dos de los ganchos con los que había tratado en vano domar su revoltoso pelo, y los empleé como ganzúa.
–¿Qué hacías antes con los altavoces de aquel coche? –comentó distraída.
–Esa chatarra podría sernos útil –dije–. Ya casi está...
–Brujita, ¿no sería más rápido saltar el muro?
–Mide casi cuatro metros y no hay forma de escalarlo –repliqué–. No puede sospechar de mi poder antes de tiempo, tengo que abrir el candado.
Ella se acercó y me apartó de mi tarea con un delicado codazo, tomó el candado con ambas manos y lo partió de un tirón.
–¡Eh! Se supone que debía abrirlo, no romperlo –dije.
–Tanto monta –dijo resuelta.
–Creo que pasas demasiado tiempo con Fernando. Sigamos adelante, y ya sabes, si oyes algún ruido o ves algo como un vigilante o una cámara avisa. Prometí no ser vista.
–Hay una cámara a sesenta metros de ti y estás a tres pasos de entrar en plano –farfulló de pronto.
Me paré de golpe en mitad del camino. Irene no domina bien eso de avisar a tiempo, ella prefiere dar por hecho la idea de que si ella conoce algo los demás también, lo que había ayudado a fomentar la creencia de que era más idiota que los demás. Creo que en realidad capta las ideas con tal rapidez que obvia decirlas.
–¿Qué tipo de cámara? –pregunté.
–De esas que parecen media pelota negra, así como los ojos de una gamba, pero mucho más grande que las que ponen en las tiendas.
–Está bien, nos vemos en la puerta, –dije, y eché a volar.
Aterricé sobre el porche, justo encima de otra cámara. Metí mi mano en el macuto, saqué el imán que había tomado prestado indefinidamente del altavoz del coche con menos suerte de toda la partida rural y lo coloqué sobre la cámara para inutilizarla. Salté frente a la puerta y toqué el timbre. Irene llegó tras de mí a los pocos segundos.
–¿Has visto el tamaño de la piscina? –dijo fascinada.
–He visto la piscina, el jardín, la pista de squash y la de atletismo –y dos Mercedes y un Audi y un estanque con carpas y dos pavos reales copulando y...
La puerta se abrió, una joven vampiresa mulata nos recibió con una reverencia, se hizo a un lado y nos invitó a cruzar el umbral con un gesto de su mano. Encendió la lámpara de la mesita adyacente a la puerta, que emitió una luz demasiado tenue como para permitirme ver más allá de las sombras de los muebles.
–Mi ama les espera. Por favor, síganme –dijo con una voz gutural cuando cruzamos el umbral.
En ningún momento nos había mirado directamente a la cara. Su vista se había mantenido en todo momento en algún punto entre mi mejilla derecha y mi hombro derecho, como si yo tuviera algún tipo de poder sobre ella.
Nos condujo a una habitación mucho mejor iluminada, un amplio salón con muebles de diseño, lámparas de diseño, cuyo suelo estaba recubierto por una alfombra de diseño y hasta había un tulipán de diseño en un jarrón, y allí nos esperaba una hermosa criatura. ¿Esa era la temida anciana Gabrielle?
La niña podría aparentar como mucho quince años. Su melena rubia y lisa llegaba hasta más abajo de la cintura. Estaba recostada en un sofá de cuero blanco de diseño, y sus ojos enormes y negros miraban con odio la pantalla de un enorme plasma de diseño en el que se veía la imagen de algo parecido a un arco iris –quizá uno de diseño. Iba descalza, vestida con un camisón de raso color fucsia en el que se perdían sus pocas curvas de mujer y la hacía parecer todavía más infantil.
En su mano llevaba una elegante copa de plata, llena hasta su mitad de un líquido de un rojo negruzco que supuse no era vino tinto. Frente a ella, en una mesa de café, una crátera también de plata llena adornada con bajorrelieves y otra copa vacía.
No se giró a nuestra entrada. Nuestra guía salió y cerró la puerta tras de sí.
–¿Cómo lo has hecho? –preguntó, más curiosa que impresionada.
–Alba te advirtió que soy más de lo que aparento –dije.
–Ya somos dos. Sentaos, –dijo, y encogió sus piernas para hacernos un hueco en el sofá.
Me senté entre ella e Irene, que parecía asustada, o quizá incómoda por algo de plata y lleno de sangre frente a ella. Yo trataba de controlar mis impulsos asesinos hacia esa anciana con aspecto de adolescente malcriada que aún no nos había mirado a la cara directamente. Me la imaginaba con cuerpo de chihuahua, volando por los aires a causa de la patada que llevaba meses reservándole. Vampiro de juguete...
–Gracias por acogernos –dije con voz tímida–, y perdón por lo que he hecho a tu cámara. La puedo pagar –repuse.
–No importa, me sobra el dinero. Y no estéis tan tensas –dijo más para Irene que para mí–, sois mis invitadas. ¿Por qué vas armada? –preguntó, como si no hubiera visto mis armas hasta entonces.
