lunes, 20 de julio de 2009

5 - El Hospital


Aunque de algún modo me quisieran, ni mi madre ni mi padre me querían como a una hija, y si lo medito un poco puedo entenderla a ella perfectamente. A mi madre le había costado casi seis años de esfuerzos en Broadway encontrar una compañía mediocre en la que ingresar y poder presentar su arte. No era mala a la hora de actuar, y bailaba como los ángeles, era lo único que la hacía sentir viva, creo que lo fue durante toda su vida.
Justo en el preciso instante en que ella volvió a rehacer su ilusión, su futuro lleno de focos se derrumbó al quedarse embarazada de mí. La Fama era su sueño, y mi llegada hizo que su última esperanza de acariciarla con sus manos y no sólo con sus sueños cayera al suelo y se rompiera en miles de pequeños cristales. Cristales líquidos, lágrimas que derramó al verse condenada a despedirse de todo ello para siempre por mi llegada al mundo.
Sin embargo a mi padre no puedo excusarle. Nunca conocí de él lo suficiente como para justificarlo, y tampoco quise aprender demasiado. Pero me parece que ya he divagado demasiado.

Como ya he dicho, no había cumplido los tres años cuando me detectaron el cáncer. De él no tuve más recuerdo en toda esa vida que la cicatriz que la cirugía me dejó, un pequeño trazo que parecía una línea de unión entre mi nuca y mi omóplato, que se ocultaba con facilidad bajo mi pelo ondulado y oscuro como el de mi madre, y la imagen del momento justo anterior a la operación.
Apenas recuerdo unas cuantas cosas de aquel momento. La habitación blanca, la luz natural de una gran ventana a mi derecha y la de los focos dirigidos hacia mí, y de todo el instrumental que pudiera haber allí, de toda la gente que se pudiera encontrar en ese instante en la sala, sólo puedo recordar al anestesista, y nuestra conversación.
El anestesista me impresionó por su palidez. Hasta aquel momento sólo había conocido a dos personas verdaderamente pálidas en el mundo: a mi madre y a mí misma. Quizá fue eso lo que captó mi atención y me permite recordarlo perfectamente. Lo primero que pensé al verle fue que quizá fuera un tío mío, claro que lo segundo fue “¡No, por favor!”
Era muy joven, quizá recién salido de la universidad, nadie diría que hubiera cumplido los treinta años. El pelo, rojizo, muy corto y con patillas finas dejaba libre de todo obstáculo visual la cara alargada y delgada, cubierta de pecas y en su parte inferior por una despoblada barba incipiente, también de color broncíneo. El chaval, (pues su aspecto no daba pie a otra denominación), tenía aspecto de haber sido agarrado con unas pinzas por la cabeza y con otras por los pies y hubiera sido estirado durante horas, así eran de marcadas su altura y delgadez extremas. La bata blanca combinaba perfectamente con su piel, y el conjunto lo culminaban unas gafas totalmente desentonadas. Gafas como las que vuelven a estar de moda ahora: rectangulares le sobresalían por ambos lados de la cara, anchas y oscuras, que distorsionaban más si cabía el resto del conjunto.
–Tranquila, no te va a doler nada. ¿Estás tranquila?
–Sí doctor.
–Bien… quieta. Vale, ahora quiero que cuentes los números que te sepas. ¿Cuántos números sabes?
–No lo sé doctor, –para mí la respuesta era lógica y obvia–, creo que nadie ha comprobado cuántos números sabe. ¿Usted ha hecho la prueba, doctor?
El doctor quedó absorto por un segundo antes de poder reaccionar ante la respuesta de esa niña marisabidilla y pedante.
–No, yo tampoco lo sé. Y tienes razón, nadie ha conseguido descubrir nunca cuántos números sabe. Cuentan la historia de que una vez un hombre decidió escribir todos los números en una lista.
–¿Y cómo terminaba la lista, doctor?
–Pues ponía: «Me acabo de dar cuenta de que no puedo saber todos los números si no sé todo lo que se puede contar».
Pero ya era demasiado tarde, yo había cerrado los ojos para no tener que ver de cerca las gafas del doctor y había centrado mi mente en un paisaje imaginario con la intención de no visualizar su ridícula apariencia, lo que aceleró el efecto del sedante, y ya me había dormido.

