viernes, 27 de noviembre de 2009

41- Tiempos Interesantes.


–Participación del cien por cien de los convocados. Votos totales, quinientos veintisiete.
Me había sido concedido el honor de hacer públicos los resultados de la votación. Había practicado mi cara de póquer durante horas para que nadie descubriera mi postura, y, vistos los resultados, parecía surtir efecto.
–De los cuales hay: cero abstenciones, doscientos sesenta y un votos a favor, y doscientos sesenta y seis votos en contra. El fallo es por lo tanto negativo, aunque se concede la posibilidad de repetir la propuesta el año próximo debido a que ninguna de las posturas ha obtenido el sesenta por ciento de los votos. Esto es todo en lo referente al primer sufragio sobre la propuesta acerca de la instauración de una sede provincial en Girona. Muchas gracias.


–Me alegro del resultado, pero puede haber problemas.
David estaba echado sobre mí en el sofá de la suite, mientras veíamos El Gran Dictador (en versión original, por supuesto). Tenía su brazo derecho estirado, en el que tenía una herida de la que Elendil lamía.
–¿Por qué dices eso?
–Si tus amigos no hubieran votado, el resultado habría sido positivo. Los provincianos ven con buenos ojos el voto de los líderes, de los protecti e incluso de los secretarios de cada líder, pero les parece deleznable que los apátridas puedan intervenir en las decisiones gubernamentales.
–¿Siempre es así de tensa la política aquí?
–La verdad es que llegas en tiempos interesantes. Durante el último lustro se han sucedido disturbios en el sur de la península, cambios. Incluso algunos de la raza de los africanos, que por naturaleza tienden a ser apátridas, han alcanzado cargos importantes en administraciones provincianas, como en Sevilla o Murcia, y acuden a las reuniones del Consejo, algo que los mediterráneos no ven con buenos ojos.
–¿Por qué?
–Diferencias radicales en la forma de ser y actuar, demasiadas, diría yo. Los africanos son la raza conocida más tosca, la mediterránea, junto a la nórdica y la asiática, una de las más refinadas en lo que al aspecto físico se refiere. El africano intimida a sus rivales, el mediterráneo prefiere el subterfugio. La caza del africano es violenta y rápida, la del mediterráneo es seductora, lenta y cruel.
–Ya veo. Mientras unos se abalanzan sobre la presa, a los otros la presa viene a buscarlos. Los mediterráneos parecen más sociales y sedentarios, los africanos, nómadas y lacónicos. Ya me he percatado en algunas sesiones. El vicesecretario de Murcia parece Menelao cuando habla. Oye, ¿no te duele?
–¿Qué? ¡Ah! Elendil, no. En realidad sirvo sobre todo para ser mordido. Soy un depósito de sangre para emergencias, aunque los vampiros prefieren a los humanos, nuestra sangre sabe a rayos. No me duele en absoluto.
–Sólo por curiosidad. ¿Qué me ocurriría si bebiera de ti?
–Si tuvieras sed te la calmaría un poco. Nada más.
–¿Nada?
–Como beber agua caliente y salada con sabor a monedas. No notarías la diferencia.
–Vaya, pensé que me transformaría en una niña o algo así.
No dejamos de comentar la obra maestra del año cuarenta y uno, de fascinarnos con sus detalles, el progreso del humor inteligente y absurdo en el comienzo al intenso dramatismo en la segunda mitad, la escena genialmente creada del baile de Hinkel con el globo terráqueo, augur de su fin, y el discurso final, el más vibrante de cuantos he escuchado en un filme, pronunciado desde el corazón por el propio Chaplin.


–David.
–Dime cariño.
–Sólo faltan ocho noches para mi partida.
–Recuerda que siempre tendrás una habitación de lujo en Toledo con un niño que esperará servirte con ilusión.
–No quiero irme. –Sentí cómo una lágrima recorría mi mejilla–. Este lugar es maravilloso, la comida, la mejor que he probado en mi vida, la biblioteca, más grande y completa de lo que nunca pude imaginar. Y tú eres maravilloso. David yo… quiero hacerlo contigo.
–¿Cómo?
–Eres increíble y no sé cómo explicar lo que siento, pero aunque sea compañera de Sole y la ame, no soy un vampiro. Soy humana y tengo debilidades de humana. No sé si estoy enamorada de ti, pero te quiero con locura, y quiero que me quites la virginidad.
–Sabes que no puedo. Se la debes a tu compañera y es a ella a quien se la entregarás. Si de verdad quieres hacerlo conmigo, vuelve a decírmelo cuando la pierdas. Pero sabes que eso no te lo puedo conceder. Te arrepentirías. Y Soledad me mataría.
Me dolió. Pero lo entendí, tenía razón. Lo comencé a besar despacio, con ternura, al tiempo que lo desnudaba muy despacio. Repetimos lo mismo que la primera noche de mi llegada, pero esta vez yo quería hacerle gozar a él. Nos masturbamos, bebimos de nuestras bocas y del sabor de nuestros cuerpos ardientes.
Estaba tan excitada como cuando maté a aquel explorador. Quería a David. Quería sentirlo mío, notarlo dentro de mí. Y me aproveché de mi poder.
Lo tendí sobre el sofá hacia arriba, con mi energía lo inmovilicé por completo y me puse sobre él. Eché mi cuerpo hacia atrás, hasta notar su pene caliente y erecto entre mis glúteos. Lo hice entrar de golpe.
Mi grito de dolor fue desgarrador, pero no me detuve. Al principio me pidió una y otra vez que parara, pero lo ignoré, no dejé de moverme, de sentirlo al fin mío, cada vez más dentro de mí. Mis gritos de placer y dolor inundaban la habitación. Lamentaba de todo corazón que la suite estaba insonorizada, yo quería que me oyeran gozar, que mis alaridos llegaran a oídos de mis amigos, que traspasaran los gruesos muros e interrumpieran las conversaciones de los que trapicheaban con la política en la planta superior.
Puede que al principio lo violara, no lo sé y no me arrepiento, pero dejé de inmovilizarlo tan pronto como detuvo su resistencia. Llegué al orgasmo una sola vez, pero fue brutal. Mi excitación estalló al sentir cómo se descargaba dentro de mí, al tiempo que mis oídos pudieron disfrutar de su jadeo de placer. Ahogué mi grito con los dientes clavados en su brazo, lo herí, el sabor metálico que antes me había descrito bañó toda mi boca.
David me llevó a la cama entre sus brazos cuando estaba ya a punto de dormirme. Lamí la sangre que había quedado fuera de su herida, ya cicatrizada, y dormí acurrucada en él. Volvimos a repetirlo cada noche hasta que me fui, todo, incluso beber su sangre, era una forma de sentirlo dentro de mí, de saberlo mío. A veces lo besaba con mi boca llena de su sangre, y compartíamos su intenso néctar tras compartir nuestros cuerpos.
Ya no me cabía duda, también amaba a David.

lunes, 23 de noviembre de 2009

40- ¡Mi David!


–Este lugar apesta a humo.
–Lo sé, pero querías ver la ciudad, ¿no?
–No recordaba que las ciudades olieran tan mal.
–Es normal, si has vivido en la naturaleza durante tanto tiempo, que notes el olor más de lo normal.
–Pues las ciudades me caen mal. ¿Y los bosques?
–Lejos.
–¿Huertos?
–La mayoría lejos. Algunos pequeños dentro de la ciudad, pero notarías el sabor del humo en la fruta.
–¡No puede ser! Tengo hambre.
–Tranquila, Manto me ha dado algo de dinero para que comas lo que quieras donde quieras. Ya sabes, en un restaurante como suelen hacer los humanos normales.
–Ah, bien, no tendré que coger mi comida, me la traerán y todo eso. No será tan divertido, pero supongo que no viene mal comer sin tener que estar alerta por si viene el perro guardián a por mí. Bien, ¿cuánto te ha dado?
–Varios rosas.
–¡¿Qué?! –Asintió–. ¿Cuántos exactamente?
Levantó la mano derecha con todos los dedos extendidos.
–Recuerda que ahora eres una aristócrata. ¡Vive y come como tal!
–Vamos a un banco a cambiar un billete. Me apetece una ensalada de garbanzos. Dudo que te acepten un billete de quinientos por ella.