–Tranquila, sólo son útiles contra niños –mentí, y me desabroché el cinto para que no desconfiara–. Las llevo porque son un regalo.
Apretó un botón del mando universal, dijo «¡niña!» y continuó la conversación:
–¿Un regalo? ¿De quién?
–De Manto –dije.
Se llevó la copa a los labios con aire cansino y dio el último sorbo de sangre. De una puerta trasera llegó la niña, vestida con un elegante traje purpúreo. Gabrielle le dio su copa y ella la rellenó con un pequeño cazo como si estuviera sirviendo consomé. Luego tomó la otra copa, la llenó y se la tendió a Irene. Realmente parecía que la mujer no necesitaba que se le dijera lo que debía hacer para lograr de Gabrielle una mueca de agradecimiento similar a la que la mayoría tiene reservada para alguien frente a ellos que se orine en los pantalones.
–Bebe cuanto quieras, hija –dijo en un tono tranquilo y monocorde–. La víctima no lleva muerta una hora, y todavía se mantiene tibia. Perdona por no ofrecerte... Níobe, pero había pensado que sería más agradable para tu paladar que le encargaras tú misma lo que quieras. Yo ya he olvidado el sabor de la comida humana –añadió sin ninguna nostalgia.
–Gracias –dije–. Un zumo de manzana. Natural.
La niña reverenció y salió por donde había entrado con una sonrisa. Supongo que sonreír mientras se lo encargaba es el gesto más cordial que ha recibido en su vida.
Era muy curioso oír a hablar a Gabrielle. Su voz completamente infantil contrasta con su modo de hablar, tranquilo y medido, carente de cualquier emoción. Sonaba como si una niña recitara Fuenteovejuna intentando poner voz de adulta.
–Así que son un regalo del mismísimo Manto –dijo–. ¿Puedo verlas?
Asentí y le di el cinto. De todos modos si quisiera matarme no las necesitaría, los vampiros desconfían normalmente de todo arma sobre la que no se pueda aplicar pasta de dientes ni laca de uñas.
Desenfundó una de ellas y la miró maravillada, por primera vez dejando que su piel filtrara al exterior algún atisbo de sentimiento. Creo que tenía las pupilas dilatadas de admiración, aunque no estoy segura porque es difícil distinguir el negro sobre el negro. En cualquier caso, sus ojos parecían calcular cuánto debía valer cada piedra.
–Hay que reconocer que ese capullo tiene buen gusto –dijo mientras anulaba de nuevo toda impresión de su rostro–. ¿Dónde has metido tu cabeza para lograr que Manto te regale algo así?
–En demasiadas reuniones comprometidas del Consejo –respondí ignorando el comentario–. Por cierto, vi la presentación de Gustavo.
–Decepcionante, lo sé. Es muy buen luchador y entrenador, y dice que preparaba un gazpacho inigualable, pero tiene la habilidad retórica de una cebolla.
–Las cebollas son más emotivas, hacen llorar –comenté.
–Él me hizo llorar a mí –dijo mientras agitaba su copa a la altura de su nariz–. Pero no importa –bebió de la copa–. Lo he mandado a Barcelona para que estudie teoría retórica en casa de Alba, que es adicta a los sofistas y a Cicerón –y se relamió–. Aún no habrá llegado –y olisqueó la sangre–. Pero vayamos a la cuestión –repuso, apartando la tentación de la copa de su cara para no entornar los ojos–. Pareces bastante ágil. Pese a que he visto a Irene atravesar el camino, tú no has entrado en plano un solo momento, has evitado los sensores de presión dispersos por todos lados y los micrófonos ocultos en los árboles. Me has demostrado que no eres precisamente una humana normal, y que sin duda tienes potencial para hacer honor al peso de tu nombre.
La última frase casi la dijo burlona, tal como hablaría un encargado de un restaurante de comida rápida a un subordinado que le pidiera un aumento.
–Gracias Gabrielle, pero parece que opinas de mi cargo algo negativo.
–¿Ahora lees mis pensamientos? –dijo.
Parecía enfadada. No enfadada como un manifestante, ni como un presidiario, sino como una novia a punto de sacar todos los trapos sucios a la luz, con esa sonrisa de quien se sabe vencedora en la discusión antes de comenzarla. Me pareció entonces que lo mejor era no contrariarla en absoluto. De alguna manera esa cría infundía mucho, pero que mucho miedo. Además, parecía el momento perfecto para poner en marcha mi plan allí.
–Supongo que piensas que es un honor que no nos merecemos. Una persona hace algo por un vampiro una vez y sus descendientes tienen derecho a un puesto en la administración nacional. Para ser sincera, yo también creo que el honor es excesivo.
Di un suspiro de alivio al ver cómo las facciones de su cara perdían la tensión. Entonces tomé fuerzas para dar el giro que buscaba, mientras deseaba para mis adentros seguir viva el minuto siguiente.
–Aunque a decir verdad, aspiro a algo más que un sillón tan alto que mis pies apenas puedan tocar el suelo. Después de todo, yo sí me lo merezco.
–Eres muy agresiva para ser la que traerá la Nueva Paz.
