lunes, 16 de noviembre de 2009

38- El Juramento.


–¿Ocurre algo, señorita? Pareces inquieta.
–No puedo dormir. David, enciende la luz.
Mi niño pulsó el interruptor y una luz tenue atravesó las cortinas que nos envolvían en la cama.
–¿Quieres un masaje? Quizá te relaje.
–No creo que me sirva de nada, cuando me desvelo soy terrible, pero puedes intentarlo.
Me tendí cabeza abajo en la cama y David se puso sobre mí. Tomó del cajón de la mesita izquierda un pequeño frasco de aceite y comenzó a hacerme un masaje. Yo cogí el códice de encima de la mesita y lo abrí por una página cualquiera. Comencé a leer e interpretar el texto en latín tan bien como sabía.
–Sientes tensión aquí, junto a la nuca, ¿verdad? Cerca de este bulto.
–Por favor, bastante procuro ocultarlo bajo el pelo, no le cuentes a nadie que lo has visto.
–¿Maligno? –Dijo asustado.
–Preguntas de más.
–Lo siento Níobe.
–No importa. Y menos si sigues así. Tus manos son un tesoro. ¿Has estudiado masaje?
–Sí, entre otras muchas cosas.
–¿Latín?
–¿Alguna duda?
–Una confirmación. Si no he leído mal aquí dice que el Tutor Maximus me dará un epíteto en mi nombramiento, ¿no es así?
–En efecto, el venerable leerá en tu corazón y resumirá en un epíteto la característica que mejor te describa.
–Parece interesan… ay… ahí, sigue ahí.
–Acumulas demasiada tensión. Llevas a tus espaldas más responsabilidades de las que en realidad tienes.
–Si una profecía centenaria te hubiera anunciado como salvador de la armonía en la península también estarías tenso.
–Así que al final te has convencido.
–Sí… –respondí apenada–. Anda, para ya, pero no te bajes de donde estás. Deja el códice en su sitio y échate sobre mí.
Él obedeció y pronto sentí cómo su cuerpo desnudo cubría mi espalda. Podía notar su aliento en mi nuca, y un cosquilleo en la zona lumbar se apoderaba de mí.
–David, ¿es fea mi espalda?
–Tienes una espalda preciosa, Níobe.
–No mientas. Entre el tumor y la cicatriz debes tener una vista horrible.
Él avanzó su cabeza hasta ponerse junto a mí, mejilla contra mejilla, me abrazó y me dio un beso antes de responder:
–Muestran tu increíble fuerza de voluntad. Eres una gran luchadora, y saldrás adelante.
–¿Eso crees? –Él asintió–. Quizá, pero necesito ayuda. Por cierto, odio seguir sorda mientras me rodean los cuchicheos de los miembros del Consejo. ¿Sabes leer labios?
–Por supuesto.
–¿Podrías enseñarme? –Le dirigí una mirada tierna.
–Sí, aunque nos llevará tiempo, en una semana entenderás lo que dice cualquiera que hable sobre ti. ¿De qué te ríes?
–Ya te está subiendo otra vez.
–Lo siento Níobe. Me excitas muchísimo y no puedo…
–No pidas perdón por ello. Me siento halagada. Además me gusta tu tacto. Abrázame fuerte. –De pronto comencé a sentir como me adormecía lentamente.
–¿Quieres que cante?
–No. Hoy no. Sólo bésame en el hombro y acaríciame el pelo. Me gusta sentir tu aliento sobre mi piel.
Él ya había comenzado a hacerlo cuando yo no había terminado de pedírselo. Era extraño, nunca me habían atraído los hombres humanos, y pensé que con los niños ocurriría lo mismo. Sin embargo la ambigüedad sexual de David, la suavidad de su piel depilada, su pelo largo y su actitud sumisa me volvían loca, al punto de desear que acabara la noche para volver a la habitación y tener su compañía.
–Oye David, algún día de éstos me gustaría dar un paseo por Toledo, cuando haya jurado y esté menos atareada. Me gustaría ir de día y, bueno, me preguntaba si te dejarían salir de aquí para acompañarme. La verdad es que me hace ilusión pasear contigo por la ciudad.
–En cuanto jures cargo Manto te lo concederá, lo sé. Deberías tratar de dormir. Mañana será un día muy importante.
Le di un beso de buenas noches y caí completamente rendida, vencida por el cansancio, la ternura de su cuerpo sobre el mío y el relax de su masaje.