Después de mi temprana comida y de una ronda turística por Toledo, David me dijo que tenía preparado un regalo sorpresa para mí. Le di la llanda durante todo el camino para que me dijera qué era, pero él se negó. El taxi nos dejó frente a las opulentas puertas de una academia hípica que parecía gozar de prestigio sólo con ver su fachada. Él me cogió de la mano y me llevó dentro. Aún no me lo podía creer, simplemente no me salían las palabras, cuando me dijo «te va a gustar» jamás creí que se trataría de eso. La verdad es que pensé en manzanas.
Al fondo del lujoso vestíbulo se encontraba la recepción, donde había una señora rellena de botox que con desdén nos dijo que la academia estaba cerrada. Él le dijo que habíamos reservado hora a nombre de David y Vera Pérez, y al punto le extendió sobre la mesa un billete de quinientos euros. La cara de plástico de la mujer cambió de forma radical, y su mueca despectiva se transformó en la sonrisa propia de las azafatas de vuelo.
–Quiero que mi hermana vea los establos, –dijo David–. Verá, ella es una amante de los animales y quiero regalarle su primer contacto directo con los equinos.
–Claro, pasen por aquí, por favor. ¿Desean tomar algo los señores?
–Un zumo de manzana cien por cien natural, gracias.
Sabía que habría manzanas de por medio.
–Como desee señorita. Permítame darle la enhorabuena, tiene un hermano muy generoso.
La mujer nos guió por un pasillo hasta donde se encontraba la puerta de salida al circuito de equitación, en cuyo umbral había una chica joven, mestiza, rubia y de aspecto jovial, bastante guapa, del tipo de personas que despiden simpatía por todos sus costados, exactamente al contrario que la recepcionista.
–Son los clientes de los que te hablé. Quieren ver los establos. Luego pueden hacer lo que quieran.
–Sí, señora, –respondió la joven, y se dirigió a nosotros–: Buenas tardes señores, ¿me acompañan, por favor?
Nos guió por un camino que bordeaba el circuito, camino que pasé aferrada a la cintura de David. Justo en el umbral del establo lo atrapé en un fuerte abrazo, le susurré «gracias, hermanito» y lo besé con pasión.
La chica se había girado para hablarnos en ese mismo instante, y carraspeó para hacerse notar. Nos separamos deprisa y comenzó a hablar:
–Bueno señores, estos son los establos. Como pueden ver…
–Disculpe, señorita. –Interrumpí.
–¿Sí?
–Aún no sé su nombre.
–Ah. Disculpe, mi nombre es Vera.
–¡Que casualidad! Yo también me llamo Vera. Quería decirle, Vera, que no es necesario que nos llame “señores”, suena fatal, mejor llámenos por nuestros nombres.
David me miró extrañado.
–¿En serio? Si así lo desean está bien.
–Por cierto, él es David, y no finja ser una estirada con nosotros, por mucho que le obligue a ello su jefa. ¿Me haría ese favor, Vera?
–Claro, Vera. –La joven suspiró, parecía mucho más relajada que antes. Me sonrió agradecida y continuó–: Como decía, en este lado están los caballos americanos. Al fondo los europeos, y en el pasillo lateral se encuentran los ponis. ¿Desean ver alguna raza en especial?
–¿Qué le pasa a aquél del fondo? Al de color canela que no para de relinchar.
–Disculpe. –Una señora apareció por mis espaldas con una bandeja y me dio un zumo de manzana en cristal de bohemia–. Su zumo, señorita.
–Gracias.
Pobre Vera, entre una y otra apenas la dejábamos decir una frase completa.
–No he podido domarlo. Es extraño, es de buena raza, su hermano Pegaso no presentó ningún problema. A veces ocurre, el caballo simplemente se niega a aprender.
–Me gusta.



Me acerqué al pequeño caballo encabritado. Por el camino me di cuenta de varias cosas que me resultaron extrañas. Para empezar, en toda la academia no parecía haber más clientes que nosotros dos, apenas olía a estiércol y casi todos los excrementos habían sido recogidos y amontonados lejos hacía muy poco. Además, todos los equinos parecían recién lavados y cepillados.
Cuando llegué frente al precioso caballo europeo lo miré a los ojos, como siempre solía hacer. La criadora me advirtió un tanto alarmada:
–Señorita, no se acerque demasiado, podría hacerle daño.
–No me dañará. ¿Verdad que no? –Dije al animal, que me miraba fijamente a los ojos.
Dejó de relinchar y se acercó a mí. Era hora de comprobar mi hipótesis.
–Hola precioso. ¿Cómo te llamas?
«Crisaor».
–Debí suponerlo, hermano de Pegaso. Yo me llamo Vera. –Era hora de probar algo más–. Are you hungry?
«Sí».
Què vols per menjar?
Miró mi vaso de zumo: «Manzana».
–Quiere una manzana. ¿Me podéis traer una?
–Sí, señorita –respondió la criadora completamente perpleja.
No pasó un minuto hasta que tuve una manzana en mi mano. Se la di de comer y le pregunté, esta vez a un paso más en mi conjetura, un idioma inexistente:
¿Ayánate liori?
Aunque no significara nada, lo pronuncié mientras pensaba en preguntar «qué te parece», «mucho mejor que las que me suelen dar, gracias», respondió, y relinchó.
–Oye Crisaor, ¿me dejarías pasear sobre tu lomo?
«Montura no»
–A mí tampoco me gustan las monturas. Quiero sentir tu tacto cuando esté sobre ti. ¿Qué dices?
–Señorita, es peligroso.
El caballo asintió en respuesta a mi propuesta.
–No me pasará nada, ya verá. Hágalo salir.
La criadora, comprometida por la obligación de cumplir todo lo que David y yo le pidiéramos, se acercó un tanto insegura y abrió la puerta. El caballo salió despacio, completamente manso.
Ya fuera del establo me acerqué a él, le acaricié las brillantes crines y le di un beso. Tendí mi copa a David y subí a horcajadas sobre Crisaor. La mujer dio un respingo, David la detuvo:
–No se caerá. Es algo así como un cruce entre mono y gato.
Yo me quité los incómodos tacones y los dejé caer.
–Crisaor, para en cuanto te canses, y si te hago daño avisa.
«Apenas noto peso», relinchó y comenzó su trote.



Jugué con él tanto como quise. Sentía su pelo recién cepillado, sus crines ondeaban al galope y al compás de mi pelo. David se unió a mí montado sobre Pegaso, y no pasó mucho hasta que la recepcionista fue al circuito para verme cabalgar sin montura. Al bajar, le di un fuerte abrazo y las gracias a Crisaor, luego me abalancé sobre David y quedé colgada de su cuello.
–Es usted muy afortunada, señorita Pérez. No todos pueden pagar a una academia como la nuestra para que cierre sus puertas al público, sólo para él y su hermana. Debe quererla mucho.
–Que has hecho, ¿Qué?
–Bueno, la verdad es que Manto ha pagado la mitad.
Tanto la criadora como yo teníamos cara de no creer lo que oíamos. Supongo que la suya se debía a haber oído que éramos hermanos después de ver cómo nos besábamos.



Tras ver, acariciar y abrazar a todos los caballos, decidimos que era hora de irnos. Volví a besar a David, Vera fingió no ver nada. A la salida, David dio a la recepcionista varios billetes más de quinientos euros –no quise mirar cuántos–, pedimos un taxi y volvimos al casco antiguo de la ciudad.
La noche ya había caído, y sólo faltaban cuatro horas para el sufragio por la instauración de la provincia de Girona.
–David.
–¿Qué te pasa? ¿Estás nerviosa por los resultados?
–Los resultados no me importan, no cambiaré mis planes. Sólo quería darte las gracias.
–¿Gracias? ¿Por qué?
–Por hoy. Ha sido un día maravilloso, eres increíble. Te voy a echar mucho de menos cuando me vaya.
Él me acarició la mejilla y me dio un beso.
–Yo a ti también te extrañaré. Níobe, cuando recuperes a tu compañera, ¿regresaras?
–Sí. Te lo prometo.
Tomé su mano y nos besamos con ternura, hasta que el taxi llegó a nuestro destino.



–Rodrigo, líder provinciano de Alicante.
–Vota.
–Amanda, líder provinciana de Valencia.
–Vota.
–Alba, líder provinciana de Barcelona.
Manto y yo llamábamos, de pie en el estrado, a cada uno de los votantes. La urna entre nosotros, y frente a ella un niño verificaba el voto. Veía las caras de mis amigos y leía sus labios. El más arisco por la situación era sin duda Fernando. «Esto es humillante. No quiero pasar por el yugo, no he votado en mi vida y no entiendo por qué tengo que hacerlo ahora». «¿Prefieres que Gabrielle nos tenga en la palma de la mano para exiliarnos o matarnos a su voluntad? A mí tampoco me gusta nada esto, pero si no votamos, no lo dudes ganará el ‘sí’» le replicaba Andreu.
Cuando todos los demás hubieron votado, Manto y yo nos nombramos mutuamente y depositamos nuestros votos en la urna.
Se cierra la sesión.

viernes, 20 de noviembre de 2009

39- Una Modesta Proposición.


