viernes, 30 de octubre de 2009

33- Rumbo a Toledo


-¿Cómo vas?
-Encogida. El maletero de este coche es minúsculo.
-Espera, estamos a punto de llegar a una gasolinera, ya casi es de noche y no te pasará nada.
-¿Por qué tenemos que ir en coches separados?
-Porque no nos pueden relacionar a ninguna de las dos con los anarquistas, el plan peligraría. A ver, repasemos: ¿Cómo fuiste transformada?
-Un vampiro llamado Fernando me transformó en Olot para que lo protegiera en una posible emboscada. Sin embargo yo escapé, no sin que antes me hablara de algunas leyes. Entre ellas me habló de tu cruz, yo la recordé y puesto que éramos compañeras de la infancia decidí acudir a verte. Tú me has educado en base a lo que aprendiste de tu predecesora.
-Bien. ¿Qué fecha es hoy?
-Seis de septiembre.
-No, Irene. Me refiero según la datación vampírica.
-A ver... ¡Ah! estamos a una para Primera Llena.
-¿De qué año?
-Espera.
-No vale mirar los apuntes de Andreu.
-Pues... del ¿quinientos veintitrés?
-Del quinientos veintidós, el veintitrés empieza mañana.
-Entendido.
Paré nada más llegar a la estación de carretera con un amplio aparcamiento para reposo de los viajeros. Aparqué el Escarabajo en la zona más oscura, salí y abrí el liliputiense maletero. La pobre Irene estaba hecha un ovillo, con la cabeza recostada sobre su equipaje de mano. Salió nada más abrirle y me ayudó a pasar las dos únicas maletas que llevábamos. Los demás estarían a punto de salir de Olot con el monovolumen y el resto de nuestras cosas. Llegaríamos una noche antes de lo previsto para evitar el gentío y ser más discretos con nuestra llegada, pero aun así habíamos decidido dividirnos en dos grupos para mayor seguridad.
Tras una merecida visita al baño volví al coche y continué la ruta que marcaba el ordenador.

Decidimos turnar los tiempos de música, ya que no nos pusimos de acuerdo en ningún estilo. Pasé media hora insufrible con el ritmo decadente y simplón acompañado de letras más simples, groseras y en muchos casos machistas, propios de ese estilo musical cuyo nombre desistí hace tiempo de tratar de escribir correctamente. Sonó el manoslibres del coche.
-¿Sí?
-Chicas, salimos ya. Sólo queríamos asegurarnos de que seguías viva.
-Tranquilo Andreu, este coche va como la seda. Me gustaría probar cuánto puedo acelerar. ¿Puedo apagar el manoslibres cuando acabe?
-Puedes, pero sólo durante un rato. Irene, ¿serás capaz de detectarlos?
-Supongo. ¿El zumbido es parecido al que emite el móvil?
-Bastante. Níobe, ten cuidado.
-Tranquilos, os recuerdo que si quisiera este coche se movería sin arrancarlo, soy una chica con recursos.
-Y recordad, cuando lleguéis al aparcamiento seguid a pie la callejuela de la izquierda. Es un tanto escarpada. Parad cuando veáis un viejo escaparate con armas de imitación a precios desorbitados y entrad. Níobe, os dejarán pasar nada más ver tu cruz, esperan tu llegada para hoy.
-De acuerdo. Nos vemos allí.
-Hasta luego, cielo.
Nada más terminar la conversación apagué el manoslibres y pregunté:
-¿Oyes algo?
-No, el zumbido se ha parado.
-Bien, avisa en cuanto oigas algo. ¡Ah! Avísame también si ves un coche de policía.
No le dejé responder, pisé a fondo el acelerador del pequeño coche. No sé si Fernando cambió el motor original antes de regalármelo, pero recorrimos la autovía a toda velocidad. ¡Eso había que celebrarlo! Puse mi lápiz USB lleno de música y comencé a destrozar las letras de los Scorpions con mis berridos, la música a todo volumen recorría todo mi cuerpo con escalofríos de éxtasis.

