martes, 6 de octubre de 2009

26- Un Leve Contratiempo


–No me mires así. Sabes que no es culpa mía.
Elendil me miraba desde el interior de una jaula para canarios sobre el sillón de mimbre de la habitación. Me había despertado con sus movimientos y me miraba como si me preguntara «por qué me has hecho esto». La verdad, no le faltaba razón, me daba lástima verlo encerrado, pero era eso o quedarse sólo en el refugio.
–Es Irene la que te tiene miedo.
–¡Iiiik!
–Pues mira, no tengo idea de por qué. Se supone que deberías ser tú quien esté temeroso de ella, pero por alguna razón aún no se ha desprendido de sus miedos humanos. –El vampiro se descolgó del techo de la jaula, se aferró a un lateral y me miró. Entendí un claro «te sigo»–. Mira, debes demostrarle que eres amigable, que no supones ningún peligro para ella y sobre todo, que no puedes transmitirle ninguna enfermedad por muy parecido a una rata que seas.
Iiik.
–No te ofendas, sabes que no es mi opinión, es Irene la que lo piensa. Pero tranquilo. Sólo dale tiempo para que se acostumbre a ti. Y sobre todo no te muestres agresivo. Mírale con esa cara. –Ladeó la cabeza, supuse que no lo entendía, por lo que proseguí–: Tienes ojitos de «él no lo haría», quizá la conmuevas.
Tocaron a la puerta y el pobre Elendil dio un brinco asustado, había olvidado que estaba dentro de la jaula y se dio un cabezazo contra la reja. Yo di el paso a quien tocara. Era Amalia, que entró con una manzana y muchas ganas de verme:
–¿Con quién hablabas?
–Con Elendil.
Ella lo miró y él le devolvió la mirada que yo le había recomendado. Cerró la puerta y continuó:
–Anda, libéralo un rato. –Le guiñé un ojo a Elendil al tiempo que, sin moverme hice que la puerta de la jaula se abriera, y el pequeñajo comenzó a revolotear de un lado a otro por la habitación. Amalia se sentó en la cama junto a mí–. Te he traído esta manzana. –La tomé y la olí, pero no la mordí. No es que no me apeteciera, es sólo que adoro el olor y el tacto de las manzanas tanto como su sabor–. Quería pedirte perdón por cómo me he puesto esta mañana. Creo que me he pasado.
–¿Que tú te has pasado? He sido yo la que se ha puesto histérica y a llorar como una loca.
–Sí, pero tienes motivos. En frío te entiendo mejor. Ahora comprendo mejor que nadie por lo que estás pasando. –Agachó su mirada triste, parecía que en cualquier momento fuera a llorar como una plañidera–. La verdad es que, si yo hubiera tenido la oportunidad de salvar a Manuel, lo habría hecho sin dudar, aunque ello hubiera supuesto mi muerte.
¡Me comprendía! Yo quedé conmovida y sentía en mí la necesidad de animarla de alguna forma. Pero sabía que no había modo de calmar su dolor. De hecho no entendía cómo había sido capaz de sobrevivir a la muerte de Manuel. Así que simplemente me abalancé sobre ella con los brazos abiertos. Ella se dejó caer sobre la cama, y yo quedé encima de ella con mi cabeza en su pecho y mis brazos entrelazados en su espalda. No se qué hice que a ella le cambió la cara. Me miró y sonrió, al tiempo que me daba un beso en la frente y me abrazaba ella a mí también.
–¿Cómo puede ser?
–¿A qué te refieres? –Pregunté confusa.
–¿Cuánto hace que nos conocemos? ¿Tres días? Es extraño, pero ya te tengo cariño. –Se me escapó una leve risa cariñosa–. En serio, no lo entiendo. Se supone que pertenecemos a especies enfrentadas, y me tratas como si fuera una humana.
–No. Sólo he confiado en una humana lo suficiente como para tratarla como os trato a vosotros.
–¿En serio? ¿Quién?
–Se llamaba Marga... –dije triste.
–La testadora. Ella fue la que te legó la Cruz, ¿verdad?
–¿Cómo lo sabes? –Mi pena se convirtió en una curiosidad voraz.
–Me lo dijo Sole. Como ya sabes ella sólo nos dijo sobre ti que eras una protegida.