–¿Qué le ocurre, niño?
Amalia había irrumpido en la habitación alertada por Irene, que la seguía preocupada. Yo había comenzado a llorar en el ascensor, en pleno descenso, y no bien se hubieron abierto las puertas cuando salí a la carrera hacia mi habitación y me eché cabeza abajo sobre la cama. Me sentía ausente, oía la conversación como si tuviera lugar en el otro lado de un túnel, como si nada tuviera que ver conmigo. Mi mente se había bloqueado, había odiado a alguien que me quería, a mi propia madre, y ahora estaba muerta, ya era demasiado tarde como para pedirle perdón y conocerla de verdad.
–Ha llegado de pronto y ha caído aquí. No para de llorar, no consigo hacerla hablar, sólo repite «me quería» una y otra vez.
–Ninfita, ven…
Me tomó y me tendió sobre sí. Yo no ofrecí resistencia, no tenía fuerzas para nada. Me abrazó y meció, esperó paciente a que mi llanto calmara. Cuando pareció que estaba algo más tranquila me habló:
–Dime cariño, ¿quién te quería?
La mare. –Oí mi voz débil y quebradiza, tan distinta que dudé de si era la mía.
–Tu madre te quería. ¿Cómo estás tan segura de ello? Hace muy poco creías que te odiaba.
–Mi madre. Ella conocía mi epíteto en español, creyó que era cierto. Yo llevaba paz a su corazón, y ella está… está…
–En algún lugar desde el que te escucha y comprende tu odio pasado, estoy segura.
–¡Está muerta! Ara la mare és morta i no puc fer res!
La tormenta de mi llanto arreció. Amalia permaneció conmigo tanto como necesité hasta tranquilizarme. Luego no se marchó. Se quedó conmigo, hablaba de esto y aquello, temas triviales con la intención de dispersar el dolor de mi mente.
–David, tráeme un zumo, por favor.
–¿De manzana?
Asentí. Al poco me dio el zumo y tras cogerlo extendí mi mano libre para que viniera y la tomara. Él se acurrucó junto a mí y tomó mi mano. Amalia nos miró como a dos bichos raros.
–Pero bueno, ¿qué es esto?
–Un zumo.
–No te hagas la tonta conmigo, sabes a lo que me refiero.
–¿A qué?
–A lo que tienes en la otra mano. Mírame a los ojos.
La miré completamente ruborizada.
–¡Te lo has tirado! –Exclamó divertida.
–¡No! No hemos hecho nada, solo hemos… jugado. Un poco.
–Estáis como tomates. Vuestras caras son dignas de una foto.
Hizo ademán de sacarme el móvil del bolsillo.
–No, ni se te ocurra.
Comenzó a hacerme cosquillas para tratar de inmovilizarme. Pedí ayuda a David, que rescató el zumo para que no se derramara al instante y se unió a Amalia contra mí. Cuando se cansaron de torturarme confesé a Amalia lo que habíamos hecho David y yo. Se había dado cuenta el primer día que fue a arreglarme el peinado, que ese tipo de cosas se veían en el brillo de los ojos, se olían en la sangre, y sobre todo, se veían en los nudos del pelo. También me aconsejó que tuviera cuidado, que no me encariñara mucho con él. Aunque el consejo viniera demasiado tarde, agradecí su buena intención.



David pasó hasta bien entrada la mañana sobre mí. Desde que Amalia abandonó la habitación para dejarnos intimidad, él no había parado de besar con delicadeza mi cuerpo desnudo al tiempo que nos hacíamos preguntas sobre gustos y aficiones:
–¿Cuál es tu deporte favorito?
–El vuelo sin motor. ¿El tuyo?
–Escalada de fachadas. ¿Bebida favorita?
–El zumo de manzana golden.
–Me refería a una bebida con alcohol.
Quedé pensativa unos instantes antes de responder. Comenzaba a quedarme dormida por fin, y el cerebro ya no me funcionaba como recién levantada:
–Supongo que cualquier licor dulzón con zumo de manzanas.
–¿Alguna que no soportes?
–Sí, el bourbon.
Nos miramos unos segundos y rompimos a reír.
–¿Qué ha sido eso?
–Humor cortesano.
–Ten cuidado, por una como ésa El Jueves lo habría pasado mal. –Cuando calmó la risa continuó–: Acabo de recordar que he pedido permiso a Manto. Podré acompañarte afuera algún día una vez él te haya devuelto las armas. ¿Te parece bien? ¿Níobe?
No respondí, apenas me noté con fuerzas suficientes como para poder asentir. Sólo me dormí con una sonrisa en la cara.



Las noches que siguieron me mantuvieron bastante atareada y aburrida: reuniones privadas con líderes provincianos y propuestas, exposiciones y más propuestas sobre reformas en el Consejo. Tediosas hasta la agonía. Pero la quinta sesión desde aquella noche la cosa cambió, cuando le correspondió a Alba, la líder provincial de Barcelona a la que tenía en la palma de la mano, ofrecer su humilde propuesta:
–Es evidente para casi todos los presentes que el crecimiento demográfico en Barcelona ha sido escandalosamente alto en los últimos años. El último censo, datado del año quinientos veinte, apunta un total de noventa y siete vástagos habitantes únicamente del núcleo urbano principal. Desde entonces, por supuesto, la cifra ha crecido, por lo que calculamos que actualmente en la provincia habitan más de cien.
»Esta superpoblación me ha llevado, tras arduas deliberaciones, a presentar al Consejo una propuesta de escisión que sé, será polémica, pero necesaria. Propongo la creación de una nueva capital provinciana.
Un océano de cuchicheos se elevaba cada vez más desde el graderío.
–Silencio en la sala. –Ordenó la rotunda e imponente voz de Manto.
–Gracias, venerable. Como decía, he considerado de forma seria una escisión, debido a que las únicas provincias de mi región son Barcelona y Aragón, y propongo la creación de una nueva capital en Girona. Esta solución me fue recomendada por una sabia anciana, Gabrielle, de procedencia francesa, que ha vivido más de un siglo bajo las normas de nuestra península, y que actualmente vive en mi ciudad. Es una ciudadana modelo que ha respetado las leyes de la provincia stricto sensu. Se ha ofrecido a llevar el timón de la nueva provincia en el caso hipotético de que la propuesta sea aprobada.
»Para reforzarla, he hecho venir al segundo de a bordo del equipo administrativo de Gabrielle. Su nombre es Gustavo, compañero y representante de la mencionada. Si me es concedido solicitaré su subida al estrado con el objetivo de hacer un llamamiento a la calma desde la cúpula de este pequeño pero fructífero grupo, cuyas intenciones, como verán, son altruistas y desinteresadas.
–Se concede, –respondió Manto, que ya olía tanto como yo las intenciones de Gabrielle.
–Llamo al estrado a Gustavo, vicesecretario del clan de Gabrielle.
De un lado en el centro de las gradas se puso en pie una figura. Descendió el vomitorio y subió la escalera lateral que se encontraba frente a mí. A su paso junto a mi cátedra me dirigió una mirada cargada de odio, o tal vez envidia, que me dio mucho que pensar a propósito de su forma de ser.
El aspecto de Gustavo era el conocido popularmente como “portero de discoteca tipo”: estatura media-alta, ojos marrones, pelo moreno y corto, hombros anchos hasta la arcada, aspecto musculoso, facciones marcadas y cuello ausente. Al verlo me vinieron a la mente las mismas imágenes en las que pensaba cuando imaginaba los golems que Terry Pratchett describía en sus novelas, por lo que no pude responder a su mirada iracunda con más que una sonrisa contenida para evitar convertirla en una sonora carcajada.
–Elevados miembros del Consejo Peninsular, –su voz grave hacía vibrar mi mesa, no pude evitar sufrir un escalofrío al escucharla–. La intención de nuestro humilde clan no es en absoluto la obtención de poder. Como ustedes saben, Girona es una región con un índice demográfico muy bajo si lo relacionamos con el de muchos lugares de la península. Tan sólo pedimos como territorios para permitir la instalación de ciudadanos civilizados bajo una constitución la propia ciudad, y la casi despoblada región de La Garrotxa.
Así que es eso. Poder no es lo único que queréis, también vais a por nosotros, ¿verdad? Crees que así podréis vencernos, podréis someter nuestra voluntad. Espera, podrán, y lo peor de todo es que será legal. Sentí cómo mi pulso se aceleraba, sabía que Alba se habría percatado, se giró, y tuve que inventar una excusa rápida para justificar mi excitación. Tomé uno de los folios que tenía sobre la mesa y escribí una frase. Lo hice en catalán para dejarle claro que el mensaje iba destinado a ella: «Jo també en vull». La miré de soslayo y sonreí. Ella me devolvió la mirada con total disimulo. Salvada… por ahora.
Tras la larga y enervante intervención de Gustavo se dio sucesión al turno de reclamaciones, comentarios y preguntas. El primero en alzar la voz fue, por supuesto, Fernando:
–Recuerdo a los presentes que la reserva natural de La Garrotxa es territorio libre oficial desde el Pacto de la Primera Luna, además de una región actualmente habitada por apátridas, por lo que tal concesión rompería el tratado que originó la Paz.
Sus palabras llegaban a mí distorsionadas por el eco, pero hasta yo sentía su ira contenida. Al contrario que la forma ortopédica de hablar de Gustavo, Fernando era sencillo, directo y se ahorraba las alabanzas y los qué grandes son ustedes. De las gradas se elevaban murmullos provocados por sus palabras. No oía lo que decía, pero las clases de David comenzaban a dar sus frutos: «Comenzará la guerra», decía uno, «la profecía sería cierta» respondían los labios de otro, «el anarquista está provocando el pánico en la sala», los de aquél de allá.
Si la guerra comienza tan pronto no cabe duda de que se me pedirá detenerla a mí. Pero, ¿Cómo?



