viernes, 2 de abril de 2010

45- Sacrificios

Desperté en la cama de Gabrielle bien entrada la tarde, o al menos supuse que era su cama. El colchón era enorme y circular, me recordó al lecho de mi refugio, o al de una película porno que vi en casa de Alba. Gabrielle había tenido la bondad de poner una palangana junto a la cama por si vomitaba, y una nota en la mesita: “La puerta de la derecha da al baño”. Lo primero que noté al despertar fue  mareo, seguido por un dolor de cabeza atronador que empeoraba con cada latido, que eran como latigazos que mi corazón daba a las sienes, así que no me demoré en hacer caso a la nota.
Me mojé la cara y me senté en el retrete, y fue allí donde decidí sacar cuentas de la noche anterior mientras intentaba quitarme los enredos del pelo grasiento y bufado con los dedos. Quería beber algo de agua. En la parte de atrás de mi labio inferior pude acariciar con la lengua la yaga en el lugar donde Gabrielle me mordió. Y quería beber agua. La memoria no parecía dar problemas, no tenía lagunas ni pantallazos azules. Y necesitaba agua, ¡pero ya! Tampoco podía olvidarme de la actuación de Irene. Nunca pensé que una persona tan distraída y poco seria pudiera mantenerse con la sangre fría y con un control total de sí misma en situaciones tan complicadas. Y tengo la boca seca y pastosa, debería beber agua. Yo, sin embargo, me dejé llevar por mi miedo y poco me faltó para orinarme. Parece que no faltaba nada sin rescatar en mi cabeza. Eso estaba bien, había llegado la hora de beber un poco de agua. Y que quede claro que es la primera y la última borrachera que cojo, concluí para mí mientras intentaba sacar la mano enredada en una maraña de pelo.
Cuando salí del baño encontré a Gabrielle al otro lado del umbral de la puerta. De pie era mucho más pequeña de lo que me pareció la noche anterior, medía menos que yo, que ya es decir. La gente suele esperar que un vampiro sea alto. Es un error muy común, ya que después de todo durante milenios la estatura media fue de metro y medio.
Y por si fuera poco, Gabrielle parecía estar obsesionada con resaltar su aspecto infantil. Los camisones para niña, como el que llevaba en aquel momento o como el de la noche anterior, formaban dos terceras partes de su cambiador, de modo que a su imagen sólo le faltaba el vaso de leche en la mano y el gorrito de ir a dormir en la cabeza para ser la muñeca de porcelana con la que toda niña cursi sueña.
Sin embargo, de alguna manera, me sentía incapaz de despegar la vista de sus imponentes ojos, fieros, terribles, pero inocentes a la vez. Su mirada penetrante se clavaba en mí con insistencia, me hizo sentir por primera vez lo que los demás debían notar cuando los miraba directamente a los ojos. Su sola presencia era capaz de transmitirme su experiencia acumulada, los siglos de calamidades que habían logrado llenar de puro odio sus entrañas. Y pese a su imagen profundamente pueril, me inspiró pánico una vez más.
¿Qué era lo que yo pretendía hacer? ¿Vencerla? Comparada conmigo, Gabrielle es una auténtica diosa. ¡Es imposible matar a un dios!
–Tienes buen color de cara, para lo que bebiste –comentó apacible–. Tampoco hueles a vómito. ¿Estás bien?
–Sí, siempre y cuando no cierre los ojos –dije–, tan sólo tengo algo de dolor de cabeza.
–Date una ducha, te ayudará. Te prestaré algo de ropa, debemos de usar la misma talla.
–Bueno, gracias –dije aturdida–. Escucha Gabrielle... –comencé a decir vagamente, y medité si era apropiado terminar la frase–. Acerca de tu aspecto…
–Trece –dijo indiferente–. Tenía trece años, por eso parezco casi una niña. Pero al menos me dio tiempo a desarrollar un poco, no es nada que me preocupe. Incluso menstrué por primera vez el día que fui transformada. –Eso explica tu carácter, pensé–. Sien embargo mira tu cara. Debes tener dieciocho, pero pareces casi tan cría como yo.
–¿De verdad parezco una niña? –dije mientras me llevaba una mano a la mejilla.
Me volví al espejo del aseo, a mis espaldas. No podía negar la evidencia, menos al tener la cara de idiota que se me puso al descubrirme algunas pecas que, habría jurado, no estaban ahí la noche anterior. No, una mirada tan estúpida como la mía no servía para fingir desacuerdo. ¿Pero qué está haciendo?
Me di cuenta de que me seguía mirando del mismo modo, aún a través del espejo sentía la riqueza de su mirada reflejada, y cómo trataba de atravesar con ella mi nuca desde la retaguardia. Me apresuré a darme la vuelta.
–Si pasaras unas doce horas en el baño con un neceser lleno de maquillaje lograrías aparentar tu edad –concluyó.

