viernes, 13 de noviembre de 2009

37- Primera Llena del Año Quinientos Veintitrés de la Paz.


–Bienvenidos todos a la quingentésima vigésima tercera reunión oficial del Consejo Provinciano Peninsular. Queda abierta la primera jornada de diálogo y debate sobre el orden y estado de la península. El orden de la sesión será el que sigue: Lectura del Acta de cierre del año anterior, presentación de nuevos cargos, elección aleatoria del orden de presentación de propuestas provincianas, homenaje a la entrada del año quinientos veintitrés de nuestra era y cierre.
La imponente voz de Manto resonaba intensa en cada rincón del teatral graderío de la Sala de Reuniones del Consejo. Había llegado a pocos minutos del comienzo de la sesión, cuando la mayoría de asistentes ya ocupaban sus butacas. Traté que mi descenso hacia mi cátedra fuera tan elegante como fuera posible: cabeza enhiesta y caminar elegante, al que ya estaba acostumbrada, mirada al frente y aspecto soberbio.
No puede dejar de sentirme un tanto perturbada durante mi recorrido, debido al cosquilleo incómodo que a todos nos suele causar la sensación de saber que estamos siendo observados por más de cien ojos. Mi sede, la primera central de la fila uno, puesto de honor junto a mis cinco Iudices y mi Guardiana.
La tensión bullía bajo mi piel. Miraba los dos regios asientos junto estrado desde donde hablaba Manto, el derecho del venerable, y a la izquierda la sede vacante que yo, jurados mis votos, ocuparía mañana en calidad de Honorabilissima Prima Protecta, título que se tornaría en Venerabilis Adventicia si el Consejo lo dogmatizara por unanimidad, en la creencia de que mi llegada es la anunciada por Níobe. No podía creer que estuviera allí, mi naturaleza guasa me hacía sentir incómoda, rodeada de tal afluencia y bajo tales ortodoxias.
Sabía que más tarde que temprano mi nombre resonaría en la sala aquella noche, debería levantarme, ocupar el atril, alzar la voz ante cientos de espectadores y presentarme a ellos. Luego de aquello, debía estrechar la mano de Manto, que me entregaría el códice titulado Lex De Protectis, sobre el que juraría la noche siguiente.
Por suerte tenía tiempo para lograr relajarme, Andreu me había hablado ya de la lectura del acta y advirtió que debía tener el umbral del tedio portentosamente alto debido a su magnitud, lo que me recordaba a una de las diferencias más abismales entre humanos y vampiros: la concepción temporal.
Había traído conmigo un fajo de folios y un bolígrafo para tener algo con lo que entretenerme. No era una práctica muy ortodoxa, me fue sin embargo recomendada por el propio Manto para evitar casos como el dado en año trescientos catorce, cuando un protectus cayó en sueño profundo en su llamada al estrado, claro aquel hombre sufría narcolepsia.
Tomé el bolígrafo y comencé a escribir. Decidí inspirarme en el popular cuento de la lechera para no perder demasiado tiempo en elucubrar una historia realmente original:
«Era la mañana de un lunes de abril cualquiera para el aburguesado vulgo, que sin arrojos emergía de sus oscuras cavernas a la luz de la alborada para afrontar, desmotivado, un día de trabajo por un sueldo que siempre juzgará mediocre. No iba a ser así para él, el gran tiburón que estaba ya a sólo una entrevista de ser un alto ejecutivo productivo y remunerado, un gran triunfador en la vida. Con casi treinta años a sus hombros, pobre infeliz. Había dedicado toda su vida a avanzar con paso lento pero firme hacia aquel momento, y por fin había llegado su hora.
Orgulloso se levantó a las cinco de la mañana para tener dispuesto hasta el más ínfimo detalle: Tinte castaño medio sobre las canas, faz reluciente y rasurada, camisa de seda de resplandeciente blancura comprada para una ocasión tan especial como la que le ofrecía el destino aquel día, y corbata blanca con cuadros marrones. Remataban el conjunto el pantalón y la chaqueta oscuros, heraldos de una pulcritud óptima.
El ambicioso señor no tenía pareja ni hijos, pues pensó que entorpecerían su trayectoria profesional: hace mucho decidió que construiría su mundo personal una vez triunfara en los negocios y el dinero a espuertas le brindara una vida interior de lujo y opulencia. ¿Sus amigos? Grandes actores que, como él, mantenían cara sonriente y vista firme a sus propios intereses.
Pero tenía claro que tan pronto como lograra su ascenso y trasladara su portafolio del angosto cubículo al amplio y limpio despacho que le esperaba, podría dedicar su dilatado tiempo libre a esos asuntos de trivialidad casi pueril que aún no había realizado, pues su vida había centrado hasta entonces en un único y ambicioso propósito.