Llegamos antes de lo que habíamos previsto debido sobre todo a mi adicción a la adrenalina y la velocidad. Aparcamos en el lugar que el ordenador nos indicaba, un descampado oscuro y rodeado de pequeñas casas entre callejas de trazado árabe. Me puse calzado por primera vez en casi medio año: unos tacones de aguja negros con los que no habría podido caminar de no haber sido por mi poder. También me abroché el cinto con mis armas envainadas para no dejar dudas a Manto. Seguimos las indicaciones de Andreu y bajamos por la calle que nos había indicado, una calleja peatonal repleta de adarves y cambios de dirección, y realmente escarpada como nos había prometido. Finalmente apareció la tienda.
El escaparate tenía aspecto viejo y sucio, y junto a las armas de colección había carteles con precios un tanto fuera de lo normal: cortaplumas con la forma de Excalibur, ochenta euros. Tizona a tamaño real, quinientos euros. Narsilion a cuatrocientos. No cabía duda de que era aquella tienda. Parecía cerrada. Pese a ello me puse frente a la puerta y la golpeé con el puño. Alguien se asomó por el umbral de la puerta del servicio, miró mi cruz, y con una sonrisa en la cara nos abrió el local.
-Bienvenida, excelentísima, y bienvenida usted también joven guardiana. -Me besó el dorso de la mano y continuó-: Os estábamos esperando, vengan, por favor, síganme a la corte.
Seguimos al hombre cuyas facciones no pude reconocer debido a la oscuridad, hacia la trastienda. Al fondo había una estantería como tantas otras, con varios artículos de exposición y un tratado titulado “Iniciación al Esgrima”. Abrió el falso libro y apareció un panel numérico, donde tecleó el código uno, tres, dos, uno, tres y cuatro. Dio un paso atrás y la estantería se movió a la derecha para dejar al descubierto un vano con una escalera de caracol descendente.
No era precisamente lo que alguien se imagina al oír la palabra catacumba. Las paredes estaban recubiertas de placas de maderas nobles, bien pulidas y barnizadas, de las que emergían como tallos retoños candelabros eléctricos plateados que iluminaban nuestro camino. Pese a ser muy parecidas entre ellas, cada lámpara era distinta a la otra en el diseño: donde ésta tenía unas hojas de acanto, aquélla las tenía de cerezo, o quizás hojas de vid por aquí o allá, o cualquier otro motivo floral. El suelo era de parqué, cubierto en la parte central del camino por una inmaculada alfombra roja.
-Perdone...
-¿Sí, excelentísima?
-Aún no conozco su nombre.
-¡Oh! Mis disculpas. Mi nombre es Santiago, a su servicio.
-No es necesario que se detenga, ni tantos formalismos. Por favor continuemos. ¿Es usted uno de los llamados niños?
-Sí, así se nos llama a nuestra especie. En mi caso fui creado por el Venerable Manto.
-Es un placer conocer al fin a alguien de su especie, sobre todo si es descendiente directo del ser más anciano de la península. Es un honor poco común.
-Gracias, excelentísima. Pero no hay mayor honor que su advenimiento.
Otra vez las mismas referencias. Podía haber usado “venida”, “llegada”, pero ¿por qué “advenimiento”? ¿Qué se esperaba de mí? ¿Qué diablos era la dichosa profecía? Y lo más importante: ¿Por qué todo el mundo la tenía en la boca y nadie me la contaba? Era como estar en un grupo de gente del que eres la única que no ha visto la última película de moda.
No podía evitar sentirme abrumada, incluso ruborizada ante tal trato. Y eso sólo era comienzo, como bien me avisaron los chicos. Pero no podía dejarme llevar por un exceso de humildad. Debía emitir a los demás un ligero toque de arrogancia sin abandonar los límites de la modestia, pues debía estar a la altura de mi posición si quería que el plan funcionara.
Llegamos al final de la escalera, donde comenzaba un amplio pasillo con la misma decoración que ésta, repleto de puertas a uno y otro lado. El ambiente era cálido y acogedor, y gracias a un sistema de ventilación el aire no estaba viciado. Me pareció curioso esto en una corte diseñada para seres que no necesitaban respirar. Al fondo el pasillo se convertía en un amplio vestíbulo, con un mostrador a la izquierda, tras el que permanecía en pie una niña. A la derecha, decenas de sillones de cuero rojo que rodeaban mesas de café, separados por biombos para dar una ligera sensación de intimidad, y en el centro, justo al final del pasillo, seis vampiros, cinco adultos uniformados con trajes y un anciano: mi recepción oficial.
El anciano era apenas más alto que yo, sus facciones eran marcadas pero a la vez juveniles. Tenía los ojos pequeños y grises, el pelo moreno y algo de barba incipiente. Nuestro guía se hizo a un lado del pasillo y nos dio paso con una reverencia.
El anciano avanzó hacia mí al tiempo que yo me acercaba. Se detuvo a un metro de nosotras.
-Retiraos, por favor -dijo a los niños, que ipso facto desaparecieron tras una puerta-. Bienvenida a mi corte, Irene. Bienvenida a mi corte, Níobe.
Al oír mi nombre un revuelo atravesó a los otros vampiros, que se miraron entre ellos sorprendidos, justo antes de volver a tomar su formación hierática. Entonces me di cuenta de que todos llevaban un pequeño anillo de plata en el dedo corazón derecho, con una pequeña esmeralda engarzada.
Miré a mi interlocutor, que contenía una pequeña risa ante la reacción de los demás, hice una reverencia y respondí:
-Gracias por acogernos en ella, Venerable Manto.
-Lo mismo digo -añadió deprisa Irene, que imitaba mi actitud.
-En realidad no soy muy dado a los formalismos. ¿Me permiten tutearles en el ámbito privado?
-Si tal concesión es recíproca, sí.
-Sea pues. Chicas -se hizo a un lado-, os presento a los Jueces Protectores, encargados de proteger personalmente a los protecti y castigar a los infractores de la Lex Protectorum si procediera.
Los cinco vinieron a mí en fila y dijeron sus nombres al tiempo que me besaban la mano. Yo les saludé:
-Es un orgullo contar con tantos protectores honorables.
-Aunque por lo que sé no parece que necesites demasiada protección, -apuntó Manto con una sonrisa, miró mi cinturón y continuó-: Señores, las señoritas han llegado repletas de energía y con ansias de aprender más acerca de ellas mismas. Dad órdenes de enviar su equipaje intacto y sin abrir a la suite uno mientras platicamos los tres en la biblioteca. Quiero un vigilante que prohíba la entrada a todo aquel que no sea uno de ustedes. ¡Ah! Y sirvan algo de comida y bebida a la señorita Níobe. Nada cárnico.
Hicieron una reverencia y cada uno se dirigió a un punto diferente, perfectamente coordinados.
-Seguidme señoritas. Tranquilas, los Jueces son los seres más insobornables de la región. Podéis confiar plenamente en ellos.