Una anciana que vivió los últimos años de la Guerra Peninsular, cruel, poderosa como pocos vampiros logran ser, logra vivir durante siglos oculta bajo la piel de una niña de catorce años.
Con la luz del día pude ver con un nuevo prisma qué había ocurrido en realidad la noche anterior. Era una estupidez pensar que la estaba engañando, que no sabía quién era yo, y mis intenciones para con Sole se verían desnudas tan pronto como yo hiciera ademán de querer verla. Si Gabrielle deseara atacarme, estaría muerta antes de poder echar el vuelo, de empujarla, siquiera sería consciente de lo ocurrido cuando ella me abriera en canal.
No tenía nada que hacer contra ella, estaba segura, pese a lo que Manto me dijo. Y no había sido consciente de mi estupidez hasta que sentí de nuevo el poder de su mirada aquella tarde. Ella me lo dijo durante nuestra banal conversación. Sus palabras eran sólo la corteza que ocultaban lo que en realidad me había dicho su mirada, y que quedó en mi cabeza grabado a fuego, presente con la fuerza de una máxima, de un dogma, de aquellas cosas aprendidas en la niñez y que no habrán de olvidarse jamás. «¿Lo comprendes ahora? –me dijo–. Tú misma has venido a mí. Te embriagué y bajé tus defensas por completo. Incluso me tributaste, ¡oh poderosa Níobe!, con tu valiosa sangre –incluso con su mirada era capaz de burlarse de mí–. Diamante de Toledo, así te reclama Manto para sí, pero ahora estás atrapada en mi red –anunció autoritaria–. Y no sólo eres incapaz de matarme, sino que agradeces al aire que respiras que te permita seguir viva un segundo más».
Aun cuando entré en la ducha pude escuchar en mi cabeza cómo repetía una y otra vez que le pertenecía. Aproveché el murmullo del agua para evitar que me que oyera –qué estupidez– llorar de rabia y frustración. No había necesitado ni siquiera hablar de ello para derrotarme. Ya me había vencido. Y lo peor de todo es que no me sentía vencida. Pese a su tono de voz, había algo en aquella sensación que me hacía sentir aquello como algo bueno, como si yo fuera partícipe de su victoria. Una parte de mí se sentía orgullosa de pertenecerle.
Pero pese a todo, no podía detenerme. Ya había llegado hasta ahí y en cualquier caso no tenía escapatoria. Hemos trabajado tanto para llegar aquí, pensé, y nunca tuve más que la esperanza de poder vencer. Ahora ni eso tengo, pero si de todos modos terminaré muerta, que sea así.
Mientras me bañaba en agua y lágrimas oí unos golpes metálicos procedentes del exterior. Sonaban como si alguien martilleara contra una vara de hierro que sólo respondiera a cada golpe con el ruido y el eco propios. La voz de Gabrielle gritó silencio, a lo que siguió un golpe mucho más fuerte que los anteriores. El ruido cesó.
Antes de cerrar el grifo decidí no volver a pensar en mi evidente derrota, no asumirla ni en el último momento antes de mi muerte. Plantearme la evidencia sólo serviría para hacerme titubear.
–¿Qué era ese estruendo? –pregunté más tarde, sentada en la mesa del amplio comedor.
–¿Cuál? –dijo, más concentrada en una lámina de la Bacanal de Tiziano que en nuestra conversación.
Tragué la comida.
–Mientras me bañaba he oído golpes –aclaré–, luego has ordenado silencio y se han detenido.
Ella pareció caer en la cuenta de qué le hablaba.
–¡Ah! Es Ancilia, una renegada –explicó ausente–. Era mi seguidora más acérrima hasta que se ofendió por la llegada de Gustavo. Se ha comportado durante décadas como una de esos malditos apátridas, hasta que la recuperé hará medio año. La reeduco con muchísima paciencia, claro, pero se niega a colaborar –dijo mientras sacaba de una funda otra lámina–. Sólo le pido lo normal, que se postre ante mí, se arrepienta y vuelva a seguir mis pasos. Pero prefiere pasar sed y suplicios –aseguró al tiempo que ponía en un marco a la Venus de Urbino–. Una lástima, es muy fuerte y ágil, y además sabe convencer a la gente. Podría ser una gran ayuda en nuestras filas, por ello no pierdo la esperanza de que capitule.
Me pareció que tenía ante mí una oportunidad perfecta para ir a ver a Sole, aunque quizá Gabrielle fue mucho más intencionada en su comentario de lo que yo creí. Ella estaba eligiendo el lugar de su nuevo cuadro en la pared con aire distraído, y distraíada en la comida traté de parecer cuando hablé:
–Me gustaría conocerla. Quizá yo pueda convencerla.
Me miró fascinada, como si se le acabara de ocurrir algo.
–Me acabas de dar una idea –dijo animada–. Níobe, ¿me prestarías otro sorbo de tu sangre?
Otra vez empeñada en vaciarme. Aunque claro, después de mi promesa de la noche anterior, no podía negarme sin resultar sospechosa.
–¿Tú también has pensado chantajearla con sangre? –resolví rápidamente.
–No cede ante cualquier sangre –afirmó–. Pero la tuya tiene un aroma tan especial que no podrá resistirse, ¿sabes? Eres el gran reserva de las sangres.
Puso cara de estar vagando de nuevo por los valles de la sidra, y no se recató a la hora de relamerse al recordar mi sangre.
–Sí, la verdad es que después de lo que bebí ayer debo tener mi propia denominación de origen, –bromeé–. Lo haré. Todo sea por el triunfo del plan –musité con toda sinceridad.
¡Ese es mi método! El mejor modo de mentir no es con una historia muy original, sino con verdades ambiguas. Era tan obvio que debía funcionar. Entonces me di cuenta de que allí faltaba alguien.
–¿Dónde está Irene? –pregunté en seguida.
–En la piscina –dijo– .Hemos hablado durante todo el día, y me ha mostrado algunas de sus llaves de combate para pasar el rato. Es muy hábil para su edad.
Después de las sesiones intensivas a las que Fernando la había sometido, más le valía. Ella nunca se quejó, ni siquiera aquel mediodía en que le hizo dar veinte vueltas a la casa mientras cantaba A las Barricadas una y otra vez. ¡Con lo peperina que era la pobre!
–Sí, no es muy fuerte, pero es ágil y conoce algunas llaves bastante útiles –dije, tal y como habíamos ensayado–. Puede inmovilizar y matar antes de que muchos enemigos mayores que ella se percaten. Le enseñé a moverse a esa velocidad cuando me di cuenta de que la podían tumbar de un golpe.
–Eso ha dicho –dijo desconfiada–. Me dijo que practicabais por las noches en... –fingió olvidarlo–, no recuerdo donde, pero estoy segura de que me dijo que siempre era en el mismo lugar.
Gabrielle no trataba de descubrir la mentira exactamente. Más bien parecía hacer un examen al grupo para comprobar lo precavidos que éramos. Por supuesto, una pregunta como aquella, hecha para descubrir mentirosos estúpidos, había sido más que ensayada:
–Al principio se me ocurrió utilizar mi vieja casa en Olot –comenté imperturbable mientras me llevaba una seta asada y entera a la boca, y seguí concentrada en masticarla–, pero teniendo en cuenta que ninguna de las dos podía ser vista por allí, al final decidimos alejarnos un poco río abajo.
Un trozo de seta se había apoyado en la “f” de “final” para practicar el salto de longitud y lograr una marca olímpica para mi vergüenza. Gabrielle permaneció pensativa por tan poco tiempo que apenas me di cuenta de los cambios en su expresión, y continuó la conversación con normalidad:
–Cuando Gustavo vuelva le diré que la ponga a prueba. Si lo supera en un combate amistoso vendrá con los adultos. Sin duda eres buena criadora, has visto su punto fuerte y se lo has reforzado. ¿Te ha gustado el pincho de setas?
–Menos la seta que ha salido corriendo estaban todas deliciosas, pero nada como el rollito de primavera –comenté con la mirada satisfecha dirigida al plato lleno de restos de lechuga–. Casero, ¿verdad?
–Sí. Ahora que hablamos de comida –dijo como si le viniera de improviso a la mente–. Tengo otra víctima a la que voy a sacrificar, y había pensado que quizá podrías hacerme una demostración de tu poder. ¿Lo harías?
Su voz había cambiado de un tono cotidiano a un lento recreo a través de cada palabra, con el tono que pondría una adolescente que pretende ser seductora. Pero a mí, lejos de seducirme, me puso muy nerviosa. No quería matar a nadie, siempre y cuando ese alguien no intentara matarme a mí. Aún siento aprecio por las vidas ajenas a la mía propia. Medité unos instantes, y me di cuenta de que no tenía elección.
–Si sólo la presenciamos la víctima, tú y yo, sí –respondí sin intentar ocultar mi inquietud.
–Hecho.
Salimos de la mansión y nos dirigimos a una caseta cercana a la que se accedía por un camino que cruzaba un hermoso y simétrico jardín francés, ante la pista de atletismo.
Se trataba de una prisión en miniatura disfrazada de cobertizo para almacenar material, con sólo dos celdas. Una era bastante vulgar, enrejada, nada más entrar y con simples barrotes de hierro, creada tanto para retener humanos como para recordarles lo fácil que era mantenerlos atrapados. La segunda era una cámara aislada a la que se accedía a través de una puerta acorazada al fondo de la habitación.
En la celda común había un hombre de unos treinta años, moreno y de pelo corto, que gritaba y pateaba las rejas. La habitación estaba llena de utensilios de matanza, aún comunes en las casas de campo donde se crían cerdos, y sobre la cabeza del hombre colgaba ominoso el camal de matanza. Sobre un horno de piedra encendido con leña se encontraba la crátera de plata. Supuse que la calentaban para mantener la sangre como recién extraída durante más tiempo.
El hombre vociferaba, blasfemaba y suplicaba clemencia en ese mismo orden una y otra vez. Ante lo que veían sus ojos supongo que era natural asustarse. Una vampiresa esperaba con un cuchillo de punta bien afilada, diseñado para degollar, más parecido por su trabajado diseño a un cortaplumas de lujo que a una herramienta de carnicería. Desde el otro lado de la puerta acorazada se escuchaban apagados y lejanos golpes metálicos. Mi pequeña, ¿qué te hacen? En mi mente se agolparon un cúmulo de pensamientos temerosos de las cruentas torturas que le podrían haber aplicado.
Gabrielle interrumpió el curso de mis terribles pensamientos con su voz dulce, aguda, infantil, y poco hecha a fin de cuentas:
–Adoro que se humillen, son tan tiernos. A éste lo encontramos extramuros, se intentaba colar, supongo que para robar algo. Bueno, pues ya está dentro.
–Bien –dije–. ¿Puedes pedir que lo cuelguen por las piernas del camal?
–Claro.
Hizo una señal con la mano y la victimaria lo colgó mediante cadenas en los tobillos y engrilletó sus muñecas en apenas diez segundos. Le hizo después abandonar la estancia y prohibir la entrada a cualquiera hasta nueva orden.
–Todo tuyo –indicó.
–¿Qué muerte quieres? Rápida, dolorosa, limpia, sangrienta, –con salsa césar o al roquefort.
–Sorpréndeme.
Entré en la celda y me planté ante él. Intentó morderme, pero lo inmovilicé sin tocarlo y le desgarré la camiseta para que su torso quedara desnudo. Había considerado menos cruel hacerle sufrir un paro cardíaco antes de abrirlo en canal, pero cometió un grave error: entre blasfemia y grito le tocaba suplicar, pero en sustitución me escupió. ¡Qué indecoroso! Eso no hay modo de que se lo pueda permitir. Le pateé la boca antes de ir al horno a por la crátera, que tomé con un paño blanco preparado para evitarme quemaduras. La puse bajo su cabeza y regresé junto a Gabrielle.
–Pensaba matarte antes de abrirte, pero sólo por esto –dije mientras me limpiaba su saliva con el paño–, te vas a quedar con nosotras un poco más.
Extendí mi mano hacia él. De su vientre comenzó a abrirse un corte, muy despacio y acompañado de un ris ras, desde el ombligo hasta la caja torácica. Sus alaridos de dolor fueron del clásico ag hasta un rápido aj aj aj más propio de las perdices, que aún así me ensordecieron. Eran atronadores, tanto que el zis zas de los golpes de Sole en la celda aislada se detuvieron. La piel de la víctima se abrió y nos descubrió sus entrañas, su sangre manó sin descanso, se deslizó negruzca por su pecho y su cara en decenas de afluentes que concurrían en la crátera con un cloc cloc.
Comencé a romper venas, cuidaba no tocar órganos vitales para no matarlo antes de tiempo y escuchar durante más tiempo el tric que hacen al estallar, aunque no pude evitar la tentación de abrirle el estómago y verle vomitar sangre emitiendo un gluglú, desesperado por respirar.
Creo que guardaré el diccionario de onomatopeyas antes de seguir.
Un escalofrío me recorrió toda la espalda al contemplar la escena, y me dejó un cosquilleo insistente por todo el cuerpo, aunque en algunas partes era más pertinaz que en otras. Gabrielle no separaba sus ojos del sacrificio, cuyos gritos se comenzaban sonaban cada vez más ahogados por su propia sangre. Por un segundo me apiadé del hombre, e intervine para que Gabrielle me ayudara a convencerme de que debía acabar con su sufrimiento, y de paso recordarle quién era la causante de tal atrocidad:
–¿Quieres que muera ya?
–¡No! –dijo sin retirar su mirada llena de fascinación–. Déjalo un poco más.
Muy a mi pesar, debo decir no me molestaba verlo sufrir y suplicar. Más bien al contrario. Un nuevo escalofrío me azotó la columna vertebral, y me hizo emitir un leve jadeo. ¡Mierda! Comenzaba a excitarme de nuevo ante la sangre. No podía estar pasándome eso otra vez. Gabrielle me miró de pronto, sorprendida.
–¿Qué te pasa? –preguntó.
Volví en mí.
–¿Qué? ¡Nada! –repliqué de inmediato.
–No sabes mentir, estás colorada y te late el corazón a galope tendido. –Sufrí un nuevo escalofrío que me hizo apretar los muslos, y exclamó divertida–: ¡Estás cachonda!
Tartamudeé cuando traté de responder. El miedo a admitirlo y la respiración que apenas podía controlar me dificultaban el habla:
–Yo, no, ¡no! ¡No! Yo...
Callé, tomé aire para tratar calmarme y desistí de negar lo evidente. Suspiré, asustada, derrotada y humillada ante lo que sentía, y hablé cuando me contuve, con la mirada agachada para no cruzarse con la de Gabrielle y evitar excitarme aún más ante mi agónica víctima:
–¿Está sano?
–Completamente –aseguró–. ¿Te apetece?
–Sí –respondí de forma fría y rápida–. Pero que quede entre tú y yo.
Di fin al espectáculo. Con la mirada dirigida a un punto no concreto de la pared apagué los gritos del hombre en seco. No hice que su corazón se detuviera, le di a Gabrielle el placer de que lo oyera estallar.