El resto de la reunión fue realmente agotador: argumentos a favor y en contra, momentos más subidos de tono que otros y mal ambiente en general. Manto decidió dar fin al debate generado, impuso orden desde el estrado y dio su resolución:
–Dentro de siete noches se decidirá la reforma mediante el sufragio de todos los presentes, nadie más ni nadie menos. Si el resultado es favorable se procederá, pero recordad que una respuesta afirmativa vulneraría el Tratado de la Primera Luna, y la paz podría peligrar. Se cierra la sesión.



Cuando la sala se hubo quedado vacía, Manto y yo aún estábamos de pie en el estrado.
–¿Qué opinas?
–Que el referéndum es un mero trámite, –respondí–. Líder provinciana o no Gabrielle será ejecutada. No sin antes reírme un poco de ella.
–Por el bien de la Paz más nos vale. Una advertencia: si la votación resulta afirmativa, los apátridas no debéis ser relacionados de ningún modo con la muerte de Gabrielle.
–Estallaría la guerra, todos contra nosotros, lo sé.
–En fin, supongo que esto es todo por hoy. Ven conmigo, he reparado y reforzado tus armas.



Ya en el despacho, me devolvió las armas mejoradas y enfundadas en nuevas vainas, negras y decoradas con plata, además de un cinturón más resistente y ergonómico del mismo color.
El cambio más evidente estaba en los bordes de la hoja. Sabía que el arma estaba originalmente ideada a partir de una katana, de ahí que la hoja fuera tipo sori, para desmembrar, pues con una estocada sólo lograría quedarme cerca y a merced del vampiro, por lo que había cambiado los kissaki, ahora eran redondeados y se unían a la empuñadura. Así el impacto se amortiguaría mejor y se repartiría de forma más equitativa, lo que le había permitido crear una hoja más fina si cabe, para concentrar la energía del impacto en una superficie menor y permitirme cortar con mayor facilidad y la misma fuerza.
Otro cambio notable fue el peso. Sole había pedido unas armas que sólo una humana con mi capacidad pudiera manejar con soltura, por lo que creó un núcleo de plomo en la empuñadura. Decidió que esto era muy poco práctico puesto que reducía mi velocidad de reacción, así que lo había sustituido por un metal menos denso y pesado, que amortiguaría mejor los impactos y me permitiría una capacidad de reacción mayor.
Quizá no pudiera enfrentarme a un vampiro anciano. Pero ahora era una digna rival para cierto adulto. Ya sentía golpear mi rostro el aroma de la sangre derramada de Gustavo…

lunes, 16 de noviembre de 2009

38- El Juramento.


–¿Ocurre algo, señorita? Pareces inquieta.
–No puedo dormir. David, enciende la luz.
Mi niño pulsó el interruptor y una luz tenue atravesó las cortinas que nos envolvían en la cama.
–¿Quieres un masaje? Quizá te relaje.
–No creo que me sirva de nada, cuando me desvelo soy terrible, pero puedes intentarlo.
Me tendí cabeza abajo en la cama y David se puso sobre mí. Tomó del cajón de la mesita izquierda un pequeño frasco de aceite y comenzó a hacerme un masaje. Yo cogí el códice de encima de la mesita y lo abrí por una página cualquiera. Comencé a leer e interpretar el texto en latín tan bien como sabía.
–Sientes tensión aquí, junto a la nuca, ¿verdad? Cerca de este bulto.
–Por favor, bastante procuro ocultarlo bajo el pelo, no le cuentes a nadie que lo has visto.
–¿Maligno? –Dijo asustado.
–Preguntas de más.
–Lo siento Níobe.
–No importa. Y menos si sigues así. Tus manos son un tesoro. ¿Has estudiado masaje?
–Sí, entre otras muchas cosas.
–¿Latín?
–¿Alguna duda?
–Una confirmación. Si no he leído mal aquí dice que el Tutor Maximus me dará un epíteto en mi nombramiento, ¿no es así?
–En efecto, el venerable leerá en tu corazón y resumirá en un epíteto la característica que mejor te describa.
–Parece interesan… ay… ahí, sigue ahí.
–Acumulas demasiada tensión. Llevas a tus espaldas más responsabilidades de las que en realidad tienes.
–Si una profecía centenaria te hubiera anunciado como salvador de la armonía en la península también estarías tenso.
–Así que al final te has convencido.
–Sí… –respondí apenada–. Anda, para ya, pero no te bajes de donde estás. Deja el códice en su sitio y échate sobre mí.
Él obedeció y pronto sentí cómo su cuerpo desnudo cubría mi espalda. Podía notar su aliento en mi nuca, y un cosquilleo en la zona lumbar se apoderaba de mí.
–David, ¿es fea mi espalda?
–Tienes una espalda preciosa, Níobe.
–No mientas. Entre el tumor y la cicatriz debes tener una vista horrible.
Él avanzó su cabeza hasta ponerse junto a mí, mejilla contra mejilla, me abrazó y me dio un beso antes de responder:
–Muestran tu increíble fuerza de voluntad. Eres una gran luchadora, y saldrás adelante.
–¿Eso crees? –Él asintió–. Quizá, pero necesito ayuda. Por cierto, odio seguir sorda mientras me rodean los cuchicheos de los miembros del Consejo. ¿Sabes leer labios?
–Por supuesto.
–¿Podrías enseñarme? –Le dirigí una mirada tierna.
–Sí, aunque nos llevará tiempo, en una semana entenderás lo que dice cualquiera que hable sobre ti. ¿De qué te ríes?
–Ya te está subiendo otra vez.
–Lo siento Níobe. Me excitas muchísimo y no puedo…
–No pidas perdón por ello. Me siento halagada. Además me gusta tu tacto. Abrázame fuerte. –De pronto comencé a sentir como me adormecía lentamente.
–¿Quieres que cante?
–No. Hoy no. Sólo bésame en el hombro y acaríciame el pelo. Me gusta sentir tu aliento sobre mi piel.
Él ya había comenzado a hacerlo cuando yo no había terminado de pedírselo. Era extraño, nunca me habían atraído los hombres humanos, y pensé que con los niños ocurriría lo mismo. Sin embargo la ambigüedad sexual de David, la suavidad de su piel depilada, su pelo largo y su actitud sumisa me volvían loca, al punto de desear que acabara la noche para volver a la habitación y tener su compañía.
–Oye David, algún día de éstos me gustaría dar un paseo por Toledo, cuando haya jurado y esté menos atareada. Me gustaría ir de día y, bueno, me preguntaba si te dejarían salir de aquí para acompañarme. La verdad es que me hace ilusión pasear contigo por la ciudad.
–En cuanto jures cargo Manto te lo concederá, lo sé. Deberías tratar de dormir. Mañana será un día muy importante.
Le di un beso de buenas noches y caí completamente rendida, vencida por el cansancio, la ternura de su cuerpo sobre el mío y el relax de su masaje.