Otra vez ese tono de falsa admiración. Decidí ignorarlo y lanzarme de cabeza al vacío:
–Quizá intentaría traerla si fuera preciso. Pero no hay ninguna guerra. ¿Verdad?
–¿Eso crees? –dijo con el tono de alguien que tiene el libro de respuestas en la mano, y se llevó de nuevo la copa a los labios.
–Al menos no hay nada declarado.
–Los hipócritas del Consejo son un atajo de cobardes –dijo–. Todos quieren poder, pero ninguno se atreve a dar la cara. (Sorbo). Todos prefieren creer que siguen siendo humanos, como si los humanos no se mataran entre ellos. (Olfateo). Para serte sincera, no sé por qué sometí mi decisión de tomar Girona a votación.
–¿La tomarías a la fuerza? –pregunté.
–Debí haberla hecho. Después de todo, esa tierra no es de nadie. (Sorbo. Trago). Pero claro, si la tomo sin más lo mejor que puedo llevarme es un consejo de guerra. (Lengua limpiando la sangre de las comisuras). Como si alguien quisiera esa región.
–¿Pero qué pueden hacerte? –dije–. ¿Obligarte a firmar una declaración por triplicado? Eres mucho mayor que la mayoría de ellos.
–¿Adónde pretendes llegar con esto? –dijo en tono cortante.
Me asusté. Del modo en que le estaba hablando debió parecerle que quería hacerla confesar allí mismo sus intenciones. Sentí un escalofrío de terror. Sin más que un cambio de registro aquella cría había logrado que se me cortara la respiración y mis manos se empañaran de sudores fríos. Intenté tragar saliva y hablar, pero por alguna razón mis fluidos gástricos se empeñaban en querer salir y no en entrar. Y por supuesto Gabrielle se percató.
–Debí suponerlo –dijo–. ¿Te paga Manto?
–N-no –logré decir.
Irene había permanecido completamente ausente e inmóvil hasta ese momento. Entonces me puso un brazo sobre el pecho y el otro sujetando mi costado, y me echó para atrás por si tenía que protegerme de una embestida.
Gabrielle miró a Irene con asombro por su actitud. No podía creer que una cría de menos de un año se atreviera a enfrentarse a ella.
–Os mataría a las dos y ni siquiera os daríais cuenta –dijo.
–Lo sé –respondió Irene con firmeza–. Pero no por ello me puedo retirar de mi puesto.
–¿Por qué lo haces? –preguntó ignorando completamente mi presencia como hasta ahora había ignorado la de Irene–. ¿Por qué arriesgar tu vida por una humana?
–Es mi amiga –resolvió sin ningún temor–. Además, creo que no deberías sacar conclusiones precipitadas.
–Tu amiga –dijo pensativa–. Tu amiga... –repitió. Puso los ojos en blanco y negó con la cabeza antes de continuar–: Decidme entonces, ¿qué habéis venido a buscar?
Me sentía en el ojo del huracán. Tomé aire y traté de mitigar mi miedo. Le respondí sin trabarme, aunque en mi voz se notaba que todavía estaba asustada, y no pude decir más que una palabra:
–Poder.
–Venganza –añadió Irene, completamente fría.
Gabrielle arqueó las cejas mientras asentía lentamente, como si intentara asimilar los conceptos, y respondió con desprecio:
–¿Y por qué os iba a ayudar?
No fui capaz de responder. Fue Irene la que habló de nuevo:
–Podemos ayudarte a conseguir lo que quieres.
–Vosotras. Una humana y una niñata –dijo, y se mantuvo pensativa de nuevo–. Aunque hay que reconocer que sois valientes. No todo el mundo tiene lo que hay que tener para venir a decirme esto. No habríais sido tan ingenuas de venir si no tuviérais nada realmente útil que ofrecerme –concluyó.
Yo, que ya había recuperado el aliento, el pulso y casi la voz, me atreví a responderle:
–Ya he dicho que no soy una humana corriente.
–Tu voz resuena con fuerza en la Cámara del Consejo, eso es cierto si Gustavo no me mintió. Pero espero que tengas algo más.
–Me muevo con mucho más sigilo y agilidad que cualquier humano que conozca. Y puedo... matar a quien yo quiera sin tocarlo.
–¿Cualquiera?
Siempre y cuando no esté ya muerto –añadí.
Ella no pareció demasiado sorprendida, aunque Gabrielle era del tipo de personas que nunca se sorprende por nada en absoluto.
–Supongo que no arriesgo nada en confiar en vosotras –dijo al fin–. Aunque, por supuesto, tendré que poneros bajo mi tutela. Podrían haceros daño –añadió irónica.
Irene me asió con fuerza y se enfrentó de nuevo a ella, pero esta vez le puse una mano en el hombro y la detuve. Tardó bastante en dejarme salir de entre sus brazos y se mantuvo firme tras de mí, sin apartar su mirada de los ojos de Gabrielle.
–Lo comprendemos –dije.
–¡Vera! –gritó Irene enfadada.