Apenas había pasado un cuarto de hora desde aquello. Volvíamos a estar en el salón, solas Gabrielle y yo, recostadas sobre sendos brazos del sofá, descalzas, cada una con una copa llena de sangre en la mano. Puede parecer extraño, pero pese a no haber probado animales desde hacía años, no sentía remordimientos por beber la sangre humana. Me fascina demasiado para ello.
De vez en cuando Gabrielle jugaba a tocarme los muslos con los dedos de sus pies helados para hacerme dar un respingo. Yo le respondía con una patada en el vientre, con la que por supuesto me hacía daño yo y ella se reía de mí. Cada cierto período de tiempo la niña se llevaba la crátera algo menos de cinco minutos.
–La pone sobre un hornillo como el de la celda –me explicó Gabrielle sin que yo se lo pidiera–. Ya sabes, para mantenerla caliente. Además se deshace de los coágulos.
Yo olía el jugo de la copa, tomaba sorbos muy pequeños y dejaba que la sangre inundara con su sabor toda mi boca. Cada trago me hacía recordar la vida y agonía de aquel hombre, hacia el que no sentía ninguna compasión, nada aparte de agradecimiento por su fluido, para mí tan excitante como amedrentador había sido hasta entonces.
Nada de compasión. Eso es lo que más me atemorizaba. ¿Acaso no tenía corazón? ¿Hasta qué punto he dejado crecer mi locura?
–No le des más vueltas –dijo como si pudiera leer mi pensamiento–. Eres sádica, ¿qué mas da? Todos los vampiros lo somos, no habrá diferencia cuando te transformes. Simplemente, ya estarás acostumbrada a ello y no te vendrá por sorpresa. Irás un paso por delante de lo normal –concluyó.
–No lo tengo muy claro –respondí, ya más pensativa que preocupada por el asunto–. ¿Y si me vuelvo más sádica todavía?
–¿Más? –Echó a reír–. ¿Tú has visto cómo has dejado a ese tipo? No ha hecho falta desmembrarlo para que cupiera por el horno, el mismo Vlad Tepes habría llorado de emoción con tu hermosa exhibición –añadió con el tono que una madre tendría en la voz para asegurar a su hija que está orgullosa de ella–. Acéptate y no dejes que la conciencia te incordie. Y ya que hablamos de cómo eres, ¿cómo lo has hecho? –preguntó tras una pequeña pausa.
–Realmente no sé muy bien como funciona –mentí–. Sólo sé que si quiero que mueran despedazados, puedo hacerlo sólo con pensarlo, o si lo prefiero, un simple paro cardíaco acaba con ellos. Más limpio para la víctima, –y para mi ropa interior.
–¿Sólo lo puedes hacer con humanos y con niños?
–Con cualquier ser al que le lata el corazón –dije–. No necesito más de un segundo para matar a uno. Podría causar una masacre importante en menos de un minuto.
Gabrielle pareció pensativa por un instante. Olisqueo. Sorbo. Sorbo y trago. Luego continuó:
–Pero tu poder puede llegar a cotas aún más altas. Piensa que puedes hacer esto como humana. Como vampiro tu poder crecería. Serías un arma muy poderosa.
–Te recuerdo que no pienso dejar que me trates como a una simple arma –dije–. Serás mi aliada, no mi ama.
–Tranquila, no quería ofenderte, y menos después de lo que acabo de ver. Es consolador, por primera vez me veo en el bando ganador –suspiró al fin.
–¿Significa eso que lo harás? –pregunté.
–Sí, aunque hay que elaborar una estrategia que sea seria de verdad –respondió–. Lo mejor es dar a elegir a cada líder entre dos disyuntivas, no deberíamos coartar su libertad de decisión.
Su tono fue, como mínimo, sarcástico. En su cara ceñía una sonrisa cruel, cargada de odio y ambición. La hacía preciosa.
–Sí –dije–. Podrán elegir entre postrarse, acatar nuestros dogmas y pagarnos un tributo, o perder a todos sus niños e incluso la propia vida.
–Exacto –dijo, y se rió–. ¿Nuestro primer objetivo? ¿El más cercano?
–Sí. Alba ya ha visto mi poder en acción.
–Entonces nos será fácil convencerla. Nos pondremos ropa ceñida cuando vayamos a visitarla –añadió divertida.
–¡Y gimotearemos como gatas en celo igual que ella!
Reímos gozosas de nuestras esperanzas.
Mis sentimientos hacia ella comenzaban a ser muy dudosos, y mi propia farsa me comenzaba a seducir. Poder, tanto como yo deseara, placeres, lujo, ser una diosa de dioses en toda la península. De pronto y sin saber muy bien por qué, sonaba muy atractiva la idea de dominarlo todo y a todos, e incluso Gabrielle me empezaba a caer bien. ¡Me estaba convirtiendo en mi propio personaje! Ya no necesitaba fingir simpatía, ni que me atraían hacia ella oscuros deseos de poder, ¡los sentía de corazón! ¿Cómo me había dejado seducir?
Creo que en algún momento que no logro determinar ella le dio la vuelta a mi plan. Seguía siendo el mismo, pero de alguna forma parecía construir ante mis pasos adoquín por adoquín, el camino hacia mi propia tumba. Y yo lo seguía convencida de que era el camino a la suya.
Me dirigió una mirada que –pareció– no tenía ninguna intención en concreto. Era como la que cualquiera echa a la mesa para comprobar que sus llaves siguen ahí. Era falso desinterés, sin embargo, nada de lo que ella pudiera hacer era producto del azar. Y no lo supe hasta unos días después.
Esa mirada volvía a hablar. Ahora no se burlaba de mi estupidez, sino que alababa mi valor por haber llegado hasta allí. Sus palabras vibraban bajo mi piel cargadas de poder, pero no como un jefe, más bien como una madre que consuela a su hijo tras haberlo castigado, aunque a decir verdad mi castigo apenas había comenzado. Pese a que sus palabras daban por hecho que éramos un equipo, en realidad aún me estaba proponiendo unirme a ella. Quería que fuera suya. Y en palabras, yo ya había aceptado.
Y lo peor es que yo deseaba ser suya. Quise rendirme a ella, tirar mis armas al suelo y postrarme. Entonces ella me transformaría, y yo misma eliminaría encantada a todo aquel que se opusiera a sus propósitos. Estos pensamientos no sólo no me hacían sentirme nerviosa o temerosa, sino que me hacían reír de placer. En mi interior me sentía orgullosa de haber sido escogida por un ser tan poderoso para disfrutar de sus lujos. Había logrado incluso hacerme consciente de que, aunque humana, sentía la sed, y disfrutaba de ella en copa de plata, como si estuviera educando a su sucesora.
Y si era transformada, ¿qué sangre mejor que la suya? Sangre poderosa, de anciana. Ella no había transformado a nadie desde Sole, pero además, todos sus antecesores también eran ancianos cuando transmitieron su poder a la siguiente generación. El difunto anciano Víctor la transformó a ella en el siglo quince. Y Víctor fue transformado por el primer descendiente de Níobe en nuestro país. Su sangre había acumulado más poder del que se cree posible.
–Quiero brindar contigo –dijo con la copa en alto, rompiendo así el curso de mis pensamientos–: Por nuestra unión, y por la próxima unión de España.
–Por las futuras diosas de Hesperia –añadí, y chocamos los metales a nuestra salud.
–Dentro de poco saborearás la copa con la misma pasión con la que lo hago yo –musitó.
Su comentario me devolvió a la realidad. Eso era algo que siempre había temido. ¿Cómo iba a hacer algo así? El mundo era demasiado mío como para aislarme de él, y menos a punto como estaba de resucitar desde el punto de vista oficial. Y si sólo me une a mi humanidad el hecho de ser humana, ¿qué ocurriría si me transformara? Creo que de no haber sido por esa intervención y las que siguieron tras terminar Gabrielle su copa, me habría olvidado por completo de mi verdadero propósito allá.
–¿Qué dices a propósito de lo acordado? –preguntó–. ¿Me ayudarás a convencer a Ancilia para que se deje corregir?
–Sí, claro –dije, con la sensación en el estómago de que el rollito se estaba peleando con las setas y ellas iban ganando.
–Te noto algo nerviosa. ¿Te ocurre algo?
–Nada –farfullé–. Sólo que me ha dado un poco de miedo. La describes tan agresiva…
–Tranquila, es bastante noble y al contrario que yo respeta tu linaje –dijo–. Quizá su debilidad sea, de hecho, su piedad. Además, no te ocurrirá nada si yo estoy contigo.
–Está bien. Vamos.