Marché al despacho de Manto tan pronto como me dio audiencia. Para una fecha tan señalada como mi juramento ante el Consejo me puse el vestido azul que me hacía sentir el alma de Sole allá donde me llevaran mis pasos. Amalia me puso unos tacones negros que no quise mirar para no caer a causa del vértigo antes de ponerme de pie. Es extraño, pero temo los tacones aunque sepa que es imposible que tropiece y caiga.
Así, velo al vuelo tras de mí, códice en manos, armas en cinto, crucé el pasillo ante las miradas de todo género de algunos de lo presentes.
–Buenas tardes, Níobe. Te has vestido realmente guapa para tu juramento. Quizá sea un poco provocativo, pero no por ello menos elegante.
–Gracias Manto. He pasado por aquí antes de la reunión por recomendación de Rodrigo.
–Ya has hablado con tu albacea por lo que veo. Es muy serio y estricto, a veces puede resultar agotador hablar con él, pero tiene sentido de la justicia, algo muy poco común aquí.
–Eso me pareció ayer. Me dijo que me convenía ver la línea sucesoria de mi cruz, que solo nosotros dos podíamos tener acceso a ella, y bueno, que sería útil para una persona curiosa como yo.
–Veo que Marga ya le habló de ello, no se callaba una aquella buena anciana. Aún no está digitalizada. Un segundo.
Se acercó a uno de los grandes rollos de papel que había en el despacho y lo puso sobre la mesa.
–Ayúdame a extenderlo.
Yo hice que el papel se desenrollara solo, Manto me miró con la boca medio abierta.
–Sin duda una cosa es saberlo y la otra verlo con los propios ojos. Gracias.
Nos acercamos al papel extendido sobre la mesa y eché un vistazo. Lo primero que me llamó la atención era que, en la línea sucesoria, todas éramos mujeres. Todos los nombres tenían a su lado una o dos siglas, que hacían referencia al epíteto que Manto les había otorgado. Algunas de las portadoras estaban unidas a la anterior con una línea, supuse que ello servía para marcar la sucesión por herencia. Llegué al nombre de Margaríta Pérez Jiménez, su epíteto era A. L., Animarum Legens, me explicó Manto. De ella surgía una línea que llegaba hasta Mi nombre: Vera–Níobe Granada Terra, C. F., ¿qué era eso? Aún no había jurado cargo y ya se me había asignado el epíteto.
–¿Por qué tengo ya un epíteto? Creí que se adjudicaban en el momento en que me nombraras honorable.
–Y suele ser así, cuando soy yo quien te adjudica el epíteto. Pero por primera vez no fui yo, sino la propia Marga, la que me habló de lo que había visto en ti y me pidió a modo de favor personal que te diera tal epíteto. Por cierto que nos diste un buen susto a todos cuando creímos que la sucesora de Marga había fallecido.
–Cambiar de tema no me va a despistar. ¿Qué significa?
–Eso no te lo puedo decir hasta que jures cargo esta noche, por eso he cambiado de tema. Como te decía, lo pasamos realmente mal, y no sólo porque pensáramos que habías fallecido, sino porque no encontrábamos tu cuerpo ni la cruz por ningún lado. Esa cruz es muy importante, ¿sabes?
Lo había conseguido, si Manto decide cambar de tema no importa lo que se esfuercen sus interlocutores, se cambia de tema.
–No sé hasta que punto, pero ayer Rodrigo se dirigió a ella como Crux Feminia, por lo que supongo que el que todas las portadoras seamos mujeres no es una casualidad.
–Sí lo es, o eso creo. Como ya sabes creé cinco cruces, cada una se diferencia en algo de las otras. La cruz que llevas fue la primera que creé, es por ello por lo que a su portadora se la conoce como Protecta Prima. Es algo extraño como te decía, la diseñé por inspiración de Níobe. Todas las cruces comparten elementos comunes, son cruces griegas, ya que representan protección, además de estar decoradas con ataurique, pese a que en cada una es una flor distinta. ¿Conoces las piedras engarzadas en ella?
–La central es una esmeralda. ¿Son todas piedras de gran valor?
–Así es.
–En ese caso, creo que la roja es un rubí, la anaranjada parece ámbar. La que tiene un color entre el azul y el rosa diría que es un zafiro. La azul es… ¿topacio?
–Exacto. Las piedras simbolizan las fuerzas elementales en las que creía Níobe, fuerzas que me hizo sentir aquella noche, mi última como humano, frente a la cueva: la tierra en mis manos y mis pies, el calor del fuego de la hoguera, y la humedad que la brisa traía en su viaje.
–La esmeralda es la vida, ¿no? El quinto elemento, el catalizador y a la vez la catálisis de todos los demás.
–Así es. Pero hay más. Los brazos de la cruz, las terminaciones que imitan las columnas jónicas. Simbolizan la feminidad y además traen a mi memoria el origen de Níobe. La creé pensada para una mujer, pese a que podía llevarla una persona de cualquier sexo siempre que la lograra. Sin embargo con el paso del tiempo nos dimos cuenta de que, de alguna forma u otra, la cruz siempre llegaba a manos de una mujer. Casualidad o no, la bautizamos como Crux Feminia, y todavía se cumple ese criterio, que cada vez parece menos consecuencia del azar. Pero hay algo más.
–¿Qué?
–Todas, absolutamente todas las portadoras de la Crux Feminia han poseído un don especial. Como el tuyo. De las cinco cruces, la tuya es sin duda la más misteriosa.
Hablamos acerca de mi juramento que iba a presentar. Le pareció un tanto arriesgado, pero prometió no ejercer el derecho de veto Aunque no me prometió nada acerca de los demás miembros del consejo, era un gran consuelo.



–Manto, antes de marcharme. Quería hacerte una pregunta.
–Dime.
–¿Podré vencer a Gabrielle con mi fuerza actual?
–No.
–¿Seguro? Corto carne de vampiro como si fuera mantequilla.
–Pero Gabrielle tiene unos quinientos treinta años de edad, nunca has atacado a un vampiro anciano. Te lo demostraré. –Se desabrochó la camisa–. Atácame.
–¿Cómo?
–Que me lances tu mejor ataque contra el pecho, ¡vamos! Y no quiero nada del tipo “no puedo atacar a un Venerable” ni cualquier cosa que se le parezca.
Yo asentí un tanto insegura. Retrocedí unos pasos y tomé una de mis armas con la diestra. Salté hacia él y lancé toda mi energía contra el anciano. El arma tocó su piel, se deslizó sobre su pecho y patinó de arriba hacia abajo, se separó de su carne cerca del ombligo y siguió su trayectoria conmigo detrás. Apenas pude frenar en seco en mitad del aire antes de chocar contra el suelo. Alcé la mirada y miré al pecho de Manto. En él no había el mínimo rasguño.
–¿Ves? La carne de un vampiro anciano es demasiado dura como para poder atravesarla con tus armas, no importa lo fuerte que seas. Un anciano sólo puede ser atravesado por otro anciano.
–Pero entonces…
–Ya encontrarás la manera. Por cierto, déjame tus armas, voy a reforzarlas. Tranquila, te las devolveré en un par de días.



–Yo, Vera-Níobe Granada Terra, juro ante mi venerable Tutor Maximus, ante los honorables Iudices Tutores, y ante todos los presentes en esta sala, proteger y ayudar a la raza de los vampiros en la medida de mis posibilidades, y mantener en absoluto secreto la existencia de vampiros para todo humano. Si así cumplo mis palabras, se me conceda el título de honorabilis prima protecta hasta el fin de mis días, se me proteja de cualquier daño que pudiere recibir dentro de los límites peninsulares y se me conceda el honor de inmortalizar mi nombre en la memoria de vuestra raza. Si incumpliere mis palabras, y revelara su existencia de forma directa o indirecta, mediante cualquier medio, o permitiera su conocimiento a otros humanos por omisión, me sea dada la muerte por mis propios protectores. Así juro.
Se apagó el eco de mi voz y se hizo el silencio en la sala.
–Yo, Manto, como Venerabilis Tutor Maximus, firmo este juramento centenario, y os concedo ante los ojos de toda mi raza el título de Honorabilis Prima Protecta, Vera-Níobe Granada Terra, Concordiae Flumen. Que el Pacto continúe vivo en esta unión.
Manto soltó sus manos del códice, que ambos sosteníamos, cada uno de un lado, Dirigimos la mirada al graderío del Consejo, que nos dedicó una efusiva ovación. Yo mantenía mi velo al viento, así como mi pelo, como si una corriente me agitara únicamente a mí. No es que quisiera ser descubierta, lo hice por consejo de Manto. Dijo que si quería que se me reconociera como la Advenediza tenía que parecer de algún modo de origen divino, para dar al vulgo vampírico un motivo para creer que se me debía conceder el título. Muchos de ellos se habían percatado, me fijé en sus caras, sabían que no podía haber un conducto de ventilación que me siguiera allá donde fuera, parecían pensar que debía ser alguna concesión divina. Marchaba viento en popa.
Me senté en mi nueva sede en el estrado, a la derecha del palco central. Desde allí arriba todo se veía diferente. Todos aquellos monstruos con aspecto de modelos de lencería eran ahora inferiores a mí en estatus. ¡Y ellos mismos lo alababan! ¿Cómo podían ser tan idiotas? Los únicos a los que consideraba mis iguales, mis amigos, pues sé que para ellos soy Níobe, su Níobe.