Permanecimos en esa posición en silencio durante unos minutos. Ella escuchaba fascinada el compás de mi corazón, y de vez en cuando miraba a Elendil, que revoloteaba sin cansancio de un lado para otro. Yo volví a coger la manzana, la que había abandonado sobre la cama para saltar sobre Amalia. Volví a acariciarla, fresca, suave, con un aroma como no lo tienen la mayoría de manzanas de los supermercados. Un olor dulce y suave acariciaba mis sentidos. No hay nada mejor que una buena manzana silvestre.
–¿Qué les ves? –Amalia me sacó de mi trance.
–¿Cómo?
–Las manzanas. Estás obsesionada con ellas. Con la cantidad de fruta que hay, es como si  las demás no te gustaran.
–No. Adoro casi toda la fruta. Me encantan los plánatos, los cítricos, adoro casi todas las bayas. Pero las manzanas me cautivan.
–¡Estás como una cabra! –Dijo entre risas.
–La verdad es que al principio me las tomaba para regular mi sistema digestivo. Pero de tanto comer, en lugar de odiarlas como la mayoría de los niños les cogí el gusto. Por cierto. Esta manzana la habéis recogido de un manzano de hay en este mismo bosque.
–¿Cómo lo sabes? –Preguntó sorprendida.
Sus ojos perdidos me provocaron una tierna sonrisa.
–Porque lo planté yo. Tengo un huerto de frutas y verduras en el bosque, sólo que no es como la gente imagina un huerto.
–Sorpréndeme.
–Bueno, si construía un refugio para vampiros y creaba un huerto justo al lado no iba a pasar muy desapercibida que digamos, por lo que planté todo lo que quería de forma anárquica en un radio de cinco kilómetros a la redonda desde mi refugio. Así supuse que nadie se percataría de él.
–La verdad es que resulta curioso subirse a la copa de un árbol y ver árboles y plantas que se supone que no deberían crecer de forma natural, pero nunca le dimos mayor importancia. –Calló unos segundos y después decidió cambiar de tema–: Níobe, sólo por curiosidad. ¿Por qué no quieres que te transformemos? Ya sabes que si no quieres no tienes por qué responder, y que no voy a tratar de convencerte de lo contrario.
–Está bien, no importa. Es sólo que no me fascina la idea de vivir siglos en el anonimato. Una vida tan larga y monótona me parecería muy vacía.
–Entiendo. No es eso, ¿verdad? –O ella es muy perspicaz o yo no sé mentir.
–No, claro que no es por eso. La verdad es que simplemente no me lo puedo permitir.
–¿Por qué no?
–Ya soy demasiado poderosa. –musité.
Quedó sorprendida por mi respuesta.
–¿Cómo dices?
–Amalia, ya he matado a un par de humanos. Fue por accidente, no supe medir mi poder y por mi culpa ahora están muertos. Y eso ocurrió cuando yo tenía ocho años. Imagínate de lo que soy capaz ahora. Podría matar a todos los humanos que se encontraran en una plaza en menos de medio minuto.
–Pero, ¿cómo?
–¿Sabes qué es el hipotálamo?
–Sí, eso creo. Es la región del cerebro que controla los movimientos del corazón y el diafragma, ¿no?
–Entre otros. Como ya has visto puedo controlar lo que no veo siempre y cuando sepa que está ahí, como mover el aire o crear el sistema de drenaje de mi refugio. Y conozco la ubicación exacta del hipotálamo. Ni siquiera necesito esforzarme, desde dentro se destruye con suma facilidad.
–Lo dices como si lo hubieras probado ya antes.
–No con un humano. Fue con una gata malherida.
–Cuenta.
–Bueno, tendría unos quince años. Sole y yo volvíamos una noche de estudiar en la biblioteca acerca de geología y sismología para hacer mi refugio a prueba de terremotos. En la entrada al Camí de les Bruixes, donde yo vivía, comenzaba un rastro de sangre impregnada en la huella de la rueda de un coche de varios metros de longitud. Pocos metros más adelante estaba la pobre gata, agonizante, con la respiración estertorosa y parte del estómago fuera. Tenía la cabeza rota y sangraba muy lentamente.