–Ponte en su lugar –le dije–. Venimos favorecidas y aclamadas por el Consejo a ofrecerle precisamente nuestra ayuda para destruirlo. Necesita una garantía de que puede confiar en nosotras.
Muy lentamente apartó la mirada de Gabrielle y asintió vencida.
–Está bien –dijo al fin.
–Eso está bien –concluyó Gabrielle, y rescató la conversación–: Aún así, no veo en qué puede sernos útil tu poder. ¿Cómo piensas vencer a todos los clanes del Consejo?
–No con una guerra abierta, eso está claro –dije–. Sin embargo podemos presionar a los clanes para que nos den su apoyo.
–No veo de qué modo cualquier clan puede ceder a nuestro chantaje –respondió sin tratar de ocultar su desprecio hacia mi propuesta.
–Piensa en cómo funciona la economía de todas las provincias –añadí en seguida–. Cada vampiro poderoso se vale de decenas de niños que trabajan en condiciones de esclavitud, y nada es de sus amos en términos oficiales, si no me equivoco.
–No es necesario que lo sea –dijo–, cada mes el niño paga una cuota a su amo en una cuenta a nombre de cada niño. En muchas ocasiones hasta las casas donde viven vampiros subordinados están a nombre de niños, para no tener que responder ante hacienda. De todos modos, a efectos prácticos, los niños no son más que otro electrodoméstico.
–Eso quiere decir que si todos los niños de una ciudad murieran en, digamos, media hora, la provincia se arruinaría. ¿No?
A Gabrielle se le iluminó la mirada. Sabía que tener una buena posición y una voz que se hiciera escuchar era importante en el Consejo, pero no hay nada más convincente como infundir la sensación de que los disidentes lo perderían absolutamente todo. Vació su copa de un solo trago y la dejó en la mesa de café.
–Es ya un poco tarde. ¿No tienes sueño?
–No, mi horario está invertido. Duermo al amanecer.
–Está bien. Tengo una cama en mi habitación, y como no está Gustavo no le daré uso. Las sábanas están limpias, ¿te importa dormir allí?
–En absoluto. He dormido sobre un lecho de heno hasta que fui a Toledo, un colchón es un palacio para mi columna.


Pasamos el resto de la noche charlando en el sofá. Gabrielle hizo que me trajeran algo con alcohol casi tan pronto como cambiamos de tema, y tengo que admitir que me dejé llevar. Sabía que su propósito era sacarme planes ocultos, que le fuera sincera, pero por suerte para mí hasta borracha me sobra el autocontrol.
Lo bueno de vivir desde el siglo quince es que nunca te quedas sin conversación y batallitas que contar. Las de Gabrielle tendían a ser bastante macabras, y sus moralejas siempre eran muy parecidas: la gente sirve para comer y para divertirse.
–Me lo pasé muy bien con aquella familia, en el setenta y tres –dijo–. Teníais que haberla visto, parecía sacada de un panfleto católico. Un padre cariñoso y bien situado, una madre amante y el crío más adorable que pueda haber, un mañaco repelente de siete años. Los encerré en la habitación donde estaba el padre, que nada más verme se lanzó contra mí. Quería pegarme, su cara era puro odio, y eso que yo no había hecho más que empezar.
»Tan pronto como cayó sobre mí le partí los brazos y lo eché al otro lado de la habitación. Pero lo mejor vino cuando despedacé a la mujer delante del niño –recordó entre risas. Luego suspiró, como si recordara la sonrisa de una persona amada–. Qué belleza. Era hermosa la melodía de sus gritos de terror, de la agonía de su madre, que aún vivía. Y de fondo acompañaban al canto los ridículos gimoteos del padre.
»El niño parecía un ángel con las lágrimas acariciando sus mejillas, rojas por toda la sangre que llevaba en él. Nunca he visto nada más conmovedor que esa carita...
Pareció recordar mi presencia allí, y se apresuró a dejar ese recuerdo de lado. Aunque a decir verdad, yo me estaba divirtiendo casi tanto como ella con la historia. O quizá no fuera la historia en sí, sino su forma de contarla, de vivirla, me hacía de algún modo despertar mi lado más desquiciado.
Lo siento, no quería ser tan explícita –dijo en seguida.
Tranquila –le respondí contenta desde la alfombra a los pies del sofá–, puedes hacerle lo que quieras a la gente, siempre y cuando esa gente no sea yo.
Asintió mientras me miraba con los ojos entrecerrados, parecía examinar mi actitud, pero no me importó demasiado en mi estado.
Por su parte, Irene no parecía demasiado cómoda con la conversación. Al contrario que yo o que la mayoría de vampiros, ella siempre había detestado siquiera la idea de matar a nadie. Nos llevó varias semanas quitarle de la cabeza el sentimiento de culpa por aquella niña que mató la primera vez que bebió, y ahora parecía enfadada conmigo por mi reacción en esa situación.
Me puse en pie demasiado decidida y acabé sobre Gabrielle, fingí que se trató de un descontrol debido a mi embriaguez. Vale, me caí porque estaba borrachísima, pero tenía segundas intenciones.