Entramos de nuevo al calabozo y le preguntó a la vampiresa si Sole estaba inmovilizada. Le respondió de manera afirmativa mientras lavaba en una pila las cadenas ensangrentadas con la misma naturalidad con que lavaría la vajilla, y nos aproximamos a la puerta acorazada. Gabrielle sacó las dos llaves del bolsillo del pantalón de la mujer, y mientras abría me advirtió:
–Si logramos que ceda, no le des más que un sorbo. Podría engañarnos, y si recupera la fuerza suficiente, quién sabe si escapar.
–Entendido.
La puerta se abrió. Gabrielle encendió la luz de la celda en la pared del fondo. Allí, sujeta de manos y pies mediante grilletes de acero directamente a la pared, la figura desgarbada de Soledad se descubrió ante mí. Su ropa harapienta estaba desgarrada por todos lados, en trazos arqueados y longitudinales a causa de continuos zarpazos. Sus heridas no habían cicatrizado del todo debido a la falta de sangre. Su piel cuarteada, llena de arrugas, demostraba que bien podía llevar un mes sin beber. Su pelo había crecido, su tinte rojo cubría algo más que la mitad final de su cabellera, desde donde surgía el brillo de su rubio cabello.
Y lo más terrible de ver eran sus brazos, sus muñecas huesudas cubiertas de pellejo, como si no fuera más que un esqueleto envasado al vacío. El corazón me dio un vuelco al verla así. Quise llorar al verla así. Necesitaba echarme de rodillas ante ella y llorar, y suplicarle que tomara hasta la última gota de mi sangre para verla tal y como yo la conocí.
No levantó la cabeza nuestra llegada. Sólo carraspeó y susurró, con la cara agachada y oculta casi por completo por su largo flequillo, con una arrogante bienvenida pese a su situación:
–Ya te dije que antes muerta –masculló con dificultad por tan poca saliva.
–Lo sé. Pero he traído a alguien que desea conocerte –respondió Gabrielle en tanto que cerraba la puerta con llave.
Ella debía ser consciente de mi presencia allí al menos desde que sacrifiqué al hombre, pero fingió no haberse percatado hasta entonces. Levantó su cabeza y uno de sus verdes ojos se descubrió tras el pelo, sus labios agrietados dibujaron una sonrisa forzada y comenzaron a emitir laboriosamente las palabras:
–Saludos, ¡oh! excelentísima. ¿Qué desea su excelencia, la mismísima portadora de la Crux Feminia, de una simple rea plebeya?
Otra con el puñetero tonito en la voz. Al final la dejo aquí.
Cuando la vi allí, completamente humillada y sin poder salir, las dudas que me hubieran bombardeado durante el día callaron. No importaba lo perdida que yo estuviera, debía tratar de sacarla de allí a cualquier precio. Estaba segura de que Gabrielle había descubierto qué relación había entre nosotras. Si Sole fue perseguida por miembros del clan de Gabrielle, ella no habría tardado demasiado en saber que ella visitaba Olot a diario. Y es una estupidez pensar que no pueda saber que hasta hace poco yo vivía allí. Después de todo, un nuevo protegido siempre es un buen cotilleo. Pero quizá pueda pasar desapercibida la información crucial si yo modificara la verdad lo suficiente como para beneficiarme y resultar creíble y...
–¡No te burles, vampiro! –le ordené firme–. Ahora que te he visto sé perfectamente quién eres y a qué volviste a estas tierras. –Las dos me miraron confusas. Yo continué con desdén–: Ancilia, tu nombre como humana fue Soledad Pérez Jiménez, ¿me equivoco?
Gabrielle parecía no ver con claridad mis intenciones. Todavía.
–¿Cómo sabes eso? –preguntó.
–Esta Cruz. La heredé de tu hermana, ¿verdad? –dije con ella en mi mano–. He unido cabos. Encontré tu diario de guerra en casa de Marga. El líder de Alicante, Rodrigo, me explicó que una tal Soledad, melliza de Marga, fue transformada en el final de la Guerra Civil. Sé que le pidió vigilarme y protegerme en su lecho de muerte. Además vi una foto vuestra en casa de Marga, y eso no da cabida a dudas –concluí–. ¡Descúbreme la cara!
Ella agitó sin energía la cabeza para apartar el pelo y mostrarme su rostro al completo. Por suerte para mí había decidido seguirme el juego. Su cara parecía la de una octogenaria raquítica, poblada de arrugas, casi eché a llorar al verla así. Era la viva imagen de la anciana Marga engrilletada contra la pared. Con más pelo y mucha menos grasa, pero era Marga.
Durante meses me había preparado para ese momento. Si hay algo más difícil que controlar los gestos delatores, es manipular los propios pensamientos para evitar que los latidos del corazón den un cambio drástico. El mío no lo dio. Si allí había algo que pudiera darme determinación más que nada era saber que el mínimo fallo supondría el punto final de nuestro plan y de mi vida. Me contuve y afirmé:
–Eres tú. No lo puedes negar.
–Era yo. Lo fui en una época –masculló humillada.
–Y por ello te estoy agradecida –repuse mucho más calmada–. Cuidaste de mí desde las sombras. Y a causa de ello quiero compensártelo, quiero ayudarte.
–¿Y cómo tan alta figura de respetable nombre logrará cumplir la diminuta pero noble empresa que nos concierne?
Eso era lo mejor de Sole. Cuando intenta hablar en un registro fuera del coloquial parecía del medievo.
–¡Ancilia! –Gabrielle comenzó a reprimirla.
–No pasa nada, Gabrielle –dije–. Veo que aún te burlas, pero no importa. He venido a convencerte, quiero que te unas a nuestra causa. Ayúdanos a unir esta península desquebrajada en una sola, segura y pacífica nación. Piensa todo lo que ganarías. No sólo abandonarías tus grilletes, sino que además ocuparás un importante cargo en nuestro equipo.
–Soy una apátrida –espetó.
–¡Vamos, Ancilia, sé razonable! –le dije–. Actualmente el país está lleno de clanes y vampiros autócratas y lo único que tenemos es caos, discusiones, violencia. El conflicto de intereses cada vez es más grande y nadie quiere mediar. Hay una guerra a la vuelta de la esquina, todo porque durante siglos hemos actuado como si la libertad no tuviera límites. ¡No podemos permitir que la gente muera por defender un sistema que no funciona!
–¡No! –rugió.
El eco en la celda fue atronador. Su negación había resonado como un poderoso estertor, y no pude evitar alterarme. Gabrielle me puso una mano en el hombro, y yo le indiqué que me encontraba bien con un movimiento de mi cabeza. Tan pronto como recuperé la calma con un suspiro le di mi propuesta. Aquí venía la parte que Sole conocía, la que, si no tenía la cabeza tan seca como el cuerpo, recordaría y la haría reaccionar:
–No respondas tan rápido. Piénsalo. En tu mente hay demasiadas ideas erróneas que deben cambiar, y es natural que no te pueda convencer en una sola conversación. Tómate tu tiempo y piensa en ello de manera imparcial. Recuerda que si cedes, por encima de ti sólo nos encontraríamos nosotras dos. Tendrás poder, riquezas, y a cambio sólo te pido que aceptes a Gabrielle como tu legítima ama y le permitas reeducarte. Terminarían la sed y los castigos, ¿verdad Gabrielle?
–¡Claro que sí! –dijo ella enseguida con un fuerte asentimiento–. Ancilia, quizá te parezca un monstruo, pero cualquier otro vampiro ya habría ejecutado a un miembro rebelde. He invertido mucha paciencia en ti, no me decepciones. Sólo quiero lo mejor para ti.
Ella no respondió.
Me acerqué a Sole para saber qué razonamiento podía quedar en su interior. En su mirada vi el reflejo de un duro debate interno. Parecía ilusionada, feliz por verme, pero el gesto de su cara era feroz y despiadado. Estaba muerta de sed, y había empeorado por mi culpa. Quizá ni siquiera fuera plenamente de sus actos en aquel momento. Le acaricié el cabello para seducirla con mi olor, lo único que sospechaba que podía escuchar.
–Te propongo un trato –dije mientras movía temblorosa la cabeza siguiendo mi mano, como si tratara de morderse la oreja–. Retira tu respuesta. Gabrielle –dije sin girarme–, ¿cuándo volverá Gustavo?
–Solo ha ido a unas clases intensivas y a tomar prestados unos libros –respondió–. Pasado mañana.
–Piensa tu respuesta definitiva hasta pasado mañana –musité absorta en su añorado tacto–. Tienes exactamente cuarenta y ocho horas. Volveremos y me darás tu respuesta final. Conoces las consecuencias tanto de una respuesta negativa como positiva, así que no hay más que hablar. Si prometes pensarlo y retiras el “no” te premiaré con algo de... mi sangre. –Terminé la frase casi desvanecida por la presión–. Pareces sedienta, te ayudará a pensar. ¿Qué respondes?
Agachó la cabeza. Hasta el momento en que le ofrecí mi sangre, su mente apenas había estado presente. Pero ella sabe qué significa aquello. El día en que le di mi negativa de transformarme le ofrecí a beber mi sangre, pero nunca la aceptó. Ahora sabía a la perfección qué era lo que yo pretendía hacer y cómo tenía que actuar.
Levantó la mirada, derrotada, y respondió:
–Pensaré mi respuesta. Retiro el “no”.
–Sabía que colaborarías –dije sonriente.
Extendí mi mano hacia Gabrielle, que no podía creer que acabara de ver a Sole doblegarse. Parecía estar satisfecha de más cosas de las que parecía haber ocurrido en aquel instante. Se acercó a mi brazo, lo tomó y me mordió con mucho cuidado de dejar la menor marca posible. Apagué el gemido de dolor en un suspiro y uní mi herida a la boca de Sole. Ella bebió con mucho cuidado, despacio, casi gota a gota y sin acercar los dientes. Los arañazos de su piel comenzaron a cicatrizar a la velocidad que un caracol sale de su concha, sus arrugas menguaron, su aspecto rejuveneció... hasta parecer recién jubilada. Retiré mi brazo. Aún necesitaba casi toda mi sangre.
–Suficiente por ahora –dije–. Recibirás más como primera muestra de gratitud si tu respuesta es afirmativa.

–Gracias.
Los colmillos de Gabrielle parecían dos agujas hipodérmicas, y me alegré no haberme percatado de la comparación hasta entonces.
Estábamos en el recatado porche sur, un mirador rodeado de rosales con vistas al jardín, y ella me estaba sujetando el algodón con un poco de esparadrapo. No fue necesaria más cura que un poco de alcohol y el mareo se fue después de un vaso de soja.
–Ancilia no ha cedido en absoluto desde que se fue hasta hoy –añadió.
–Dirá que sí –dije.
–¿Cómo estás tan segura?
–Me ha visto crecer, y sabe cómo soy. Conoce mi poder y lo cruel que puedo llegar a ser como humana. Y es consciente de nuestras intenciones.
–Durante apenas un segundo antes de aceptar el trato te ha mirado con aspecto muy extrañado, como si no te reconociera –dijo–. Parecía asustada, creo que sospecha de mis intenciones de transformarte. Por cierto, dime la verdad. ¿Te ha gustado?
–¿Qué? –Merda!
–Venga, no te avergüences, te ha resplandecido la mirada al verla –aseguró.
Su forma de hablar ahora se había vuelto de nuevo como la de una madre, cuando pregunta a su hija de siete años si le gusta ese niño de clase que se acaba de ir del parque.
–Bueno, la verdad es que pese a las arrugas parecía bastante... guapa –dije entre titubeos–. Me ha recordado a Marga. ¡Pero no te salgas del tema! –exclamé incómoda–. Piensa que cuando ella ceda ante ti, no necesitaré seguir siendo humana, y podrás transformarme…
–Y entonces intentarás algo con ella –interrumpió.
–No. O sí, no lo sé, pero lo que quiero decir es que incluso si su respuesta es “no”, no conviene retrasarlo –farfullé–. No nos es conveniente en absoluto –dije pensativa.
La última frase la dije más para mí que para el resto del mundo.
Gabrielle dejó el rollo de esparadrapo en la mesa y se acostó en el banco, su cabeza apareció apoyada en mi regazo sin previo aviso. Parecía mirar el paisaje con aire distraído y las manos en la nuca. Eso debió incomodarme.
Pero no lo hizo.
En aquel momento, mientras el último brote rojizo se marchitaba en el brillante cielo, me pareció la criatura más inocente del universo. Casi sentí ganas de arroparla con una manta para que no tuviera frío.
¿Es esa la relación de dos enemigas? La mía parecía dispuesta a permitir que la tomara en adopción. Por suerte a veces su forma de hablar me recordaba quién era en realidad. No era alguien que me desagradara como persona. Un tanto arrogante, sí, pero en cierto modo, yo misma envidio ese aspecto de su personalidad. Yo era demasiado humilde.
También era ambiciosa. Pero no se puede vivir durante siglos sin ello. Era profundamente buena, y al mismo tiempo, la criatura más cruel del planeta.
Pero, después de todo, en eso consiste ser vampiro.