»Yo me agarré a Sole y le pedí a punto de llorar que la ayudara. Ella se acuclilló frente a la gata y la revisó.
»–No hay nada que pueda hacer, cariño, –dijo–. Ni yo ni ningún veterinario puede salvarla. Lo siento pequeña, pero está condenada.
»–¡Pero algo se podrá hacer! –Le respondí casi como una súplica. Ella disintió.
»–Sigue consciente, y está sufriendo mucho. Lo mejor que podemos hacer es quitarle el sufrimiento. –Yo la miré apenada–. Lo haré yo si tú me das permiso.
»–No, –respondí–. Lo haré yo. Tú puedes hacerle más daño.
»Sole me dio el paso un tanto confusa y me acerqué lentamente a la gata. Era preciosa, blanca con manchas pardas, y sus ojos verdes me miraban como los de una suplicante. Calculé el tamaño de su cráneo, su cerebro y la posición exacta de su hipotálamo. Ejercí un pequeño golpe en el lugar donde había calculado con sólo mi mirada. En seguida se detuvieron las subidas y bajadas de su pecho.
»Sole me habló:
»–Ya está. Su corazón se ha parado.
»Llevaba  en sus manos una toalla vieja que debió robar de algún edificio cercano mientras yo sacrificaba a la gatita. La envolvió en ella y fuimos a enterrarla en cierto lugar del bosque. Ya de nuevo en el Camí de les Bruixes, junto a la puerta de mi casa, pudimos comprobar que había sido atropellada por mi padre; su nuevo Berlingo con la rueda ensangrentada aparcado a nuestro lado...
–Vaya, para ser una máquina de matar eres muy sensible.
–¿Por qué lo dices?
–Lloras otra vez –dijo, y me secó una lágrima con su mano.
Era verdad. No se qué me ocurría, pero llevaba días en los que lloraba por cualquier cosa: de nostalgia, alegría o pena, por las cosas grandes y los motivos más triviales. Supuse que habían pasado demasiadas cosas en muy poco tiempo: la muerte de mis padres, la desaparición de Sole, mi exilio al bosque, la pelea contra unos vampiros y la amistad con otros, era normal sentirse inestable en mi situación, por lo que no le di mayor importancia.
–Bueno, ese no es el tema. Lo que quiero decir es que soy muy peligrosa para todos los humanos y para algunos vampiros. Imagínate si me transformara. Todas mis capacidades aumentarían de forma desorbitada, incluido mi poder. Si a eso le sumas la irascibilidad natural de un vampiro podría convertirme en un auténtico monstruo. No quiero la responsabilidad que acarrea tanto poder en mis manos. Ya hablé de ello con Sole en su momento, y aunque le costó aceptarlo lo entendió y me apoya en mi decisión.
Me acurruqué de nuevo sobre Amalia para darle a entender que había concluido.
–Así que es eso. Tranquila, ninfita, deja ya de llorar.
Comenzó a acariciarme el pelo, las mejillas y los hombros para calmarme. Me di cuenta de que pese a que me acariciaba sobre la camisa de pijama de raso azul se percató de la vieja cicatriz de mi espalda. Durante un instante siguió su recorrido con los dedos, y después reanudó sus caricias aleatorias. De pronto paró su mano sobre mi hombro izquierdo, casi rozaba mi nuca.
–¿Qué es esto? –Preguntó alarmada
–¿Qué?
–Aquí. Tienes un bulto. –Pasó su mano sobre él.
–Mierda...
–No es una picadura, ¿verdad?
–No. Es un tumor. –Respondí resignada.
–¿Estás segura?
–Sí. Estoy segura, no es la primera vez que tengo uno.
–¿Cuántas veces te ha pasado?
–Dos. La primera cuando sólo tenía dos años. Fue el más grande de todos, en la espalda, justo donde ahora está esa cicatriz. La segunda ocurrió el año pasado. En ambos casos me los extirparon y no hizo falta nada más.
–¿Por qué tantos?
–Estoy enferma. Mi piel es especialmente propensa a sufrir tumoraciones. Por eso después de que me quitaran el primero mi familia se mudó a esta región, mucho menos soleada que Alicante. Sabía que debía llevar precauciones, y de hecho llevo meses con los horarios invertidos: duermo de día y salgo a la calle de noche. Parece que mi enfermedad ha avanzado mucho, mi piel es mucho más débil de lo que yo pensaba.