Cuando desperté me encontraba en cama, envuelta de nuevo en paredes de ese odioso gotelé, esta vez de un color amarillento con tendencia al gris, que en su momento debió ser blanco mate. A mi izquierda se encontraban dos puertas, una al final de un corto pasillo que supuse sería la salida de la habitación, y justo al lado, más avanzada y como si hubiera sido adosada a la habitación después de haber sido diseñada, la puerta del aseo. Seguí mi exploración de cada parte de mi entorno.
Frente a mi cama había otra exactamente igual, vacía. Al girar la cara a mi derecha me deslumbró la luz de la ventana, que dejaba entrar los rayos de una mañana de mayo cualquiera. Al pie de ésta, un sillón negro, en el que reposaba la anciana Marga, única amiga de mi madre, único contacto durante seis años entre mi madre y mi abuela, única persona que me quería en aquel tiempo. Junto a ella, una de esas mesitas con balda plegable para poner la bandeja de la comida, tan comunes en los hospitales, de color blanco.
Fue entonces cuando me di cuenta de la vía intravenosa de mi brazo, no pude evitar dar un pequeño respingo. Esto sacó a la anciana Marga de su trance, que en sólo un segundo dio un pequeño salto sin moverse del sitio, pestañeó, y giró la cabeza hacia mí para asegurarse de que me encontraba bien.
Marga tendría entonces unos ochenta años. La recuerdo como una señora entrada en carnes, con la cara redonda y poblada de numerosas arrugas, ojos pequeños color verde y una nariz también pequeña. El pelo, que un día fue abundante y rubio, ya muy escaso, lo tenía teñido de un color castaño y muy corto, peinado hacia atrás, que dejaba al descubierto sus grandes orejas, con lóbulos perforados, grandes y caídos como si con los años hubieran cedido al peso de tantos pendientes. No era especialmente alta, quizá midiera un metro sesenta y cinco, aunque de joven sí lo fue. Además, si tenemos en cuenta que yo mido ahora poco más de un metro y medio, no puedo decir que fuera baja desde mi punto de vista.
En la parte derecha del labio tenía algo que a primera vista podía parecer un herpes, pero era en realidad, como ella me contó, la cicatriz de una herida que se hizo en su infancia, cuando intentó montar a horcajadas una mula. La anciana Marga cambió su expresión de alerta al ver mi actitud serena, y me comenzó a hablar con su voz temblorosa, mientras se levantaba y se abrochaba bien su rebeca de lana negra, riguroso luto por su reciente viudedad.
–Vera, ¿cómo estás cariño?
–Bien, yaya Marga. Un poco cansada, pero bien.
–Eso es de la anestesia, se te pasará cuando descanses un poquito más. –Marga se percató de inmediato de mi forma de explorar toda la habitación con extrema curiosidad y creyó que buscaba algo–. Tu mamá ha bajado a la cafetería a desayunar, y me que quedado yo un rato contigo.
Mentirosa, mi madre está durmiendo en casa y has sido tú quien se ha pasado toda la noche conmigo, yaya. Yo era muy joven, pero no era para nada tonta, y sabía qué era y qué no era capaz de hacer mi madre por mí.
Sabía a la perfección que si no se había tomado la molestia nunca de cantarme una canción infantil, jugar conmigo ni sacarme al parque, no se iba a considerar absoluto la posibilidad de pasar la noche en el incómodo sillón reclinable de un hospital conmigo.
 Una cosa era el tema de la mudanza, porque ahí era mi vida lo que estaba en juego, y otra muy distinta demostrarme que me quería, y tanto ella como yo discerníamos la diferencia a la perfección.
Marga me contó un cuento para ayudarme a olvidar la vía y mantenerme entretenida hasta que el sueño me venciera, sabía que me aburro con mucha facilidad cuando estoy en la cama. Me contó decenas de cuentos en mi infancia, sobre todo de terror. Se había dado cuenta le Caperucita y Los Tres Cerditos eran muy útiles para lograr que durmiera, pero poco efectivos cuando el objetivo era entretenerme, por lo que adaptaba los libros que conocía. Cuando ella llegaba a casa sabía que había llegado la hora de apagar la televisión, quitar de mi cabeza la escabrosa muerte de la mamá de Bambi y deleitarme con el pobre Frankenstein, las aventuras del pequeño Bilbo o el último caso que logró resolver el implacable Poirot.
Supongo que no era el estereotipo de niña al que los pedagogos etiquetan como “normal”. Desde luego Marga lo sabía, y supo adaptarse a las circunstancias muy bien.

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