Marché al despacho de Manto tan pronto como me dio audiencia. Para una fecha tan señalada como mi juramento ante el Consejo me puse el vestido azul que me hacía sentir el alma de Sole allá donde me llevaran mis pasos. Amalia me puso unos tacones negros que no quise mirar para no caer a causa del vértigo antes de ponerme de pie. Es extraño, pero temo los tacones aunque sepa que es imposible que tropiece y caiga.
Así, velo al vuelo tras de mí, códice en manos, armas en cinto, crucé el pasillo ante las miradas de todo género de algunos de lo presentes.
–Buenas tardes, Níobe. Te has vestido realmente guapa para tu juramento. Quizá sea un poco provocativo, pero no por ello menos elegante.
–Gracias Manto. He pasado por aquí antes de la reunión por recomendación de Rodrigo.
–Ya has hablado con tu albacea por lo que veo. Es muy serio y estricto, a veces puede resultar agotador hablar con él, pero tiene sentido de la justicia, algo muy poco común aquí.
–Eso me pareció ayer. Me dijo que me convenía ver la línea sucesoria de mi cruz, que solo nosotros dos podíamos tener acceso a ella, y bueno, que sería útil para una persona curiosa como yo.
–Veo que Marga ya le habló de ello, no se callaba una aquella buena anciana. Aún no está digitalizada. Un segundo.
Se acercó a uno de los grandes rollos de papel que había en el despacho y lo puso sobre la mesa.
–Ayúdame a extenderlo.
Yo hice que el papel se desenrollara solo, Manto me miró con la boca medio abierta.
–Sin duda una cosa es saberlo y la otra verlo con los propios ojos. Gracias.
Nos acercamos al papel extendido sobre la mesa y eché un vistazo. Lo primero que me llamó la atención era que, en la línea sucesoria, todas éramos mujeres. Todos los nombres tenían a su lado una o dos siglas, que hacían referencia al epíteto que Manto les había otorgado. Algunas de las portadoras estaban unidas a la anterior con una línea, supuse que ello servía para marcar la sucesión por herencia. Llegué al nombre de Margaríta Pérez Jiménez, su epíteto era A. L., Animarum Legens, me explicó Manto. De ella surgía una línea que llegaba hasta Mi nombre: Vera–Níobe Granada Terra, C. F., ¿qué era eso? Aún no había jurado cargo y ya se me había asignado el epíteto.
–¿Por qué tengo ya un epíteto? Creí que se adjudicaban en el momento en que me nombraras honorable.
–Y suele ser así, cuando soy yo quien te adjudica el epíteto. Pero por primera vez no fui yo, sino la propia Marga, la que me habló de lo que había visto en ti y me pidió a modo de favor personal que te diera tal epíteto. Por cierto que nos diste un buen susto a todos cuando creímos que la sucesora de Marga había fallecido.
–Cambiar de tema no me va a despistar. ¿Qué significa?
–Eso no te lo puedo decir hasta que jures cargo esta noche, por eso he cambiado de tema. Como te decía, lo pasamos realmente mal, y no sólo porque pensáramos que habías fallecido, sino porque no encontrábamos tu cuerpo ni la cruz por ningún lado. Esa cruz es muy importante, ¿sabes?
Lo había conseguido, si Manto decide cambar de tema no importa lo que se esfuercen sus interlocutores, se cambia de tema.
–No sé hasta que punto, pero ayer Rodrigo se dirigió a ella como Crux Feminia, por lo que supongo que el que todas las portadoras seamos mujeres no es una casualidad.
–Sí lo es, o eso creo. Como ya sabes creé cinco cruces, cada una se diferencia en algo de las otras. La cruz que llevas fue la primera que creé, es por ello por lo que a su portadora se la conoce como Protecta Prima. Es algo extraño como te decía, la diseñé por inspiración de Níobe. Todas las cruces comparten elementos comunes, son cruces griegas, ya que representan protección, además de estar decoradas con ataurique, pese a que en cada una es una flor distinta. ¿Conoces las piedras engarzadas en ella?
–La central es una esmeralda. ¿Son todas piedras de gran valor?
–Así es.
–En ese caso, creo que la roja es un rubí, la anaranjada parece ámbar. La que tiene un color entre el azul y el rosa diría que es un zafiro. La azul es… ¿topacio?
–Exacto. Las piedras simbolizan las fuerzas elementales en las que creía Níobe, fuerzas que me hizo sentir aquella noche, mi última como humano, frente a la cueva: la tierra en mis manos y mis pies, el calor del fuego de la hoguera, y la humedad que la brisa traía en su viaje.
–La esmeralda es la vida, ¿no? El quinto elemento, el catalizador y a la vez la catálisis de todos los demás.
–Así es. Pero hay más. Los brazos de la cruz, las terminaciones que imitan las columnas jónicas. Simbolizan la feminidad y además traen a mi memoria el origen de Níobe. La creé pensada para una mujer, pese a que podía llevarla una persona de cualquier sexo siempre que la lograra. Sin embargo con el paso del tiempo nos dimos cuenta de que, de alguna forma u otra, la cruz siempre llegaba a manos de una mujer. Casualidad o no, la bautizamos como Crux Feminia, y todavía se cumple ese criterio, que cada vez parece menos consecuencia del azar. Pero hay algo más.
–¿Qué?
–Todas, absolutamente todas las portadoras de la Crux Feminia han poseído un don especial. Como el tuyo. De las cinco cruces, la tuya es sin duda la más misteriosa.
Hablamos acerca de mi juramento que iba a presentar. Le pareció un tanto arriesgado, pero prometió no ejercer el derecho de veto Aunque no me prometió nada acerca de los demás miembros del consejo, era un gran consuelo.



