miércoles, 29 de julio de 2009

12- Encuentro


Aquella noche me quedé durante horas echada en la cama, dispuesta junto a la pared de la ventana, lo que me daba una imagen preciosa del cielo a veces nubloso, a veces estrellado que cubre el hermoso paraje de mi nuevo hogar. De pronto oí una armoniosa brisa que resonaba a través de las ventanas abiertas hacia adentro. La brisa se convirtió en una voz aguda, suave y melodiosa, la más hermosa que he oído jamás. Fijé mi atención, y oí mi nombre en el leve murmullo que atravesaba las paredes. Yo no me asomé por la ventana. No tenía miedo, pues su voz me hizo entrar en un mar de paz y confianza.  Y del mismo modo que ella murmuraba, yo le respondía con susurros:
–¿Quién eres?
–Te he visto jugar a las canicas cuando estabas sola, y me gustaría conocerte. ¿Puedo subir?
La reacción lógica habría sido gritar, llorar, llamar a mis padres y decirle a la voz que se fuera. Pero mi mente estaba abrumada con los armoniosos acordes del sonido que acariciaba mis oídos con suma suavidad. Además, sería absurdo oír el famoso «tranquila, no era más que un sueño» que dicen todos los padres de las películas americanas, pues era evidente que yo estaba despierta, y que la dueña de la voz se marcharía si sospechaba que había dado la alarma.
–No puedo abrir la puerta de casa.
–Subiré por la ventana si tú me das permiso.
No imaginaba cómo alguien podría subir a un tercer piso sin ayuda de nada, y como es costumbre en mí, la curiosidad fue mucho más poderosa que el sentido común, al que tengo casi siempre encadenado en la celda más profunda de mi alma, sin comida ni agua, y al que de vez en cuando recuerdo porque lo oigo golpear las paredes con una bacinilla oxidada.
–Si puedes, hazlo.
–Vale. Te avisaré cuando esté llegue para no asustarte. –Me pareció una idea genial. Una cosa era no tener miedo, y la otra querer que se me apareciera de pronto una cabeza por cualquier lado de la ventana. Pasaron un par de segundos y habló-: Ya.
No pude evitar un gesto de sorpresa al sentir la voz justo al otro lado de la pared, pero seguía sin tener miedo.
–Pasa.
Ante mí se desveló una imagen que ensombrecía por su belleza la Garrinada. Aparecieron unas manos en el marco lateral de la ventana, con uñas largas y pintadas de rojo, seguidas de un pie pequeño, blanco y descalzo que se afirmó en el alféizar para impulsar el resto del cuerpo. Poco a poco surgió el resto de la joven, que procedía a velocidad moderada más por miedo a asustarme con movimientos bruscos que por necesitar reafirmar sus puntos de apoyo en la fachada.
Contemplé aquella maravillosa criatura iluminada sólo por la luz de la Luna. La chica aparentaba como mucho veinticinco años. Su piel, de un color tan blanco que resplandecía a la luz de la Luna me impresionó por ser muy similar a la mía y de mamá. La cara, un óvalo perfecto enmarcado por su pelo color rojo fuego y con flequillo, de aspecto lacio y completamente liso, recortado de forma escalonada, de modo que por delante apenas le llegaba a los hombros y por detrás llegaba hasta unos tres dedos por debajo de la nuca. Sus ojos, verde amarronados, enormes y ligeramente almendrados.
Llevaba un vestido que entonces me pareció un simple camisón para dormir, de color rojo, y ajustado de modo que le marcaba su figura estilizada y sus pechos, redondos y elevados, aunque no especialmente grandes.
Una figura perfecta, descalza, que atravesó como un fantasma la ventana y se sentó sobre el marco, junto a cama.
–Entra del todo.
Me obedeció y se sentó frente a mí, con una mirada curiosa que me recordó a mi propia forma de explorar el mundo.