El resto de la sesión la pasé bastante ausente, pensativa en el epíteto que Marga me había dado: C. F., Concordiae Flumen: ¿Río de la concordia? ¿De la unión? Significa algo parecido, ¿no? La verdad es que suena mejor en mi idioma: Vera-Níobe Granada Terra, R. C., Río de Concordia. Espera, RC… ¡Errecé!
Así era como me llamaba mi madre. Siempre creí que era su forma de resumir “Ruina de la Casa”, pero Marga nunca la amonestó cuando se dirigía a mí de ese modo. ¿Me llamaba así de forma intencionada? Por supuesto ella no tenía ni idea de latín, así que seguro que Marga le traduciría mi epíteto.
Mi madre… me quería. Quizá no me quisiera como a una hija, pero de alguna forma sabía que era especial, fui importante en su vida, aunque el rencor de haber echado a perder su vida artística para siempre no le permitiera demostrármelo. En aquel momento todos mis esquemas sobre ella, todo el odio que me impedía lamentar su muerte se desgajaron de mi corazón. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no romper a llorar en mitad de la reunión.

viernes, 13 de noviembre de 2009

37- Primera Llena del Año Quinientos Veintitrés de la Paz.


–Bienvenidos todos a la quingentésima vigésima tercera reunión oficial del Consejo Provinciano Peninsular. Queda abierta la primera jornada de diálogo y debate sobre el orden y estado de la península. El orden de la sesión será el que sigue: Lectura del Acta de cierre del año anterior, presentación de nuevos cargos, elección aleatoria del orden de presentación de propuestas provincianas, homenaje a la entrada del año quinientos veintitrés de nuestra era y cierre.
La imponente voz de Manto resonaba intensa en cada rincón del teatral graderío de la Sala de Reuniones del Consejo. Había llegado a pocos minutos del comienzo de la sesión, cuando la mayoría de asistentes ya ocupaban sus butacas. Traté que mi descenso hacia mi cátedra fuera tan elegante como fuera posible: cabeza enhiesta y caminar elegante, al que ya estaba acostumbrada, mirada al frente y aspecto soberbio.
No puede dejar de sentirme un tanto perturbada durante mi recorrido, debido al cosquilleo incómodo que a todos nos suele causar la sensación de saber que estamos siendo observados por más de cien ojos. Mi sede, la primera central de la fila uno, puesto de honor junto a mis cinco Iudices y mi Guardiana.
La tensión bullía bajo mi piel. Miraba los dos regios asientos junto estrado desde donde hablaba Manto, el derecho del venerable, y a la izquierda la sede vacante que yo, jurados mis votos, ocuparía mañana en calidad de Honorabilissima Prima Protecta, título que se tornaría en Venerabilis Adventicia si el Consejo lo dogmatizara por unanimidad, en la creencia de que mi llegada es la anunciada por Níobe. No podía creer que estuviera allí, mi naturaleza guasa me hacía sentir incómoda, rodeada de tal afluencia y bajo tales ortodoxias.
Sabía que más tarde que temprano mi nombre resonaría en la sala aquella noche, debería levantarme, ocupar el atril, alzar la voz ante cientos de espectadores y presentarme a ellos. Luego de aquello, debía estrechar la mano de Manto, que me entregaría el códice titulado Lex De Protectis, sobre el que juraría la noche siguiente.
Por suerte tenía tiempo para lograr relajarme, Andreu me había hablado ya de la lectura del acta y advirtió que debía tener el umbral del tedio portentosamente alto debido a su magnitud, lo que me recordaba a una de las diferencias más abismales entre humanos y vampiros: la concepción temporal.
Había traído conmigo un fajo de folios y un bolígrafo para tener algo con lo que entretenerme. No era una práctica muy ortodoxa, me fue sin embargo recomendada por el propio Manto para evitar casos como el dado en año trescientos catorce, cuando un protectus cayó en sueño profundo en su llamada al estrado, claro aquel hombre sufría narcolepsia.
Tomé el bolígrafo y comencé a escribir. Decidí inspirarme en el popular cuento de la lechera para no perder demasiado tiempo en elucubrar una historia realmente original:
«Era la mañana de un lunes de abril cualquiera para el aburguesado vulgo, que sin arrojos emergía de sus oscuras cavernas a la luz de la alborada para afrontar, desmotivado, un día de trabajo por un sueldo que siempre juzgará mediocre. No iba a ser así para él, el gran tiburón que estaba ya a sólo una entrevista de ser un alto ejecutivo productivo y remunerado, un gran triunfador en la vida. Con casi treinta años a sus hombros, pobre infeliz. Había dedicado toda su vida a avanzar con paso lento pero firme hacia aquel momento, y por fin había llegado su hora.
Orgulloso se levantó a las cinco de la mañana para tener dispuesto hasta el más ínfimo detalle: Tinte castaño medio sobre las canas, faz reluciente y rasurada, camisa de seda de resplandeciente blancura comprada para una ocasión tan especial como la que le ofrecía el destino aquel día, y corbata blanca con cuadros marrones. Remataban el conjunto el pantalón y la chaqueta oscuros, heraldos de una pulcritud óptima.
El ambicioso señor no tenía pareja ni hijos, pues pensó que entorpecerían su trayectoria profesional: hace mucho decidió que construiría su mundo personal una vez triunfara en los negocios y el dinero a espuertas le brindara una vida interior de lujo y opulencia. ¿Sus amigos? Grandes actores que, como él, mantenían cara sonriente y vista firme a sus propios intereses.
Pero tenía claro que tan pronto como lograra su ascenso y trasladara su portafolio del angosto cubículo al amplio y limpio despacho que le esperaba, podría dedicar su dilatado tiempo libre a esos asuntos de trivialidad casi pueril que aún no había realizado, pues su vida había centrado hasta entonces en un único y ambicioso propósito.

Tenso pero dichoso calentaba el café con leche sobrante del día anterior, y absorto en las continuas rotaciones del incansable plato del microondas se motivaba a sí mismo en silencio pero sólidamente con tales pensamientos: «En pocas horas recogerás el fruto de toda una existencia de cultivo. Todo aquello que puedas pedir a una vida satisfactoria está a una reunión de ser conseguido. El temor a las facturas y al fin de mes verá su fin, y nada se interpondrá entre tú y tus soñadas vacaciones a Delhi…»
De estas lucubraciones lo despertó el agudo pitido del microondas. Sacó el café y lo puso en su amada taza de porcelana, regalo de su anciana madre, único retazo de humanidad que parecía haber en su vida.

Pero, ¡ay! La fortuna es tan can y nerviosa que torna de parecer sin previo aviso. Al agarrar la taza de porcelana blanca, los nervios y el frágil pulso del necio tiburón hacen que sus temblorosas manos no puedan soportar un pequeño desequilibrio. La taza de porcelana blanca se desliza de entre sus dedos, hacia la encimera de granito negro. Vuela en cien pedazos, y unas aciagas gotas de café movidas por la fulana mano del destino caen en la corbata blanca con cuadros marrones que colgaba de su cuello, ahora deslustrada por completo.
Durante unos segundos, que bien pudieron parecerle un vasto retazo de la eternidad, queda turbado el infame caballero, exánime mientras contempla incrédulo el lamentable espectáculo que acababa de presenciar. Logró por fin despertar sus sentidos, orden dio a sus piernas de correr hacia el aseo, donde intentó de forma desesperada limpiar la corbata, dejarla tan reluciente como cuando la compró, tan esplendente como debía ser su destino. Tomó la toalla húmeda y la frotó enérgicamente sobre la mancha, mas sólo consiguió extenderla sobre la superficie.
Como el que niega su muerte, echó sobre ella jabón de manos y continuó su fricción exasperada al tiempo que dirigía una mirada desencajada, reflejo de un alma infeliz y temerosa, a las rejillas del respiradero del techo.
Tras arduos minutos de vana lucha contra la evidencia, se dejó caer en el suelo, junto a la letrina, y mientras lloraba como si le hubieran anunciado la defunción de un ser querido, miró el reloj: tanto tiempo había perdido en tratar de limpiar la mácula que se ya es demasiado tarde.
Y agotado, con los ojos fuera de si y grandes gotas de rocío que caían de su cara, arrojó de su boca temblorosa, con una voz casi ahogada, dichas palabras:
–Toda mi vida a la quiebra por una taza de café quebrada. Todo esfuerzo, toda lucha que libré por superar las adversidades, ¿ha sido en balde? ¿Termina de este modo? ¿Y en qué me puedo sustentar? Mi ascenso se ha ido a pique y toda mi vida cortada por las punzantes astillas de mi amada taza de porcelana blanca. Lo di todo para cultivar esta tierra y ahora me percato de que es estéril; jamás seré un tiburón, ni más que un simple pez mediocre. Nada de mi vida dediqué a buscar amigos, un amor, alguien en quien apoyarme. Y por tanto nada de ello tengo ahora. Toda mi vida se resume en una corbata de cuadros marrones manchada de café.
Con éste y otros lamentos, claros portadores de su desdicha, se acompañó durante horas.