lunes, 4 de enero de 2010

44- Gabrielle



Las diez de la tercera noche para la Nueva de octubre. Habíamos madrugado para llegar pronto a casa de Gabrielle, y ahí estábamos, plantadas ante la verja que se abría en el muro de ladrillos y nos cerraba el paso al camino privado que –imaginábamos, ya que el camino se perdía entre los árboles– conduciría hacia la mansión. Me acerqué a la puerta, cerrada con un candado demasiado común para la apariencia ostentosa del lugar, como si a su propietaria realmente no le importara que entraran intrusos. Lo inspeccioné unos segundos y me aseguré de que no hubiera más métodos de cerradura ni alarmas. Luego volví junto a Irene y le quité dos de los ganchos con los que había tratado en vano domar su revoltoso pelo, y los empleé como ganzúa.
–¿Qué hacías antes con los altavoces de aquel coche? –comentó distraída.
–Esa chatarra podría sernos útil –dije–. Ya casi está...
–Brujita, ¿no sería más rápido saltar el muro?
–Mide casi cuatro metros y no hay forma de escalarlo –repliqué–. No puede sospechar de mi poder antes de tiempo, tengo que abrir el candado.
Ella se acercó y me apartó de mi tarea con un delicado codazo, tomó el candado con ambas manos y lo partió de un tirón.
–¡Eh! Se supone que debía abrirlo, no romperlo –dije.
–Tanto monta –dijo resuelta.
–Creo que pasas demasiado tiempo con Fernando. Sigamos adelante, y ya sabes, si oyes algún ruido o ves algo como un vigilante o una cámara avisa. Prometí no ser vista.
–Hay una cámara a sesenta metros de ti y estás a tres pasos de entrar en plano –farfulló de pronto.
Me paré de golpe en mitad del camino. Irene no domina bien eso de avisar a tiempo, ella prefiere dar por hecho la idea de que si ella conoce algo los demás también, lo que había ayudado a fomentar la creencia de que era más idiota que los demás. Creo que en realidad capta las ideas con tal rapidez que obvia decirlas.
–¿Qué tipo de cámara? –pregunté.
–De esas que parecen media pelota negra, así como los ojos de una gamba, pero mucho más grande que las que ponen en las tiendas.
–Está bien, nos vemos en la puerta, –dije, y eché a volar.
Aterricé sobre el porche, justo encima de otra cámara. Metí mi mano en el macuto, saqué el imán que había tomado prestado indefinidamente del altavoz del coche con menos suerte de toda la partida rural y lo coloqué sobre la cámara para inutilizarla. Salté frente a la puerta y toqué el timbre. Irene llegó tras de mí a los pocos segundos.
–¿Has visto el tamaño de la piscina? –dijo fascinada.
–He visto la piscina, el jardín, la pista de squash y la de atletismo –y dos Mercedes y un Audi y un estanque con carpas y dos pavos reales copulando y...
La puerta se abrió, una joven vampiresa mulata nos recibió con una reverencia, se hizo a un lado y nos invitó a cruzar el umbral con un gesto de su mano. Encendió la lámpara de la mesita adyacente a la puerta, que emitió una luz demasiado tenue como para permitirme ver más allá de las sombras de los muebles.
–Mi ama les espera. Por favor, síganme –dijo con una voz gutural cuando cruzamos el umbral.
En ningún momento nos había mirado directamente a la cara. Su vista se había mantenido en todo momento en algún punto entre mi mejilla derecha y mi hombro derecho, como si yo tuviera algún tipo de poder sobre ella.
Nos condujo a una habitación mucho mejor iluminada, un amplio salón con muebles de diseño, lámparas de diseño, cuyo suelo estaba recubierto por una alfombra de diseño y hasta había un tulipán de diseño en un jarrón, y allí nos esperaba una hermosa criatura. ¿Esa era la temida anciana Gabrielle?
La niña podría aparentar como mucho quince años. Su melena rubia y lisa llegaba hasta más abajo de la cintura. Estaba recostada en un sofá de cuero blanco de diseño, y sus ojos enormes y negros miraban con odio la pantalla de un enorme plasma de diseño en el que se veía la imagen de algo parecido a un arco iris –quizá uno de diseño. Iba descalza, vestida con un camisón de raso color fucsia en el que se perdían sus pocas curvas de mujer y la hacía parecer todavía más infantil.
En su mano llevaba una elegante copa de plata, llena hasta su mitad de un líquido de un rojo negruzco que supuse no era vino tinto. Frente a ella, en una mesa de café, una crátera también de plata llena adornada con bajorrelieves y otra copa vacía.
No se giró a nuestra entrada. Nuestra guía salió y cerró la puerta tras de sí.
–¿Cómo lo has hecho? –preguntó, más curiosa que impresionada.
–Alba te advirtió que soy más de lo que aparento –dije.
–Ya somos dos. Sentaos, –dijo, y encogió sus piernas para hacernos un hueco en el sofá.
Me senté entre ella e Irene, que parecía asustada, o quizá incómoda por algo de plata y lleno de sangre frente a ella. Yo trataba de controlar mis impulsos asesinos hacia esa anciana con aspecto de adolescente malcriada que aún no nos había mirado a la cara directamente. Me la imaginaba con cuerpo de chihuahua, volando por los aires a causa de la patada que llevaba meses reservándole. Vampiro de juguete...
–Gracias por acogernos –dije con voz tímida–, y perdón por lo que he hecho a tu cámara. La puedo pagar –repuse.
–No importa, me sobra el dinero. Y no estéis tan tensas –dijo más para Irene que para mí–, sois mis invitadas. ¿Por qué vas armada? –preguntó, como si no hubiera visto mis armas hasta entonces.
–Tranquila, sólo son útiles contra niños –mentí, y me desabroché el cinto para que no desconfiara–. Las llevo porque son un regalo.
Apretó un botón del mando universal, dijo «¡niña!» y continuó la conversación:
–¿Un regalo? ¿De quién?
–De Manto –dije.
Se llevó la copa a los labios con aire cansino y dio el último sorbo de sangre. De una puerta trasera llegó la niña, vestida con un elegante traje purpúreo. Gabrielle le dio su copa y ella la rellenó con un pequeño cazo como si estuviera sirviendo consomé. Luego tomó la otra copa, la llenó y se la tendió a Irene. Realmente parecía que la mujer no necesitaba que se le dijera lo que debía hacer para lograr de Gabrielle una mueca de agradecimiento similar a la que la mayoría tiene reservada para alguien frente a ellos que se orine en los pantalones.
–Bebe cuanto quieras, hija –dijo en un tono tranquilo y monocorde–. La víctima no lleva muerta una hora, y todavía se mantiene tibia. Perdona por no ofrecerte... Níobe, pero había pensado que sería más agradable para tu paladar que le encargaras tú misma lo que quieras. Yo ya he olvidado el sabor de la comida humana –añadió sin ninguna nostalgia.
–Gracias –dije–. Un zumo de manzana. Natural.
La niña reverenció y salió por donde había entrado con una sonrisa. Supongo que sonreír mientras se lo encargaba es el gesto más cordial que ha recibido en su vida.
Era muy curioso oír a hablar a Gabrielle. Su voz completamente infantil contrasta con su modo de hablar, tranquilo y medido, carente de cualquier emoción. Sonaba como si una niña recitara Fuenteovejuna intentando poner voz de adulta.
–Así que son un regalo del mismísimo Manto –dijo–. ¿Puedo verlas?
Asentí y le di el cinto. De todos modos si quisiera matarme no las necesitaría, los vampiros desconfían normalmente de todo arma sobre la que no se pueda aplicar pasta de dientes ni laca de uñas.
Desenfundó una de ellas y la miró maravillada, por primera vez dejando que su piel filtrara al exterior algún atisbo de sentimiento. Creo que tenía las pupilas dilatadas de admiración, aunque no estoy segura porque es difícil distinguir el negro sobre el negro. En cualquier caso, sus ojos parecían calcular cuánto debía valer cada piedra.
–Hay que reconocer que ese capullo tiene buen gusto –dijo mientras anulaba de nuevo toda impresión de su rostro–. ¿Dónde has metido tu cabeza para lograr que Manto te regale algo así?
–En demasiadas reuniones comprometidas del Consejo –respondí ignorando el comentario–. Por cierto, vi la presentación de Gustavo.
–Decepcionante, lo sé. Es muy buen luchador y entrenador, y dice que preparaba un gazpacho inigualable, pero tiene la habilidad retórica de una cebolla.
–Las cebollas son más emotivas, hacen llorar –comenté.
–Él me hizo llorar a mí –dijo mientras agitaba su copa a la altura de su nariz–. Pero no importa –bebió de la copa–. Lo he mandado a Barcelona para que estudie teoría retórica en casa de Alba, que es adicta a los sofistas y a Cicerón –y se relamió–. Aún no habrá llegado –y olisqueó la sangre–. Pero vayamos a la cuestión –repuso, apartando la tentación de la copa de su cara para no entornar los ojos–. Pareces bastante ágil. Pese a que he visto a Irene atravesar el camino, tú no has entrado en plano un solo momento, has evitado los sensores de presión dispersos por todos lados y los micrófonos ocultos en los árboles. Me has demostrado que no eres precisamente una humana normal, y que sin duda tienes potencial para hacer honor al peso de tu nombre.
La última frase casi la dijo burlona, tal como hablaría un encargado de un restaurante de comida rápida a un subordinado que le pidiera un aumento.
–Gracias Gabrielle, pero parece que opinas de mi cargo algo negativo.
–¿Ahora lees mis pensamientos? –dijo.
Parecía enfadada. No enfadada como un manifestante, ni como un presidiario, sino como una novia a punto de sacar todos los trapos sucios a la luz, con esa sonrisa de quien se sabe vencedora en la discusión antes de comenzarla. Me pareció entonces que lo mejor era no contrariarla en absoluto. De alguna manera esa cría infundía mucho, pero que mucho miedo. Además, parecía el momento perfecto para poner en marcha mi plan allí.
–Supongo que piensas que es un honor que no nos merecemos. Una persona hace algo por un vampiro una vez y sus descendientes tienen derecho a un puesto en la administración nacional. Para ser sincera, yo también creo que el honor es excesivo.
Di un suspiro de alivio al ver cómo las facciones de su cara perdían la tensión. Entonces tomé fuerzas para dar el giro que buscaba, mientras deseaba para mis adentros seguir viva el minuto siguiente.
–Aunque a decir verdad, aspiro a algo más que un sillón tan alto que mis pies apenas puedan tocar el suelo. Después de todo, yo sí me lo merezco.
–Eres muy agresiva para ser la que traerá la Nueva Paz.
Otra vez ese tono de falsa admiración. Decidí ignorarlo y lanzarme de cabeza al vacío:
–Quizá intentaría traerla si fuera preciso. Pero no hay ninguna guerra. ¿Verdad?
–¿Eso crees? –dijo con el tono de alguien que tiene el libro de respuestas en la mano, y se llevó de nuevo la copa a los labios.
–Al menos no hay nada declarado.
–Los hipócritas del Consejo son un atajo de cobardes –dijo–. Todos quieren poder, pero ninguno se atreve a dar la cara. (Sorbo). Todos prefieren creer que siguen siendo humanos, como si los humanos no se mataran entre ellos. (Olfateo). Para serte sincera, no sé por qué sometí mi decisión de tomar Girona a votación.
–¿La tomarías a la fuerza? –pregunté.
–Debí haberla hecho. Después de todo, esa tierra no es de nadie. (Sorbo. Trago). Pero claro, si la tomo sin más lo mejor que puedo llevarme es un consejo de guerra. (Lengua limpiando la sangre de las comisuras). Como si alguien quisiera esa región.
–¿Pero qué pueden hacerte? –dije–. ¿Obligarte a firmar una declaración por triplicado? Eres mucho mayor que la mayoría de ellos.
–¿Adónde pretendes llegar con esto? –dijo en tono cortante.
Me asusté. Del modo en que le estaba hablando debió parecerle que quería hacerla confesar allí mismo sus intenciones. Sentí un escalofrío de terror. Sin más que un cambio de registro aquella cría había logrado que se me cortara la respiración y mis manos se empañaran de sudores fríos. Intenté tragar saliva y hablar, pero por alguna razón mis fluidos gástricos se empeñaban en querer salir y no en entrar. Y por supuesto Gabrielle se percató.
–Debí suponerlo –dijo–. ¿Te paga Manto?
–N-no –logré decir.
Irene había permanecido completamente ausente e inmóvil hasta ese momento. Entonces me puso un brazo sobre el pecho y el otro sujetando mi costado, y me echó para atrás por si tenía que protegerme de una embestida.
Gabrielle miró a Irene con asombro por su actitud. No podía creer que una cría de menos de un año se atreviera a enfrentarse a ella.
–Os mataría a las dos y ni siquiera os daríais cuenta –dijo.
–Lo sé –respondió Irene con firmeza–. Pero no por ello me puedo retirar de mi puesto.
–¿Por qué lo haces? –preguntó ignorando completamente mi presencia como hasta ahora había ignorado la de Irene–. ¿Por qué arriesgar tu vida por una humana?
–Es mi amiga –resolvió sin ningún temor–. Además, creo que no deberías sacar conclusiones precipitadas.
–Tu amiga –dijo pensativa–. Tu amiga... –repitió. Puso los ojos en blanco y negó con la cabeza antes de continuar–: Decidme entonces, ¿qué habéis venido a buscar?
Me sentía en el ojo del huracán. Tomé aire y traté de mitigar mi miedo. Le respondí sin trabarme, aunque en mi voz se notaba que todavía estaba asustada, y no pude decir más que una palabra:
–Poder.
–Venganza –añadió Irene, completamente fría.
Gabrielle arqueó las cejas mientras asentía lentamente, como si intentara asimilar los conceptos, y respondió con desprecio:
–¿Y por qué os iba a ayudar?
No fui capaz de responder. Fue Irene la que habló de nuevo:
–Podemos ayudarte a conseguir lo que quieres.
–Vosotras. Una humana y una niñata –dijo, y se mantuvo pensativa de nuevo–. Aunque hay que reconocer que sois valientes. No todo el mundo tiene lo que hay que tener para venir a decirme esto. No habríais sido tan ingenuas de venir si no tuviérais nada realmente útil que ofrecerme –concluyó.
Yo, que ya había recuperado el aliento, el pulso y casi la voz, me atreví a responderle:
–Ya he dicho que no soy una humana corriente.
–Tu voz resuena con fuerza en la Cámara del Consejo, eso es cierto si Gustavo no me mintió. Pero espero que tengas algo más.
–Me muevo con mucho más sigilo y agilidad que cualquier humano que conozca. Y puedo... matar a quien yo quiera sin tocarlo.
–¿Cualquiera?
Siempre y cuando no esté ya muerto –añadí.
Ella no pareció demasiado sorprendida, aunque Gabrielle era del tipo de personas que nunca se sorprende por nada en absoluto.
–Supongo que no arriesgo nada en confiar en vosotras –dijo al fin–. Aunque, por supuesto, tendré que poneros bajo mi tutela. Podrían haceros daño –añadió irónica.
Irene me asió con fuerza y se enfrentó de nuevo a ella, pero esta vez le puse una mano en el hombro y la detuve. Tardó bastante en dejarme salir de entre sus brazos y se mantuvo firme tras de mí, sin apartar su mirada de los ojos de Gabrielle.
–Lo comprendemos –dije.
–¡Vera! –gritó Irene enfadada.
–Ponte en su lugar –le dije–. Venimos favorecidas y aclamadas por el Consejo a ofrecerle precisamente nuestra ayuda para destruirlo. Necesita una garantía de que puede confiar en nosotras.
Muy lentamente apartó la mirada de Gabrielle y asintió vencida.
–Está bien –dijo al fin.
–Eso está bien –concluyó Gabrielle, y rescató la conversación–: Aún así, no veo en qué puede sernos útil tu poder. ¿Cómo piensas vencer a todos los clanes del Consejo?
–No con una guerra abierta, eso está claro –dije–. Sin embargo podemos presionar a los clanes para que nos den su apoyo.
–No veo de qué modo cualquier clan puede ceder a nuestro chantaje –respondió sin tratar de ocultar su desprecio hacia mi propuesta.
–Piensa en cómo funciona la economía de todas las provincias –añadí en seguida–. Cada vampiro poderoso se vale de decenas de niños que trabajan en condiciones de esclavitud, y nada es de sus amos en términos oficiales, si no me equivoco.
–No es necesario que lo sea –dijo–, cada mes el niño paga una cuota a su amo en una cuenta a nombre de cada niño. En muchas ocasiones hasta las casas donde viven vampiros subordinados están a nombre de niños, para no tener que responder ante hacienda. De todos modos, a efectos prácticos, los niños no son más que otro electrodoméstico.
–Eso quiere decir que si todos los niños de una ciudad murieran en, digamos, media hora, la provincia se arruinaría. ¿No?
A Gabrielle se le iluminó la mirada. Sabía que tener una buena posición y una voz que se hiciera escuchar era importante en el Consejo, pero no hay nada más convincente como infundir la sensación de que los disidentes lo perderían absolutamente todo. Vació su copa de un solo trago y la dejó en la mesa de café.
–Es ya un poco tarde. ¿No tienes sueño?
–No, mi horario está invertido. Duermo al amanecer.
–Está bien. Tengo una cama en mi habitación, y como no está Gustavo no le daré uso. Las sábanas están limpias, ¿te importa dormir allí?
–En absoluto. He dormido sobre un lecho de heno hasta que fui a Toledo, un colchón es un palacio para mi columna.