Ella, por supuesto, me sujetó de los brazos antes de que me cayera por completo. Eso debía haber alarmado a Irene de no haber formado parte de los cambios de plan de última hora, pero aun así se mantenía alerta.
Miré a Gabrielle a los ojos notablemente dispersa, ella me sonrió y me acercó hacia sí con cuidado, hasta que mi cabeza estuvo lo bastante cerca de su hombro como para dejarme reposar. Me dejé acurrucar y sentí cómo me olfateaba el cuello.
–Tu sangre huele a manzanas –dijo con las mejillas coloradas por toda la sangre que había bebido.
Rompí a reír mientras me agarraba a ella para no caerme.
–No mientas. Con lo que he bebido tiene que oler a sidra –respondí.
–Bastante.
Manto tenía razón. Su piel daba la falsa sensación de delicadeza que da el duro mármol, y me dio la sensación de estar abrazada a la Pietá de Miguel Ángel. Sería imposible intentar nada contra un ser tan pétreo, incluso Irene se partiría los dientes antes de hacerle un rasguño.
Manto me había dado otro consejo, a propósito de mi sangre. No se me ocurrió un momento mejor para ello.
–Y dime. ¿Te gusta el olor? –pregunté.
–Me encanta. Hace siglos que no apreciaba el olor de las manzanas como ahora –dijo, y su voz entonces sí sonó nostálgica.
Lo que hice entonces no fue nada fácil para mí. Y no sólo porque se tratara de mi enemiga. Puede que fuera considerada una anciana incluso por los vampiros, pero a mis ojos no dejaba de ser una niña que apenas había entrado en la adolescencia. Hacia ella antes se me despertaría el instinto maternal que la atracción sexual, pero por lo visto no hay mejor manera para que un vampiro sienta que ha sellado un pacto con su víctima. Alcé la cabeza y la miré. Mi intención era dirigirle una mirada lasciva, pero entre el alcohol y el sueño apenas podía abrir los ojos. Ella me devolvió a cambio una mirada cargada de energía, capaz de transmitirme su bienestar como una corriente eléctrica por todo el cuerpo.
–¿Y te gustaría sentir su sabor? –le dije yo.
–¿Me dejarías?
–¿Me matarías?
–La mataría –dijo Irene, que permanecía en su lado del sofá con los ojos en blanco y los brazos cruzados.
Gabrielle la ignoró y disintió.
Yo acerqué mi boca a la suya, y sin despegar de sus ojos mi mirada mordí con fuerza mi labio inferior, hasta abrirme una pequeña herida. Por supuesto, se rió de mí cuando se me saltó una lágrima por el dolor, pero sin hacerle caso yo jugué con la herida para hacer fluir mi sangre, hasta notar cómo su sabor metálico inundaba toda mi boca. Ella miraba mis labios con impaciencia, y a veces levantaba la vista a mis ojos durante apenas un segundo. Parecía un cachorrito meneando la cola mientras llenas su bebedero.
Cuando por fin hablé, procuré que mi aliento fuera completamente dirigido a ella, y se estremeció de placer nada más abrir mi boca, teñida de rojo:
–Me gustaría que te tomaras esto como un regalo, como una muestra de mi aprecio y como un agradecimiento a tu tutela.
Ella me puso la mano en la nuca y me acercó a ella más todavía. Unimos nuestros labios en un profundo beso, y le di toda la sangre que había logrado sacar. Después la dejé hurgar con su lengua en mi herida.
–Está muy cerrada, muerde si quieres –dije tan bien como se puede pronunciar con una lengua dentro de la boca–. Pero no me dejes marcas fuera de la boca.
Ella actuó sin responder. Clavó su afilado colmillo en la herida y la sangre manó a borbotones. Emití un pequeño gemido de dolor que apagué casi al instante, y ella bebió lo poco que pudo después de todo lo que había cenado.
Por mi parte debo reconocer que fue el beso más incómodo que he dado en mi vida, aunque ella parecía estar disfrutando mucho. Finalmente separó sus labios lentamente y volvió a levantar la cabeza.
Yo me dejé caer de nuevo sobre su hombro y me aferré otra vez a ella. Esta vez mi propósito no era tanto comprobar la dureza de su piel como no caerme de la habitación, que no paraba de dar vueltas.
–Níobe.
–¿Sí? –dije adormecida.
–¿Te gustaría unirte a mi clan?

viernes, 1 de enero de 2010

43- Perdóname, Mi Querida Ninfómana Manipulable


–Hola tesoro. ¿Cómo estás cielito?
Que asco, me da náuseas oírla gimotear así. ¿Por qué le daría mi número?
–Hola Alba. Estoy bastante bien, sólo me queda declarar, firmar un par de documentos más y no tendré que volver hasta dentro de un mes, cuando comiencen los trámites. ¿Y tú cómo estás?
–Pensaba en ti, pequeña. ¿Cuándo vas a venir?
–Ya te lo dije, en dos noches. ¿Puedo llevarme a Irene?
–¿Es tu compañera? –Espetó.
–Mi acompañante, más bien. Somos amigas, nada más. Es una vampiresa huérfana, sólo me tiene a mí.