Tenso pero dichoso calentaba el café con leche sobrante del día anterior, y absorto en las continuas rotaciones del incansable plato del microondas se motivaba a sí mismo en silencio pero sólidamente con tales pensamientos: «En pocas horas recogerás el fruto de toda una existencia de cultivo. Todo aquello que puedas pedir a una vida satisfactoria está a una reunión de ser conseguido. El temor a las facturas y al fin de mes verá su fin, y nada se interpondrá entre tú y tus soñadas vacaciones a Delhi…»
De estas lucubraciones lo despertó el agudo pitido del microondas. Sacó el café y lo puso en su amada taza de porcelana, regalo de su anciana madre, único retazo de humanidad que parecía haber en su vida.

Pero, ¡ay! La fortuna es tan can y nerviosa que torna de parecer sin previo aviso. Al agarrar la taza de porcelana blanca, los nervios y el frágil pulso del necio tiburón hacen que sus temblorosas manos no puedan soportar un pequeño desequilibrio. La taza de porcelana blanca se desliza de entre sus dedos, hacia la encimera de granito negro. Vuela en cien pedazos, y unas aciagas gotas de café movidas por la fulana mano del destino caen en la corbata blanca con cuadros marrones que colgaba de su cuello, ahora deslustrada por completo.
Durante unos segundos, que bien pudieron parecerle un vasto retazo de la eternidad, queda turbado el infame caballero, exánime mientras contempla incrédulo el lamentable espectáculo que acababa de presenciar. Logró por fin despertar sus sentidos, orden dio a sus piernas de correr hacia el aseo, donde intentó de forma desesperada limpiar la corbata, dejarla tan reluciente como cuando la compró, tan esplendente como debía ser su destino. Tomó la toalla húmeda y la frotó enérgicamente sobre la mancha, mas sólo consiguió extenderla sobre la superficie.
Como el que niega su muerte, echó sobre ella jabón de manos y continuó su fricción exasperada al tiempo que dirigía una mirada desencajada, reflejo de un alma infeliz y temerosa, a las rejillas del respiradero del techo.
Tras arduos minutos de vana lucha contra la evidencia, se dejó caer en el suelo, junto a la letrina, y mientras lloraba como si le hubieran anunciado la defunción de un ser querido, miró el reloj: tanto tiempo había perdido en tratar de limpiar la mácula que se ya es demasiado tarde.
Y agotado, con los ojos fuera de si y grandes gotas de rocío que caían de su cara, arrojó de su boca temblorosa, con una voz casi ahogada, dichas palabras:
–Toda mi vida a la quiebra por una taza de café quebrada. Todo esfuerzo, toda lucha que libré por superar las adversidades, ¿ha sido en balde? ¿Termina de este modo? ¿Y en qué me puedo sustentar? Mi ascenso se ha ido a pique y toda mi vida cortada por las punzantes astillas de mi amada taza de porcelana blanca. Lo di todo para cultivar esta tierra y ahora me percato de que es estéril; jamás seré un tiburón, ni más que un simple pez mediocre. Nada de mi vida dediqué a buscar amigos, un amor, alguien en quien apoyarme. Y por tanto nada de ello tengo ahora. Toda mi vida se resume en una corbata de cuadros marrones manchada de café.
Con éste y otros lamentos, claros portadores de su desdicha, se acompañó durante horas.