Pasamos el resto de la noche charlando en el sofá. Gabrielle hizo que me trajeran algo con alcohol casi tan pronto como cambiamos de tema, y tengo que admitir que me dejé llevar. Sabía que su propósito era sacarme planes ocultos, que le fuera sincera, pero por suerte para mí hasta borracha me sobra el autocontrol.
Lo bueno de vivir desde el siglo quince es que nunca te quedas sin conversación y batallitas que contar. Las de Gabrielle tendían a ser bastante macabras, y sus moralejas siempre eran muy parecidas: la gente sirve para comer y para divertirse.
–Me lo pasé muy bien con aquella familia, en el setenta y tres –dijo–. Teníais que haberla visto, parecía sacada de un panfleto católico. Un padre cariñoso y bien situado, una madre amante y el crío más adorable que pueda haber, un mañaco repelente de siete años. Los encerré en la habitación donde estaba el padre, que nada más verme se lanzó contra mí. Quería pegarme, su cara era puro odio, y eso que yo no había hecho más que empezar.
»Tan pronto como cayó sobre mí le partí los brazos y lo eché al otro lado de la habitación. Pero lo mejor vino cuando despedacé a la mujer delante del niño –recordó entre risas. Luego suspiró, como si recordara la sonrisa de una persona amada–. Qué belleza. Era hermosa la melodía de sus gritos de terror, de la agonía de su madre, que aún vivía. Y de fondo acompañaban al canto los ridículos gimoteos del padre.
»El niño parecía un ángel con las lágrimas acariciando sus mejillas, rojas por toda la sangre que llevaba en él. Nunca he visto nada más conmovedor que esa carita...
Pareció recordar mi presencia allí, y se apresuró a dejar ese recuerdo de lado. Aunque a decir verdad, yo me estaba divirtiendo casi tanto como ella con la historia. O quizá no fuera la historia en sí, sino su forma de contarla, de vivirla, me hacía de algún modo despertar mi lado más desquiciado.
Lo siento, no quería ser tan explícita –dijo en seguida.
Tranquila –le respondí contenta desde la alfombra a los pies del sofá–, puedes hacerle lo que quieras a la gente, siempre y cuando esa gente no sea yo.
Asintió mientras me miraba con los ojos entrecerrados, parecía examinar mi actitud, pero no me importó demasiado en mi estado.
Por su parte, Irene no parecía demasiado cómoda con la conversación. Al contrario que yo o que la mayoría de vampiros, ella siempre había detestado siquiera la idea de matar a nadie. Nos llevó varias semanas quitarle de la cabeza el sentimiento de culpa por aquella niña que mató la primera vez que bebió, y ahora parecía enfadada conmigo por mi reacción en esa situación.
Me puse en pie demasiado decidida y acabé sobre Gabrielle, fingí que se trató de un descontrol debido a mi embriaguez. Vale, me caí porque estaba borrachísima, pero tenía segundas intenciones.
Ella, por supuesto, me sujetó de los brazos antes de que me cayera por completo. Eso debía haber alarmado a Irene de no haber formado parte de los cambios de plan de última hora, pero aun así se mantenía alerta.
Miré a Gabrielle a los ojos notablemente dispersa, ella me sonrió y me acercó hacia sí con cuidado, hasta que mi cabeza estuvo lo bastante cerca de su hombro como para dejarme reposar. Me dejé acurrucar y sentí cómo me olfateaba el cuello.
–Tu sangre huele a manzanas –dijo con las mejillas coloradas por toda la sangre que había bebido.
Rompí a reír mientras me agarraba a ella para no caerme.
–No mientas. Con lo que he bebido tiene que oler a sidra –respondí.
–Bastante.
Manto tenía razón. Su piel daba la falsa sensación de delicadeza que da el duro mármol, y me dio la sensación de estar abrazada a la Pietá de Miguel Ángel. Sería imposible intentar nada contra un ser tan pétreo, incluso Irene se partiría los dientes antes de hacerle un rasguño.
Manto me había dado otro consejo, a propósito de mi sangre. No se me ocurrió un momento mejor para ello.
–Y dime. ¿Te gusta el olor? –pregunté.
–Me encanta. Hace siglos que no apreciaba el olor de las manzanas como ahora –dijo, y su voz entonces sí sonó nostálgica.
Lo que hice entonces no fue nada fácil para mí. Y no sólo porque se tratara de mi enemiga. Puede que fuera considerada una anciana incluso por los vampiros, pero a mis ojos no dejaba de ser una niña que apenas había entrado en la adolescencia. Hacia ella antes se me despertaría el instinto maternal que la atracción sexual, pero por lo visto no hay mejor manera para que un vampiro sienta que ha sellado un pacto con su víctima. Alcé la cabeza y la miré. Mi intención era dirigirle una mirada lasciva, pero entre el alcohol y el sueño apenas podía abrir los ojos. Ella me devolvió a cambio una mirada cargada de energía, capaz de transmitirme su bienestar como una corriente eléctrica por todo el cuerpo.
–¿Y te gustaría sentir su sabor? –le dije yo.
–¿Me dejarías?
–¿Me matarías?
–La mataría –dijo Irene, que permanecía en su lado del sofá con los ojos en blanco y los brazos cruzados.
Gabrielle la ignoró y disintió.
Yo acerqué mi boca a la suya, y sin despegar de sus ojos mi mirada mordí con fuerza mi labio inferior, hasta abrirme una pequeña herida. Por supuesto, se rió de mí cuando se me saltó una lágrima por el dolor, pero sin hacerle caso yo jugué con la herida para hacer fluir mi sangre, hasta notar cómo su sabor metálico inundaba toda mi boca. Ella miraba mis labios con impaciencia, y a veces levantaba la vista a mis ojos durante apenas un segundo. Parecía un cachorrito meneando la cola mientras llenas su bebedero.
Cuando por fin hablé, procuré que mi aliento fuera completamente dirigido a ella, y se estremeció de placer nada más abrir mi boca, teñida de rojo:
–Me gustaría que te tomaras esto como un regalo, como una muestra de mi aprecio y como un agradecimiento a tu tutela.
Ella me puso la mano en la nuca y me acercó a ella más todavía. Unimos nuestros labios en un profundo beso, y le di toda la sangre que había logrado sacar. Después la dejé hurgar con su lengua en mi herida.
–Está muy cerrada, muerde si quieres –dije tan bien como se puede pronunciar con una lengua dentro de la boca–. Pero no me dejes marcas fuera de la boca.
Ella actuó sin responder. Clavó su afilado colmillo en la herida y la sangre manó a borbotones. Emití un pequeño gemido de dolor que apagué casi al instante, y ella bebió lo poco que pudo después de todo lo que había cenado.
Por mi parte debo reconocer que fue el beso más incómodo que he dado en mi vida, aunque ella parecía estar disfrutando mucho. Finalmente separó sus labios lentamente y volvió a levantar la cabeza.
Yo me dejé caer de nuevo sobre su hombro y me aferré otra vez a ella. Esta vez mi propósito no era tanto comprobar la dureza de su piel como no caerme de la habitación, que no paraba de dar vueltas.
–Níobe.
–¿Sí? –dije adormecida.
–¿Te gustaría unirte a mi clan?