–Entonces haré preparar dos habitaciones. ¿Te apetece que charlemos de algo?
¡Por qué a mí!
–La verdad es que estoy bastante cansada.
–Ay… mi pequeñita tiene sueño. Te llamaré en ocho horas para que puedas dormir en paz. ¡Adiós cariño!
–Adiós.
Pesada.



Sexta noche de la segunda llena.
Irene y yo nos encontrábamos en la céntrica mansión de Alba, un edificio de más de una decena de plantas que tenía su puerta principal en la Rambla, y que le pertenecía por completo. Como me prometió tuve habitación propia durante mi estancia, aunque debería entrecomillar eso último, pues Alba se pasaba horas metida en ella. Decía que su propósito era hablar conmigo de cómo podía lograr un hueco en la cúpula de Gabrielle, pues quería ayudarme, quería darme el poder que le había pedido. Por ello yo soportaba que se metiera en mi cama cuando me iba a dormir, necesitaba su favor para que me encomendara a Gabrielle.



Pasaron los días, y pese a la promesa de llamarla y convencerla de que me acogiera, no lo había hecho todavía. Cada vez que le preguntaba o traía el tema a colación, respondía que Gabrielle no me consideraba especial por mi nombre y estatus, y que rechazaba su propuesta por el momento. Decidí ponerme seria con ella, actuar de nuevo, demostrarle que mi poder era mayor de lo que ella podía imaginar.
La oportunidad perfecta surgió una noche mientras charlábamos en uno de los muchos balcones de edificio, en la planta más alta, alejadas del escándalo de los coches. Las luces de la ciudad cubrían las estrellas del cielo, y las dos mirábamos pasar la gente al tiempo que hablábamos de esto y aquello. Ella volvió a sacar el tema tabú.
–Preciosa, ya te lo pregunté ayer, pero te quedaste dormida y no me respondiste. ¿Qué te parece la transformación?
–Inútil.
–Te daría más fuerza, y eso en nuestro idioma significa más poder.
–Tengo fuerza de sobra, y sin embargo mi mayor poder es ordenar silencio en las reuniones del consejo.
–Tu fuerza, ya. Esa famosa energía que fluye en tu interior y me impide morderte, que sólo he sentido una vez y que no considero para tanto en absoluto.
Bajo nuestro balcón vimos a un hombre armado con una navaja. Callamos. Se acercó por la espalda a una joven, la agarró por la cintura y la arrastró al callejón contiguo. Nos miramos y salimos a la carrera, cambiamos de habitación y de balcón, para ver desde nuestra nueva localidad cómo el hombre se bajaba los pantalones sin apartar la navaja del cuello de la muchacha. Le ordenó callar y comenzó a penetrarla. Yo retomé la conversación, ajena a la escena bajo nuestras cabezas:
–Mi fuerza es mucho mayor de lo que crees.
–Ya, claro. Entonces, ¿qué problema tienes en hacerme otra demostración?
–Está bien, la haré.
–¿Intento morderte de nuevo? –Preguntó con desdén.
–No, no es lo único que puedo hacer. Necesitas una muestra de mi verdadero poder. ¿Ves al tipo de abajo?
–¿No lo voy a ver? Me da náuseas y morbo al mismo tiempo.
–Lo mataré.
–¿Cómo?
–Caerá al suelo, sin más. Míralo.
El hombre disfrutaba con los gritos asustados de su víctima al tiempo que agitaba su pelvis con total violencia. De pronto paró. Todo su cuerpo se tensó en un fuerte espasmo, sus ojos quedaron fuera de las órbitas y cayó al suelo, muerto tras la confusa muchacha. Alba no podía despegar los ojos del cadáver tirado. Yo envolví su cintura con mis brazos, me incliné a su oído y susurré:
–Cualquier humano o niño dentro de mi campo de visión morirá de un paro cardíaco si yo lo deseo. ¿Aún crees que no merezco más poder y respeto? Podría exterminar a toda la Rambla con una mirada.
Ella giró la cabeza muy despacio. Me miró con la boca abierta, paralizada por lo que acababa de presenciar, estaba fascinada, y al mismo tiempo aterrada por lo que podría llegar a causar si me contrariaba. Yo le puse mi dedo bajo la mandíbula para que cerrara la boca, le di un beso en los labios y la miré expectante. Se incorporó de la barandilla sin decir una palabra, sacó el móvil del bolsillo y marcó:
–Gabrielle, el año que viene los apátridas no irán al Consejo, y obtendrás los derechos sobre Girona si aceptas un apoyo especial… Prima Protecta… Es más poderosa de lo que nadie piensa, y sólo pide un pedazo del pastel. Sí, está aquí conmigo. Níobe, quiere hablar contigo.
No había oído la otra parte de la conversación, pero sí la voz de Gabrielle. No era precisamente lo que una tiene en mente cuando sabe que es una anciana, era aguda como la de una niña. Tomé el teléfono y respondí con una sonrisa en la cara:
–Encantada de conocer su voz, señorita Gabrielle.