Atravesamos un portón que se cerró tras nosotros con cerradura electrónica. Las luces se encendieron de forma automática y nos descubrió una enorme sala repleta de estanterías gigantescas, atiborradas de obras de todos los géneros, culturas y épocas. Caminamos hasta el final de la biblioteca, donde otra puerta con un nuevo panel de acceso nos esperaba. El pequeño panel digital exigía diez dígitos esta vez. Manto se acercó al panel y se disponía a marcar el código cuando yo le interrumpí:
-Venerable, ¿permitiría que tratara de insertar el código? Quiero poner a prueba mi intuición.
Me miró jovial y se hizo a un lado. Yo me acerqué al panel, pensé unos segundos y comencé a teclear:
-Cinco, cinco, ocho, nueve, uno, cuatro, cuatro, dos, tres y un tres más.
La puerta se abrió. Irene emitió una exclamación ininteligible y Manto me miró más seguro de sí mismo incluso que antes.
-Perdón, pero no he podido evitar la tentación.
-No, ha sido una buena idea. Ahora me doy cuenta de que tendré que dejar a Leonardo de Pisa para la cría de conejos si quiero que esta sala siga siendo segura. Te prometo que la próxima vez que trates de entrar aquí no serás capaz de decodificar la contraseña. Pasad, por favor.

La habitación a la que nos habíamos abierto paso era más pequeña y tosca que las anteriores. Las paredes eran de ladrillo desnudo, con dos estanterías a los lados repletas de códices desgastados. En el centro había una gran mesa de roble con tres sillones de cuero, y un ordenador de última generación con impresora multifunción que destacaban por su anacronía con el resto de los elementos de la habitación. Sobre el ordenador, desde el techo, había un cañón proyector de alta calidad que apuntaba directamente sobre una tela blanca en la pared del fondo. A uno y otro lado de la habitación, sobre todo en las esquinas, había decenas de rollos de papel enormes, algunos más amarillentos que otros. Manto avanzó unos metros y le seguimos. Tras nosotras se cerró de nuevo la puerta.
-Este lugar es mi despacho. Está vetado el acceso a todos salvo al Tutor Maximus, los Protecti y los Iudices Tutores, pero en este caso, Irene, haremos una excepción. Chicas, os doy la enhorabuena, nadie salvo mis hombres más incorruptibles os ha visto llegar, espero que nadie os relacione con los anarquistas. Pero vayamos al asunto.
»Por lo que respecta a tu compañera, querida Níobe, me temo que no puedo actuar de forma directa mientras no se corrompa la Lex Protectorum. Sin embargo haré todo lo que esté en mi mano para ayudarte.
-Gracias Manto.
-Pero hablemos de tus orígenes. Seguro que en vuestras jóvenes mentes están desbordadas de dudas.
-Millares, -afirmé-, pero una me asalta por encima de todas las demás.
-La imagino, pero pregunta.
-¿Qué tiene mi nombre? ¿Por qué causa tanta confusión?
Manto liberó una afable carcajada antes de responder. La verdad es que su voz era encantadora. Ronca y grave, pero al mismo tiempo con un tono amable, cálido. Su risa inspiraba auténtica paz interior.
-Esa pregunta nos lleva al origen de nuestra raza, al nacimiento del Pacto, a la Guerra y el nacimiento de la profecía. Tomad asiento, esto va para largo.
Encendió el ordenador y se sentó sobre la mesa.
-Por cierto, Níobe. Acomódate, ya sabes.
Sonreí agradecida y me quité los incómodos tacones. ¡Libre de nuevo!

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