Cuando la policía entró en el apartamento, alertada por vecinos quejumbrosos por el olor, su hediondo cuerpo ya había comenzado a podrirse.
Colgado de una rendija del respiradero del aseo, colgaba sin vida el pez payaso. El cuerpo ahorcado se balanceaba levemente, para sorpresa del forense, sólo estaba sostenido por una corbata blanca de cuadros marrones, manchada, pero muy resistente. Pobre idiota, dedicar toda su vida a una sola meta, ¡y tan fútil como aquella! Si tan siquiera hubiera reparado a tiempo en la veintena de corbatas limpias y ordenadas que esperaban en su armario, quizá ahora habría logrado su sueño, pero el haraquiri fue su decisión.
¿Por qué no lo pensó? El estrés de la ciudad, supongo.»
Di punto final a mi cuento y lo releí. La verdad es que ese tipo me cayó mal desde el principio, o lo mataba o me habría matado él a mí de los nervios. Levanté la mirada del papel y la dirigí a una niña azafata que permanecía firme a pocos metros de mí. Ella se percató al momento y se acercó a mi butaca.
–Agua, –susurré casi sin fuerza en la garganta por la tensión que pasaba.
–Sí, excelentísima. –No tardó un minuto en volver con un vaso de agua fría y un caramelo balsámico–. Sugerencia para aclarar la voz, excelentísima.
–Gracias.
Así, trago a trago mientras el caramelo rebajaba mi carraspera y al desahogarme una y otra vez con la muerte del pobre ejecutivo, quedé relajada y dispuesta para el momento que esperaba.

–Se llama al estrado a la Excellentissima Prima Protecta. Me levanté de mi sede decidida a ponerme frente a todo el Consejo, y a que mi nombre y mi cara recorrieran toda la península, incluido el clan de Gabrielle, delegado por Gustavo. Subí las escaleras y reverencié junto con Manto, que se sentó y me cedió el atril, sobre el que ya estaba preparado el viejo códice.
Desde allí podía verlos a todos: Los chicos, mis amigos, estaban en los palcos del fondo, como si su presencia allí no fuera bien recibida. En el centro del graderío vi a Alba, que me guiñó un ojo, y ¡qué curioso! Las caras cargadas de tedio de los presentes se tornaron en interés por el rumor que traía mi nombre, todos esperaban mi confirmación. Mantuve mi pose altiva  y bebí un trago de agua más antes de comenzar a hablar. ¡Mierda! Ya decía yo que olvidaba algo. ¡No había pensado en qué decir!
–Buenas noches. Mi nombre es Vera-Níobe, –un rumor recorrió toda la sala, pero no me detuve ante él–, Prima Protecta desde los tres años de edad, heredera directa y legítima de la difunta Excellentissima Prima Protecta Margarita. He sido consciente de la existencia de la estirpe de los vástagos desde la misma edad en que recibí la Cruz Tutelar, y siempre he sido fiel a mi cargo. Soy conocedora de la mayor parte de pericias y debilidades de vuestra especie, pues he sido, sin saberlo, fundamentalmente educada por un vástago. –Una nueva oleada de rumores, todo iba bien–. Por ello sé bien en qué puedo ayudar a nuestra comunidad, pues permitidme si me es lícito, considerarme un miembro más de esta sociedad.
»Comunico que mañana juraré mi cargo y reafirmaré el pacto entre nuestras especies como me es debido.
»Deseo conocer las leyes de cada pueblo que conforma esta asamblea, presentarme ante sus líderes y, si me fuera posible en el breve lapso de vida humana, visitar sus tierras. Pero de todo ello ya me ocuparé personalmente y extramuros. Sin más que decir, envío un efusivo saludo a los presentes y les deseo una buena velada en esta primera Llena del año. Bona nit, good night, boas noites, gabon, buenas noches.
Terminada mi presentación, Manto se levantó de su sede y se puso ante mí en el centro del estrado. Estrechamos con efusividad nuestras manos y tras un intercambio de sonrisas, tomó el códice con ambas manos, me lo ofreció y yo lo cogí del mismo modo. Nos devolvimos de nuevo las reverencias y regresé a mi asiento.