–Supongo que eso explica por qué eres tan pálida.
–Mi madre parecía hecha de loza. Y por lo que me contó, mi abuela, a la que no llegué a conocer porque murió por cáncer de piel, también era blanca como la cal.
–Esto es muy preocupante. Levántate, hay que llevarte al hospital, –dijo agitada, e hizo ademán de levantarse.
–¡Espera! –La paré–. No puedo ir al médico.
–¿Cómo que no?
–Estoy muerta, ¿lo recuerdas? Los muertos no tenemos seguridad social.
–Joder, es cierto... pero algo habrá que hacer. ¡Vamos!
Amalia bajó como un rayo por las escaleras, conmigo agarrada de la muñeca. Los demás, que estaban abajo, se levantaron de golpe con el ruido de nuestra llegada.
–¡Andreu! –Dijo–. Tenemos un problema.
–¿Qué ocurre? –Andreu no había terminado de acercarse a nosotras cuando Amalia me apartó el pelo de la nuca y señaló la protuberancia–. Esto parece serio. Níobe, ¿tienes antecedentes?
–Por desgracia sí, dos tumores extirpados –dije al tiempo que trataba de mantener la calma.
–Vale. Tranquilizaos. Sobre todo tú, Amalia. Creo que sé lo que podemos hacer. Fernando, ¿dónde está el móvil?
–Junto al ordenador. –Fernando salió disparado y regresó al punto con un teléfono móvil de primera generación–. Aquí no hay cobertura. Tendrás que subir al tejado.
Andreu asintió, corrió hacia la salida y desapareció de un salto, seguido de Fernando. Irene miraba desde el sofá, sin mover un músculo, atónita, con postura acechante y los ojos abiertos de par en par. Amalia me abrazaba desde atrás y no dejaba de besarme la cabeza, respiraba agitada, como si estuviera al borde de un ataque de ansiedad. Me giré entre sus brazos para verle la cara. Sus ojos vidriosos me mostraron su desesperación. Yo le acaricié una mejilla y la besé, justo antes de que una lágrima la recorriera de arriba a abajo.
–Tranquila, –intenté consolarla–, seguro que no es nada. Vamos arriba a ver cómo va el asunto. ¿Vienes Irene?
Fue como si la despertara de pronto. Dio un respingo y se puso en pie dispuesta a subir. Luego comenzamos a correr, esta vez era yo la que tiraba de la muñeca a Amalia. Cuando llegamos al tejado Andreu aún esperaba a que cogieran el teléfono.
Yo me senté en el centro del tejado con las piernas abiertas, la manzana en una mano, y la diestra de Amalia en la otra. Me agarraba como si temiera que en cualquier momento echara a volar para siempre. En lugar de tratar de desprenderme de ella, la así con fuerza, se la besé y acaricié mientras escuchaba la mitad de la conversación telefónica:
–Hola López... Sí, soy Andreu... No, no sé lo que es un perroflauta... Creo que tu idea del anarquismo está un poco distorsionada... Bueno no importa. Escucha López, tengo un problema grave y necesito la ayuda de un médico... No, ¡claro que no es para mí! No seas crío... Para una humana... No, no puede ir a su hospital correspondiente... Porque está oficialmente muerta... Es una historia un poco larga, pero si se descubre que sigue viva su vida podría correr peligro... No, no estoy infringiendo nada. López, ¡López! No te estoy involucrando en nada... La chica es una protecta... Bien, dime que necesitas... ¿Conoces a alguien que nos pueda falsificar una? Creo que Armando ya no se dedica a eso... De acuerdo, dame su número... –Marcó un número de teléfono en el móvil–. Seguramente sea un tumor... Sí, tiene antecedentes y por lo visto es muy propensa a padecerlos... Gracias, López, eres un buen amigo, a pesar de todo... Te llamaré en cuanto la tenga... Muchas gracias por el favor... Adiós. –Colgó, me miró y me explicó lo que había ocurrido–: Tranquila, todo va bien. Acabo de hablar con un viejo amigo que trabaja en la administración de una clínica en Girona. Se ha ofrecido a manipular documentos para hacerte las pruebas bajo una identidad falsa. Se encargará de destruir los informes y las pruebas una vez esté todo resuelto. Pero para ello necesita una tarjeta sanitaria falsa. Me ha dado un número, un tal Ginés que se dedica a este tipo de trámites se encargará.