Ninguna de las dos interrumpió a la otra durante varios minutos, mientras nos dedicábamos a inspeccionarnos con curiosidad, sin miedo a que la otra se sintiera turbada, pues de lo primero que nos percatamos es que esa actitud era propia de la naturaleza de ambas, y nos dimos, sin decirlo, licencia absoluta para explorar cada centímetro de la otra. Tras varios minutos tomé la iniciativa en la conversación, en voz tan baja que se confundía con la brisa de las montañas.
–¿Has pasado delante de la puerta de la guardería cuando estaba sola?
–Sí. Era yo. –A pesar de mi corta edad ya me habían contado algunos cuentos de vampiros la yaya Marga y esos amigos de un solo día que tenía en los parques de Alicante. Sabía cómo eran y sólo necesitaba una cosa para aclarar mis dudas.
–¿Cómo te llamas?
–¿Sabes? Lo cierto es que no lo recuerdo bien, pero la última vez que alguien me reconoció me contó entre otras cosas que mi nombre es Soledad.
–Soledad… –nombre triste y hermoso a partes iguales–, ¿podrías sonreír?
La pregunta le pilló por sorpresa, y casi sonríe sin quererlo.
–Mejor no… por ahora. Te asustaría. –Dirigió una rápida mirada a la cruz que me colgaba del cuello–. Entonces, ¿sabes lo que soy?
Nada más verla me vino a la memoria la descripción que Marga me había dado aquel día en el parque de los monstruos a los que ella daba bolsas de sangre cuando iba a visitarlos. Entonces me pareció una broma con la que pasar el rato, pero ahora el mundo había cambiado, y que existan seres como aquéllos es totalmente lógico y verosímil. No por casualidad, Soledad daba por completo el perfil.
–Sí… y sé que no quieres hacerme daño.
–¿Cómo sabes eso?
–Lo dice tu mirada. –Entonces agaché la cabeza avergonzada–. También dice que quieres tocar mi cruz.
–Eso es verdad, pero sólo a medias. Me gustaría darte un abrazo. Te prometo que no te la quitaré.
–Lo sé.
Me recosté en la cama, pegada a la pared, y le dejé sitio suficiente como para que se pusiera a mi lado. Ella se deslizó sobre la sábana casi sin tocarla, con una elegancia y delicadeza fantasmagóricas, y se recostó a mi lado. Acarició mi cara y mis hombros desnudos con su mano izquierda, mientras el dedo índice de su mano derecha se deslizaba lentamente sobre la cruz de mi pecho, lo veía inspeccionar y gozar cada detalle de la obra. Ella observaba la cruz con ojos nostálgicos, yo giré la cara hacia ella, pues me había parecido más hermosa que el paisaje que podía contemplar por la ventana.
Levantó la mirada y nos ojeamos mutuamente. Yo había pasado ya el tiempo suficiente acurrucada en ella como para cumplir la doble intención de haberle dado permiso para acostarse a mi lado: había comprobado que no respiraba ni le latía el corazón, aunque me di cuenta de algo curioso, que su piel estaba ligeramente caliente, aunque no tanto como la mía. Sin mover más músculo que los de su boca continuó la conversación:
–Aún no me has dicho qué soy.
Yo apoyé mi cabeza sobre su brazo izquierdo antes de responder.
–Eres mi amiga. Eres mi única amiga.
No hizo falta nada más. Ella reposó su cabeza sobre la almohada y me abrazó. Por primera vez sentí en mí cómo una niña pequeña es abrazada por su madre, acostada junto a ella en la cama, y escucha de su voz una nana para dormir. De su boca y como un suspiro, su voz angelical comenzó a cantar suavemente los primeros versos del Scarborough Fair. Aunque aún no entendía lo que decía, su melodía embriagadora  hizo que el velo del sueño cayera sobre mí casi al instante.
Are you going to Scarborough Fair?
Parsley, sage, rosemary and thyme.
Remember me to one who lives there.
For she once was a true love of mine.

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