sábado, 18 de julio de 2009

4 - Rosa Marchita, Ramo Fresco


–No hay metástasis –el médico hablaba a mi madre en tono alentador–. Bastará con cirugía. Es un gran consuelo, no tendrá que enfrentarse a la quimioterapia. No sobreviviría al proceso a una edad tan tierna, –los latidos de mi madre, que hasta ese momento competían con los de un colibrí, recuperaron un ritmo moderado–, pero es muy probable, sobre todo teniendo en cuenta su enfermedad y los antecedentes familiares que vuelva a ocurrir, y más aún con el sol de nuestra costa. Un cáncer de piel no es precisamente una bendición en esta zona del país.
Mi nacimiento no trajo calma a la vida de mamá, si acaso más motivos por los que preocuparse.
–Doc… tor… ¿aconsejaría que nos mudáramos? –Las palabras de mi madre apenas podían salir debido al temblor de sus carnosos labios.
–Señora Terra, ¿quiere a su hija?
Las palabras del médico dieron paso a un breve silencio, que mi madre empleaba para preparar cada palabra de modo que pudiera hablar sin mentir.
–Lo he sacrificado todo en mi vida por ella.
Eso era verdad, por ello entiendo que me guardara rencor toda la vida, no le culpo. Es más, le estoy agradecida. En ese momento pudo vengarse, pudo negarse a luchar contra mi padre y quedarse a vivir en Alicante, me habría condenado así a una muerte casi segura, pero no lo hizo. No lo hizo porque mi madre, así como muy poca gente en el mundo, nunca creyó en la venganza. O eso creí hasta hace poco.
–Entonces vendan su casa, cojan sus cosas y marchen a un pueblo alejado de los rayos del sol. Su piel es especialmente sensible y es muy probable que la próxima vez no tenga tanta suerte.

Mi madre salió lentamente por la puerta de la consulta, cetrina como un cadáver, débil, temblorosa tanto por el miedo de perder aquello por lo que tanto había sacrificado como por los deseos de reencontrarse con su vieja amiga, la cocaína, de la que se había despedido al descubrir que estaba encinta. Cerró la puerta a sus espaldas y echó un vistazo a la sala de espera abierta en el pasillo de la clínica, con paredes al gotelé pintadas de un verde horrible y un zócalo formado por azulejos color ocre no más atractivo para la vista que el resto de la pared. Miró una por una las sillas de plástico que enmarcaban la sala, ésta ocupada y aquélla vacía, hasta encontrar una en la que había una anciana alegre con una blusa granate que tenía cogidas con sus manos las mías, y me cantaba una canción infantil mientras yo reía y saltaba ante las faldas de la señora. Tenía unos dos años y ocho meses, pero mi dicción era perfecta y cantaba a coro con la anciana Marga sin que se me trabara la lengua esa canción que sólo me había cantado una vez antes, mientras esperaba a que mi madre saliera de la consulta.
–Níobe.
Yo ya conocía ese tono serio, firme, pero sin gritar. Ese “Níobe” significaba “Níobe, deja en paz a la pobre Marga y ven aquí; nos vamos.” Así que no hizo falta más. La seguí, a mitad de camino me giré y vi cómo Marga se levantaba despacio y nos seguía a su paso. Fuimos juntas a casa, juntas bajo una de las últimas lluvias de abril.

Mamá tenía las ideas claras: nos mudaríamos. Pero aún no se había enfrentado a mi padre. Él había comenzado de nuevo sus acercamientos a la princesa blanca y su humor comenzaba a ser, digamos que voluble. Había conseguido, como se propuso, un trabajo en una agencia inmobiliaria alicantina que daba a la familia beneficios suficientes como para llegar a fin de mes y costear los caros caprichos de ese hombre. Ahora mi madre debía plantarse ante él y decir “nos mudaremos al norte”. Estaba dispuesta a llevarse otro golpe como el último, por el que aún llevaba un pequeño cardenal tapado con maquillaje en su pómulo derecho, y las rosas del ramo que trajo mi padre al día siguiente como compañía de su disculpa aún no se habían marchitado, tal vez un pétalo caído reposara junto al pie del jarrón.

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