–Manto, antes de marcharme. Quería hacerte una pregunta.
–Dime.
–¿Podré vencer a Gabrielle con mi fuerza actual?
–No.
–¿Seguro? Corto carne de vampiro como si fuera mantequilla.
–Pero Gabrielle tiene unos quinientos treinta años de edad, nunca has atacado a un vampiro anciano. Te lo demostraré. –Se desabrochó la camisa–. Atácame.
–¿Cómo?
–Que me lances tu mejor ataque contra el pecho, ¡vamos! Y no quiero nada del tipo “no puedo atacar a un Venerable” ni cualquier cosa que se le parezca.
Yo asentí un tanto insegura. Retrocedí unos pasos y tomé una de mis armas con la diestra. Salté hacia él y lancé toda mi energía contra el anciano. El arma tocó su piel, se deslizó sobre su pecho y patinó de arriba hacia abajo, se separó de su carne cerca del ombligo y siguió su trayectoria conmigo detrás. Apenas pude frenar en seco en mitad del aire antes de chocar contra el suelo. Alcé la mirada y miré al pecho de Manto. En él no había el mínimo rasguño.
–¿Ves? La carne de un vampiro anciano es demasiado dura como para poder atravesarla con tus armas, no importa lo fuerte que seas. Un anciano sólo puede ser atravesado por otro anciano.
–Pero entonces…
–Ya encontrarás la manera. Por cierto, déjame tus armas, voy a reforzarlas. Tranquila, te las devolveré en un par de días.



–Yo, Vera-Níobe Granada Terra, juro ante mi venerable Tutor Maximus, ante los honorables Iudices Tutores, y ante todos los presentes en esta sala, proteger y ayudar a la raza de los vampiros en la medida de mis posibilidades, y mantener en absoluto secreto la existencia de vampiros para todo humano. Si así cumplo mis palabras, se me conceda el título de honorabilis prima protecta hasta el fin de mis días, se me proteja de cualquier daño que pudiere recibir dentro de los límites peninsulares y se me conceda el honor de inmortalizar mi nombre en la memoria de vuestra raza. Si incumpliere mis palabras, y revelara su existencia de forma directa o indirecta, mediante cualquier medio, o permitiera su conocimiento a otros humanos por omisión, me sea dada la muerte por mis propios protectores. Así juro.
Se apagó el eco de mi voz y se hizo el silencio en la sala.
–Yo, Manto, como Venerabilis Tutor Maximus, firmo este juramento centenario, y os concedo ante los ojos de toda mi raza el título de Honorabilis Prima Protecta, Vera-Níobe Granada Terra, Concordiae Flumen. Que el Pacto continúe vivo en esta unión.
Manto soltó sus manos del códice, que ambos sosteníamos, cada uno de un lado, Dirigimos la mirada al graderío del Consejo, que nos dedicó una efusiva ovación. Yo mantenía mi velo al viento, así como mi pelo, como si una corriente me agitara únicamente a mí. No es que quisiera ser descubierta, lo hice por consejo de Manto. Dijo que si quería que se me reconociera como la Advenediza tenía que parecer de algún modo de origen divino, para dar al vulgo vampírico un motivo para creer que se me debía conceder el título. Muchos de ellos se habían percatado, me fijé en sus caras, sabían que no podía haber un conducto de ventilación que me siguiera allá donde fuera, parecían pensar que debía ser alguna concesión divina. Marchaba viento en popa.
Me senté en mi nueva sede en el estrado, a la derecha del palco central. Desde allí arriba todo se veía diferente. Todos aquellos monstruos con aspecto de modelos de lencería eran ahora inferiores a mí en estatus. ¡Y ellos mismos lo alababan! ¿Cómo podían ser tan idiotas? Los únicos a los que consideraba mis iguales, mis amigos, pues sé que para ellos soy Níobe, su Níobe.



El resto de la sesión la pasé bastante ausente, pensativa en el epíteto que Marga me había dado: C. F., Concordiae Flumen: ¿Río de la concordia? ¿De la unión? Significa algo parecido, ¿no? La verdad es que suena mejor en mi idioma: Vera-Níobe Granada Terra, R. C., Río de Concordia. Espera, RC… ¡Errecé!
Así era como me llamaba mi madre. Siempre creí que era su forma de resumir “Ruina de la Casa”, pero Marga nunca la amonestó cuando se dirigía a mí de ese modo. ¿Me llamaba así de forma intencionada? Por supuesto ella no tenía ni idea de latín, así que seguro que Marga le traduciría mi epíteto.
Mi madre… me quería. Quizá no me quisiera como a una hija, pero de alguna forma sabía que era especial, fui importante en su vida, aunque el rencor de haber echado a perder su vida artística para siempre no le permitiera demostrármelo. En aquel momento todos mis esquemas sobre ella, todo el odio que me impedía lamentar su muerte se desgajaron de mi corazón. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no romper a llorar en mitad de la reunión.

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