Cuando la policía entró en el apartamento, alertada por vecinos quejumbrosos por el olor, su hediondo cuerpo ya había comenzado a podrirse.
Colgado de una rendija del respiradero del aseo, colgaba sin vida el pez payaso. El cuerpo ahorcado se balanceaba levemente, para sorpresa del forense, sólo estaba sostenido por una corbata blanca de cuadros marrones, manchada, pero muy resistente. Pobre idiota, dedicar toda su vida a una sola meta, ¡y tan fútil como aquella! Si tan siquiera hubiera reparado a tiempo en la veintena de corbatas limpias y ordenadas que esperaban en su armario, quizá ahora habría logrado su sueño, pero el haraquiri fue su decisión.
¿Por qué no lo pensó? El estrés de la ciudad, supongo.»
Di punto final a mi cuento y lo releí. La verdad es que ese tipo me cayó mal desde el principio, o lo mataba o me habría matado él a mí de los nervios. Levanté la mirada del papel y la dirigí a una niña azafata que permanecía firme a pocos metros de mí. Ella se percató al momento y se acercó a mi butaca.
–Agua, –susurré casi sin fuerza en la garganta por la tensión que pasaba.
–Sí, excelentísima. –No tardó un minuto en volver con un vaso de agua fría y un caramelo balsámico–. Sugerencia para aclarar la voz, excelentísima.
–Gracias.
Así, trago a trago mientras el caramelo rebajaba mi carraspera y al desahogarme una y otra vez con la muerte del pobre ejecutivo, quedé relajada y dispuesta para el momento que esperaba.

–Se llama al estrado a la Excellentissima Prima Protecta. Me levanté de mi sede decidida a ponerme frente a todo el Consejo, y a que mi nombre y mi cara recorrieran toda la península, incluido el clan de Gabrielle, delegado por Gustavo. Subí las escaleras y reverencié junto con Manto, que se sentó y me cedió el atril, sobre el que ya estaba preparado el viejo códice.
Desde allí podía verlos a todos: Los chicos, mis amigos, estaban en los palcos del fondo, como si su presencia allí no fuera bien recibida. En el centro del graderío vi a Alba, que me guiñó un ojo, y ¡qué curioso! Las caras cargadas de tedio de los presentes se tornaron en interés por el rumor que traía mi nombre, todos esperaban mi confirmación. Mantuve mi pose altiva  y bebí un trago de agua más antes de comenzar a hablar. ¡Mierda! Ya decía yo que olvidaba algo. ¡No había pensado en qué decir!
–Buenas noches. Mi nombre es Vera-Níobe, –un rumor recorrió toda la sala, pero no me detuve ante él–, Prima Protecta desde los tres años de edad, heredera directa y legítima de la difunta Excellentissima Prima Protecta Margarita. He sido consciente de la existencia de la estirpe de los vástagos desde la misma edad en que recibí la Cruz Tutelar, y siempre he sido fiel a mi cargo. Soy conocedora de la mayor parte de pericias y debilidades de vuestra especie, pues he sido, sin saberlo, fundamentalmente educada por un vástago. –Una nueva oleada de rumores, todo iba bien–. Por ello sé bien en qué puedo ayudar a nuestra comunidad, pues permitidme si me es lícito, considerarme un miembro más de esta sociedad.
»Comunico que mañana juraré mi cargo y reafirmaré el pacto entre nuestras especies como me es debido.
»Deseo conocer las leyes de cada pueblo que conforma esta asamblea, presentarme ante sus líderes y, si me fuera posible en el breve lapso de vida humana, visitar sus tierras. Pero de todo ello ya me ocuparé personalmente y extramuros. Sin más que decir, envío un efusivo saludo a los presentes y les deseo una buena velada en esta primera Llena del año. Bona nit, good night, boas noites, gabon, buenas noches.
Terminada mi presentación, Manto se levantó de su sede y se puso ante mí en el centro del estrado. Estrechamos con efusividad nuestras manos y tras un intercambio de sonrisas, tomó el códice con ambas manos, me lo ofreció y yo lo cogí del mismo modo. Nos devolvimos de nuevo las reverencias y regresé a mi asiento.

Después del cierre de la primera sesión estuve atareada un buen rato antes de poder ir a cenar. Nada más salir Irene me llevó con ella al lugar del vestíbulo donde había concertado mi encuentro con el letrado Rodrigo. La verdad es que Irene estaba guapísima, llevaba un vestido rosa oscuro con volutas florales de color negro y caída asimétrica, con tacones del mismo color. Caminé cogida de su mano por el pasillo atestado sin dejar de oír un continuo murmullo proveniente de todos lados, tan leve que no llegaba a entender.
–Irene, ¿qué dicen?
–De todo. Algunos que eres una salvadora, otros temen que estemos cerca de una guerra. Otros lamentan no poder vaciarte. Mira, es aquel hombre de allá.
Junto a uno de los biombos esperaba un hombre vestido en traje y corbata, alto, rubio y con el pelo engominado. Sí, sin duda ese aspecto sólo lo podía tener un abogado. Se acercó a mí nada más verme y me estrechó la mano.
–Saludos, excelentísima Níobe. Me alegra sobremanera saber que se encuentra usted bien. Su discurso ha sido efímero, y se lo agradezco, la brevedad es un alivio después de la lectura del acta. –Ambos reímos–. También he observado que ha querido ser políticamente correcta en su despedida, pero dígame: cuando ha dicho bona nit, ¿lo decía en valenciano o en catalán?
–Según para la mente de quien lo oyera.
–Muy ágil. Está bien, pasemos a temas serios. El asunto a tratar no es en absoluto adecuado para hablarlo aquí, en el vestíbulo. ¿Le parece bien que hablemos en privado, en la intimidad de mi habitación?
–Bien a mi parecer, pero…
–Sí, conozco el procedimiento, por supuesto que pueden estar presentes su guardiana y un Juez.
–En ese caso, no nos demoremos. Tengo deberes para mañana, –dije al tiempo que levantaba el códice a la altura de su mirada.

–Antes de comenzar, señor Rodrigo, quería agradecerle que haya defendido mis intereses con tan buenos resultados en los recursos que presentaron mis padres naturales.
–Es mi deber como albacea, no tienes por qué darme las gracias. Ahora, siéntate, pide algo al servicio de habitaciones y relájate. Tienes mucho que aprender sobre tu testadora.
Pasamos más de dos horas en la habitación doscientos setenta y nueve, en las que el letrado me puso al día en todo lo referido a la anciana Marga, al testamento y a mi resurrección social. Me contó que Marga poseía la misma capacidad que el venerable Manto, sentía la energía en los corazones de la gente, y ello fue lo que le impulsó a darme la Cruz Tutelar. Marga conocía mi poder, sabía que tenía un don especial, y por si fuera poco, también era consciente de la Profecía.
Rodrigo también me explicó que Sole fue enviada a Olot desde Elche, su ciudad natal, por Marga, para mi protección y adoctrinamiento, y el que ella se enamorara de mí nada más verme fue una casualidad de las que ofrece la fortuna.
Juró mil veces hacer efectivo el testamento de Marga, que por lo que insinuó logró la Cruz Tutelar por métodos propios y no por herencia. No entendí muy bien sus palabras, pues no quiso decirme la verdad de Marga y Sole, me dijo que simplemente yo la descubriría por mí misma llegado el momento.
Después me habló de las propiedades que obtendría según el testamento. En primer lugar, una finca casi en ruinas a las afueras de Elche, amplia y llena de recuerdos de la infancia de Marga, que fue refugio de vástagos que participaron en la guerra a favor del bando republicano hasta que se los dejó de buscar. Por otra parte, una casa en el casco antiguo de la ciudad, en el barrio del Raval, donde podría instalarme sin problemas, ya que era hasta entonces hogar de provincianos que la habían mantenido sana y resistente.
Acerca del piso de Alicante, poco me habló, tan sólo me dijo que fuera de visita antes de continuar con mi misión, pues hallaría allí algo realmente interesante para conocer el pasado de Marga. Yo confirmé que así haría, de todos modos debía firmar unas instancias legales para volver a la vida antes de la vista ante el juez.
Antes de marchar me aconsejó que solicitara audiencia a Manto antes de la segunda sesión del Consejo para que me mostrara la línea sucesoria de mi Cruz Tutelar, a la que se refirió como Crux Feminia, lo que me daría que pensar aquella noche, y a cuyo archivo tan sólo Manto y yo teníamos acceso. Aseguró que al echarle un vistazo al archivo descubriría algo de mí que hasta entonces había quedado oculto para todos, salvo para Marga y para Manto.