–¡Pero todo eso debe ser carísimo! –Protesté.
–Para ti no. –Puse mi mejor cara de no entender absolutamente nada. Andreu continuó–: Recuerda, eres una protecta. Para nosotros eres una amiga con unas cualidades excepcionales, pero para el común de los vampiros, sobre todo para los provincianos, eres una figura aristocrática, casi sacrosanta. ¿Entiendes?
–Creo que sí, aunque no sepa muy bien por qué.
–Se nos da mal explicar estas cosas de las que no entendemos demasiado. Pero te admiran aunque no te conozcan por haber llegado al lugar donde estas sin necesidad de que te deje de latir el corazón, y muchos se mostrarán agradecidos aunque no os conozcáis. A fin y al cabo te consideran una aristócrata. López, por ejemplo, va a encargarse de esto de forma gratuita.
–No sabía que fuera tan importante, –dije pensativa. De pronto me fijé en una pequeña figura que volaba por entre las copas de los árboles más cercanos a la casa–. ¿Ese de ahí no es Elendil?
Merda, sí.
–Tranquila, no te matará. ¡Elendil! ¡Vuelve en cuanto hayas comido!
Nada más terminar de hablar, Elendil se alejó entre las copas de los árboles.
–Ahora voy a llamar a Ginés. Deberíais volver abajo, no creo que le haga ninguna gracia oír a nadie de fondo mientras habla de estos temas con un desconocido.

Le obedecimos todos y bajamos del tejado. Nos acercamos al linde del bosque y nos echamos sobre la hierba para ver las estrellas entre las copas de los árboles. A todo esto Amalia aún no me había soltado la mano un segundo. Creo que eso me daba fuerzas para no pensar en lo que vendría, para abstraerme de la realidad más cruel con la más tierna. Yo me eché cabeza arriba sobre el vientre de Amalia, e Irene adoptó la misma postura sobre Fernando, aunque por su sonrisa y sus movimientos de espalda diría que tenía intenciones mucho menos espirituales.
El aire puro llenaba mis pulmones con un aroma a savias, plantas y tierra húmeda. Mi boca se desbordaba de placer con el éxtasis del sabor de la manzana, a la que por fin di el primer y sabroso mordisco.
Estoy segura de que todos se preguntaban cómo había logrado que Elendil se convirtiera en un amigo fiel. De hecho yo también tenía la duda, así que no pude dar muchas explicaciones a Fernando cuando me preguntó:
–Níobe.
–Dime.
–¿Cómo has domesticado al murciélago?
–No tengo ni idea de lo que me preguntas, Fer –susurré–. No lo he domesticado.
–Pero hasta ahora cada vez que le has dicho algo te ha obedecido, ¿no? Es como si te entendiera.
–Tú mismo te has respondido la pregunta. No sé lo que me dice, pero puedo intuirlo. Y del mismo modo creo que él intuye lo que yo le digo. Parece muy inteligente.
–Sí, pero no paras de hablarle –añadió Amalia entre risas–. Antes estabas intentabas enseñarle cómo debía ganarse el cariño de Irene para poder quedar libre.
–¡Eh! Es de mala educación escuchar conversaciones ajenas.
–Lo siento, no he podido evitar pegar el oído.
–Ni yo, –añadieron Irene y Fernando a coro. Se dirigieron una sonrisa cómplice e Irene estrechó los costados de Fernando con sus brazos de una forma muy insinuante.
–¡Sois una panda de cotillas! Entendedme, llevaba más de un mes sin hablar con nadie cuando encontré a Elendil, con alguien tenía que hablar. Y la verdad es que he tenido con él conversaciones más elevadas que las que suelo tener con cualquier humano.
–No sé como puedes aguantar que se te acerque ese bicho –masculló Irene.
–Ese bicho está lavado, desparasitado, es cariñoso y además te recuerdo que le debes el nombre de tu especie.
–Aún así es y será una rata con alas. ¿Sabías que transmite la rabia?
–Pero si está vacunado. Por cierto, colarse en una clínica veterinaria no es tan fácil como parece.