–Tutéame. Gustavo me ha hablado de ti. Dice que te reíste de él y que tienes a media península en el bolsillo, que piensan que eres su Mesías, ¿es cierto?
–La mirada de Gustavo me pareció graciosa. Y sí, tengo bastantes aduladores, incluso Manto está de acuerdo en todo lo que decido. En cuanto a si soy o no Mesías de esta sociedad, no lo sé, Gustavo habrá presenciado alguna conversación al respecto, se realizaban a mis espaldas, (o al menos así lo creían ellos).
–¿Es verdad que tu nombre es Níobe?
–Sí, así es.
–Quiero conocerte en persona y en privado. ¿Te gustaría venir a mi mansión? Se encuentra a las afueras, es un lugar natural y confortable. Te gustará.
–Sería un auténtico placer, pero me temo que de ser así debería ir acompañada.
–¿Alguien especial?
–Una amiga, poco más que neófita. Fue creada por un apátrida y obligada a pelear, pero desertó antes de que aparecieran sus supuestos enemigos. Es muy joven y no la puedo dejar sola, ya sabes.
–¿Una cría de esos anarquistas?
–Sí, dice que su creador se llamaba Fernando, que la quiso forzar a luchar y escapó la misma noche de su transformación. La encontré perdida cerca de Olot, éramos compañeras en el instituto y decidí ayudarla. La he criado yo, y no puedo separarla de mí.
–¿Está dispuesta a quedarse huérfana?
–Odia lo que es. Creo que busca venganza.
–En ese caso está bien. Oye, esos gritos que se oyen de fondo… supongo que no importa en realidad. ¿Podéis venir en tres días? Enviaré una limusina a buscaros.
–Gracias, iremos, pero no en limusina. Para demostrarte, como Alba te ha dicho, que soy más hábil de lo que parezco, tocaré el timbre de tu puerta antes de que me veas llegar.
–Acepto el reto. Nos vemos el viernes, Níobe.
–Hasta entonces, un placer.
Colgué y le devolví el teléfono a Alba, que me abrazó por la cintura y me besó.
–Enhorabuena, parece que vas a salirte con la tuya.
–Siempre lo hago. ¿Qué me he perdido?
–Todo, los gritos de auxilio de la chica, la gente arremolinada, la ambulancia, la declaración, la llegada del forense y el levantamiento del cadáver.
–Vaya, me he perdido casi toda la película y dudo que la editen en vídeo.
Sacó de su bolsillo una pequeña cámara digital color fucsia y la encendió.
–Te equivocas. Aquí está todo.
–¡Bromeaba con lo del vídeo! ¿Cuándo has comenzado a grabar?
–Cuando nos cambiamos de balcón.



Yo había observado durante noches la desmesurada actividad sexual de Alba. Nuestras habitaciones se situaban de forma contigua, y a veces me despertaban sus gemidos. Practicaba sexo a todas horas, todo el día y toda la noche, sola o en compañía. Cuando se enterraba conmigo entre las sábanas de la cama me abrazaba, ponía una de sus manos en mi pecho y bajaba la otra por mi vientre muy despacio, hasta que yo se la cogía y la volvía a subir. Su filmoteca, salvo escasas excepciones, películas pornográficas y eróticas, ya fueran sobre sexo en general o acerca de todo tipo de parafilias.
Aquella noche decidí preguntarle acerca de aquello, pues pese que al juego de seducción era básico en un vampiro, el sexo en sentido estricto solía ser –o así lo tenía entendido– algo muy secundario, incluso innecesario.
Lo hice ya en mi habitación. Me eché cabeza arriba sobre un lado de la cama doble, con la cámara de Alba en mi mano para ver el vídeo. Ella se echó junto a mí, me atrapó entre sus brazos y se puso a mirar el vídeo conmigo, justo en el momento en el que el violador caía como fulminado por un poder divino.
–Oye Alba. Me gustaría preguntarte algo, pero no se si te ofenderá.
–Pregunta lo que quieras, cariño. Prometo no enfadarme.
–¿Eres… adicta? –Lo dije con mucho tacto, no es inteligente enfadar a un vampiro adulto, menos si eres una humana debilucha y desarmada atrapada entre sus brazos.
–¿Cómo dices?
–Al sexo. Yo… lo siento, no debería meterme en estas cosas.
–Tiene nombre, ¿lo sabes? Soy ninfómana, no me importa admitirlo, lo tengo asumido.
–Lo siento.
–No importa. Pregunta lo que quieras.
–¿También lo eras de humana?
–Sí, lo era, aunque por entonces no se conocía el término.
–No lo entiendo. Creía que cuando un humano era transformado curaba de todas sus enfermedades.
–De todas no. Sólo de las fisiológicas. Si naciste con un solo pie serás un vampiro cojo, si eres ninfómana en el momento de la transformación, lo serás hasta el fin de tus noches. Es insoportable.
–¿En serio? No parecías llevarlo tan mal.