lunes, 9 de noviembre de 2009

36- Alba


Irrumpí en la biblioteca acompañada por el Juez Vicente, vestida y arreglada, armas en cinto y mitones en mano. Corrimos al despacho de Manto, introduje el código y entré yo sola.
–¡Manto! No puede ser, no puedo ser…
Reconozco que estaba histérica.
–Ah, ¿no? ¿Y por qué no?
–Para empezar porque no hay ninguna guerra que detener. Además, ¿qué soy yo? Una criatura huérfana, oficialmente muerta y que vive en una cueva porque mi casa ardió.
–¡Qué curioso! –Respondió entre risas–. Justo en la misma situación en la que se encontraba Níobe cuando firmamos el pacto. Hay demasiadas coincidencias, ¿verdad? Joven, relájate. Ser la Advenidera no es motivo de llanto. No es malo en absoluto.
–Sí lo es, Manto, ¡es terrible! Significa que la guerra está a punto de estallar.
–¿Por qué piensas eso?
–¡Porque me estoy muriendo, Manto! Tengo cáncer. El doctor López me ha dado un máximo de dos años de vida.
Eché a llorar repleta de rabia y me dejé caer sobre el pétreo cuerpo de Manto, con tanta energía que casi daño mi ojo con el pentáculo de plata que colgaba de su cuello. Tenía poco tiempo, y sólo el rescate de Sole era una tarea a contrarreloj. ¿Además debía encontrar a una anciana desaparecida hace cinco siglos y detener una guerra? Era obvio que tenía que elegir: el caos en la península o la agonía de mi amada. No podía sacrificar a un pueblo por alguien que se suicidaría tras mi muerte, por mucho que la amara.
Mi cara estaba repleta de lágrimas. Grité y me desgarré de dolor, golpeaba el pecho de Manto con el puño llena de rabia, tanta que no me importaba el daño de los golpes. Él continuó su abrazo hasta que mi llanto aminoró lo suficiente como para permitirme hablar. El podía sentir mi alma. El sabía qué decisión iba tomar, sólo quería asegurarme:
–Manto…
–Dime, joven Níobe.
–¿Llegaré a rescatar a Sole?
–Sí.
¿Cómo? Eso contradecía todos mis sentimientos, ¡la respuesta debía haber sido un “no”!
–¿Cómo lo sabes?
–Tu corazón. Él late con fuerza, grita desesperado qué es lo que más necesita.
–¿Y qué le dice?
–Para vivir, tu corazón necesita más a Sole que a sus propios latidos.
Quedé blanca. Mi llanto se cortó en seco. Levanté mis ojos muy despacio, hasta que mi vista se cruzó con la cálida mirada de Manto. Había llegado la hora de enfrentarse a la realidad. Una realidad que me aterrorizaba como la peor de las pesadillas, escrita en el brillo gris de los ojos de Manto. No me quedaba otra alternativa. No había más solución.
–Manto.
–Dime pequeña.
–Necesito que me hagas un favor…

Salí de la biblioteca, serena pero despierta, altiva y segura de lo que debía hacer, completamente distinta a cómo había entrado. Tanto el pasillo como el vestíbulo estaban atestados de gente: decenas de vampiros agrupados en pequeños círculos hablaban de temas variados y cargados de interés. Nada más salir, Irene se acercó a mi lado en su papel de guardiana:
–¿Cómo ha ido?
–Soy yo, –dije firme–, no cabe duda.
–Tengo una noticia importante que darte.
–¡Vaya! ¡Qué tenemos aquí!
Una vampiresa altísima se acercó a nosotras y nos interrumpió. Tenía la cara fina, los labios carnosos y pintados de carmín, el pelo castaño recogido en un elegante y elaborado moño, de cuyo centro surgía una coleta que le llegaba a mitad de la espalda. Ojos enormes y negros, vestida con un atuendo rojo muy sugerente.
Yo le dirigí mi natural mirada cálida y le dediqué una sonrisa insinuante. Ya sabía quien era, Andreu me la había descrito y por ahora había acertado en cómo sería su actuación. Llegó la hora de poner en marcha la siguiente parte de la segunda fase del plan. Sería humillante, pero necesitaba su favor.
Se acercó a mí con andar sinuoso, y con total descaro rodeó mi cintura con su brazo. Me tomó con firmeza, yo no me inmuté, mi cara, mi mirada seguían imperturbables.
–Así que tú eres la célebre Níobe, ¿verdad?
Al punto el Juez Vicente se acercó y la reprimió:
–Alba, suéltala.
–Tranquilo, Vicente, –repuse–. No ha tratado de hacerme nada malo.
El Juez calló, pero permaneció cerca, junto a Irene, ojos fijos en mi actuación. Alba continuó:
–Es un honor conocer a la nueva Protecta Prima, con tan ilustre nombre.
–Y para mí es un honor conocerla a usted en persona, Alba, la más hermosa entre las barcelonesas.
–Sin duda lo soy, –respondió arrogante–, pero tú no tienes nada por lo que envidiarme. Y por favor, tutéame. –Comenzó a acariciarme el pelo–. Vaya, además de hermosa posees un aroma exquisito. Diría que eres virgen.
–Así es.
El plan marchaba a la perfección.
–Estoy segura de que lo eres porque quieres. –Sentí su mirada cada vez más cargada más energía, cómo trataba hacerme caer en su trance, seducida por completo quería tomar mi sangre, no sin antes divertirse un poco–. Pero hay más matices en tu olor. Parece algo así como… ¿manzana?
Le respondí con una risita lasciva y asentí. El Juez estaba cada vez más tenso, pero seguía impasible, Manto le había dado la orden de no intervenir a no ser que el plan saliera de su cauce.
–Me gustaría pedirte algo, Níobe, pero me da tanta vergüenza…
Su manera de gimotear me ponía de los nervios, aunque debo reconocer que me había logrado ponerme bastante húmeda. Tanto que casi olvido mi papel.
–Pide por esa hermosa boca, estoy deseosa de complacerte, –susurré.
–¿Me concederías un beso?
Yo me puse de puntillas para acercarme a su cara, me estiré cuanto pude, de modo que pudiera ver mi cuello y buena parte de mis pechos.
–No sientas vergüenza por algo que deseo concederte con fervor.
Acercó sus labios a los míos, ninguna de las dos dejamos de mirarnos llenas de lascivia. Permanecimos apenas un segundo así, con nuestros labios a punto de rozarse, sentía mi aliento humano y yo sentía el suyo, gélido y dulce.
Lo había logrado. Nuestros ojos se cerraron despacio y unimos los labios en un profundo y apasionado beso. Nos besamos durante tanto tiempo que llegué a calentar con mi fuego su fría lengua. Separamos muy despacio los labios  y me dio un tierno beso sobre la boca, y muy despacio, me dio otro sobre la barbilla, uno más bajo mi mejilla. Así, lenta pero inexorablemente, se acercó a mi cuello, que yo le ofrecía como servido en bandeja.
Se dispuso a morderme, pero sus colmillos no llegaron más que a rozar mi piel. Una fuerza extraña, desconocida para ella, le impedía avanzar hasta el néctar de mi yugular.
–Ya es suficiente, –dijo el Juez.
Ella separó su cabeza confusa. Ahora nadie excepto Alba conocía mi poder. Me soltó la cintura y se despidió con un beso en la mano, y trató de recuperar sin éxito el tono seductor:
–Parece que nos han estropeado la velada. ¿Volveremos a vernos?
–Me podrás ver en el Consejo. Después necesitaré descansar. Pero me gustaría que nos volviéramos a ver, fuera de aquí.
–Lo entiendo, mañana jurarás cargo, debes estar preparada, futura honorable. Hasta pronto preciosa.
Se marchó por una de las puertas, la que llevaba a las habitaciones comunes. Nada más alejarse Irene me estrujó y felicitó:
–¡Bien! Lo has conseguido, ahora sabe que la rosa tiene espinas.
–Sí, pero debo volver un momento a la suite.
–¿Ocurre algo?
–Necesito cambiarme de ropa interior…

–Excelentísima, celebro el triunfo de su misión. Pero le ruego por lo que más quiera que no vuelva a darme otro susto como éste.
–Tranquilo Vicente, ya he cumplido mi primer cometido aquí. No volverá a ocurrir. Además te recuerdo que voy armada. Por cierto. Irene, ¿qué era esa noticia importante que debías contarme?
–¡Merda! Lo había olvidado. Gustavo está aquí.
–Doble merda. ¿Qué hace él aquí? ¿Qué trama?
–Aún no lo sabemos, pero Fernando teme que saldrá a la luz a partir de la reunión del Consejo de mañana.
–¿A partir de mañana?
–Sí, hoy es tu presentación oficial, la lectura de las decisiones tomadas el año pasado y organización de las intervenciones de mañana.

El ascensor llegó abajo y abrí la habitación. David había cambiado las sábanas y permanecía arrodillado junto a la mesita.
–David, sal. Necesito unos momentos de intimidad. Quédate en el vestíbulo con Irene.
Cuando salió y la puerta de la habitación se cerró me senté sobre la cama y tomé el teléfono de la mesita. Marqué el ocho y una voz respondió al primer timbre:
–¿Sí?
–Fernando, cambio de planes.