viernes, 1 de enero de 2010

43- Perdóname, Mi Querida Ninfómana Manipulable


–Hola tesoro. ¿Cómo estás cielito?
Que asco, me da náuseas oírla gimotear así. ¿Por qué le daría mi número?
–Hola Alba. Estoy bastante bien, sólo me queda declarar, firmar un par de documentos más y no tendré que volver hasta dentro de un mes, cuando comiencen los trámites. ¿Y tú cómo estás?
–Pensaba en ti, pequeña. ¿Cuándo vas a venir?
–Ya te lo dije, en dos noches. ¿Puedo llevarme a Irene?
–¿Es tu compañera? –Espetó.
–Mi acompañante, más bien. Somos amigas, nada más. Es una vampiresa huérfana, sólo me tiene a mí.
–Entonces haré preparar dos habitaciones. ¿Te apetece que charlemos de algo?
¡Por qué a mí!
–La verdad es que estoy bastante cansada.
–Ay… mi pequeñita tiene sueño. Te llamaré en ocho horas para que puedas dormir en paz. ¡Adiós cariño!
–Adiós.
Pesada.



Sexta noche de la segunda llena.
Irene y yo nos encontrábamos en la céntrica mansión de Alba, un edificio de más de una decena de plantas que tenía su puerta principal en la Rambla, y que le pertenecía por completo. Como me prometió tuve habitación propia durante mi estancia, aunque debería entrecomillar eso último, pues Alba se pasaba horas metida en ella. Decía que su propósito era hablar conmigo de cómo podía lograr un hueco en la cúpula de Gabrielle, pues quería ayudarme, quería darme el poder que le había pedido. Por ello yo soportaba que se metiera en mi cama cuando me iba a dormir, necesitaba su favor para que me encomendara a Gabrielle.



Pasaron los días, y pese a la promesa de llamarla y convencerla de que me acogiera, no lo había hecho todavía. Cada vez que le preguntaba o traía el tema a colación, respondía que Gabrielle no me consideraba especial por mi nombre y estatus, y que rechazaba su propuesta por el momento. Decidí ponerme seria con ella, actuar de nuevo, demostrarle que mi poder era mayor de lo que ella podía imaginar.
La oportunidad perfecta surgió una noche mientras charlábamos en uno de los muchos balcones de edificio, en la planta más alta, alejadas del escándalo de los coches. Las luces de la ciudad cubrían las estrellas del cielo, y las dos mirábamos pasar la gente al tiempo que hablábamos de esto y aquello. Ella volvió a sacar el tema tabú.
–Preciosa, ya te lo pregunté ayer, pero te quedaste dormida y no me respondiste. ¿Qué te parece la transformación?
–Inútil.
–Te daría más fuerza, y eso en nuestro idioma significa más poder.
–Tengo fuerza de sobra, y sin embargo mi mayor poder es ordenar silencio en las reuniones del consejo.
–Tu fuerza, ya. Esa famosa energía que fluye en tu interior y me impide morderte, que sólo he sentido una vez y que no considero para tanto en absoluto.
Bajo nuestro balcón vimos a un hombre armado con una navaja. Callamos. Se acercó por la espalda a una joven, la agarró por la cintura y la arrastró al callejón contiguo. Nos miramos y salimos a la carrera, cambiamos de habitación y de balcón, para ver desde nuestra nueva localidad cómo el hombre se bajaba los pantalones sin apartar la navaja del cuello de la muchacha. Le ordenó callar y comenzó a penetrarla. Yo retomé la conversación, ajena a la escena bajo nuestras cabezas:
–Mi fuerza es mucho mayor de lo que crees.
–Ya, claro. Entonces, ¿qué problema tienes en hacerme otra demostración?
–Está bien, la haré.
–¿Intento morderte de nuevo? –Preguntó con desdén.
–No, no es lo único que puedo hacer. Necesitas una muestra de mi verdadero poder. ¿Ves al tipo de abajo?
–¿No lo voy a ver? Me da náuseas y morbo al mismo tiempo.
–Lo mataré.
–¿Cómo?
–Caerá al suelo, sin más. Míralo.
El hombre disfrutaba con los gritos asustados de su víctima al tiempo que agitaba su pelvis con total violencia. De pronto paró. Todo su cuerpo se tensó en un fuerte espasmo, sus ojos quedaron fuera de las órbitas y cayó al suelo, muerto tras la confusa muchacha. Alba no podía despegar los ojos del cadáver tirado. Yo envolví su cintura con mis brazos, me incliné a su oído y susurré:
–Cualquier humano o niño dentro de mi campo de visión morirá de un paro cardíaco si yo lo deseo. ¿Aún crees que no merezco más poder y respeto? Podría exterminar a toda la Rambla con una mirada.
Ella giró la cabeza muy despacio. Me miró con la boca abierta, paralizada por lo que acababa de presenciar, estaba fascinada, y al mismo tiempo aterrada por lo que podría llegar a causar si me contrariaba. Yo le puse mi dedo bajo la mandíbula para que cerrara la boca, le di un beso en los labios y la miré expectante. Se incorporó de la barandilla sin decir una palabra, sacó el móvil del bolsillo y marcó:
–Gabrielle, el año que viene los apátridas no irán al Consejo, y obtendrás los derechos sobre Girona si aceptas un apoyo especial… Prima Protecta… Es más poderosa de lo que nadie piensa, y sólo pide un pedazo del pastel. Sí, está aquí conmigo. Níobe, quiere hablar contigo.
No había oído la otra parte de la conversación, pero sí la voz de Gabrielle. No era precisamente lo que una tiene en mente cuando sabe que es una anciana, era aguda como la de una niña. Tomé el teléfono y respondí con una sonrisa en la cara:
–Encantada de conocer su voz, señorita Gabrielle.
–Tutéame. Gustavo me ha hablado de ti. Dice que te reíste de él y que tienes a media península en el bolsillo, que piensan que eres su Mesías, ¿es cierto?
–La mirada de Gustavo me pareció graciosa. Y sí, tengo bastantes aduladores, incluso Manto está de acuerdo en todo lo que decido. En cuanto a si soy o no Mesías de esta sociedad, no lo sé, Gustavo habrá presenciado alguna conversación al respecto, se realizaban a mis espaldas, (o al menos así lo creían ellos).
–¿Es verdad que tu nombre es Níobe?
–Sí, así es.
–Quiero conocerte en persona y en privado. ¿Te gustaría venir a mi mansión? Se encuentra a las afueras, es un lugar natural y confortable. Te gustará.
–Sería un auténtico placer, pero me temo que de ser así debería ir acompañada.
–¿Alguien especial?
–Una amiga, poco más que neófita. Fue creada por un apátrida y obligada a pelear, pero desertó antes de que aparecieran sus supuestos enemigos. Es muy joven y no la puedo dejar sola, ya sabes.
–¿Una cría de esos anarquistas?
–Sí, dice que su creador se llamaba Fernando, que la quiso forzar a luchar y escapó la misma noche de su transformación. La encontré perdida cerca de Olot, éramos compañeras en el instituto y decidí ayudarla. La he criado yo, y no puedo separarla de mí.
–¿Está dispuesta a quedarse huérfana?
–Odia lo que es. Creo que busca venganza.
–En ese caso está bien. Oye, esos gritos que se oyen de fondo… supongo que no importa en realidad. ¿Podéis venir en tres días? Enviaré una limusina a buscaros.
–Gracias, iremos, pero no en limusina. Para demostrarte, como Alba te ha dicho, que soy más hábil de lo que parezco, tocaré el timbre de tu puerta antes de que me veas llegar.
–Acepto el reto. Nos vemos el viernes, Níobe.
–Hasta entonces, un placer.
Colgué y le devolví el teléfono a Alba, que me abrazó por la cintura y me besó.
–Enhorabuena, parece que vas a salirte con la tuya.
–Siempre lo hago. ¿Qué me he perdido?
–Todo, los gritos de auxilio de la chica, la gente arremolinada, la ambulancia, la declaración, la llegada del forense y el levantamiento del cadáver.
–Vaya, me he perdido casi toda la película y dudo que la editen en vídeo.
Sacó de su bolsillo una pequeña cámara digital color fucsia y la encendió.
–Te equivocas. Aquí está todo.
–¡Bromeaba con lo del vídeo! ¿Cuándo has comenzado a grabar?
–Cuando nos cambiamos de balcón.