–¡Es horrible Níobe! –Gritó alterada y al borde del ataque de rabia–. Dedico a mi coño siete horas diarias, me tiro hasta a mis víctimas. ¿Sabes lo que podría hacer con siete horas más al día? Podría leer miles de libros, aprender decenas de idiomas. Vivir más allá del sexo… ¡ojalá! Todo el mundo, incluso en el Consejo, me considera una máquina del sexo andante, una muñeca diseñada sólo para el placer. Y lo peor de todo ello es que están en lo cierto. Seré una enferma por siempre. Por eso aquí está terminantemente prohibida la transformación de personas con patologías mentales diagnosticadas.
–Lo siento, no pretendía ofenderte. He sido demasiado curiosa.
–No tiene mayor importancia, es normal que quieras aprender.
–¿Puedo ver qué mas tienes en la cámara? La chica ha encontrado sus bragas y ya ha perdido buena parte de la gracia.
–Míralo –musitó.
Ella acurrucó su cabeza en mi costado, como si pretendiera ocultarse debajo de él para no ver las imágenes. Cambié el vídeo y comencé a pasar el contenido. En todas las fotos y vídeos aparecía algún motivo sexual: ella sola, con un niño, con un vampiro, con una víctima, con dos… mientras pasaba cada foto le hablé en tono indiferente:
–¿Te gusta grabarte?
–Me excita mucho. Y verme después, que otros me vean, a veces incluso finjo dejar olvidada la cámara en cualquier lado para que alguien la encuentre y lo vea, me gusta mucho. Es parte de mi patología. No sólo soy adicta, tengo casi cualquier degeneración imaginable, es una auténtica vergüenza admitirlo.
–¡Pero qué!
Eché a reír ante lo que veían mis ojos.
–¿Qué pasa?
–¡Y la muy zorra casi me mata cuando puse en duda su sexualidad!
Miró la foto de la cámara. En la pantalla aparecían su cara y la de Irene, de perfil, se besaban mientras Alba bajaba con la mano que le quedaba libre el tirante del sujetador de Irene.
–Por favor, no le comentes nada, no le digas que lo sabes. Está muy abochornada, apenas puede mirarme a la cara y me pidió que no lo supiera nadie.
–¿Cuándo fue?
–Ayer, mientras dormías. Bebimos de unos niños, charlamos, y como me pasa siempre la conversación comenzó a subir de tono. La invité a mi habitación y se dejó llevar. Siempre es igual. No sé lo que tengo, no importa que la mujer sea completamente heterosexual, o el hombre completamente gay. Siempre acabo acostada con cualquiera, tanto si esas son mis intenciones como si no.
–Perdona.
–¿Por qué me pides perdón?
–Por haberme reído a propósito de lo ocurrido con Irene, era lo que menos esperaba. Y también por mi actuación el día que nos conocimos. Ya sabes, te seguí el juego, estuvo mal.
–No pidas perdón por ello. De hecho te doy las gracias.
–¿Gracias?
–Gracias por no dejarte llevar. Sé que no te lo pongo demasiado fácil, incluso cuando me apartas la mano de donde no debería ponerla noto tu palma sudorosa, más caliente de lo normal. Te excito y pese a ello lo máximo que me has dado en toda tu estancia aquí ha sido un piquito. Debería confesarte algo.
–En realidad no has llamado a Gabrielle hasta hoy, lo imagino.
–Sí, pero no es por lo que piensas, no pretendía lograr nada contigo. Sabía que serías firme desde la primera vez que me interrumpiste, nunca nadie lo había hecho, y que te negarías por mucho que lo intentara. Siento que estar contigo me da más horas de vida.
Me ruboricé por completo. La verdad es que soy mucho más vergonzosa de lo que aparento. Puedo besar a una práctica desconocida sin problemas, puedo plantarme delante de una asamblea llena de vampiros y hablar sin miedo ni timidez, pero ese tipo de elogios tan íntimos me dejaban fuera de combate. De pronto me sentí débil, por primera vez desde que la conocí quise de verdad que me tuviera, si hubiera intentado algo conmigo entonces lo habría logrado, pero no lo hizo. Pese a que sabía que me encontraba donde ella tanto había querido, respetó mi integridad. Sólo me estrechó más entre sus brazos y pegó su fría mejilla contra la mía, ardiente por la sangre que la enrojecía.
Entonces nos miramos, sentí un escalofrío al ver el brillo de su mirada. Me sentí culpable por el engaño que iba a llevar a cabo, vacilé en mi misión por primera vez, pero en lugar de abandonar mi propósito decidí hacer algo por ella.
–Entonces, te haré un regalo para cuando me marche.
Pasé mi brazo bajo su nuca y la abracé como ella lo hacía, levanté la cámara y nos hice una foto sin esperar a que mis mejillas palideciesen de nuevo.
–Níobe, la primera huésped con la que logré no tener sexo. La guardaré siempre, preciosa.



Aquel día volvimos a dormir juntas. Miramos apenas cinco minutos el amanecer antes de cerrar el balcón y bajar la persiana. Dormimos abrazadas, compartimos mi calor. No intentó nada, tan sólo me dio un beso sobre los labios antes de quedar dormida. Perdona mi fraude, amiga. Perdónalo.