Charlamos mucho más serenos hasta que Andreu bajó de un salto. Se inclinó junto a Fernando y le dijo unas palabras que no llegué a oír. Yo miré a Amalia y sin emitir ruidos, sólo con el movimiento de mis labios, le pregunté de qué hablaban:
–Tranquila ninfita –dijo en tono normal–, sólo hablan de la tarjeta sanitaria falsificada. Por lo visto necesita tiempo y un nombre falso para ti. Pasado mañana les llamará el tal Ginés y le diremos el nombre. En la clínica te atenderán de forma gratuita a cambio de que López pueda conocerte en persona. Eres una celebridad, pequeña.
–¿En serio es tan poderoso mi estatus? –Amalia asintió–. Vaya, Sole nunca me lo hizo saber.
–Porque nosotros no le damos más importancia de la que tiene: eres una niña a la que no podemos dejar morir. Pero los vampiros más... comunes, por decirlo de algún modo, acostumbran a ser más supersticiosos. Del mismo modo que la mayoría de humanos necesitan algo sacro en lo que creer, como la divinidad de los protecti. Y para colmo tú tienes una habilidad especial que te hace más única todavía. ¡Por cierto, ninfita!
–Imagino lo que vas a decir, pero habla.
–Me gustaría volver a verte bailar.
–Ya me viste una vez.
–Sí, durante un segundo, pero fue un espectáculo precioso. Me gustaría ver a la ninfa del río en acción durante un baile completo.
–Me encantaría, pero no puedo abusar de mi poder. Por si aparecen los exploradores de Gabrielle, ya sabes.
–Los exploradores vendrán a partir de las tres, –dijo Fernando, todos lo miramos sorprendidos por su precisión–. Su estrategia se basa en dejarnos cortos de tiempo para que si los intentamos perseguir el día nos descubra a mitad de camino y nos obligue a detenernos. Por eso llegarán tarde. –Me miró y me guiñó un ojo–: No tienes excusa, nin-fi-ta.
–Está bien, mañana bailaré para vosotros. Pero necesito un equipo de música portátil con lector de CD.
–Tenemos un radiocedé.
–Fer... –interrumpió Irene.
–¿Qué pasa?
Irene miró a Fernando con ojos seductores y se mordió el labio inferior.
–Quiero más.
–¿Otra vez?
–Es normal –intervino Andreu–, es muy joven y necesita beber mucho.
Fernando suspiró.
–Está bien. Vamos, pero esta vez recuerda parar a tiempo, ¿entendido?
Irene se puso en pie de un salto con su cara llena de dicha.
–Sí, señor.
–¿Qué te dije?
Agachó la cabeza frustrada por su mala cabeza y su torpeza.
–Que no te llamara señor. Lo siento.
–Fernando, dale un respiro –replicó Amalia.
–Supongo que no importa. En marcha, Irene –dijo, y ambos desaparecieron entre los árboles.
Andreu entró en la casa y reapareció con otra ración de la macedonia que preparó Irene. En su cara casi siempre brilla una sonrisa, resultan encantadores sus tintes de cálida ternura y cruel voracidad a partes iguales, y es muy curioso verlo cómo dice cosas del tipo «tranquilo, pequeño, no te va a pasar nada» a su víctima al tiempo que le atraviesa la carne con los largos colmillos que indicaban que poco le faltaba para que se lo pudiera considerar anciano.
–Toma –dijo, y me tendió el bol–, Come un poco.
–No tengo hambre.
–Tu corazón late a galope tendido –apuntó Amalia.
–Tranquila pequeña, –añadió Andreu mientras me acariciaba la mejilla–, todo va a ir bien.
No dije nada. Sólo asentí y comencé a comer. No importaba lo mal que fueran las cosas, me sentía segura. El cariño de Amalia, en cuyo estilizado regazo descansaba, los cuidados y conocimientos de Andreu, capaz de hacerme sentir segura incluso ante la idea de pasar un mes metida en un nido de vampiros, la determinación bélica de Fernando y la vitalidad de Irene me hacían sentir mucho más fuerte de lo que en realidad era. No entendía cómo, pero en muy poco tiempo ya los sentía parte imprescindible de mí, creo que ya los quería con todo mi corazón.

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