Después del cierre de la primera sesión estuve atareada un buen rato antes de poder ir a cenar. Nada más salir Irene me llevó con ella al lugar del vestíbulo donde había concertado mi encuentro con el letrado Rodrigo. La verdad es que Irene estaba guapísima, llevaba un vestido rosa oscuro con volutas florales de color negro y caída asimétrica, con tacones del mismo color. Caminé cogida de su mano por el pasillo atestado sin dejar de oír un continuo murmullo proveniente de todos lados, tan leve que no llegaba a entender.
–Irene, ¿qué dicen?
–De todo. Algunos que eres una salvadora, otros temen que estemos cerca de una guerra. Otros lamentan no poder vaciarte. Mira, es aquel hombre de allá.
Junto a uno de los biombos esperaba un hombre vestido en traje y corbata, alto, rubio y con el pelo engominado. Sí, sin duda ese aspecto sólo lo podía tener un abogado. Se acercó a mí nada más verme y me estrechó la mano.
–Saludos, excelentísima Níobe. Me alegra sobremanera saber que se encuentra usted bien. Su discurso ha sido efímero, y se lo agradezco, la brevedad es un alivio después de la lectura del acta. –Ambos reímos–. También he observado que ha querido ser políticamente correcta en su despedida, pero dígame: cuando ha dicho bona nit, ¿lo decía en valenciano o en catalán?
–Según para la mente de quien lo oyera.
–Muy ágil. Está bien, pasemos a temas serios. El asunto a tratar no es en absoluto adecuado para hablarlo aquí, en el vestíbulo. ¿Le parece bien que hablemos en privado, en la intimidad de mi habitación?
–Bien a mi parecer, pero…
–Sí, conozco el procedimiento, por supuesto que pueden estar presentes su guardiana y un Juez.
–En ese caso, no nos demoremos. Tengo deberes para mañana, –dije al tiempo que levantaba el códice a la altura de su mirada.

–Antes de comenzar, señor Rodrigo, quería agradecerle que haya defendido mis intereses con tan buenos resultados en los recursos que presentaron mis padres naturales.
–Es mi deber como albacea, no tienes por qué darme las gracias. Ahora, siéntate, pide algo al servicio de habitaciones y relájate. Tienes mucho que aprender sobre tu testadora.
Pasamos más de dos horas en la habitación doscientos setenta y nueve, en las que el letrado me puso al día en todo lo referido a la anciana Marga, al testamento y a mi resurrección social. Me contó que Marga poseía la misma capacidad que el venerable Manto, sentía la energía en los corazones de la gente, y ello fue lo que le impulsó a darme la Cruz Tutelar. Marga conocía mi poder, sabía que tenía un don especial, y por si fuera poco, también era consciente de la Profecía.
Rodrigo también me explicó que Sole fue enviada a Olot desde Elche, su ciudad natal, por Marga, para mi protección y adoctrinamiento, y el que ella se enamorara de mí nada más verme fue una casualidad de las que ofrece la fortuna.
Juró mil veces hacer efectivo el testamento de Marga, que por lo que insinuó logró la Cruz Tutelar por métodos propios y no por herencia. No entendí muy bien sus palabras, pues no quiso decirme la verdad de Marga y Sole, me dijo que simplemente yo la descubriría por mí misma llegado el momento.
Después me habló de las propiedades que obtendría según el testamento. En primer lugar, una finca casi en ruinas a las afueras de Elche, amplia y llena de recuerdos de la infancia de Marga, que fue refugio de vástagos que participaron en la guerra a favor del bando republicano hasta que se los dejó de buscar. Por otra parte, una casa en el casco antiguo de la ciudad, en el barrio del Raval, donde podría instalarme sin problemas, ya que era hasta entonces hogar de provincianos que la habían mantenido sana y resistente.
Acerca del piso de Alicante, poco me habló, tan sólo me dijo que fuera de visita antes de continuar con mi misión, pues hallaría allí algo realmente interesante para conocer el pasado de Marga. Yo confirmé que así haría, de todos modos debía firmar unas instancias legales para volver a la vida antes de la vista ante el juez.
Antes de marchar me aconsejó que solicitara audiencia a Manto antes de la segunda sesión del Consejo para que me mostrara la línea sucesoria de mi Cruz Tutelar, a la que se refirió como Crux Feminia, lo que me daría que pensar aquella noche, y a cuyo archivo tan sólo Manto y yo teníamos acceso. Aseguró que al echarle un vistazo al archivo descubriría algo de mí que hasta entonces había quedado oculto para todos, salvo para Marga y para Manto.

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