Yo había observado durante noches la desmesurada actividad sexual de Alba. Nuestras habitaciones se situaban de forma contigua, y a veces me despertaban sus gemidos. Practicaba sexo a todas horas, todo el día y toda la noche, sola o en compañía. Cuando se enterraba conmigo entre las sábanas de la cama me abrazaba, ponía una de sus manos en mi pecho y bajaba la otra por mi vientre muy despacio, hasta que yo se la cogía y la volvía a subir. Su filmoteca, salvo escasas excepciones, películas pornográficas y eróticas, ya fueran sobre sexo en general o acerca de todo tipo de parafilias.
Aquella noche decidí preguntarle acerca de aquello, pues pese que al juego de seducción era básico en un vampiro, el sexo en sentido estricto solía ser –o así lo tenía entendido– algo muy secundario, incluso innecesario.
Lo hice ya en mi habitación. Me eché cabeza arriba sobre un lado de la cama doble, con la cámara de Alba en mi mano para ver el vídeo. Ella se echó junto a mí, me atrapó entre sus brazos y se puso a mirar el vídeo conmigo, justo en el momento en el que el violador caía como fulminado por un poder divino.
–Oye Alba. Me gustaría preguntarte algo, pero no se si te ofenderá.
–Pregunta lo que quieras, cariño. Prometo no enfadarme.
–¿Eres… adicta? –Lo dije con mucho tacto, no es inteligente enfadar a un vampiro adulto, menos si eres una humana debilucha y desarmada atrapada entre sus brazos.
–¿Cómo dices?
–Al sexo. Yo… lo siento, no debería meterme en estas cosas.
–Tiene nombre, ¿lo sabes? Soy ninfómana, no me importa admitirlo, lo tengo asumido.
–Lo siento.
–No importa. Pregunta lo que quieras.
–¿También lo eras de humana?
–Sí, lo era, aunque por entonces no se conocía el término.
–No lo entiendo. Creía que cuando un humano era transformado curaba de todas sus enfermedades.
–De todas no. Sólo de las fisiológicas. Si naciste con un solo pie serás un vampiro cojo, si eres ninfómana en el momento de la transformación, lo serás hasta el fin de tus noches. Es insoportable.
–¿En serio? No parecías llevarlo tan mal.
–¡Es horrible Níobe! –Gritó alterada y al borde del ataque de rabia–. Dedico a mi coño siete horas diarias, me tiro hasta a mis víctimas. ¿Sabes lo que podría hacer con siete horas más al día? Podría leer miles de libros, aprender decenas de idiomas. Vivir más allá del sexo… ¡ojalá! Todo el mundo, incluso en el Consejo, me considera una máquina del sexo andante, una muñeca diseñada sólo para el placer. Y lo peor de todo ello es que están en lo cierto. Seré una enferma por siempre. Por eso aquí está terminantemente prohibida la transformación de personas con patologías mentales diagnosticadas.
–Lo siento, no pretendía ofenderte. He sido demasiado curiosa.
–No tiene mayor importancia, es normal que quieras aprender.
–¿Puedo ver qué mas tienes en la cámara? La chica ha encontrado sus bragas y ya ha perdido buena parte de la gracia.
–Míralo –musitó.
Ella acurrucó su cabeza en mi costado, como si pretendiera ocultarse debajo de él para no ver las imágenes. Cambié el vídeo y comencé a pasar el contenido. En todas las fotos y vídeos aparecía algún motivo sexual: ella sola, con un niño, con un vampiro, con una víctima, con dos… mientras pasaba cada foto le hablé en tono indiferente:
–¿Te gusta grabarte?
–Me excita mucho. Y verme después, que otros me vean, a veces incluso finjo dejar olvidada la cámara en cualquier lado para que alguien la encuentre y lo vea, me gusta mucho. Es parte de mi patología. No sólo soy adicta, tengo casi cualquier degeneración imaginable, es una auténtica vergüenza admitirlo.
–¡Pero qué!
Eché a reír ante lo que veían mis ojos.
–¿Qué pasa?
–¡Y la muy zorra casi me mata cuando puse en duda su sexualidad!
Miró la foto de la cámara. En la pantalla aparecían su cara y la de Irene, de perfil, se besaban mientras Alba bajaba con la mano que le quedaba libre el tirante del sujetador de Irene.
–Por favor, no le comentes nada, no le digas que lo sabes. Está muy abochornada, apenas puede mirarme a la cara y me pidió que no lo supiera nadie.
–¿Cuándo fue?
–Ayer, mientras dormías. Bebimos de unos niños, charlamos, y como me pasa siempre la conversación comenzó a subir de tono. La invité a mi habitación y se dejó llevar. Siempre es igual. No sé lo que tengo, no importa que la mujer sea completamente heterosexual, o el hombre completamente gay. Siempre acabo acostada con cualquiera, tanto si esas son mis intenciones como si no.
–Perdona.
–¿Por qué me pides perdón?
–Por haberme reído a propósito de lo ocurrido con Irene, era lo que menos esperaba. Y también por mi actuación el día que nos conocimos. Ya sabes, te seguí el juego, estuvo mal.
–No pidas perdón por ello. De hecho te doy las gracias.
–¿Gracias?
–Gracias por no dejarte llevar. Sé que no te lo pongo demasiado fácil, incluso cuando me apartas la mano de donde no debería ponerla noto tu palma sudorosa, más caliente de lo normal. Te excito y pese a ello lo máximo que me has dado en toda tu estancia aquí ha sido un piquito. Debería confesarte algo.
–En realidad no has llamado a Gabrielle hasta hoy, lo imagino.
–Sí, pero no es por lo que piensas, no pretendía lograr nada contigo. Sabía que serías firme desde la primera vez que me interrumpiste, nunca nadie lo había hecho, y que te negarías por mucho que lo intentara. Siento que estar contigo me da más horas de vida.
Me ruboricé por completo. La verdad es que soy mucho más vergonzosa de lo que aparento. Puedo besar a una práctica desconocida sin problemas, puedo plantarme delante de una asamblea llena de vampiros y hablar sin miedo ni timidez, pero ese tipo de elogios tan íntimos me dejaban fuera de combate. De pronto me sentí débil, por primera vez desde que la conocí quise de verdad que me tuviera, si hubiera intentado algo conmigo entonces lo habría logrado, pero no lo hizo. Pese a que sabía que me encontraba donde ella tanto había querido, respetó mi integridad. Sólo me estrechó más entre sus brazos y pegó su fría mejilla contra la mía, ardiente por la sangre que la enrojecía.
Entonces nos miramos, sentí un escalofrío al ver el brillo de su mirada. Me sentí culpable por el engaño que iba a llevar a cabo, vacilé en mi misión por primera vez, pero en lugar de abandonar mi propósito decidí hacer algo por ella.
–Entonces, te haré un regalo para cuando me marche.
Pasé mi brazo bajo su nuca y la abracé como ella lo hacía, levanté la cámara y nos hice una foto sin esperar a que mis mejillas palideciesen de nuevo.
–Níobe, la primera huésped con la que logré no tener sexo. La guardaré siempre, preciosa.



Aquel día volvimos a dormir juntas. Miramos apenas cinco minutos el amanecer antes de cerrar el balcón y bajar la persiana. Dormimos abrazadas, compartimos mi calor. No intentó nada, tan sólo me dio un beso sobre los labios antes de quedar dormida. Perdona mi fraude, amiga. Perdónalo.